Читать книгу Deborah Kruel - Ramón Illán Bacca - Страница 8
CAPÍTULO II EL BANQUETE DE SÓCRATES VALDEZ
Оглавление“Entonces hubo un revoloteo en la sala. Entraban Germania Valdez y su pequeña hija Deborah, con vestidos ceñidos, sin mangas y anchos fajones de motivos egipcios; tenían el aire de poseer solo ellas el secreto del ‘último grito de la moda en París’”.
El joven Gunter empezó a sacar cuentas de la edad de Deborah en ese momento y comprobó que era un poco más que una niña. Pero estaba feliz; al fin, y por primera vez, conseguía una referencia directa de ella.
Al entrevistar al padre Alejandrino, este no se había repuesto de la perplejidad que le provocó el no poder encontrar en ninguna parte la fe de bautismo ni la partida de nacimiento de la mujer. “Imposible, imposible” —se repetía mientras su confusión aumentaba.
Al hablar él con el dueño del más importante estudio de fotografía del lugar, Melitón Mier, este también estuvo al borde de un ataque de nervios cuando se cercioró de que por ninguna parte de su gigantesco archivo fotográfico aparecía la figura de Deborah.
Tengo que tenerla —balbuceaba, herido en su amor profesional—. ¿Cómo no voy a recordarla si era la comidilla permanente de todos en la ciudad? Además —esto lo dice con énfasis— era bellísima, la más bella de su época. Poseía, por eso, cientos de sus fotos. ¿Cómo desaparecieron? Es algo que no logro entender.
Cuando el joven Gunter comenzaba a desesperar, apareció casi milagrosamente esta crónica que la mencionaba. Pero la referencia era a su vez complicada. El periódico la publicaba diez años después de los acontecimientos, porque, como se explicaba, “era imposible publicarla en esa época de feroz censura”.
Quedaba sin aclarar si era un testimonio directo o una reconstrucción de los hechos con base en los recuerdos de los testigos. De todas maneras, el autor, que firmaba con el seudónimo de Casimiro Perplejo, no hacía claridad sobre el asunto.
Si se aplicaban todas las reglas de la investigación histórica, el documento no tendría mucha validez, pero en esta ocasión Gunter decidió no seguir las normas sino dar gracias al azar, que empezaba a ser su cómplice. Siguió leyendo.
“El general Cortés Vargas pudo avanzar difícilmente hasta la mesa de honor mientras estrechaba la mano de los hombres y besaba la de las mujeres. Grandes aplausos y vítores ahogaron las notas del himno nacional. La Mona Navarro, frenética y llena de emoción, le comentó a Germania, quien estaba a su lado:
—Es un hombre que combina las armas y las letras. No solo escribe la historia sino que también la hace.
—Germania le contestó, mientras hacía un ademán muy sofisticado aprendido de Francesca Bertini:
—Además, lo cortés no le quita lo valiente.
La Mona Navarro festejó con grandes aplausos el calambur.
Alguien pretendió echar un discurso, pero fue sacado del medio por un caderazo de Germania, ante la mirada desconcertada del general. Para sortear la situación, Mr. Thomas ofreció su esposa al militar para que abriera el baile con el vals “Sobre las olas” que La Tayrona Jazz Band interpretaba a ritmo de galope. Pero el general, en un gesto muy comentado, desdeñó el ofrecimiento y se dirigió donde estaba la joven Deborah y con un “¿me permite la más bella flor de la fiesta?” le dio su brazo y se lanzó al centro de la pista.
“No hubo acuerdo posible entre el sentido rítmico de la joven y ese saltico tropezón con que el militar trataba de seguir el vals. Posiblemente, el general preferiría en ese instante seguir recorriendo la zona en persecución de los que por decreto había denominado “cuadrilla de malhechores” que seguir en el desacuerdo de ese interminable vals. Cuando al fin terminó la pieza, con una sonrisa forzada condujo a la bella muchacha al lado de su padre, quien en su liqui-liqui de lino blanco estaba que no cabía en sí de la satisfacción.
Germania, en el centro de la sala, pidió silencio y con un acento gutural dijo que Deborah cantaría algo en honor del homenajeado. La orquesta empezó a tocar “La momia de Tutankamon”, y Deborah, con los brazos echados hacia adelante, los ojos entrecerrados y la boquita fruncida, daba pasitos forzados como los que daría la momia al salir del sarcófago.
La orquesta, sin embargo, no estuvo muy precisa en la melodía y a Deborah le tocó suplir con gracia lo que al conjunto le faltaba en armonía. Los aplausos murieron al nacer. Pero Deborah no se rindió tan fácilmente y después de cuchichear con el director de la orquesta volvió al ruedo y empezó un pujante “Tóquenme el trigémino”. El coro rugió un “tóquemelo usted”.
Los aplausos, chiflidos y gritos espontáneos indicaban que el público ignoró la cara feroz que puso el obispo. En el patio empezaron a entregar la cerveza Nevada, cuya fábrica, recién inaugurada, había encontrado una ocasión feliz para promocionarse.
—Hay toda la cerveza que quieran, el único límite se los impone el propio estómago —gritó la Mona Navarro.
Unas botellas fueron colocadas en la mesa principal, donde el general empezó a escanciarlas ávidamente.
Al rato se discutía a grito herido si esta cerveza era superior o no a las alemanas. Nemesio Correa casi se va a los puños con Aquileo Olmos por sostener que en ninguna forma esta se podía comparar con la producida en la “montaña sagrada de Andechs’.
De pronto, el general, con el rostro descompuesto, se levantó y abandonó a grandes zancadas el salón. Hubo un inmenso desconcierto, seguido por un refrescante “se fue al baño”; pero todo volvió a ensombrecerse cuando soldados armados ocuparon las salidas.
Un oficial, bajo, acuerpado, con acento andino, llegó al centro del salón y dijo con voz dura: “Han intentado envenenar a mi general. Nadie sale de aquí hasta nueva orden”.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de todos los invitados. El temor se agudizó cuando el oficial señalando a Nemesio Correa, Aquileo Olmos y Sócrates Valdez, les dijo en tono amenazante: “Ustedes fueron los organizadores de este homenaje, por lo tanto, los hago responsables de lo que aquí está ocurriendo…”.
A una orden, los soldados esposaron a los tres hombres señalados y los sacaron a empujones del salón. Fue la última vez que se vio a Sócrates Valdez.
El temor cedió a la inconformidad. Expresiones de “chafarote”, “cachaco inmundo” se empezaron a oír en todo el salón. De nada valió que los soldados mostraran amenazadoramente los fusiles: los ricos bananeros se sentían ofendidos y lesionados en su orgullo, y eso les podía más que el instinto de supervivencia.
No se puede determinar qué hubiera ocurrido si en ese preciso instante el doctor De Vivo, llamado con urgencia, no hubiera regresado a la sala con una sonrisilla irónica.
El oficial, con cara de confundido, empezó a explicar que todo se debía a un malentendido y que el general tan solo había sufrido un ataque de amibiasis, debido seguramente a las cervezas. Una larga silbatina fue la respuesta a su explicación.
De todas maneras, la fiesta estaba herida de muerte. Ante la desesperación de la Mona Navarro, todos los invitados fueron buscando la puerta de salida. Para colmo de desgracias, la orquesta empezó a tocar “El tambor de la alegría”, el mismo aire que había servido de himno a los huelguistas. Germania se dirigió a Nemesio Correa en un tono tan alto que todo el mundo oyó:
“Para la gente bien, esto está invivible. Huelgas y faltas de respeto. Definitivamente, nos regresamos a Bruselas”.
Nemesio Correa y Aquiles Olmos, todavía blancos del susto, asintieron en silencio.