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9. LA HUACHITA CORDERA.
(Referido en Abril de 1914 por Mercedes Albornoz, de 14 años, Villa Alegre)

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Índice

Este era un hombre que vivía en el campo y había quedado viudo con dos hijos pequeños: un niñito y una niñita. El hombre era pobre y para alimentar a sus hijos tenía que salir a trabajar todos los días antes que apareciera el sol, y como los niños no eran capaces de hacer nada, se los dejaba encomendados a una vecina que los trataba con mucho cariño, les lavaba su ropita y les daba muy bien de comer.

Mejoró un poco la situación del hombre y se casó con la vecina; pero ésta, apenas salía su marido de la casa, obligaba a los niños a hacer el fuego, a que le trajesen agua del río en baldes que eran muy pesados para ellos, a barrer y ejecutar otros trabajos superiores a sus escasas y débiles fuerzas; y si la leña no estaba bien encendida, o los baldes no llegaban completamente llenos, o quedaba un poco de basura en el suelo, les pegaba cruelmente con lo primero que hallaba a mano.

Una vez, el niño le dijo a la niña:—Vámonos de aquí, hermanita; ¿para qué estamos sufriendo tanto?,—y al otro día muy temprano dejaron su lecho, abandonaron la casa en que habían nacido y marcharon a la ventura, alimentándose de frutas y de yerbas y durmiendo en las cuevas de las montañas o en los ranchos abandonados que encontraban en su camino.

Después de muchos días de marcha, llegaron a una tierra desierta, sin casas ni árboles, en la que el calor del sol se hacía sentir con toda su fuerza. Los niños morían de sed y en ninguna parte hallaban agua para aplacarla. Por fin llegaron a la orilla de una laguna y cuando se disponían a beber, oyeron una voz que decía:

—El que de esta agua bebiere tiburón se ha de volver y devorará a su hermano.

—Hermanita, no tomemos de esta agua—dijo el niño—aguantemos la sed y vámonos, puede ser que más allá encontremos agua buena.

Muy tristes se apartaron de la laguna y a cada instante más sedientos; pero luego tropezaron con un pozo y el corazón se les alegró. Sirviéndose de una cuerda que estaba en el suelo al lado del brocal, echaron adentro un tiesto que cerca estaba, y cuando ya lo alzaban repleto de agua, salió del pozo una voz que decía:

—El que de esta agua bebiere, sierpe se ha de volver y devorará a su hermano.

—Hermanita, no tomemos de esta agua—dijo el niño—aguantemos la sed y vámonos, pueda ser que más allá encontremos otra mejor.

La niña no soportaba la sed, y si no hubiera sido por la amenaza de que si bebía de esa agua devoraría a su hermano, habría bebido hasta saciarse.

Continuaron su camino muy tristes, desfallecidos, casi sin fuerzas para andar, pero a los pocos pasos tropezaron con un arroyo de agua fresca y cristalina. Echáronse de bruces para beber y cuando sus secas fauces estaban a punto de humedecerse, oyeron estas palabras que salían de la corriente:

—El que de esta agua beba, corderito se ha de volver.

—Hermanita no tomemos...—alcanzó apenas a decir el niño, cuando vió a su hermana convertida en corderita. La pobrecilla, no oyendo la amenaza de que si bebía devoraría a su hermano, se apresuró a apagar su sed y alcanzó a tragar unos cuantos sorbos de aquella agua maldita.

Es fácil suponer en qué estado dejaría esta desgracia a los pobres hermanos, que ya no tuvieron otro consuelo que conversar y comunicarse sus penas, porque, por suerte para ellos, al experimentar la niña su transformación, no había perdido el uso de la palabra. Sin embargo, el niño lloraba mucho; no podía acostumbrarse a ver a su hermana convertida en animal.

Un día le salió al paso una viejecita.

—¿Por qué llora tanto, hijito?—le preguntó.

—¿Cómo no he de llorar, mamita, con la desgracia que nos ha sucedido? ¡Qué no daría yo por ver a mi hermana convertida en mujer otra vez!

—Hijito, eso no es posible por ahora; pero con esta varillita de virtud que voy a ocultar en las lanas de la Corderita, tendrá ella lo que quiera; podrá hasta volverse mujer por tres horas cada vez que lo desee, y para siempre cuando un príncipe quiera casarse con ella.

Y desapareció después de colocar una varita entre las lanas de la Cordera.

Desde ese momento la Corderita dejó de lamentarse y se la veía brincar y correr al rededor de su hermano y balar alegremente; porque ha de saberse que no hablaba con él sino cuando estaban solos.

Pasó algún tiempo, y el niño que ya se había convertido en hombre, entró a servir como pastor de los rebaños del Rey, el cual, como era muy bondadoso, le permitió conservar la Corderita a su lado.

Sucedió que en la noche del primer día en que el pastor había entrado en funciones, el hijo del Rey tuvo que pasar por el patio en que estaban las habitaciones de los sirvientes, y se extrañó de oir de la más alejada, que era la que ocupaba el pastor y la Corderita, una voz femenina. Se detuvo a escuchar para referirle a la Reina, su madre, lo que oyera, pues era prohibido que las sirvientas penetraran a las piezas de ese patio; pero no sintió sino murmullos y no alcanzó a entender ni una palabra. Al día siguiente, el Príncipe refirió a su madre lo sucedido, y en la tarde, cuando el pastor regresó, después de guardar el ganado, fué conducido a presencia de la Reina.

A la pregunta que le hizo la Reina de quién era la mujer que en la noche anterior había estado en su aposento, contestó:

—No estaba, señora, con ninguna mujer, sino con una huachita Cordera que el Rey mi Señor me ha permitido guardar a mi lado y a la que he conseguido enseñar varias palabras. (No se atrevió a contarle la verdad).

—¿Y qué palabras sabe? preguntó la Reina admirada.

—Dice ya, papá, mamá, hermano y otras.

—Tráeme la Corderita; quiero verla.

Fué el jóven a su pieza, contó a su hermana lo que había hablado con la Reina y le aconsejó que mientras tanto no dijese más palabras que las que él había dicho a la Reina que le había enseñado, y la condujo a la presencia de la soberana.

La Corderita se bañaba todos los días en el río, de modo que siempre estaba muy limpia. La Reina quedó encantada y le dijo al pastor que se la dejase, que ella la cuidaría muy bien.

La Reina le tomó mucho cariño y a todas partes iba con ella. La Corderita la llamaba mamá; al Rey le decía papá, y al Príncipe hermano.

La Reina se dijo un día:—Si un rústico pastor ha podido enseñar a este animalito a pronunciar unas cuantas palabras, ¿por qué no he de conseguir yo que aprenda a hablar como una persona?

Desde ese día comenzó a enseñarle a hablar, y la Huachita se hacía la que no sabía y que poco a poco iba aprendiendo.

Pasó así algún tiempo, hasta que para celebrar una victoria obtenida por el Rey, se organizaron grandes fiestas, entre ellas unas carreras de caballos a que debía concurrir toda la Corte.

Cuando llegó ese día, la Corderita, que hasta entonces no había hecho uso de la virtud que tenía, quiso ir a las carreras; y después que los Reyes, el Príncipe y demás potentados que vivían en palacio salieron, ella también salió sin que nadie la viera, y se fué al campo, y al lado de un espino que allí había, dijo:

—Varillita de virtud, por la virtud que Dios te ha dado, haz que me convierta en mujer, vestida con un traje de color de estrellas y que aparezca aquí para llevarme a las fiestas una carroza de plata arrastrada por dos parejas de caballos y servida por tres pajes negros. E inmediatamente se encontró convertida en una hermosísima joven, vestida como había pedido y con el coche con los tres negritos. La piel de cordero estaba a su lado, y antes de subir a la carroza la dejó colgada de una rama del espino, y partió.

Cuando llegó a la plaza, atrajo las miradas de todos por su hermosura y la riqueza y esplendor de su traje. Nadie la conocía y unos a otros se decían: «¿de dónde vendrá esta princesa?» El Príncipe, sobre todo, la atendió mucho y se enamoró perdidamente de ella. Cuando sonó la hora en que debía retirarse, el Príncipe le preguntó si volvería al día siguiente y ella le contestó que sí.

En la Corte no se habló en el resto del día de otra cosa que de la fiesta; pero la preocupación de todos era la bellísima joven desconocida.

Llegó el día siguiente y todo el mundo se trasladó a las carreras.

Una vez que la Corderita se encontró sola, volvió al campo, y al pie del espino pidió a la varillita que la transformara en mujer, vestida con traje de color de la luna y las estrellas y la condujese a la fiesta en una carroza de oro arrastrada por tres parejas de caballos y servida por seis pajes negros; y al punto todo se hizo como ella lo había pedido. Dejó la piel de oveja colgada de una rama del espino, subió al carruaje y se fué a las fiestas.

A su entrada, la atención de la multitud se concentró en ella, y si hermosa la habían encontrado el día anterior, más hermosa aun la encontraron en este día. El Príncipe, todavía más enamorado, fué a colocarse inmediatamente a su lado y allí estuvo conversando con ella hasta el momento que la joven se levantó para retirarse.

El otro día era el último de las carreras. La afluencia de gente fué mayor; puede decirse que toda la ciudad se había trasladado a presenciarlas.

A la misma hora que los días anteriores, llegó la joven en una carroza de diamantes arrastrada por cuatro parejas de caballos y servida por doce negros; su traje tenía los colores de la luna, de las estrellas y del sol naciente, y si linda la habían encontrado las otras dos veces, más linda la hallaron esta vez. Todos los ojos estaban clavados en ella y de los labios de la muchedumbre no salían sino alabanzas en su honor. Apenas la divisó el Príncipe fué a sentarse a su lado a cortejarla. Cuando estaba hablándola con más entusiasmo, llegó un paje con un recado de la Reina y el Príncipe tuvo que abandonar su asiento por un momento; a su regreso se encontró con que estaba vacío el lugar que ocupaba la niña.

Se acabaron las fiestas y nadie volvió a ver a la joven.

El Príncipe se puso muy triste y languidecía rápidamente. Los médicos nada pudieron para curar su mal y los Reyes lloraban la próxima muerte de su único hijo.

Un día, cuando ya se había perdido toda esperanza de salvación, dijo la Corderita a la Reina:

—Mamá, ¿quiere que vaya yo a cuidar al enfermo? Quién sabe si pueda sanarlo!

¡Qué se perdía con que fuese! La Reina consintió y ella misma condujo a la Corderita a las habitaciones del enfermo y la dejó allí.

Apenas se retiró la Reina, la Corderita pidió muy quedito a la varillita que la convirtiera en mujer, ataviada con el mismo traje con que se había presentado a las carreras, y una vez transformada, se acercó a la cama del enfermo y lo llamó dulcemente. El Príncipe abrió los ojos y a la vista de su amada sintió que le volvía la vida.

Tres horas conversaron alegremente y al terminar este tiempo la joven tornó a convertirse en la Huachita Cordera.

El Príncipe hizo llamar a los Reyes, y les dijo:

—Padres, la Corderita me ha sanado; me siento perfectamente bien y es preciso que me dejen casarme con ella.

Apenas el Príncipe dijo estas palabras, cumpliéndose el vaticinio de la viejecita que había dado a la Corderita la virtud, se transformó ésta para siempre en la bellísima niña que todos habían visto en las fiestas, y los Reyes, henchidos de contento, consintieron en el matrimonio de su hijo con la joven.

Los novios fueron muy felices y vivieron en una perpetua luna de miel y tuvieron muchos hijos.

El hermano de la joven, que hasta el día antes del matrimonio había continuado como pastor, fué ennoblecido y siguió viviendo en la Corte, desempeñando empleos muy principales.

Y aquí se acabó el cuento y se lo llevó el viento.

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