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3. DELGADINA Y EL CULEBRÓN
(Recitador: Pedro Danús, de 13 años, de Santiago. La oyó contar en la misma ciudad)

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Para saber y contar y contar para saber: que est’era ño Antequera, de media caña y de caña entera; no le echaré los combates porque voy a tomar mate; ni los dejaré de echar porque su poquito ha de llevar: San Juan recibe lo que te dan; sea harina o sea pan, lo echaremos al costal con sus patas de animal, con sus picos de zorzal, que se enganchan, que se ensanchan por las narices de...[B].

Este era un caballero muy rico casado con una señora muy hermosa. Ambos se amaban entrañablemente, y hacía más feliz esta unión una linda guagüita que Dios les había concedido y que era todo su encanto. La guagua se llamaba Delgadina. No había cumplido un año todavía, cuando murió la mamá. El caballero lloró su desgracia, y como era completamente solo, sin parientes, mandó criar afuera a su hijita.

El caballero se aburría en su soledad y no hallaba qué hacer. Para distraerse se entregó al juego y con tan mala suerte que perdió toda su fortuna, menos una cantidad que había apartado para atender a la crianza y educación de su hija.

Cuando entró Delgadina a los quince años, se la entregaron a su padre, grande, bonita e instruida en toda clase de conocimientos, porque había recibido una educación esmerada, pero al mismo tiempo era sumamente sencilla, inocente y sin malicia, porque había vivido encerrada y no conocía el mundo.

Ya se le había concluido al caballero la plata que había dejado de reserva, y ni siquiera tenía para hacer los gastos del día siguiente. Esto lo tenía muy afligido, pero tanto dió y cavó que al fin se acordó que en un rincón de la casa había un fusil viejo abandonado, y se decidió a salir a cazar para tener con que alimentar a su hija. Tan pobre estaba que tuvo que pedir a una comadre que vivía cerca de su casa un poco de plata prestada para comprar fulminantes, pólvora y balas, y aceite para limpiar el cañón, que estaba sumamente mohoso.

Salió muy de madrugada y cazó un buen número de pajaritos que entregó a su hija para que los guisara, porque no tenían sirvienta. Delgadina los peló, los destripó y fué a lavarlos a un estero que corría a poca distancia de la casa.

Cuando venía de vuelta, vió al lado de una piedra una Culebrita que estaba helada de frío. Delgadina tenía buen corazón y la tomó, y para calentarla se la echó al seno y se la llevó para la casa.

Todo el día anduvo con la Culebrita en el seno; en la noche la arregló en una canastilla entre algodones y lana, y todos los días le daba de la misma comida que comía ella.

Mientras su padre andaba cazando, Delgadina se entretenía en los quehaceres de la casa, porque era muy hacendosa; en seguida arreglaba la comida que había sobrado el día anterior y se la daba a otras personas más pobres que ellos, porque era muy compasiva y sufría con la desgracia de los otros; y una vez terminadas estas tareas, se ponía a jugar con la Culebrita a las escondidas, al pillarse y a otros juegos en que se entretienen los niños. Las dos eran muy buenas amigas y se querían como si fuesen hermanas.

Con el cuidado de Delgadina creció rápidamente la Culebrita, de tal modo que al poco tiempo no cabía en la canastilla. Hubo que ponerla en una gran canasta y poco después en una tina; tanto creció y engordó.

Ya la Culebrita se había convertido en un gran culebrón y fué preciso trasladarla a un tonel; pero el tonel también se hizo chico al fin, pues no tenía espacio para moverse ni podía salir de él.

Entonces el Culebrón le dijo a Delgadina que subiese sobre una silla y apoyase sus manos en el borde del tonel para lamérselas; que con esto cada vez que se las lavara y las sacudiera sin secárselas caerían onzas de oro de entre sus dedos.

Delgadina obedeció, y el Culebrón pasó repetidas veces su lengua por las manos de la niña. En seguida le dijo que se iba porque ya no cabía en donde estaba. Delgadina lloró mucho, porque desde que llegó a casa de su padre la Culebra había sido la única amiga que había tenido y estaba muy acostumbrada con su compañía.

El Culebrón la consoló y le dijo que no llorase, que él siempre la acompañaría; que estuviese tranquila, que velaría por ella y la libraría de los peligros en que pudiera verse envuelta.

Terminadas estas palabras, el tonel estalló y el Culebrón desapareció.

Delgadina se quedó muy triste con la ida de su compañera y esa noche apenas cerró los ojos. Al otro día se levantó muy de alba y fué al estero vecino a lavarse. Cuando concluyó de lavarse sacudió las manos y a cada movimiento que hacía caían de entre sus dedos multitud de onzas de oro. Ella no conocía el valor de estas monedas, ni siquiera se le ocurrió de que fuesen dinero; más bien pensó que eran botones.

En ese momento pasaba por ahí mismo un falte y le dijo a Delgadina que si le daba esos botones le traería zapatos, ropa blanca y vestidos muy elegantes. Delgadina le dió las onzas, que eran muchas, y al día siguiente, a la misma hora, el falte le trajo lo que le había prometido.

Delgadina se lavó y peinó con más cuidado que otras veces, se vistió la nueva ropa, con la cual se veía más hermosa aún, y se fué a su casa para que la viese su padre; pero éste ya había salido a cazar.

Mientras regresaba el padre, Delgadina fué a casa de su madrina, que era una vieja bruja mala y envidiosa, que tenía una hija muy fea y tan mala y envidiosa como ella. Ambas se quedaron asustadas de ver a Delgadina tan bonita y elegante y le aconsejaron que se volviese a su casa a esperar la vuelta de su padre para que le diera una sorpresa.

Así lo hizo Delgadina. Mientras tanto la vieja y la hija se quedaron acechando al cazador, y en cuanto lo divisaron salieron a su encuentro y lo convidaron a almorzar; le dijeron que tenían leche con arroz, postre que sabían le gustaba mucho.

Cuando el caballero estaba tomando el postre, la vieja, que hervía de envidia, le dijo que Delgadina tenía unos vestidos de mucho valor y que se los había regalado un hombre.

El caballero, inquieto, se levantó inmediatamente, cargó su fusil hasta la boca, y sin siquiera dar las gracias se fué precipidamente para su casa.

Delgadina, que estaba en la puerta esperándolo, no hizo mas que verlo y corrió hacia él con los brazos abiertos; pero él le apuntó con el fusil y disparó. El arma, desviada por una mano invisible, no dió en el blanco, y las balas se clavaron en la tierra.

Delgadina, asustada de la acción de su padre y maliciando cuál era la causa de su enojo, corrió al estero, se mojó las manos, y sacudiéndolas le decía al caballero, que la había seguido: «Estos botones me ha costado la ropa que tengo puesta»—y era de ver cómo caían las onzas, unas tras otras, brillantes como si acabasen de ser acuñadas.

Con esto el padre se tranquilizó, y muy contento se puso a recoger las monedas. Recogió una cantidad muy grande, porque Delgadina, cuando veía que sus manos se secaban, corría al estero a mojárselas de nuevo y sacudirlas; y esto lo repitió tantas veces que del cansancio no podía mover los brazos y tuvo que irse a acostar a la cama para descansar.

El padre de Delgadina pasó a ser uno de los hombres más ricos y poderosos de su país.

Sucedió que la fama de su riqueza y de cómo la había hecho corrió de boca en boca y llegó por fin a oídos del Rey, que mandó buscar al caballero para conocerlo.

Después de varios días de viaje por mar, porque la Corte estaba distante, llegó el caballero a presencia del Rey y le contó su historia. El Rey quiso conocer a Delgadina y ordenó al caballero que se la trajera, porque deseaba ver cómo caían las onzas de oro de sus manos. Le agregó que si no la traía, la cabeza le costaba.

Llegó el padre a su casa llorando inconsolablemente y no se atrevía a decirle a su hija lo que le había pasado. Pero, en vista de la insistencia y ruegos de Delgadina, se lo contó todo. Ella le dijo:—«Lléveme no más, padre, ¿qué puede pasarnos? nada tenemos que temer, pues nada malo hago».

La malvada vieja, madrina de Delgadina, que estaba presente, se ofreció para acompañarla:—«Compadre,—le dijo al caballero—usted no soportará su dolor si el Rey quiere dejarla; yo la llevaré».—El caballero accedió, porque verdaderamente ya sufría mucho.

Se embarcaron en un buque Delgadina, la vieja y la hija de ésta.

Cuando ya habían navegado tres días y el buque estaba muy distante de la costa, la vieja dijo a su hija:

—«Matemos a Delgadina y la echamos al mar, y yo haré que el Rey se case contigo».—«No la matemos,—le dijo la hija;—saquémosle los ojos no más y la echamos al agua».

Y así lo hicieron. Una noche esperaron que Delgadina estuviese bien dormida, le arrancaron los ojos y la arrojaron a las olas.

Pero aconteció que la niña, en vez de caer al agua cayó en el bote de un viejo pescador que en ese preciso momento pasaba al lado del buque, sin lo cual habría perecido seguramente.

Dejemos por un momento a Delgadina.

Llegó la vieja con su hija donde el Rey, y postrándose a sus plantas, habló de esta manera:—«Señor, mi esposo, a quien Vuestra Majestad ordenó trajera a su presencia a nuestra hija Delgadina, muy a su pesar no ha podido concurrir, pero me encargó a mí que yo la trajera, y hela aquí, pero debo advertir a Vuestra Majestad que con la navegación ha perdido la virtud que tenía de que al mojar sus manos y sacudirlas le brotaban de ellas onzas de oro, y que no la recuperará hasta que se case y tenga un hijo».

El Rey creyó lo que la vieja le dijo, y a pesar de que la muchacha le era muy antipática, se casó con ella.

Ahora volvamos a Delgadina.

El viejo pescador en cuya barca había caído Delgadina era muy pobre y con el producto de su trabajo ganaba apenas para sustentar a su mujer y a sus pequeños hijos; pero el hombre era bueno, tuvo lástima de la pobre ciega, y vistiéndola de hombre la llevó a su choza, donde fué recibida como miembro de la familia. Todos la querían por su buen carácter y procuraban con su cariño y atenciones hacerla olvidar su desgracia. En el pueblo no maliciaban que era mujer y la llamaban Delgadino.

Un día que estaban conversando sentados en la puerta del ranchito, pasó frente a ellos un leñador con su carreta cargada de leña.—«¿Qué lleva esa carreta, taitita?» preguntó Delgadino al viejo.—«Leña, hijito», le contestó él.—«Y por qué no la compra».—«Porque no tengo plata, pues, hijito».—«Taitita, lléveme para adentro», le dijo Delgadina.

La llevó para adentro el viejo y cuando estuvieron en la pieza Delgadina le pidió que le trajese una palangana con agua y que la dejase sola por un instante. Cuando el pescador se fué, Delgadina metió las manos en el agua y sacándolas las sacudió repetidas veces, y de cada sacudida caían a chorro de entre sus dedos las onzas de oro.

Delgadina llamó al viejo.—«Tome esas monedas, taitita, le dijo, y compre la leña y lo demás que necesite, porque toda esa plata es suya.»

El viejo pescador compró con las onzas una gran casa y allí se instaló la familia con toda clase de comodidades. Ya habían dejado de ser pobres, no necesitaban trabajar, de nada les faltaba, vivían felices.

Una mañana Delgadina fué sorprendida con el llanto y los gritos de angustia de su familia adoptiva. Quiso saber qué había ocurrido, y el viejo, entre sollozos le dijo:—«¡Ay, Delgadino! esta mañana mandé al mozo con mi hijito menor al campo y de repente salió de debajo de un gran peñasco que hay a la orilla del camino, un enorme Culebrón que se llevó a mi hijito. ¡Ya se lo habrá comido! Ay, ay, ay! pobre hijito mío! ya no te veremos más!»

Delgadina se entristeció mucho, porque el niño arrebatado por el Culebrón había sido siempre muy cariñoso con ella y era su regalón; pero pensaba entre sí que el Culebrón bien podía ser la culebrita que ella había criado, y le dijo al viejo que la llevara al lado del peñasco. El viejo no quería; sin embargo, después de mucho rogarlo Delgadina, consintió en ello y la condujo hasta el pie del peñasco.

Ellos que llegan y el Culebrón que aparece arrastrándose suavemente y llevando sobre sus espaldas al niño, que iba risueño, sano, sin el menor rasguño y cargado de regalos.

El Culebrón le dijo al viejo:—«Te entrego a tu hijo, vivo, pero con la condición de que le saques los ojos, y se los pongas a Delgadina, y si no lo haces yo lo mataré y yo mismo se los sacaré. Vestirás a Delgadina de mujer con los vestidos más ricos que encuentres; e irás a la ciudad gritando por las calles que el Culebrón va a salir y se va a comer a chicos y a grandes»; y desapareció inmediatamente sin dar lugar a que Delgadina le pidiera, como era su intención, que no dejaran ciego al niño, que ella se había acostumbrado ya a no ver la luz y que vivía contenta como estaba.

El viejo no tuvo más remedio que hacer lo que el Culebrón le había mandado. Era preferible tener a su hijo ciego que muerto, y por otra parte Delgadina había sido tan buena con ellos.

Al día siguiente muy temprano se trasladó el viejo a la ciudad y con su voz más fuerte se fué gritando por las calles:—«El Culebrón va a salir y se va a comer a chicos y a grandes».

El Rey oyó los gritos y preguntó qué bulla era ésa. Cuando le contaron de qué se trataba, ordenó que diesen al viejo cien azotes para que no anduviera atemorizando a la gente.

Ya le iban a dar al viejo los cien azotes cuando apareció Delgadina vestida con un traje riquísimo a interceder ante el Rey para que no lo castigaran. El Rey quedó deslumbrado de la hermosura de Delgadina, de la riqueza de su traje y del brillo de las joyas que cargaba; hizo suspender el castigo y convidó a su mesa al viejo y a Delgadina.

La vieja y la hija conocieron inmediatamente a Delgadina, pero se desentendieron de ello y la agasajaron mucho. Cuando estuvieron solas dijo la madre:—«No te decía yo que la matásemos!»—«Mamita, contestó la hija, aunque se parece mucho a Delgadina, no puede ser ella ¿no le arrancó usted misma los ojos? y ella los tenía negros y los de ésta son azules. Y fíjese que el viejo es el padre de ella y no se parece en nada a su compadre». Con esto se tranquilizaron.

Muchas veces más convidó el Rey a comer a Delgadina, y siempre tenía ella gran cuidado de no lavarse las manos en la mesa; pero en una ocasión que se las manchó con fruta hubo de lavárselas, y sucedió que sin querer las sacudió. Inmediatamente comenzaron a caer de entre sus dedos a puñados las onzas de oro, tan nuevecitas, tan amarillas como si estuvieran recién acuñadas. Todos se quedaron con la boca abierta y no podían salir de su asombro.

Entonces el Rey conoció que había sido engañado por la vieja y que la verdadera Delgadina era la que hasta entonces había pasado por hija del antiguo pescador. El Rey le pidió que le contase su historia y Delgadina accedió gustosa.

La vieja y su hija protestaron de que todo era mentira, y entonces el Rey hizo venir al viejo y a su familia, que corroboraron lo que a ellos les constaba, y como si esto no fuese bastante apareció de súbito el Culebrón, que refirió todo lo sucedido sin omitir detalles.

Cuando hubo concluido el Culebrón su relato, se convirtió en un hermoso niño, y volviéndose a Delgadina le dijo:—«Yo soy el Angel de tu guarda y he hecho esto contigo porque siempre fuiste buena hija y compasiva con los pobres; yo estaré continuamente a tu lado y velaré por ti».

Mientras hablaba el niño, vieron todos que le brotaban de sus espaldas dos brillantes alas, que desplegó suavemente cuando terminó, y emprendió el vuelo desapareciendo ante la vista atónita de los circunstantes.

El Rey hizo quemar a la vieja y a su hija, mandó buscar al padre de Delgadina y se casó con ella; y en el momento mismo en que le ponían la bendición, el hijo del viejo pescador recobró la vista.

Y así todos los buenos fueron felices y los malos castigados.

Y aquí se acabó el cuento y entró por la puerta del convento, nosotros nos quedamos afuera y los frailes se quedaron adentro.

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