Читать книгу Deborah Kruel - Ramón Illán Bacca - Страница 11
CAPÍTULO V
ОглавлениеEl doctor Petrie se asomó al balcón; el Támesis se alcanzaba a divisar a lo lejos y luces parpadeantes indicaban el sitio donde está localizado el barrio chino.
“Y pensar que esa víbora se encuentra allí, tan cerca y distante”, le dijo a Nayland Smith, quien se tironeaba nerviosamente los bigotes, como acostumbraba a hacerlo en los momentos de tensión. “Lo que pasa —respondió el detective— es que él, el gran cerebro del tráfico del opio, tiene un poder casi mundial. Domina países, monarcas, presidentes, magistrados, jueces, policías, tiene ejércitos propios y nosotros tenemos que luchar contra él y leyes que lo protegen…”. Petrie rió nerviosamente.
De súbito se quedó serio mirando fijamente una nubecilla azulada que subía ligeramente por uno de los árboles que circundaban la tapia de la mansión. “¿Qué es eso?”, preguntó con una voz en la que se reflejaba la tensión nerviosa. El detective aguzó la vista, pero no pudo ver nada. El fenómeno se había disipado.
De repente, todas las facciones del doctor Petrie se contrajeron en un rictus de angustia; se llevó las manos a la garganta, como para librarse de otras manos invisibles que lo estuvieran atenazando.
Nayland Smith corrió en socorro de su amigo exclamando: “¡Por Dios, Petrie!, ¿qué sucede?”; pero no pudo avanzar más. Una palidez de cera le cubrió totalmente el rostro, y a su vez sintió que un par de poderosas e invisibles manazas se cerraban sobre su garganta dejándole sin respiración. Al cabo de unos minutos, los dos cuerpos yacían inmóviles sobre la alfombra.
Cuando Petrie abrió los ojos encontró delante de sí la mirada fría, amarilla y despiadada del diabólico doctor Fumanchú. Vestido de mandarín y con sus largas uñas desarrolladas en forma de garras, la presencia del maléfico personaje no pudo menos que hacerle sentir un escalofrío de pánico.
El chino sonreía, y al hablar evocó en su interlocutor el silbido de una serpiente.
“Ustedes no están practicando sus consignas —dijo— ¿Cómo es aquello de que el precio de la libertad es la eterna vigilancia y los encuentro dormidos?
Ahora ustedes, guardia blanca del Imperio británico, son prisioneros míos, o sea, del asiático, del continente vencido y colonizado. ¿Y saben por qué? —el chino alargó más los párpados, formando casi una hendija detrás de la cual se veía un fulgor siniestro—, por algo muy simple: el vicio de la droga, del cual todos los que caen allí nunca salen… dominaré el mundo a mi manera…
En el patio se oyó un grito escalofriante; un dacoit (asesino al servicio del monstruo chino) anunciaba la presencia del jefe de Scotland Yard.
El doctor Petrie se desmayó de la impresión al ver la forma sumisa como el inspector Sellers se inclinaba ante Fumanchú.
Oí el grito ahogado, como de dacoit. Ya sabía que era Natalio. Siempre imprudente, no me dejó terminar “El demonio amarillo”, exactamente cuando frente al cadáver de la mujer decapitada Fumanchú exclamaba: “Una mujer sin cabeza… esa no es ninguna novedad…”
Pero claro, ha empezado el Natalio una retreta de silbidos que por poco pone en estado de alerta a la tía Dorita, que en ese preciso momento rezaba su interminable rosario, con letanía y salves incluidas, todo por la conversión de Rusia.
Así que salí al patio a calmar a la Sinfónica polaca antes que se cagara en todo. Por señas le pedí silencio y paciencia… silencio y paciencia… silencio y paciencia… hasta que el ronquido de la tía indicó que todo estaba en orden.
Hay un punto vulnerable. El tío Rito todavía no ha llegado y puede que entre en mi pieza y se dé cuenta de que no estoy. Pero hay que esperar que, como de costumbre, llegue a mediopalo, encienda su tocadiscos, ese que no me deja ni mirar, ponga a Jean Sablon cantando J’attendrai y termine acostado en medio de una borrachera llorona. Sin embargo, al otro día le vi que intentaba un zapateado a lo Fred Astaire. No le resultó, por supuesto. A mí me dijo Socorro Salomé que todo eso se debe a una francesita que no quiso venirse con el tío cuando este regresó de allá. “Oh no, yo disfrutar contigo aquí, contigo en Francia, pero allá es amor con mosquitos y paludismo…”. Esa fue la frase que según la Socorro le dio la franchute de despedida en el muelle de Amberes antes que el tío tomara el barco de la Flota Blanca; pero a la Socorro no se le puede creer demasiado porque es la campeona de las embusteras (aunque ella sostiene que el campeón soy yo). A mí se me hace que ella está con una rasquiñita con la francesa porque, como ella misma nos contó a Natalio y a mí, una vez al tío Rito se le dio por invitarla a un sancocho en París y Socorro tuvo que recorrer toda la ciudad en busca de un par de plátanos verdes para hacer los patacones y tan solo consiguió dos raquíticos africanos. Y después de todo ese trabajo, ha seguido contando la Socorro, la francesa y su familia han arrugado la cara y vomitado el sancocho, mientras han dicho que ese menjurje era el bodrio que les daban a los presos en las cárceles. ¡Mi madre!
De todos modos, es un riesgo que el tío llegue borracho y se duerma con las ventanas abiertas y estas empiecen a golpearse y la tía se despierte y se levante a cerrarlas y se le dé por asomarse a mi pieza y encuentre mi cama vacía. ¡Mejor ni pensarlo!
Así que aquí va Nayland Benjamín Smith a encontrarse con el doctor Natalio Petrie para combatir el peligro chino y el dragón nazi.
Natalio es un huevón; ahora dice que él no es el doctor Petrie sino La Sombra, y como yo no puedo ser Nayland Smith si no tengo ayudante, me cambio por Doc Savage, y así se acaba la pelea.
Nos hemos trepado por un roble del patio, subido por las escaleras del edificio “La gota de leche”, que nunca se ha podido terminar, y nos hemos descolgado por el “resbaladero de cocodrilo” hasta la azotea de Nausicaa. Para Natalio algo raro pasa con ella: “Esa mujer no duerme; cuando de medianoche paso, después de la función nocturna en el Rex, todavía ella está despierta oyendo noticias en su Hallycraft, mientras fuma como una condenada; algo se trae entre manos…”. Yo creo que Natalio exagera. La mujer lo único que tiene es falta de marido, y por eso está un poco loca. El otro día oí cuando ella le decía a mi tío que el hombre provenía de las estrellas porque como prueba estaba la música, que era extraterrenal. Definitivamente, está chiflada.
Pasar por donde la turca Faride siempre es peligroso. Apenas oye el ruido de pasos saca el foco de mano, alumbra el techo y empieza a gritar: “¡Bájense de allí, bandidos, bellacos, voy bor la bolicía!…”. Natalio contesta entre dientes: “Turca miserable, hija de asaltantes del Sahara, rascadora de chácaras de dromedario, ladrona”. Yo le calmo. Faride es buena gente; su madre está amnésica y se le olvidó el español, así que solo habla turco, y Faride olvidó ese idioma, así que para hablarse, no sé cómo hacen; debe ser un trepaquesube del carajo; pero eso sí, ella hace unos dulces y unos quibbes que son una maravilla… Natalio se ha puesto serio: “O te concentras en la acción vengadora o sigues en tu plan de vieja chismosa de hablar todo el tiempo”. Tiene razón. Así que ahí vamos por territorio nazi; estamos cruzando el espacio aéreo de Benito Bermúdez, alias Bebé Fon Kagá.
Doy el salto, no calculo la distancia y… ¡mierda!, por un tris casi me estrello; he quedado colgado de la cornisa, con los dedos acalambrados y con el peligro de caerme en cualquier momento. Por más que intento alcanzar el tubo de la cañería no he podido; por el contrario, ya tengo el brazo muerto y no resisto más. A pesar del afán de Natalio por jalarme, lo único que logro es que casi se caiga él también… Y ya cuando todo estaba perdido, ¡zaass!, el hijo del enemigo, el pequeño nazi, el hijo mayor de Fon Kagá, Goering ha abierto la puerta y sin decir palabra ha colocado una escalera para que yo me bajara. Pelao berraco, todo un tipazo a pesar de ser nazi. “No hagan ruido que papá puede despertarse”, nos ha dicho en voz baja cuando sanos y salvos hemos tocado tierra bendita.
Le pongo la mano sobre el hombro, como haría Doc Savage, confraternizando con el enemigo, y me remonto de nuevo a mi mundo espacial, ante la mirada incrédula de Goering. Ese pelao lo que necesita es sudar un poco más, ensuciar la ropa, correr, ¡no joda!; parece que siempre fuera a una sesión solemne. No deja de ser una vaina que su papá sea ese viejo alto, amonado, que siempre anda con la nariz para arriba como si se hubiera tragado un paraguas. Todas las tardes va con Goering y Bismarck al camellón. Me parece verlos cuando van con paso marcial vestidos de lino blanco. El viejo Benito llega a la banca elegida, da un “Achtung” y se sienta. Ellos esperan que él lo haga primero para a su vez sentarse. El viejo despliega un ejemplar de El Siglo en forma retadora, y enseguida, casi como en el cine mudo, se coloca un monóculo.
Hasta allí todos los parroquianos del Entre-nous hemos (porque yo a veces también me cuento) esperado en total silencio, y a partir de ese momento rompemos con una completa algarabía: “¡Fon Kagá, Fon Kagá, vete con los nazis, cochino, traidor…!”. Pero qué viejo tan terco, dura sentado, erecto e impasible exactamente una hora, mientras los gritos del público pierden fuerza. Solo alguno que otro mamagallista empedernido insiste hasta el final. Y a todo esto, el par de pelaos, sentados, en posición rígida, siguen estudiando la gramática alemana y alzando miradas de temor y súplica al Entre-nous. ¡Va la madre si vuelvo a molestarlos!; después de todo, la culpa es del viejo Benito, que según mi tío estudio aviación en Alemania y regresó nazi.
¿Pero quién quiere hablar de viejos nazis si entramos al espacio de Deborah? Ella, la bella, la misteriosa, la divina, la que me tiene trastornado. La Sombra polaca me hace señas de que me agache. La bella está sentada en el patio, en su cheslón, fumando y haciendo anillos con el humo. Este maldito árbol no me deja ver bien; ruédate, polaco. ¡Huy! ¡Qué maravilla! con ese negligé transparente; me va a dar un ataque, me muero, me muerooo, ¡agg! Está bien, terror de Varsovia, no voy a seguir mamando más gallo.
¿Ves lo que yo veo?, ¿esa piernona encogida? Se le ve el muslote ese, divino; ¡está dando punta!; pero ruédate, déjame ver bien, no seas agalludo. Esa mujer me tiene enfermo. Esta noche me la hago por ella. ¿Pero qué te pasa, Natalio? Se ha quedado lelo, lelo…
“¿Lo notaste, ah?, ¿lo notaste?”. Me ha dicho: “¿Qué he notado? A ver, ¿qué es tu vaina?”. Otra vez se queda como mirando hacia San Felipe, Natalio el reflexivo, Natalio el deductivo, Sherlock Natalio.
“¿Te diste cuenta? Ella está comiendo manzanas”, me dice como si fuera una frase del evangelio. Ajá y ¿qué pasa con eso? “A veces eres estúpido”, me dice. Más estúpido eres tú. ¿Cuál es tu swing? Vamos, habla, suelta, sopla, murmura, franquéate, confiésate, platica no más, vomítala toda, quiero saberlo todo. Todo, antes que el secreto termine siendo un simple floripeo.
“Ella come manzanas”, repite como cualquier disco rayado en un gramófono ¡Huy!, qué descubrimiento; cuidado, Colón, te pisas el huevo. ¿Y qué? Nosotros comemos mango, patilla, guayaba; y te la extiendo más si quieres: anón, caimito, piña, níspero, mamey.
“¡Basta!”, dice la enrojecida Polonia. “¿Desde cuándo no pruebas manzanas?” ¡Plink! Sí señor, se encendió el bombillo. Cierto, en la guerra no hay manzanas.
“Sígueme la idea de lo que te quiero decir”, me dice ahora la personificación de la lógica. No me da la gana; si lo que quieres es que te diga que Deborah es una espía, me niego.
“Tú eres el que lo está diciendo, el que está sacando esas conclusiones”, persiste inflexible el Natalio.
Vete a la porra, lárgate a la Conchinchina, muérete en la Patagonia, bájate en Tiogollo o en Pernambuco, pero no insistas, peste polaca, mente calumniadora, mal pensada, depravada.
“Y si le llegan las manzanas a la espía, ¿cómo se hace?”. No sigas jodiendo, Natalio, que te pego, te destrozo la cara, ya lo he hecho; te llevo como medio metro. No me sigas toreando, tú no sabes con quién te metes.
“¿No será que ella contacta a los submarinos nazis?”. Me voy, Natalio, porque la mano está que se me va sola.
Pero a propósito, rival de Dick Tracy, para hacer ese tipo de afirmaciones hay que probarlas. “Obvio”, dijo la voz de Natalio, que ya se confundía con mis propias dudas.
Desde aquí es fácil ver la sala de Nausicaa. Hay algo raro. Con las sillas en fila, como para una función, alcanzo a ver a Golo Alejandro Bailón, a Fon Kagá, a Robustiano Patrón, a Giovanni Pontoni, el administrador del balneario, y a Benedetto Di Napoli, el dueño del teatro Rex. En frente hay un aparato que nunca había visto antes. Es como una mesa pequeña con dos antenas en cada extremo, una parada y otra curvada. Nausicaa reparte afanadas copitas de licor a los asistentes. Lo que es aquí hay algo. ¿Pero qué? Hay que observar con toda la paciencia del caso. Natalio me cuchichea. Calla, desesperación polaca, calla y observa. Benedetto dice algo. No se le oye. Este es un caso para Doc Savage. Sombra, hay que bajar los calados de la cocina hasta el patio y escondernos en la parte oscura del corredor. Estamos de fiesta, nadie nos ve; tocan la puerta, silencio, shtt. Es Deborah quien entra. Nausicaa le dice: “Ya íbamos a empezar sin ti; Benedetto nos está explicando el funcionamiento del eterófono”.
El italiano vuelve a hablar con voz aflautada. Mueve los brazos formando arabescos en el aire. No camina sino que se desliza. Todo lo de él oscila entre lo chévere y lo barroco, como dice mi tío. Con razón cada vez pasa por el camellón los parroquianos del Entre-nous le cantan “La marisola”.
Ahora estoy entendiendo. El aparato forma un campo magnético y metiendo la mano se forma ese sonido, largo, agudo, metálico. Benedetto es el primero en probar el instrumento musical. Hace un aleteo con las manos y hay una respuesta aguda. Insiste con un movimiento del cuerpo. Una versión deformada, chirriante de “El boulevard de los sueños rotos” trata de emerger. Hace varios esfuerzos, y después de un contoneo, que ya quisiera tener Carmen Miranda, piñas y plátanos en la cabeza incluidos, se oye una samba que pretende ser “Bahía”.
Ahora Deborah trata de participar; solo se escucha: “Los pollitos dicen pío, pío, pío”. Todos quieren probar el aparato, pero nadie logra el éxito, salvo Fon Kagá, quien alcanza a producir las notas iniciales de “Cara al Sol”.
Ahora oigo una conversación a gritos entre Golo Alejandro y Robustiano; el primero dice que aliándonos con el Eje podríamos recuperar a Panamá. Nausicaa pide moderación en el tono de voz. “Recuerden que estamos en guerra con Alemania e Italia, y esta conversación, si llega a algunos oídos, nos podría crear problemas…”.
Sigue un cuchicheo, y ni siquiera Doc Savage ni La Sombra con sus poderes extraordinarios y súper-oídos logran detectar lo que hablan. Ha terminado la reunión; veo a Nausicaa sola cerrando puertas; está pálida, de cerca parece un fantasma.
Bajamos a ver en detalle el aparato. Cautos, de puntillas, silenciosos. De súbito, un ruido extraño. ¡Atención! No es nada; es tan solo el ronquido de Nausicaa, la pianista, la vidente, la médium, la esotérica. Y aquí vamos los descubridores de lo insólito, los caballeros sin miedo y sin tacha. Natalio emplea su ganzúa abrelotodo, y ahí en la sala estamos frente a esa cosa que de cerca no parece gran vaina. Enciendo un fósforo y leo el nombre que aparece en grandes letras sobre la madera: “Theremin”.
Todo empieza sin querer; de curioso alargo la mano para tocar el mueble y de pronto siento el sonido dulcísimo de una flauta. Es el fauno que busca donde reposar después de haber correteado ninfas en el bosque toda la mañana. Mientras muevo las manos, la melodía transcurre redondeándose hasta que concluye totalmente otra vez con la flauta despidiendo al sol que se oculta.
Natalio me mira con unos ojos abiertos como un par de platillos. Vuelvo a empezar; ahora son los violines que nos hablan del coloquio de los amantes a la luz de la luna; el violonchelo grave le dice con su voz de mujer afligida que va a tener un hijo de otro. Violines en notas crispadas revelan un lógico furor, pero después dan paso a notas tiernas y dulces, pues el amante ofendido comprende y perdona. Los sonidos del remordimiento dados por el celo son absorbidos por el jubiloso trémolo de violines que indican que la vida y el amor siguen adelante.
Cuando en el tercer intento el flautín da un juguetón movimiento y un jardín feérico se abre delante de nosotros, Natalio insiste que ahora le corresponde a él. Mete sus manos, y solo un sonido como una lluvia de monedas es la respuesta; vuelve a repetir el ademán, y solo se duplica el retintín de las monedas cayendo como una cascada. Después, a pesar de su insistencia, el aparato calla.
“Parece que al aparato solo le gustas tú”, me dice con voz apesadumbrada. Le contesto con una palmada cariñosa. Cuando pretendo retomar la melodía iniciada, un ruido nos asusta, y corremos. Lo último que veo es a Nausica detrás de una columna observándonos con una expresión de profunda felicidad, mientras gruesas lágrimas ruedan por sus mejillas. Natalio, afuera, insiste en que el aparato vino en un submarino nazi. No lo entiendo. “¿Para qué?”, le pregunto. “Para entretener a Deborah” —me responde—. La mano se me estrella en la cara de la Sombra polaca.