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Introducción

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El supremo Arte de la Guerra es someter al enemigo sin luchar. Sun Tzu

Aunque atraviesa una profunda crisis estructural, el capitalismo durará tanto tiempo como los de abajo demoremos en encontrar alternativas sostenibles, o sea capaces de auto-reproducirse. Ningún sistema desaparece hasta tanto nazca otro capaz de sustituirlo; uno que esté capacitado para cumplir de modo más eficiente las funciones que no puede seguir realizando el sistema en decadencia. Por esta sencilla razón, avalada por las transiciones habidas en la historia, es que las elites se empeñan en impedir que nazcan, crezcan y se expandan formas de vida no capitalistas, capaces de superar el inevitable aislamiento inicial, para crecer hasta convertirse algún día en sistema. En esa función, las políticas sociales juegan un papel relevante, insustituible. Con la excusa de aliviar la pobreza, buscan la disolución de las prácticas no capitalistas y de los espacios en los que ellas suceden, para someterlas a las prácticas estatales. El mejor camino es no hacerlo por la violencia, que suele mutarlas en organismos resistentes, sino someterlas suavemente, administrándoles -como antídotos– relaciones sociales similares a las que dieron vida a esas prácticas no capitalistas.

No importa tanto qué sistema sea el que pueda surgir de la multiplicidad de prácticas no capitalistas existentes hoy en el mundo. Las clases dominantes perciben/saben que allí anidan peligros que deben atajar, por una elemental cuestión de sobrevivencia. Ese peligro consiste en las formas de vida heterogéneas que practican los movimientos en sus territorios autogestionados. Pero los de arriba han aprendido mucho más. Saben que las prácticas alternativas surgen en los márgenes y en la pobreza. Por eso focalizan allí toda una batería de medidas para controlarlas y extirparlas, como los conquistadores hace cinco siglos extirpaban las «idolatrías» de los indios. No sólo explotaban su fuerza de trabajo forzándolos a concurrir a las minas, sino que se empeñaron en desfigurar sus culturas, interferir en sus cosmovisiones y controlar sus espacios comunitarios, para debilitar sus resistencias.

Los opresores siempre se empeñaron en eliminar o controlar los espacios sociales autónomos de los oprimidos (desde las barracas donde dormían los esclavos hasta las tabernas, cervecerías y mercados donde concurren las familias proletarias), porque saben que allí se tejen las rebeliones. En Europa, a fines del siglo XIX se destruyeron deliberadamente muchos circuitos de la cultura popular «con siniestras consecuencias en el proyecto de disciplinar y domesticar culturalmente al proletariado» (Scott, 2000: 156). Para refrenar la protesta social en América Latina, el espacio estratégico vital para la sobrevivencia del imperio estadounidense, la cuestión decisiva es controlar y domesticar los espacios donde nació la resistencia al neoliberalismo: las periferias urbanas y ciertas áreas rurales. El «combate a la pobreza» cumple esa función.

Para la mayoría de las personas el combate a la pobreza es una cuestión de índole moral que nace de un justificado sentimiento de rechazo a los sufrimientos de sus semejantes. Para las elites es un modo de garantizar la estabilidad y la gobernabilidad. En los últimos años, en toda América Latina he podido comprobar, directamente, cómo las políticas sociales de los más diversos gobiernos dividen y neutralizan a los movimientos antisistémicos. En Chiapas, donde cientos de comunidades zapatistas eran sólidos bastiones de rebeldía, hoy campea la división porque el gobierno estatal, comandado por el centroizquierdista PRD, realiza donaciones a las familias que abandonan el movimiento rebelde. En Argentina, el movimiento piquetero fue diezmado por los planes sociales que cooptaron organizaciones enteras, y aislaron y debilitaron a las que siguieron firmes contra el modelo. En Chile, el gobierno entrega tierras selectivamente a las comunidades mapuche que considera afines, se las niega a aquellas que se movilizan y, además, les aplica la ley antiterrorista. Y así en todo el continente.

A mi modo de ver, las políticas sociales implican cuatro grandes dificultades para los movimientos antisistémicos:

1) Instalan la pobreza como problema y sacan a la riqueza del campo visual. Se ha instalado la idea de que los pobres son el gran problema de las sociedades actuales, ocultando así el hecho incontrastable de que el problema central es la acumulación de capital y de poder en un polo, porque desestabiliza y destruye todo rastro de sociedad. Se estudia a los pobres con la mayor rigurosidad, se realizan estadísticas, análisis, encuestas y todo tipo de acercamientos a los territorios donde viven los pobres, sin contar con ellos, sin consultarlos ya que se los considera objetos de estudio. Las academias, los estados y las corporaciones multinacionales han reunido bibliotecas enteras para tratar de responder qué hacer con los pobres. En cambio, son raros los estudios sobre los ricos, sobre las formas de vida en los barrios privados, los modos de hacer de los ejecutivos y los problemas que crean a la sociedad. Sin embargo, son ellos los que provocan las crisis, como quedó demostrado durante la crisis financiera de 2008.

2) Eluden los cambios estructurales, congelan la desigualdad y consolidan el poder de las elites. Apenas dos ejemplos. El gobierno de Lula gasta el 0,5% del PIB en el programa Bolsa Familia, de transferencias a los sectores más pobres de la sociedad, que perciben unos 50 millones de personas. Con la otra mano, gasta el 5% del PIB en intereses de deuda interna que benefician a unas 20 mil familias. El mismo gobierno que no hace la reforma agraria, que beneficia al capital financiero que registra las mayores ganancias de la historia de Brasil, consolida de ese modo la desigualdad en el país más desigual del planeta. En lugar de desarrollar una política económica que le permita prescindir de las políticas compensatorias, ampliando todos los derechos a todos los brasileños y hacer la reforma agraria, Lula optó por una política que sigue generando más y más desigualdad que es «compensada» con pequeñas transferencias.

El otro caso sintomático es el programa Argentina Trabaja recientemente implementado por el gobierno de Cristina Kirchner. El programa dice inspirarse en la economía solidaria, promueve la formación de cooperativas que trabajan en obras públicas por salarios muy superiores a las transferencias que reciben los desocupados. El diseño del programa es interesante, pero su aplicación busca tres efectos. Primero, consolidar las relaciones de poder en las periferias de Buenos Aires ya que privilegia a los intendentes peronistas, base de apoyo del gobierno nacional. Segundo, consolidar las bases sociales del gobierno favoreciendo a las organizaciones afines, entre las que se destaca del Movimiento Evita. Tercero, aislar a las organizaciones autónomas que siguen resistiendo, a cuyos militantes se les veta la posibilidad de integrar cooperativas. El Frente Darío Santillán se ha destacado por una consecuente actitud: no rechaza el plan Argentina Trabaja sino que se moviliza para que no quede en manos de las burocracias sociales y estatales.

3) Bloquean el conflicto para facilitar la acumulación de capital. Toda la arquitectura de las políticas sociales está enfocada a mostrar que sólo se pueden conseguir demandas sin conflicto. Ya sea porque los beneficios se les entregan prioritariamente a quienes se han especializado en merodear los despachos del poder, o porque el costo social para los que luchan es muy elevado. El caso del pueblo mapuche de Chile echa luz sobre estas formas de actuación estatal. Al comienzo de la transición a la «democracia», el estado aprobó la Ley Indígena que promueve y regula la formación de comunidades y asociaciones indígenas. En la región de la Araucanía se habían formado para 2002 un total de 1.538 comunidades y 330 asociaciones que obtuvieron personería jurídica y acceso a los programas públicos. Sin embargo, este conjunto de organizaciones no sirvió para potenciar la lucha mapuche ya que el tipo de organización creada «las asemeja a organizaciones propias de la sociedad chilena que en nada tienen que ver con la organización tradicional mapuche» (Calbucura, 2009: 17). El estado promovió la creación de comunidades legales con un mínimo de diez integrantes lo que ha redundado en fragmentar las organizaciones ancestrales.

En segundo lugar, el reparto de tierras –que es la principal política social hacia los mapuche– se ha hecho de tal modo que los debilita y divide. La Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) a través de su Fondo de Tierras y Aguas Indígenas, ha traspasado desde 1994, unas 200 mil hectáreas a los mapuche que han favorecido a más de 10 mil familias. La cifra es insuficiente ya que se estima que harían falta otras 200 mil hectáreas, pero muchas se titulan de forma individual y no comunal, dejando fuera a muchas comunidades y, además, no existen programas de apoyo. En tercer lugar, la CONADI entrega tierras como forma de resolver conflictos, pero en muchos casos se ofrecen tierras en lugares que implican el traslado de la comunidad de sus tierras de origen, cuestión que no contribuye a la reconstrucción de los territorios indígenas y genera divisiones internas, aunque libera espacios para la expansión de los cultivos forestales de las grandes empresas privadas.

Por último, el control estatal de la CONADI hace que se privilegie a algunas comunidades en detrimento de otras, usando las tierras para fortalecer el clientelismo y como forma de pago a testigos protegidos que declaran contra las comunidades más combativas (Informativo Mapuche, 2009). Las políticas sociales del gobierno de la Concertación generaron división y fragmentación del movimiento mapuche, cooptaron a organizaciones y redujeron el explosivo potencial de la lucha indígena. A los sectores que siguieron resistiendo y ocupando tierras se les aplicó la ley antiterrorista heredada de la dictadura de Augusto Pinochet. Esas políticas no disminuyeron la pobreza pero facilitaron la expansión del monocultivo forestal que ya ocupa dos millones de hectáreas en la Araucanía en manos de tres grandes empresas. El conjunto de las tierras mapuche no llega a 500 mil hectáreas, donde viven unos 250 mil comuneros en unas dos mil reservas que son islotes en un mar de pinos y eucaliptos.

4) Disuelven la auto-organización de los de abajo. Es el caso de la implementación por el estado de la economía solidaria como política social. La economía solidaria nació abajo y en resistencia durante el período neoliberal, fue creciendo bajo diversas formas, desde cooperativas y fábricas recuperadas hasta ferias de trueque y emprendimientos productivos. En general, fueron los grupos sociales locales los que más se destacaron por poner en marcha formas autónomas de economía solidaria, a través de la autoorganización.

Las políticas sociales a través de la economía solidaria buscan justamente destruir la autoorganización que es un aspecto clave, determinante, para que formas económicas alternativas jueguen un papel en la emancipación a partir de la lucha por la sobrevivencia. Pero la autoorganización tiene algunas características que la diferencian de las organizaciones estadocéntricas como los sindicatos tradicionales: establece múltiples relaciones hacia todas las direcciones posibles; presenta formas de organización propias, autodeterminadas y no decididas fuera de esos espacios; son «des-ordenadas» para el observador exterior, lo que equivale a decir que tienen un orden propio, nacido en el interior de cada experiencia que no necesariamente se repite en otros espacios similares. En suma, la autoorganización es autonomía. Eso es precisamente lo que intentan vulnerar los planes sociales al pretender que se relacionen prioritariamente con el estado, en una sola dirección sustituyendo la multiplicidad de vínculos y al imponerles un orden decidido externamente. Este es, entre otros, el modo de someterlas a la voluntad estatal, que es la mejor manera de desfigurarlas. Cuando aceptan esas condiciones, dejan de ser organizaciones autónomas. Afortunadamente, unas cuantas se resisten.

Este libro, que no tenía previsto escribir, nació de la indignación que me produjo comprobar cómo los gobiernos progresistas de la región ponen en marcha políticas sociales que son herederas del «combate a la pobreza» promovido por el Banco Mundial luego de la derrota de Estados Unidos en Vietnam para frenar, aislar y liquidar a los movimientos populares. Por un lado, siguen siendo políticas focalizadas y compensatorias que no introducen cambios estructurales. Por otro, buscan lubricar con esas políticas la gobernabilidad, que va de la mano de la institucionalización de los movimientos, un buen modo de limar sus aristas antisistémicas. La tercera pata de estas políticas es la seguridad ciudadana que militariza las periferias urbanas y criminaliza la protesta de los pobres y, en última instancia, a la pobreza misma.

En Chiapas pude comprender las razones por las que el zapatismo es tan duro con la centroizquierda de Andrés Manuel López Obrador. El gobierno «progresista» de Chiapas ha ensayado nuevas formas de contrainsurgencia que buscan generar un escenario de confrontación entre bases de apoyo zapatistas y familias no zapatistas, como excusa para hacer intervenir a los paramilitares del lado de los segundos a fin de aislar y aniquilar a los primeros. En vez de repartir tierras de hacendados y caciques, entrega las tierras que los zapatistas conquistaron luchando luego del 1 de enero de 1994 a organizaciones «sociales» aliadas a los paramilitares. A este modo de operar debe sumarse el reparto discrecional y condicionado de alimentos en época de hambre, así como la negación de recursos a las comunidades zapatistas. En Colombia las políticas sociales son parte del Plan Colombia y están destinadas a consolidar los territorios «recuperados» de la guerrilla. En los asentamientos sin techo de Bahía pude comprobar que el célebre plan Bolsa Familia sólo llega al 10% de los asentados y alcanza apenas para pagar el transporte durante 15 días, mientras los jóvenes pobres de las favelas son perseguidos como criminales. Todo esto no es casualidad.

Inicio este trabajo con un seguimiento de la «lucha contra la pobreza» desde su formulación original por parte de McNamara, presidente del Banco Mundial, observando cómo se ha ido adaptando a las nuevas coyunturas y a la emergencia de movimientos sociales de nuevo tipo. El Banco, convertido en el principal referente intelectual de quienes planifican las políticas sociales, ha venido incorporando en sus discursos conceptos muy similares a los que formulan los movimientos antisistémicos. Con la deslegitimación del modelo neoliberal, los gobiernos progresistas aseguran que quieren ir más allá de las políticas focalizadas y compensatorias. La incorporación de la economía solidaria es uno de los desarrollos más recientes de estas políticas, generando nuevas problemáticas para los movimientos.

Luego abordo el tránsito de los movimientos hacia organizaciones, en buena medida por el retroceso de la movilización pero en gran parte por la incidencia de las políticas sociales que buscan convertir a los movimientos de base en estructuras similares a las ONGs. Para los gobiernos es fundamental «construir organización social», que será la encargada de aterrizar las políticas sociales en el territorio y de ese modo lubricar la gobernabilidad. Este proceso de «normalización» (o institucionalización) de los movimientos, debe hacernos reflexionar sobre qué entendemos por movimiento, un debate que recién está comenzando.

En sintonía con el Banco Mundial y la cooperación internacional, los gobiernos progresistas promueven conceptos como «sociedad civil» con el objetivo de cooptar y neutralizar a las organizaciones del abajo; al mismo tiempo, dan prioridad a mecanismos de cooperación entre estados, ONGs y empresas privadas como forma de superar la pobreza sin conflictos ni colisión entre sujetos. En cada territorio, la gobernabilidad a escala micro se convierte en una trama de organizaciones diversas que fortalecen el control de los pobres bajo la excusa de las «contraprestaciones».

La última parte recoge las experiencias obreras de la década de 1960 porque creo que son fuente de inspiración ineludible frente a las dificultades del momento actual. Finalmente, propongo que no hay una táctica ya diseñada para desbordar las políticas sociales. No se puede estar fuera de ellas; o sea, partiendo del grado actual de conciencia y organización no podemos eludir la relación estado-movimientos, pero éstos no pueden relacionarse con las instituciones de forma pasiva ni instrumental, ni someterse a los intereses del Estado y del capital. Tampoco había una táctica ya diseñada en las décadas de 1960 y 1970 para desbordar el control patronal en las fábricas. Sin embargo, se hizo a tientas, aprendiendo de los fracasos, buscando cada vez nuevos caminos. La lucha obrera de ese período puede servirnos de inspiración ante los nuevos desafíos.

Puede parecer extraño que en un trabajo sobre las políticas sociales de los gobiernos progresistas aparezca un largo capítulo dedicado a las luchas obreras de las décadas de 1960 y 1970. Estoy firmemente convencido que es imprescindible hacer dialogar las más diversas experiencias de resistencias y luchas de los diversos abajos que existen en el mundo; de los abajos del hoy y del ayer, y también del anteayer. Dos razones están en la base de esta convicción. La memoria juega un papel decisivo en las luchas sociales. En ocasiones, porque el nuevo ciclo de protesta suele ser -en sus primeros pasos– prisionero de los modos heredados hasta que cuenta con la fuerza suficiente para desembarazarse de ellos; o de colocarlos en su lugar. Por otro lado, porque las clases dominantes no cuentan con un abanico ilimitado de opciones para derrotar a los rebeldes, a tal punto que una y otra vez acuden a los mismos lugares comunes: esa mezcla de negociación, con concesiones, y represión, o genocidio, para ablandar y desorientar a sus enemigos de clase hasta asestarles la estocada final. Desde el fondo de los tiempos, los de arriba han acudido a formas diversas de esas dos tácticas complementarias, con resultados ventajosos para sus intereses.

En segundo lugar, no me canso de repetir que el ciclo de luchas obreras de la década de 1960 fue un parteaguas en la historia de los de abajo, tan importante, tan radical, que aún no hemos aprendido todas sus lecciones y la enorme cantidad de cambios que supuso. Sólo recordar que la potencia de las mujeres y de los jóvenes agrietó el patriarcado sobre el que se apoyó siempre la dominación de clase, es suficiente para comprender que ya nada volverá a ser como antes. Ni arriba, ni abajo. Comprender las relaciones entre el protagonismo femenino y las crisis de la forma partido, de la forma sindicato y de la forma Estado, supone una investigación y reflexión que exceden mis fuerzas y capacidades, pero que resulta imprescindible para encarar una verdadera política emancipatoria. Nada de esto sería posible sin mirar, aprender y dialogar con el mayor y más profundo ciclo de luchas que conocieron jamás los de abajo.

Por último, habría que preguntarse sin en Uruguay será posible disminuir el sufrimiento y a la vez fortalecer la organización autónoma de los de abajo. La historia reciente no permite alentar el optimismo. Las políticas implementadas por el MIDES se han mostrado relativamente exitosas a la hora de disminuir los índices de pobreza, pero el precio ha sido el aislamiento y la neutralización de las organizaciones -siempre precarias– de ese sector que vive en los márgenes de la economía de mercado y en las periferias urbanas. Puede objetarse que no es tarea de los estados potenciar la autonomía de los de abajo, cuestión que está fuera de duda. Pero este nuevo clientelismo instalado bajo gobiernos progresistas, está resultado un poderoso narcótico en el camino de la autoorganización de los sectores populares. En el mejor de los casos, ese camino estará empedrado por la crítica a las políticas estatales, diseñadas para domesticar el conflicto social y para fortalecer el papel de quienes han hecho de la mediación entre el capital y el trabajo el centro de sus carreras políticas.

Montevideo, octubre de 2010

Movimientos y emancipaciones

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