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2. EL PESCADITO ENCANTADO
(Referido en 1911 por Samuel Antonio Letelier, de 9 años, de Molina. Lo oyó contar en 1910 en Linares)

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Este era un Rey que no se alimentaba sino de pescados, y para que lo abasteciera de esta carne tenía a su servicio a un viejecito que todos los días iba a pescar al mar. Le pagaba bien por su trabajo; pero lo tenía amenazado con que le haría cortar la cabeza el día que no le llevara provisión fresca de ellos.

Este viejecito vivía en una pequeña casa cerca de la costa, en compañía de su mujer, de dos hijas a quienes quería entrañablemente, sobre todo a la menor, que era muy buena y cariñosa con él; y de una perrita, que todas las tardes, cuando volvía con la pesca, salía a recibirlo.

Un día el viejecito no sacó nada en la red, a pesar de haberla arrojado muchas veces al agua; y lamentándose de su mala suerte, se sentó en un peñasco a llorar su desgracia, porque veía que su fin iba a llegar.

Llorando estaba cuando entre las olas asomó la cabeza un Pescadito colorado y le preguntó:—«¿Por qué llora el buen viejo?» El interpelado, entre sollozos, le contó lo que le pasaba; que por más que había echado las redes al mar, nada había sacado, y que si no le llevaba pescados al Rey, éste le haría cortar la cabeza.

El Pescadito le dijo entonces:—«Yo te daré todos los pescados que tú quieras, mientras vivas, con la condición de que me des a la que salga a recibirte cuando vuelvas a tu casa». El viejo le dijo que no tenía inconveniente en aceptar esta condición, porque el pobre se figuraba que, como de costumbre, saldría a recibirlo la perrita.

El Pescadito ordenó al anciano que echara la red; el viejo obedeció, y pocos momentos después la sacaba llena de congrios, corvinas, truchas y robalos, tan grandes, tan gordos y tan lindos como nunca los había visto.

Se fué muy contento a su casa, y cuando le faltaban unas dos cuadras para llegar a ella, salió a encontrarlo su hija menor. Ya había olvidado su promesa.

Estaba la familia del pescador sentada a la mesa tomando la sopa, cuando se oyó un fuerte silbido que venía del lado del mar; y sólo entonces se acordó el anciano que tenía que llevar a su hija menor para entregársela al Pescadito. Al punto se puso muy triste, lo cual todas notaron. Entonces le pidieron que les dijera por qué tan de repente se había puesto así, siendo que debía estar contento como nunca por haber traído tan buena pesca. Les contó él lo que le había pasado, y concluido su relato, la hija menor le dijo:—«Cumpla, padre, lo que ha prometido, porque si no, es seguro que mañana no pescará nada y el Rey le mandará cortar la cabeza».

Llorando se fueron los dos para el mar; y cuando llegaron, el Pescadito, que estaba esperándolos, mandó al pescador que se subiese a una roca y dejara a su hija en la arena, porque las aguas iban a subir y se iban a tragar a la niña.

Así sucedió. Subió el mar y la niña desapareció.

En cuanto descendieron las aguas, bajó el pobre viejo y se volvió a su casa triste y lloroso.

Cuando la niña desapareció debajo del agua, el Pescadito la llevó a un hermoso palacio que había en el fondo del mar y le dijo que cuanto veía todo era de ella; pero que si quería vivir feliz, no encendiera ni fósforo ni vela en la noche, porque en el momento que alumbrara su dormitorio, todo lo perdería.

El palacio era más grande y mejor que el del Rey a quien servía su padre, y de nada faltaba en él. En el día estaba muy bien alumbrado, pero en la noche, en el instante mismo en que la niña se acostaba, quedaba sumido entre tinieblas.

Estaba custodiado por un enorme perro que se llamaba Leofricome, al cual—dijo el Pescadito a la niña—debería pedir todo lo que necesitase, con la seguridad de que al punto se vería servida.

Todas las noches, en cuanto la niña se metía en la cama y el palacio se obscurecía, sentía que alguien se acostaba a su lado. Ardía ella en deseos de saber quién era la persona que dormía con ella.

Una tarde que la niña paseaba, acompañada de Leofricome, por el huerto que había en el fondo del palacio, vió que en una rama de un peral muy alto estaba una tenquita cantando que se volvía loca.

La niña preguntó a Leofricome:—«¿Qué hace aquella tenquita que está cantando allá arriba de aquel peral?» Leofricome le contestó que era su hermana, que al día siguiente se iba a casar y que venía a convidarla.

La niña le dijo:—«¿Podré conseguir permiso para ir al casamiento?» Leofricome le contestó que sí, que hablara en la noche con el Pescadito cuando se acostara con ella.

La niña se quedó pensativa, porque creía que era un hombre el que dormía a su lado. Sin embargo, en la noche, completamente a obscuras, habló con el sér que la acompañaba, y éste le dió el permiso que pedía para ir a casa de sus padres; pero hasta por dos días solamente y debiendo ir acompañada de Leofricome.

Cuando llegó a casa de sus padres, cargada de regalos para ellos y para su hermana, estaban en lo mejor de la fiesta.

Leofricome se quedó en la puerta cuidando que la niña no huyera, y ella se fué adentro con sus padres a contarles todo lo que le había pasado.

La madre le aconsejó que cuando se fuese llevara dos paquetes de velas y dos cajas de fósforos y que encendiese una vela cuando en la noche sintiera roncar al Pescadito o al hombre que se acostaba en su cama.

Pasaron los dos días que la niña tenía de permiso y volvió con Leofricome al fondo del mar; y en la misma noche, deseosa de conocer al que compartía el lecho con ella, en cuanto lo sintió roncar encendió una vela y vió que era un príncipe hermosísimo. Entusiasmada, para verlo mejor, inclinó la luz; pero, por su desgracia, cayó una gota de esperma sobre la mano derecha, que el Príncipe tenía fuera de la cama.

Con la impresión de calor que la esperma produjo en la piel de su mano, despertó el Príncipe, la reprendió muy airado, le dijo que ya no volvería a verlo más e inmediatamente se transformó en pescadito colorado y se fué.

Desde aquella noche se vió en el palacio la luz de la luna y de las estrellas, lo mismo que en la tierra.

Después de algún tiempo la niña tuvo un hijo que nació con un candadito de oro en el estómago.

Cuando ya se sintió bien, fué donde Leofricome y le dijo que quería volver a casa de sus padres. Leofricome le contestó que no podía salir del mar sin permiso del Pescadito, a no ser que quisiera ver muerto a su padre. Entonces ella le preguntó que a dónde podría irse, porque no quería vivir más en el palacio, que a cada paso le recordaba su desgracia.

Leofricome tomó un ovillo de hilo, y cogiendo la punta, lo lanzó con todas sus fuerzas; en seguida dijo a la niña que siguiese el camino que el hilo le indicaba y que sería bien recibida en la casa en que había ido a dar la otra punta.

Después de andar muchos días, porque el extremo del ovillo había caído muy lejos, llegó con su niño a unos corrales que pertenecían al palacio de los padres del Príncipe.

Cuando entraron, todos los animales se pusieron a bramar a la vez, y el Rey, al sentir tanto ruido, dijo a la Reina:—«Algo extraordinario debe de pasar en los corrales, cuando los animales forman tanta bulla».—Fué a los corrales, y encontró a la niña que estaba dándole de mamar a la guagua. Los recogió y los llevó al palacio.

Cuando el Rey y la Reina vieron que la guagua tenía en el estómago un candadito de oro, conocieron que era hijo del Pescadito, porque el Pescadito tenía la misma señal, y los recibieron como a hijos de ellos, a la madre y al niño, y todos comían en la misma mesa.

Pasado algún tiempo, volvió una noche el Pescadito a su palacio para ver si la niña continuaba siempre allí, porque seguía amándola con mucho cariño y no podía olvidarla. Cuando vió que no estaba, escribió una carta a sus padres en que les preguntaba si habían visto por casualidad a una niña de las señas que les daba; y la mandó con Leofricome.

Los padres le contestaron que la niña por la cual les preguntaba debía de ser una que hacía tiempo había llegado a su palacio con una criaturita que tenía un candadito de oro en el estómago, y que ellos tenían a su lado como a hijos.

Supo la niña que el Pescadito iba a ir a buscarla y temiendo que fuera con intenciones de matarlos a ella y a su hijo, huyó, sin decir nada, para unas montañas y se ocultó en un bosque.

Llegó el Pescadito y se encontró con que la madre y el niño habían desaparecido. Salió inmediatamente a buscarlos, y después de mucho tiempo y de grandes trabajos, los encontró en el bosque.

En este mismo instante se acabó el encanto, y el Pescadito, convertido en el hermoso Príncipe que la niña había visto a la luz de la vela, se arrodilló a sus plantas y le suplicó que lo perdonara; que lo hiciese por su hijo; que todo lo que había pasado había sido efecto del encanto que en ese momento se rompía.

La niña, feliz de volver a ver otra vez a su Príncipe, lo perdonó de muy buena gana, y vueltos al palacio de los Reyes, se casaron para siempre, vivieron muy dichosos y fueron reyes del mar; y Leofricome, transformado en un gallardo mozo, fué mayordomo del palacio.

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