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Del fracaso mexicano al «fortalecimiento organizativo»

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El PRONASOL fue un programa muy ambicioso: se propuso combatir la pobreza con la participación de las comunidades y convocando a la sociedad a participar, creando «comités de solidaridad» que fueron las células básicas del programa. En el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) se crearon en todo el país 170 mil comités, lo que revela el esfuerzo realizado. Sin embargo, lejos de contribuir a disminuir la pobreza, existe consenso entre los analistas mexicanos que el programa Solidaridad fue uno de los factores que agravó el descontento entre los campesinos e indígenas que apoyaron el levantamiento zapatista del 1 de enero de 1994.

PRONASOL (o Solidaridad) nace como consecuencia de los graves problemas de gobernabilidad y legitimidad, derivados del evidente fraude electoral contra el Frente Democrático Nacional de Cuauhtémoc Cárdenas, en las elecciones presidenciales de 1988. Los fondos destinados al gasto social, diseminados en multitud de proyectos descoordinados, fueron centralizados y transferidos al PRONASOL para apoyar tres áreas: bienestar social, proyectos productivos y desarrollo regional. El programa concentraba poder en manos del gobierno para «canalizar recursos a zonas turbulentas o a grupos insatisfechos» (Mackinlay y de la Fuente, 1995: 69).

En los hechos, PRONASOL buscaba reestructurar las bases de apoyo al Estado en un momento en que despegaba el neoliberalismo en México que, a su vez, se encaminaba a la firma del tratado de libre comercio conocido como NAFTA. El empeño en promover tan vasta participación de la sociedad a través de los comités -que se creaban para realizar una obra determinada y nombraban personas para su mantenimiento y vigilancia-, buscaba eludir la presencia de organizaciones corporativas y corruptas que sólo buscarían su propio beneficio. Considero conveniente retomar, en este punto, el análisis realizado por Héctor Díaz Polanco sobre el PRONASOL.

En la formulación del programa influyeron dos corrientes de pensamiento. Por un lado, intelectuales mexicanos que defendían la idea de trabajar con el sector social de la economía, o sea aquellas organizaciones campesinas y de trabajadores que realizaran un trabajo colectivo, detentaran la propiedad social y usaran los excedentes también con un criterio social. La segunda provino del Banco Mundial, que propuso un vasto programa de apoyo al combate a la pobreza a través de fortalecer la participación comunitaria en lo que dio en llamarse «desarrollo participativo» (Díaz-Polanco, 1997: 104-125).

De esa forma, se esperaba poder compatibilizar el paquete de ajuste macroeconómico con una estabilidad social que garantizara la gobernabilidad. Uno de los objetivos era que la inevitable tensión social, provocada por el aumento de la pobreza y la desestructuración de las redes de sobrevivencia de los campesinos y sectores populares urbanos, encontrara una caja de resonancia en el PRONASOL. Mientras la estrategia económica neoliberal quedaba sujeta a las decisiones cupulares en espacios alejados de la población, se abría una esfera social donde los sectores populares pudieran negociar sus demandas y urgencias. Parece difícil sintetizar mejor la propuesta del Banco Mundial:

En esta esfera popular, se incitaría a los sectores sociales a participar y a invertir su propio esfuerzo para superar sus carencias, con el apoyo de los gobiernos y, eventualmente, de algunas organizaciones no gubernamentales. El diálogo aquí es entre organizaciones sociales molecularmente consideradas –que a menudo el propio gobierno debe promover– y el Estado como representante de la nación, a condición de que en ningún caso estén sobre la mesa los grandes temas estratégicos que corresponde tratar en otra esfera (Díaz-Polanco, 1997: 109).

Para conseguir que ese sector se involucrara, se proponía adoptar cuatro criterios: respetar la identidad, la cultura y la organización de los pueblos indígenas; dar participación a pueblos y comunidades a través de sus organizaciones verdaderamente representativas; dejar participar a todas las organizaciones sociales sin discriminar a ninguna; y evitar la sustitución de los sujetos, el paternalismo y la intermediación. Más allá de la declaración de intenciones del Banco y del Instituto Nacional Indigenista (INI) -que tuvo un papel destacado en la ejecución del programa– y de un diagnóstico bastante acertado de la realidad, el PRONASOL no sólo no pudo cumplir los objetivos que se había trazado sino que consiguió justo lo contrario.

Los fondos que se utilizaron fueron importantes. El gasto de Solidaridad en el estado de Chiapas creció 130 por ciento entre 1989 y 1990 y en 50 por ciento el año siguiente, destinado sobre todo a bienestar social y obras públicas y sólo algo más de diez por ciento en apoyo a las actividades productivas (Harvey, 2000: 195). Durante los tres primeros años el programa fue considerado exitoso, pero muy en particular en un terreno: «mitigar y controlar situaciones de ingobernabilidad» (Mackinlay y de la Fuente, 1995:75). Sin embargo, a escala local aparecieron fuertes tensiones entre los grupos que querían hacerse con el control de los recursos para afirmar sus propias redes de control. Los proyectos no sólo naufragaban por burocratismo y centralización, sino por el predominio de los aparatos técnicos en desmedro de los líderes de las organizaciones sociales. En realidad, pese al discurso sobre descentralización y participación, el gobierno de Salinas manejó todos los hilos del PRONASOL. El resultado fue un atropello a los pueblos indígenas y a los sectores populares organizados. Según Díaz-Polanco, el verdadero propósito del PRONASOL nunca fue atacar a fondo la pobreza sino contrarrestar las consecuencias del programa neoliberal

En Chiapas, los más diversos análisis, incluyendo los oficiales, estiman que PRONASOL creó una situación de crispación social que facilitó la expansión del zapatismo. Chiapas fue el estado donde el programa tuvo su máximo despliegue y donde más comités de solidaridad fueron creados. Pero como el objetivo era asegurar el control, se desplazó y debilitó a las organizaciones independientes y se facilitó la creación de múltiples grupos bajo control directo del programa. De ese modo, se desmantelaron las organizaciones que garantizaban el tejido de intermediación social en el campo. Las consecuencias fueron que las clases dominantes locales usaron el programa Solidaridad para desviar fondos en su provecho, se acentuaron las desigualdades sociales y entre regiones y se generó un clima de irritación y desesperación en las comunidades, muy en particular por la clausura de las opciones independientes de organización y acción.

Mientras Solidaridad buscaba que la participación de las organizaciones campesinas se convirtiera en «contrapeso de las elites locales», la realidad mostró que el control y manipulación de los fondos por el gobierno estatal de Patrocinio González Garrido, se convirtió en «uno de los factores que contribuyeron a generar divisiones y descontento entre las comunidades indígenas»; lo cual, a su vez, provocó que en los primeros días de febrero de 1994 «muchos grupos campesinos ocuparan los ayuntamientos de sus municipios pidiendo la destitución de sus presidentes» (Harvey, 2000: 196-197). La desastrosa experiencia mexicana, en la que tanto el gobierno como el Banco habían puesto tantas esperanzas, necesitaba ser evaluada para no repetir errores. Las conclusiones que extrae Díaz-Polanco no parecen muy alejadas de las que sacaron los propios funcionarios del organismo multilateral:

Las políticas gubernamentales de desarrollo para los pueblos indígenas requieren la existencia de un interlocutor adecuado. En medida considerable, el fracaso o la poca eficacia de los programas para provocar resultados sustanciales y durables, se relaciona con la débil organización económica y de las comunidades y pueblos, especialmente a escala regional (…) La común carencia de esas organizaciones sólidas es un handicap para que los programas puedan encontrar (suponiendo que realmente se esté buscando) un sujeto social –representativo, con legitimidad y fuerza moral entre las comunidades– que los haga funcionar (Díaz Polanco, 1997: 124).

De ahí podemos pasar, directamente, al siguiente programa de combate a la pobreza: el Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indios y Negros del Ecuador (PRODPINE) implementado a partir de 1997. Este programa buscaba resolver precisamente los obstáculos encontrados por Solidaridad en México, por eso la prioridad del Banco pasó a ser el «fortalecimiento organizativo». Sólo cabe apuntar que la eficiencia que deseaban las políticas gubernamentales respecto a los pueblos indios, puede extrapolarse al conjunto de la sociedad, como luego veremos.

El PRODEPINE surgió por la firma de un convenio internacional entre el Banco Mundial y el Fondo Internacional para el Desarrollo Indígena, con apoyo del gobierno ecuatoriano, por un total de 50 millones de dólares. El Banco se proponía movilizar el capital social como el camino para el empoderamiento de los excluidos, lo que se traducía en la propuesta de fortalecimiento organizativo que demandaba la participación activa de las organizaciones indígenas. El director ejecutivo de PRODEPINE consideraba que nunca antes se había realizado en América Latina un proyecto tan descentralizado, innovador y participativo. El modo como involucraba a las organizaciones sociales no sólo mejoró considerablemente la ejecución del proyecto mexicano, sino que se convirtió en modelo a seguir por futuros proyectos.

Un dirigente campesino relata los pasos que dan las organizaciones de segundo grado (OSG) cuando trabajan con el programa:

Primero ellas hacen autodiagnóstico. El PRODEPINE no lo hace, sólo coloca los fondos en una cuenta de la organización, le provee metodología, le da seguimiento, las pautas, y la organización contrata sus técnicos propios o de fuera (…) Hasta ahí termina el primer convenio. El segundo convenio en pequeño es que nosotros proveemos los fondos para que contraten a un profesional, porque el diseño ya es un trabajo técnico (…) Una vez que el diseño está listo pasamos a la ejecución. Igual, colocamos los fondos en la organización, la organización contrata a unos técnicos, básicamente un contador, un administrador, y se ejecuta. (Bretón, 2001: 233).

Las organizaciones controlan todo el proceso, mientras el PRODEPINE, o sea el Banco Mundial, sólo financia, acompaña, capacita, asesora y fiscaliza. Y algo más que resulta clave: elabora un censo de organizaciones para obtener «pistas sobre la calidad del andamiaje organizativo y sobre las capacidades de cada OSG para asumir las responsabilidades pertinentes» (Bretón, 2001: 234). Este es el punto. El fortalecimiento organizativo consiste, luego del censo y relevamiento de las organizaciones, en diferenciar cuales están ya aptas para trabajar con el programa y cuales deben ser «apoyadas» para que adquieran aquellas cualidades que, en opinión del Banco, aún les faltan.

El PRODEPINE se ejecutó entre 1998 y 2002, pero el proyecto comenzó a madurar en 1995, en una coyuntura clave. Un año antes, en 1994, el levantamiento zapatista había pulverizado los objetivos del PRONASOL en México y, ese mismo año, en Ecuador se había producido un segundo levantamiento indígena que colocó también contra las cuerdas a la tan ansiada gobernabilidad. Por eso podemos afirmar que la política del fortalecimiento organizativo, como todas las anteriores, buscaba domesticar al movimiento indígena limando sus aristas más antisistémicas, operando en relación de interioridad, influyendo dentro del mismo movimiento.

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