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Domesticar el campo popular

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A comienzos de la década de 1980 se produjo un importante viraje en la política de los Estados Unidos y del Banco Mundial que lanzaron los programas de ajuste estructural que abrirían el camino al modelo neoliberal. Ya en su retirada de la presidencia del Banco, McNamara –que apoyaba el ajuste estructural a través de cuantiosos préstamos a los países que lo implementaron– insistió en su preocupación por la «equidad», en tanto una gran desigualdad podía ser «socialmente desestabilizadora», señalando que «es muy poco prudente desde el punto de vista de la economía permitir que en el seno de una nación se llegue a crear una cultura de pobreza que comience a infectar y solapar todo el tejido social y político» (Mendes, 2009: 160).

Durante más de una década, la política del combate a la pobreza fue abandonada como parte de la ofensiva neoliberal de los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush (padre). La relatoría sobre Desarrollo Mundial de 1990 del Banco establece el binomio ajuste/compensación focalizada de la pobreza como dos caras de un mismo proceso de implantación del neoliberalismo, buscando abordar los «costos sociales» del ajuste para evitar cualquier inestabilidad política. La insurrección popular en Venezuela, conocida como Caracazo, en febrero de 1989 en reacción a un paquete de ajuste, tiene que haber llamado la atención en ese sentido. En tal período las políticas sociales buscaron operar «manteniendo la gobernabilidad del ajuste» (Mendes, 2009, 195).

En todo caso, parece importante destacar que en el período neoliberal se aplican los mismos criterios que se habían adoptado ya durante el período de McNamara, con pequeñas adaptaciones y desarrollos para enfrentar los nuevos desafíos. La expansión de las ONGs fue una de esas nuevas incorporaciones a las que se agregarían otras hacia mediados de la década de 1990 para afrontar las sucesivas rebeliones populares.

La Relatoría de 1991 propone entre las siete acciones prioritarias para cumplir el programa neoliberal, la «transferencia de la prestación de funciones y servicios públicos diversos a organizaciones no gubernamentales (ONGs), como vehículos más eficaces en la promoción de la participación popular en el alivio a la pobreza» (Mendes, 2009: 197). En paralelo, se propone el concepto de «gobernanza» (definido como ejercicio del poder político para administrar los asuntos de la nación) como categoría de análisis para encuadrar las relaciones entre gobiernos, organizaciones sociales e instituciones internacionales. El criterio de la «gobernanza» facilitó la incorporación masiva de las ONGs en el alivio a la pobreza. Según datos del propio Banco, en América Latina se pasó de un 15% de proyectos en colaboración con ONGs en el período 1974-1989, al 50% en 1994. Y en cuanto a los montos manejados, las ONGs pasaron de controlar 9 millones de dólares para el desarrollo en países de la periferia a 6.400 millones de dólares en 1989. «Algunos cálculos sostienen que las ONGs utilizaron más recursos para fines de desarrollo en los países periféricos que el Banco Mundial con sus préstamos y créditos» (Mendes, 2009: 203). Este hecho avala la posición de quienes consideran que el principal papel del Banco ha sido el de referente intelectual más que financiero.

En Bolivia, uno de los países definidos como prioritarios para la cooperación internacional, en ese período hubo una explosión de ONGs: pasaron de 100 en 1980 a 530 en 1992 (Arellano-Petras, 1994: 81). A medida que avanzaba la década, el peso de las ONGs en los proyectos del Banco seguía creciendo, hasta alcanzar el 59% de los proyectos para América Latina en 1999, casi cuatro veces más en una década (Mendes, 2009: 238). Sin embargo, el problema no son tanto las ONGs en sí mismas, aunque es evidente que son parte del problema, sino los modos de trabajo inspirados en las políticas diseñadas por el Banco Mundial. Más que por la cantidad de ONGs incorporadas a la cooperación, el cambio se produjo al interior de ellas. En ese período se produce una fuerte competencia por obtener financiación y por conseguir espacios de actuación, lo que las lleva a una mayor institucionalización y profesionalización, de modo que «pasaron a ser cada vez más parecidas a las organizaciones internacionales empresariales y multilaterales en su lógica de funcionamiento, su estructura, organizacional y su modo de operar, aunque muchas compartieran los mismos objetivos» (Mendes, 2009: 205; Rodríguez-Carmona, 2009).

Otros factores que contribuyeron en ese proceso de profesionalización, fueron la necesidad de contar con equipos con formación universitaria (camadas de antropólogos, sociólogos y cientistas políticos), dominar el inglés, la necesidad de viajar y adquirir experiencia de trabajo transnacional, aceptar las reglas del juego en el terreno de la cooperación y, sobre todo, dominar los saberes necesarios para elaborar proyectos capaces de obtener financiación y ser eficientes en el cumplimiento de las metas. Ironía de la vida, este «imperialismo blando» se expande en el mismo momento en que el imperio intensifica sus intervenciones militares, «el imperialismo duro»: en la era Clinton (1993-2001) se produjeron 48 intervenciones militares frente a las 16 que se sucedieron durante toda la guerra fría (1945-1991).

Según Davis, la «revolución de las ONGs» fue tan importante como el «combate a la pobreza» de los años sesenta a la hora de remodelar las relaciones entre Estados Unidos y los países de la periferia. Este proceso se aceleró, como vimos arriba, en la década de 1990 bajo la presidencia de James Wolfensohn, quien tenía especial empatía con la gestión de McNamara. El resultado de esa masiva «participación» de la «sociedad civil» (términos que se generalizaron en esos años) en la gestión del combate a la pobreza, fue fortalecer la posición de tres actores: un pequeño grupo de profesionales transnacionales de rango ministerial, las agencias de desarrollo y las ONGs internacionales (Davis, 2006: 84). En una posición muy similar a la de James Petras, para quien las ONGs usurparon el espacio político de los movimientos de base, Davis sostiene que fueron muy eficaces en la cooptación de los líderes locales «así como en la conquista de la hegemonía del espacio social tradicionalmente ocupado por la izquierda», con el efecto de «burocratizar y desradicalizar a los movimientos sociales urbanos» (Davis, 2006: 85).

Por último, la gestión de Wolfensohn debió enfrentar desde mediados de los años noventa hasta el fin de su presidencia en 2005, una larga lista de sublevaciones populares en América Latina. Buena parte de las respuestas que dio fueron adoptadas por los gobiernos progresistas de la región, ya que para ese entonces el Banco Mundial «ostentaba una posición sin rival en materia de influencia intelectual» (Mendes, 2009: 330). Sus publicaciones, en lugar destacado la Relatoría anual sobre Desarrollo Mundial (la publicación de ese género más citada en el mundo), eran referencias obligadas en cursos y revistas de economía, así como en las investigaciones universitarias que dependían de los indicadores sociales y económicos producidos por el Banco. Los gobiernos utilizaron sus datos y replicaron el tipo de cursos que ofrecían, sirviendo de modelo de formación para sus equipos dirigentes.

Para enfrentar esta nueva coyuntura de fuerte deslegitimación del modelo neoliberal y de amplia insurgencia social, el Banco propuso un enfoque más integrado del desarrollo, impulsando la creación de incentivos microeconómicos que complementasen las bases macroeconómicas del neoliberalismo, «mediante iniciativas que promovieran la internalización de reglas de conducta social y de consentimiento de los grupos sociales subalternos por canales limitados y corporativos de participación política y acción social» (Mendes, 2009: 241). En efecto, el Banco había comprendido que el continente atravesaba una situación potencialmente explosiva. Sebastián Edwards, economista-jefe del Banco para América Latina y el Caribe, propuso una suerte de reconstrucción del papel y la presencia del Estado, tomando distancia de la anterior propuesta de un «Estado mínimo» y pasando a defender instituciones fuertes y cohesión social. En 1997, Edwards escribió: «Tal vez la rebelión de Chiapas no haya sido un acontecimiento aislado, sino una primera señal de que en América Latina hay un profundo y creciente malestar» (Mendes, 2009: 265).

Ante esa situación, la Relatoría del Banco de 1997 hace una serie de propuestas que suenan demasiado conocidas: «acercar el Estado al pueblo», fomentar la «participación social»; y promueve programas con algún tipo de contrapartida y un trabajo ideológico para «dar a los pobres condiciones para que se conviertan en abogados más efectivos de sus propios intereses» (Mendes, 2009: 268-270). Ya en la Relatoría de 2001, ante el agravamiento de la situación social y la aparición de crisis políticas, recomienda el «fortalecimiento de la autonomía y el empoderamiento de los pobres» y «fomentar la movilización de los pobres en organizaciones locales para que fiscalicen las instituciones estatales, participen del proceso decisorio local y, así, colaboren para asegurar el primado de la ley en la vida cotidiana» (Mendes, 2009: 289).

Vale la pena recordar que en ese mismo período el Banco Mundial puso en marcha uno de sus proyectos más ambiciosos, el Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indios y Negros del Ecuador (PRODEPINE)1. El Banco venía de un monumental fracaso en México, donde el Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL) había quedado en evidencia al ser incapaz no sólo de frenar la insurrección indígena de Chiapas sino, según veremos, de haberse convertido en uno de los factores que la impulsaron.

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