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10. LAS SIETE CIEGAS.
(Referido por el niño Luis Smith, de 12 años, en 1910)

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Índice

Hubo en un país lejano un Rey muy malo que se complacía en el daño que causaba a sus súbditos.

Un día que salió a cazar, y se extravió en el bosque, vió en la puerta de una choza a una jovencita muy bella y agraciada, y llevándola a Palacio se casó con ella.

Un mes nada más duró la felicidad de la Reina. Transcurrido este corto tiempo, durante el cual el Rey fué tierno y cariñoso con ella, se reveló nuevamente en él el hombre perverso, de fieros instintos. Con pretextos y sin pretextos, todo lo encontraba malo, y como la Reina era la persona que tenía más cerca, la desgraciada pagaba el pato. Un día que amaneció de más mal humor que de ordinario, hizo sacar los ojos a la Reina y ordenó que la encerrasen en un calabozo húmedo y sin luz, que daba a uno de los patios interiores del palacio, y que la sometiesen a una alimentación escasa.

Poco tiempo después, el Rey se casó con otra joven, la cual también sólo un mes fué feliz, y pasó otro mes al lado de su esposo sufriendo toda clase de vejámenes; después, privada de la vista, fué a hacer compañía en el calabozo a su predecesora.

La misma suerte corrieron cinco niñas más, con las cuales el monarca contrajo matrimonio sucesivamente.

Las siete desgraciadas tuvieron un hijo cada una en su prisión, pero sólo la primera lo conservó; las otras, muertas de hambre, se comieron los suyos, y si no hubiera sido porque la primera mujer logró ocultar a su hijo y que éste, como si adivinara el destino que le estaba reservado si las compañeras de su madre lo descubrían, jamás lanzó el menor gemido ni se le oyó llorar.

La criatura era hermosa y fué creciendo. Su madre le enseñaba a hablar en las noches, cuando sus compañeras dormían, y paulatinamente fué comunicándole los pocos conocimientos que tenía, lo que el niño aprendía con suma facilidad, porque estaba dotado de gran inteligencia.

Una vez el niño encontró un clavo y, jugando, se puso a escarbar la pared al lado del sitio que ocupaba su madre. La muralla, con la humedad, estaba blanda, así es que en pocos momentos hizo un pequeño forado por el que penetró un poco de luz; le dieron deseos de salir para conocer el mundo, de que tanto había oído hablar a su madre, y para conseguirlo continuó trabajando hasta que el agujero fué suficientemente grande para dejarlo pasar. Le contó a su madre lo que había hecho y le pidió que mientras él andaba afuera cubriera ella el forado con su cuerpo para que el carcelero no lo viese.

Salió el chico y se encontró con un hermoso huerto. No se cansaba de admirar el cielo, tan azul y tan bello; mucho también le llamaron la atención los árboles, las flores y los frutos; tomó algunos de éstos, los probó y los encontró sabrosísimos. Cogió entonces todos los que pudo para llevárselos a su madre, la cual sólo entonces comunicó la existencia de su hijo a sus compañeras de desgracia e hizo que el niño les repartiera frutas.

Desde ese momento el niño fué la alegría de todas, que lo quisieron entrañablemente, y él les pagaba su cariño renovándoles cada día las provisiones que tomaba en el huerto.

Cada vez que el niño estaba fuera, la madre pasaba sobresaltada, temiendo que uno de los hortelanos lo encontrara y lo llevase a presencia del Rey. Por lo que pudiese suceder, le dijo un día:—Hijo, si te llegan a ver, te preguntarán de dónde vienes, cómo te llamas y quiénes son tus padres, y tú contestarás que vienes del mundo que tu nombre es el Viento y que eres hijo del Trueno y de la Lluvia.

Pasó algún tiempo, más de un año, sin que nada se descubriera, porque el chico practicaba sus excursiones muy de mañana y los hortelanos no eran madrugadores; pero una vez que uno de éstos se levantó más temprano que de costumbre, fué cogido y llevado a la presencia del Rey. Al Rey le cayó en gracia el chico y le preguntó:

—¿De dónde vienes?

—Del mundo.

—¿Quién es tu padre?

—El Trueno.

—¿Y tu madre?

—La Lluvia.

Poco después de haberle hecho sacar los ojos a su séptima mujer y haberla encerrado en el calabozo, el Rey se había casado por octava vez; pero en ésta le salió el futre, como vulgarmente se dice, porque la nueva esposa no era el manso cordero, ni la humilde paloma que las anteriores. Mujer de carácter fuerte, de corazón duro y envidiosa, dominó a su marido por completo. El Rey se fué acostumbrando poco a poco a obedecer, y como consecuencia, su carácter se debilitó y dulcificó.

Como dijimos, el chico le cayó en gracia al Rey, sólo de verlo, y mucho más cuando lo oyó responder con tanto despejo a sus preguntas; y ordenó que lo vistiesen bien y lo dejasen en completa libertad para andar por el palacio y sus dependencias.

El niño vivía con la servidumbre, que lo adoraba. Cuando concluía su comida, recogía todos los restos y se los llevaba a las ciegas, con las cuales conversaba un rato cada vez que entraba a la prisión, especialmente en la noche, antes de retirarse al cuarto que se le había destinado.

A medida que el niño crecía en altura, crecía también en inteligencia, de tal modo que su fama salió de los patios de la servidumbre y llegó a oídos de la Reina. Ella también quiso oírlo, y al escuchar sus contestaciones tan prontas y oportunas, se propuso perderlo. La Reina era envidiosa y no tenía hijos. Se fingió enferma, hizo llamar al Rey y le dijo que había soñado que no sanaría de su enfermedad sino tomando leche de leona traída por un león en odre de león, y que había de ser el niño quien la fuese a buscar.

El Rey, que no hacía sino la voluntad de su mujer, aunque a disgusto ordenó al niño que cumpliera los deseos de la Reina. El niño, muy afligido, fué a contarle a su madre lo que le pasaba, y ésta le dijo:

—La Reina quiere perderte, pero nada te sucederá si sigues mis consejos. Pide al cocinero, antes de partir, una cacerola, pan, leche y sal suficiente para sazonarla; te vas por tal y tal camino hasta que llegues a una llanura en que verás una gran peña a orillas de un riachuelo sombreado de árboles; haces una sopa de pan con leche y dejas la cacerola entre el arroyo y la peña y te ocultas detrás de un árbol. Poco después llegará un león, que después de olfatear la sopa la comerá; una vez que se la haya tomado toda, dirá él:—¡Qué buena está esta sopa! ¿Quién la habrá traído?—Entonces sales de tu escondite y le contestas:—«Yo, señor», y el león, agradecido te dará lo que le pidas.

Provisto de la cacerola y de las raciones de pan, leche y sal suficientes, se dirigió afuera de la ciudad y siguió por el camino que su madre le había indicado, hasta llegar a la peña. Allí se detuvo, hizo la sopa de pan con leche y depositó la cacerola entre el riachuelo y la peña y ocultándose detrás de un corpulento árbol, esperó. Pocos momentos después llegaron a sus oídos los espantosos rugidos de un león, y casi en seguida vió aparecer a la terrible fiera, que, rabiosa, rugía y escarbaba la tierra, y abriendo las narices aspiraba el aire en todas direcciones como si buscara con el olfato el lugar en que se encontraba un ser extraño; pero sucedió que lo primero que llegó a sus narices fué el olor suavísimo para él de la sopa de pan con leche, y dirigiéndose al sitio en que el niño la había dejado, se la tomó poco a poco, saboreándola con delicia.

Una vez que concluyó de comérsela, se lamió los bigotes y exclamó:

—¡Qué cosa más rica! ¡Quién la habrá dejado aquí? Y entonces el niño, saliendo de su escondite, exclamó:

—Yo la traje, señor León.

El León lo miró un poco sorprendido y después de un rato, le preguntó:

—¿Qué quieres que te dé en pago del placer que me has proporcionado?

—Señor León—le contestó el niño—lo que quiero es un poco de leche de leona en odre de león, y que sea llevada al palacio por un león, para que se mejore la Reina, que está enferma.

—Está bien—le dijo el León—tendrás lo que pides; pero, en cuanto llegues al palacio, le pegarás tres veces en la cabeza con esta varillita al leoncito que conduzca el odre y le dirás «ándate para tu casa».

Y mientras el León hablaba, apareció un leoncito con un odre sobre sus espaldas.

Púsose en marcha el niño, yendo adelante el leoncito con su carga. Cuando llegaron frente al palacio, estaba la Reina en uno de los balcones, y al divisar al niño y a su compañero, casi se murió de ira.

Frente a la puerta del palacio echó el niño sobre sus hombros el odre y, recordando las instrucciones del León, dió al leoncito tres golpes con la varilla, diciéndole al mismo tiempo: «ándate para tu casa». El leoncito desapareció.

El odio de la Reina para con el hijo de la ciega creció después de esta aventura y juró que lo haría morir. Hízose enferma nuevamente y le dijo al Rey que había soñado que no sanaría sino viendo las torres cantando y las almenas bailando, y que debía ser el niño quien se las había de traer. El Rey, temiendo la ira de la Reina, ordenó al niño, a pesar del cariño que le tenía, que fuese en busca de los objetos que aquélla decía necesitar.

El niño se fué llorando al calabozo y le contó a su madre lo que la Reina exigía de él.

—No tengas cuidado—le dijo la ciega—la Reina quiere que mueras; pero si sigues mis instrucciones, nada te sucederá. Pide al hortelano que te preste un burrito y a la mujer del jardinero su guitarra. Montado en el burro, tomas tal y tal camino; y después de andar siete horas, llegarás a una ciudad encantada, en la cual no verás más ser humano que una vieja bruja. Desde que divises la ciudad tocarás la guitarra sin cesar hasta que salgas, y, aunque la vieja te la pida, ni dejarás de tocar ni se la darás. Tú tienes bastante inteligencia para manejarte bien en lo demás que pueda sucederte.

Se abrigó el niño con un poncho, porque hacía mucho frío, y montado sobre el burro y con la guitarra colgada al cuello por medio de una correa, se dirigió a la ciudad. Cuando estuvo cerca, se puso a tocarla y le salió al encuentro una horrible vieja que le pidió se la vendiera; pero el niño, sin dejar de tañerla ni un momento, le contestó que no la vendía, pero que más allacito se la daría si le mostraba todo lo que había de interesante y curioso dentro de la ciudad.

Se pusieron en marcha, el niño toca que toca y la vieja chancleteando a su lado, hasta que llegaron a un chiquero muy elegante, en que había un chanchito muy bien cuidado.

—¿Y este chanchito, mamita?

—Este chanchito es la vida de la actual mujer de tu padre; ¡pero dame tu guitarra, niño!

—Más adelante se la daré, mamita.

Continuaron por la misma calle; el niño dale que dale a las cuerdas de la guitarra y la vieja sin perderle pisada. Llegaron a una plaza, en medio de la cual, entre flores de colores brillantísimos que despedían una fragancia exquisita, se elevaba una delgada columna de agua dorada.

—¿Qué es esto, mamita? preguntó el niño.

—Esta es el agua maravillosa que da vista a los ciegos; pero ¡dame tu guitarra, hijito!

—Más adelante se la daré, mamita.

Un poco más allá, siguiendo la misma calle, en medio de otra, entre jardines y sobre una mesa hecha de un solo diamante, vió el niño un castillo en miniatura, de marfil, del cual salían voces argentinas de una belleza inefable que lo dejaron extático por un momento; se habría dicho que dentro había un coro de ángeles. Al mismo tiempo, de las troneras del castillo salían como disparados unos pequeños proyectiles, que una vez en el aire, se movían graciosamente como si bailasen.

El niño preguntó:

—¿Y qué son estas cosas, mamita?

—Estas son las torres que cantan y las almenas que bailan; pero ¡dame tu guitarra, hijito!

—Dentro de poco se la daré, mamita; no tenga cuidado.

Por fin llegaron a un lugar en que había muchas velas encendidas, unas largas, casi enteras, otras medianas y otras menores.

—Y esto ¿qué es, mamita?

Estas velas son la vida de los habitantes del país.

—¿Y esta vela tan alta y tan gruesa, que está adelante de todas? ¿Tal vez es la vida del Rey mi padre?

—No, hijito; esa es mi vida, que, como ves, durará más, mucho más que las otras; pero dame tu...

No alcanzó a terminar la frase la bruja, porque el niño, sin dejar de tocar con la mano izquierda, con la derecha tomó un extremo del poncho y dando con él un fuerte golpe a la vela, la apagó, y la vieja cayó al mismo tiempo en el suelo muerta para siempre.

En seguida el niño llenó un frasco del agua maravillosa, guardó en las petacas que llevaba el burro las torres cantando y las almenas bailando, y ató el chancho con un lazo que aseguró a la enjalma, y se volvió muy alegre a la ciudad en que residía el Rey su padre.

Cuando llegó a la plaza del palacio, divisó a la Reina asomada al balcón, y cuando ésta vió al niño sano y salvo, de la rabia se arrancaba los cabellos.

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