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7. EL REY TIENE CACHITO
(Contado por el Presbítero don Osvaldo Martínez, de Santiago, en 1912)

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Este era un Rey que cayó enfermo de un fuerte dolor a la cabeza. Su dolencia lo obligó durante muchos días a guardar cama y durante ellos no pudo ocuparse de los asuntos de gobierno. Cuando se levantó, se encontró con que le había salido un cachito.

El Rey, por supuesto, quiso tener oculta de todos esta desgracia; pero no lo consiguió: el pelo le creció tanto que tuvo necesidad de hacer llamar a un peluquero, encargando que le trajeran el más discreto de la ciudad.

Sus Ministros pasaron revista a todos los fígaros de la capital y por fin creyeron encontrar al que su Majestad necesitaba: era éste un pobre hombre que, aunque manejaba magistralmente la tijera y la navaja, casi no tenía clientela porque era muy reservado y poco comunicativo; no hablaba sino cuando era de absoluta necesidad.

Con los informes de los Ministros, el Rey lo nombró su peluquero.

En la primera sesión, el Rey le dijo que a ninguna persona debía comunicarle su desgracia y le exigió bajo juramento que así lo hiciese. El Peluquero juró que a ninguna persona diría que el Rey tenía un cachito. Después de esto le cortó el pelo y se retiró para volver dentro de un mes.

No hizo mas que salir el Peluquero y sentir un desasosiego como nunca lo había tenido; y lo peor es que este malestar no lo dejaba y experimentaba como una necesidad de echar afuera aquel secreto que le hormigueaba por todo el cuerpo. Y aquí tenemos a nuestro hombre, que hasta entonces había vivido tranquilo, convertido en el ser más desgraciado de la tierra: no comía, no dormía, no trabajaba, no tenía ánimos para nada.

Y sin embargo de no comer, se iba hinchando, hinchando hasta ponerse redondo como una tinaja.

El pobre hombre se sentía desfallecer, no hallaba qué hacerse; estaba seguro de que se moriría en horas más si no contaba su secreto. Pero ¿y el juramento? El era buen cristiano y por nada de la vida perdería su alma.

Desesperado, salió al campo; y aquí le ocurrió una idea salvadora. Con una estaca que halló a mano abrió un hoyo y echándose de barriga en tierra se puso a decirle:—¡El Rey tiene cachito! el Rey tiene cachito!—repitiendo la frase no menos de cien veces; y a medida que la iba diciendo, la barriga se le iba deshinchando. En seguida tapó el hoyo con la misma tierra que de él había sacado.

¡Qué desahogado, qué aliviado y qué flaco se levantó el Barbero! ¡Qué feliz se sintió! Pocos momentos después llegó a su casa pidiendo desaforadamente que le dieran de comer; ¡qué apetito! todo lo que le servían se le hacía poco! La mujer estaba desesperada: ¿de dónde sacaría alimentos suficientes para llenar aquel tonel sin fondo? Se comió todo lo que pilló a mano, cuanta materia engullible había en la casa, y por fin, más cansado de hacer funcionar las mandíbulas que satisfecho, se acostó. ¡Era de ver la placidez con que dormía el santo varón! Durmió dos días con sus noches, y se levantó feliz, cantando y con grandes disposiciones para trabajar. Era otro hombre.

Pasaron los días uno tras otro hasta completar una semana, cuando ocurrió una cosa inesperada. Los niños de la escuela habían ido a hacer la chancha al campo vecino y encontraron una mata de capachitos, que había brotado precisamente en el lugar en que el Peluquero había hecho el hoyo; arrancaban las florecitas y tomándolas con el dedo pulgar, índice y cordial, las reventaban en sus frentes, como tienen costumbre de hacerlo; pero en esta vez la florecitas, al estallar, decían:

—¡El Rey tiene cachito!

Admirados los niños de este prodigio, llevaron a sus casas todos los capachitos que quedaban y repitieron la prueba y los capachitos siempre decían:—¡El Rey tiene cachito!

No se podía dudar de la noticia, y ella corrió como el aceite: en pocos instantes la conocía toda la ciudad. Y tanto y tanto cundió que llegó a oídos del Rey.

El Rey hizo llamar al Peluquero y después de apostrofarlo duramente le dijo que le haría pagar con la vida su indiscreción. El Peluquero respetuosamente repuso:—Señor, yo juré a Vuestra Majestad no decirle a ninguna persona su secreto y lo he cumplido, porque hasta ahora no se lo he dicho a alma nacida. ¿Qué culpa tengo yo si los capachitos lo andan proclamando a los cuatro vientos?

Por cierto que se cuidó de contarle lo que había hecho, y como de esto no había testigos, el Rey hubo de perdonarlo.

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