Читать книгу Tú vivirás mejor que yo - Ramón Martínez Piqueres - Страница 10
ОглавлениеCAPÍTULO II
Se despertó sobresaltado, sin saber muy bien dónde estaba ni qué hora era. Comprobó con sorpresa que se encontraba en su sofá, el del salón de su casa, con la televisión y la luz de la lámpara de mesa accesoria encendidas. Cogió el móvil para ver la hora y comprobó, envuelto en la sorpresa todavía, que eran las tres de la mañana. Sin abandonar por completo su asombro, se sentó e intentó recomponer los pasos que le habían llevado a aquella situación. No le fue difícil ir atando cabos. Había llegado a casa el día anterior tras haber comido en la cafetería del hospital y pasar por el supermercado para proveerse de lo preciso para subsistir. Había hecho su tabla de ejercicios diarios y tras la ducha se había sentado en el sofá con intención de repasar unos artículos médicos que le habían llegado por correo ordinario —seguía recibiendo multitud de suscripciones a través del formato tradicional—. Y ahí en la lectura, entre interesante y cansina, de la documentación científica, había caído en los brazos de la fatiga acumulada. Ahora ya, sentado en aquel sofá, relativamente despierto, creía recordar que la última vez que vio la hora en su móvil eran las nueve de la noche.
—Ahora va a ser difícil de narices volver a dormirse —farfulló José, entrando de manera plena en la vigilia—. Al menos mañana no tengo que ir a trabajar.
Fue al baño y dispuso lo preciso para intentar continuar compartiendo cuestiones con Morfeo, pero esta vez ya en un lugar al uso: la cama. Fue imposible. No llevaba más de cinco minutos acostado cuando, a su cabeza, vino de golpe y a cámara rápida, toda la guardia del día anterior: el atentado, la sangre, el caos, el trajín, el dolor, el horror…
—¡El niño! —dijo en voz alta, mientras se incorporaba en la cama.
No podía quitarse de la cabeza aquel niño. Únicamente fue capaz de olvidarlo el tiempo en que el cansancio lo tuvo secuestrado hacía apenas un rato. Veía constantemente su carita ajada por las heridas, su cuerpo frágil, la pena y el miedo que destilaba. Recordaba el cuerpecito envuelto completamente en vendas teñidas de rojo. Resonaban en su cabeza sus tenues lamentos y su lastimoso llamar a mamá.
No era capaz de concretar la edad de la criatura, pero todo le hacía pensar que tendría alrededor de diez u once años. Esa edad volvía más familiar su presencia. No en vano, su hijo pequeño tenía doce años.
José tenía dos hijos, niño y niña. La mayor, Davinia, de diecisiete años, y el pequeño, Iván, de doce, cumplidos en junio. Hacía días que no los veía; casi tres semanas. La imagen de aquella crueldad se los trajo a la memoria de modo intenso, añorante, casi angustioso.
José se había separado de su mujer once años atrás y desde entonces su rutina «familiar» se amoldaba al régimen de visitas impuestas por un juez. Aunque al principio la situación fue difícil con la madre de las criaturas —como por otra parte es habitual en los divorcios—, con el paso del tiempo, tanto él como su exmujer habían entendido de la importancia, por el bien de los críos, de normalizar la relación de separación, hacerla adulta, lógica, racional. Poco a poco, sin que fuera una relación especialmente afectiva, Loreto —así se llamaba su exmujer— y él habían conseguido mantenerse unidos por sus hijos, intentando ser ambos participes de la crianza de los niños. Y, con los altibajos propios de quienes se respetan, pero al tiempo no olvidan lo acontecido, las cosas iban relativamente bien en el día a día de los niños y en su relación mutua. Pero claro, como todo en esta vida, la tranquilidad no podía ser absoluta ni durar eternamente y el tiempo se encargó de crear nuevos problemas. Porque, con lo que nunca se cuenta cuando se planea la crianza de unos niños, es que acaban creciendo, siendo prepúberes, adolescentes, etc. Y eso había traído quebrantos con los que José no había contado.
Davinia ya llevaba tiempo un tanto rebelde, más pendiente de «sus» cosas que de las visitas a papá, de los caprichos propios de su edad, de sus primeros escarceos con el amor, con la pasión, con la vida…, en resumen, con su despertar al recién inaugurado mundo que tenía ante ella. Pero ni eso había conseguido, más que por un pequeño espacio de tiempo, que José no estuviera constantemente pendiente de los que él siempre había llamado, de manera cariñosa, sus «gremlings»; ella e Iván. Que ese estar pendiente se hubiera convertido en dependencia, en preocupación continua, en devoción por sus hijos, por supuesto que estuviera dispuesto a hacer las concesiones oportunas a aquella mujer en ciernes para que todo siguiera bien.
Davinia llevaba desde mayo sin pasar más que medios días en casa de José, y hacía ya casi dos meses que no había vuelto a verla; eso sí, procuraban establecer contacto telefónico cada tres o cuatro días, aunque Davinia no siempre estaba por la labor. En cambio, Iván seguía viniendo de forma regular cada dos semanas, aunque en esta ocasión, por problemas laborales y acordado con la madre, el plazo se fuera a prorrogar algo más.
En aquel mismo instante los echó de menos intensamente, sobre todo a Iván. Hubiera querido reír con él, jugar, dejar que lo machacara a chistes malos —a Iván le encantaba contar chistes—, sorprenderse con su facilidad de palabra, quedarse embobado por ese nuevo lenguaje que iba adquiriendo y que lo acercaba de modo gracioso a esa fase que hay entre la infancia y lo prepuberal, a la etapa a la que tanto miedo le tenía José. Hubiera querido tenerlo ahí para estrujarlo contra su pecho y sentirlo parte suya al tiempo que, sin que el crío lo viera, llorar de impotencia sintiendo su frágil cuerpo y rememorando el del niño del hospital. Pero no, no estaba allí; y eso lo sumió, aún más, en esa sensación de desamparo y desasosiego que lo había invadido desde que vio a aquel crío en la camilla de urgencias y que ahora se había visto reagudizada al despertarse, ya hacía un buen rato.
Volvió a tumbarse y permaneció en la cama intentando conciliar el sueño, pero fue imposible.
José se sentó, de nuevo, en el borde de la cama y volvió a mirar su teléfono móvil, las 4:30.
«Creo que hoy ya he dormido todo lo que tenía que dormir —meditó resignado—. Así que es hora de ponerse en marcha».
Tras haber realizado los ejercicios reglamentados por él mismo para cada día, ducharse, afeitarse y puesto una bata de estar por casa por encima de la ropa interior, se disponía a sentarse en la mesa del despacho cuando oyó vibrar el teléfono móvil. Era la vibración característica de su WhatsApp.
—¿Quién será a estas horas? —se cuestionó en voz alta mientras se dirigía a la mesilla de noche donde todavía permanecía el aparatito.
«Cuando puedas pon las noticias en la tele o en la radio. O si tienes Twitter, léelo; aunque dudo que tengas». Era el texto del mensaje que le acababa de enviar Belinda. Pensó en contestarle para averiguar qué quería que viera en las noticias, pero concluyó que sería más rápido poner directamente la televisión y no enredarse en una de esas cadenas eternas del «Whats» que tanto odiaba.
«…Repetimos: según últimas informaciones que han llegado a nuestra redacción, tal como ya informábamos en la tarde de ayer, la autoría del atentado perpetrado en la estación de trenes de Alicante ha sido reivindicada por el grupo de ultraizquierda, “El poder del pueblo”. Este grupo, hasta la fecha, era conocido por las revueltas callejeras protagonizadas en ocasiones anteriores en distintas capitales del país y por lo escraches llevados a cabo contra personalidades del mundo empresarial y político español…». La presentadora de los informativos de la cadena de 24 horas en La 1 explicaba los pormenores de las últimas noticias relacionadas con el atentado del día anterior.
Casi sin poder reaccionar, con la boca entreabierta, entre sorprendido, aterrado y sobrecogido, atendía sin pestañear.
«…si bien está todo pendiente de confirmación, al parecer, una llamada anónima realizada a las seis de la tarde de ayer a las oficinas de la agencia de noticias EFE asumía la autoría de los hechos en nombre del mencionado grupo activista de izquierda. Hasta ahora no se conocían actividades terroristas por parte de esta organización. Si bien es de todos conocida su intensa implicación como grupo activista en movilizaciones sociales.
Según fuentes policiales, la investigación permanece abierta y contempla varias líneas de actuación sin que, de momento, se haya concluido nada más al respecto de la autoría o de los autores; más allá de la reivindicación mencionada a través de una llamada anónima, cuyo origen se sigue investigando…».
José seguía sin salir de su ensimismamiento. Se quedó ahí, frente a la televisión, mirando fijamente, como quien no pierde ripio de la emisión. Ojiplático. Era evidente que no estaba pendiente de la televisión, tan solo su cuerpo se hallaba frente a la misma. Él estaba en otro lado, pensando, perplejo.
La situación política en España desde hacía unos años se había complicado bastante. En el año 2015 había irrumpido, en esa escena política, la extrema izquierda, que no aparecía de manera significativa desde el año 2000. Y eso había modificado notablemente la forma de ver, de interpretar y de analizar el escenario político por parte de los españoles de a pie; y también de los que iban en coches oficiales.
De modo casi sorprendente para todos, esa izquierda se vio aupada como tercera fuerza del país y con capacidad de establecer vetos, plantear cuestiones legislativas y, lo más importante, de ser considerada como una opción, por parte de la ciudadanía, lejos de las alternativas tradicionales. Junto a esa nueva forma de interpretar la política patria, los partidos habituales se desangraban poco a poco a consecuencia del descontento que se había ido instalando en la población como resultado del «buenismo» político, el lenguaje políticamente correcto y el hartazgo popular del «Lo cambiaremos todo» para que al final, gobernara quien gobernara, «todo quedara igual».
Y en esas, al pairo de la nueva situación, también había surgido una nueva opción, más moderada, más centrada y también ampliamente reclamada de forma tácita por la ciudadanía; sobre todo por aquella que seguía estando descontenta con el establishment, pero que tampoco quería optar por actitudes extremistas que atemorizaba a muchos por sus discursos y su intención de asaltar las instituciones e incluso «asaltar los cielos», como de hecho, había llegado a manifestar alguno de sus líderes de ese, ya antiguo, año 2015.
Por si a ese nuevo escenario instaurado hacía escasos años le faltaba algo, más recientemente aún, apenas cinco o seis años, había aparecido en escena una formación de extrema derecha que venía a ser la imagen especular de la recién estrenada extrema izquierda. Todo estaba tensionado el ambiente de manera notable, afectando a los políticos, las instituciones y, más aún, estaba indignando a la sociedad que veía como día a día la situación de enfrentamiento político y social iba aumentando. Hacía apenas dos semanas, en las últimas elecciones generales del pasado 2 de noviembre, la ultraderecha había conseguido una representación de cincuenta y cinco de los trescientos cincuenta diputados que conformaban la Cámara Baja. Mucho más allá de lo que podría considerarse una representación testimonial. No en vano, se había convertido en la llave para la formación de gobierno.
Y en ello estaban la derecha moderada —noventa diputados—, el «nouvel centro» —catorce diputados— y la extrema derecha, a punto de llegar a un acuerdo para la proclamación de un gobierno de coalición, a falta de pactos con formaciones minoritarias en la Cámara. Formaciones que, desde siempre, pero ahora más, acababan siendo determinantes a la hora de formar gobiernos en el país.
Desde antes de las elecciones de este 2025, el ambiente político era irrespirable. Y con el anuncio del más que probable acuerdo de «las derechas», así se referían al posible pacto entre esos tres partidos, los representantes de izquierdas, la cosa había empeorado. El «y tú más» se había convertido en el «padre nuestro» de cada día. La tensión se había trasladado irremediablemente a la sociedad que andaba revolucionada. La juventud a través de las redes sociales y en universidades, los más mayores en los bares y lugares de trabajo y la tercera edad en los parques y residencias, se habían instalado en el enfrentamiento. La reinstauración de los tan conocidos bandos se había vuelto a establecer. La nueva España, la del siglo XXI, se empezaba a parecer más a la España de siempre, a esa España que parecía no haber acabado de desaparecer nunca. Era casi obvio que, en este bendito país, el conflicto social era como parte de su ADN. Afloraba, a pesar de todo lo logrado, la vieja España, la rancia. Esa España olvidada hacía cincuenta años, esa España que todo el mundo quería olvidar pero que nadie olvidaba. ¡Ni siquiera los que no la habían conocido!
Las movilizaciones callejeras a favor de unos y otros era lo cotidiano desde hacía meses y, tras las elecciones, habían experimentado un repunte. Los escraches, tan habituales diez años atrás, se retomaron como arma política de la extrema izquierda que no dudaba en realizarlos contra cualquiera que pensara que iba en contra del interés de «el pueblo», objeto, motivo y «santa sanctórum» de su retahíla programática. Los asaltos a instituciones y organismo privados o públicos, que comenzaba siendo pacíficos y acababan siempre con la intervención de los antidisturbios, se producían semana sí, semana también.
Las manifestaciones públicas en lugares «calientes» había sido la estrategia que la extrema derecha adoptó para sus reivindicaciones. Y claro, tan calientes no eran algunos lugares que, la situación acaba quemando y se acababan produciendo disturbios en las calles. Estos, los ultraderechistas, habían fijado el epicentro de su ser, de su ideario en medidas proteccionistas, defensoras de lo patrio y con un claro olor autárquico utópico y arcaico que chocaba, a las claras, con el sentimiento de globalización mundial y más concretamente con el de la Europa unida y aglutinadora de las distintas sensibilidades de los Estados que la conformaban. En una época de crisis económica, donde había campado a sus anchas el deterioro económico, la precariedad laboral y la falta de trabajo, el discurso xenófobo de esa derecha rancia había calado entre parte de la población que se creía perjudicada por los migrantes venidos del norte de África y el este de Europa, sobre todo.
Eran tiempos —ya hacía tiempo que eran tiempos de ello— de llegadas masivas de migrantes subsaharianos quienes llegaban por cualquier medio a las costas españolas, huyendo de la devastación económica, social y bélica que imperaba en sus países de origen, con la esperanza de alcanzar una tierra próspera que les permitiese subsistir, al menos. Cada día llegaban decenas de ellos, en ocasiones centenares, a bordo de pateras, cayucos, balsas neumáticas, etc.
Y con estos mimbres, el tono de los discursos políticos de todos, no solo de los extremos, se recrudecía cada vez más. Se había pasado de la defensa de lo propio a la crítica de lo ajeno, de lo constructivo a lo destructivo, del discurso político genuino a la arenga reaccionaria. Se buscaba cualquier excusa para argumentar contra lo que fuera, con tal de ganar o recuperar espacio político.
Y lo peor era que todo el mundo participaba de aquella crispación de una manera u otra, aun cuando todo el mundo veía que ese viaje de confrontación no podía traer nada bueno y que era necesario frenar la escalada de violencia verbal y de baja moralidad. A pesar de ello, nadie de los que podía ponerle freno se lo había puesto ni parecía querer ponérselo.
La situación tenía que traer consecuencias, pero nadie, o casi nadie, había previsto que se llegase a un escenario como el que ahora, embelesado, anonadado, incrédulo, estaba contemplando José en la pantalla de su televisor, mientras en su cabeza se había instalado una pregunta: «¿Cómo hemos podido llegar a esto?».
Las formaciones políticas, a lo largo de los últimos años, se habían renovado mucho, intentando subsanar errores de un pasado muy reciente, pero, así y todo, lejos de mejorar, la crispación se había enconado hasta extremos impensables hacía apenas veinte años atrás. Los nuevos o remozados liderazgos no habían aportado más estabilidad de la que se perdió en primera década del siglo XXI y principios de la segunda. Salvo el presidente en funciones, que seguía al frente de una izquierda moderada, o ya no tanto, el resto de los líderes de las distintas formaciones, lo eran de nuevo cuño. Intentando aparcar errores del pasado reciente, los Casado, Arrimadas, Rivera, Iglesias y otros tantos de formaciones minoritarias, habían dado paso a otra generación que, se suponía, venía a por la regeneración política.
Por desgracia, y de momento, nada más lejos de la realidad.
La periodista seguía aportando datos en relación con la autoría del atentado, con las características del artefacto, con los daños causados, con el número de heridos y muertos…
Mientras tanto, el Dr. Martín se levantó y se dirigió, con su teléfono móvil pegado a la oreja, hacia la habitación. Antes de que pudiera llegar al dormitorio, del otro lado de la línea contestó una voz femenina.
—Pero ¿tú has visto qué hora es? —inquirió de forma abrupta Loreto—. ¡Estas no son horas de llamar! ¡Los niños todavía están durmiendo!
Aquella última frase relajó el ánimo tenso del buen doctor. Al fin y al cabo, lo que pretendía con la llamada era obtener esa tranquilidad que se busca cuando algo pasa y no lo podemos controlar; llamamos a quien primero se nos ocurre para que eso nos sirva de consuelo o sosiego. Y el simple hecho de haber oído «los niños aún están durmiendo» le había aportado la recompensa buscada, ralentizándole el corazón que hasta ese instante le iba a más de ciento veinte pulsaciones por minuto. Realmente, no tenía por qué preocuparse de sus hijos, era del todo imposible que estuvieran en la estación de tren el día anterior. Pero el bueno de José sintió la necesidad de constatar una evidencia.
—Ayer hubo un atentado en Alicante —José cortó la airada respuesta de Loreto—. ¿Te habías enterado?
—Pues claro que me he enterado —respondió más pausada—. ¿Y para decirme eso me despiertas a las seis y media de la mañana?
José respiró hondo un segundo y prosiguió justificando la hora de su llamada y la importancia de esta.
—¿Tu pareja no estaba metida en política? Pues adviértele que el atentado lo ha reivindicado la extrema izquierda. Lo acaban de decir en el telediario. Y él, por lo que yo sé, no va de ese palo.
Hubo un silencio de unos segundos y…
—Pero él no es ningún cargo relevante —indicó Loreto—, no es más que un mero simpatizante. Además, salvo su círculo de amistades, dudo que nadie sepa de sus querencias políticas. No creo que esto pueda afectarnos en nada. Además, sabes que locos hay en todos los bandos.
—Loreto, esto pinta mal y me preocupa —la voz de José adquirió un tono profundo— que los niños…
No pudo continuar, su exmujer le interrumpió en seco.
—¡No metas a los niños en esto! ¿Qué tienen que ver tus hijos en un atentado que ha ocurrido azarosamente en Alicante? ¡Por favor! ¡Pareces mi madre!, que cada vez que sale una noticia de algún jaleo internacional en el telediario, aunque sea en Burundi, me llama para saber si estamos bien. Nada tiene que ver que mi pareja simpatice con una u otra postura política para que los niños estén bien. ¿Acaso no has militado tú en política? ¿Acaso no simpatizas con unos? ¡Pues eso! ¿Te he llamado yo para decirte que no pongas en peligro a los niños? ¡Por Dios!
—Únicamente pretendía advertirte —José continuó sin reparar en las frases que le había espetado la madre de las criaturas—, que las cosas en política se están poniendo negras. De todos modos, si te digo la verdad, lo único que pretendía es… ¡Bueno, da igual! Tenlo en cuenta, ¿vale? Dales un beso a los niños y ya pasaré el viernes a por ellos.
Sin dar tiempo a más, José separó el auricular de su oreja, apretó el botón rojo y, cabizbajo, abrió el armario, sacó su ropa del interior con intención de vestirse y se sentó en el borde de la cama. Ya se había puesto la camisa y con una pierna dentro de una pernera del pantalón, sin llegar a levantar la otra del suelo, se volvió a quedar ensimismado pensando en lo que había oído en el noticiario.
Se le pasaba por la cabeza cómo había prejuzgado quién podría haber sido el autor. Se arrepentía de haber tenido y sentido aquellos prejuicios. Sintió vergüenza —le sacudió el recuerdo de algo similar que le aconteció al Gobierno de turno en el famoso 11-M—, al tiempo que la sensación de ira se iba adueñando de él.
—Pero ¿cómo se ha podido llegar hasta aquí? Los muy cabrones —murmuraba con el ceño fruncido—, han dejado inutilizada gran parte de la estación, han conseguido que se tenga que cancelar la mayor parte de la actividad ferroviaria de la ciudad, han metido el miedo en el cuerpo a todo el mundo y lo peor —ahora un gesto de rabia tapaba su rostro—, han matado a seis personas, han herido a más de cincuenta y todo para reivindicar que «la extrema derecha quiere apoderarse del Estado del pueblo y no lo vamos a consentir. El pueblo y sus derechos, lo primero». Al parecer, según había informado la periodista, esa era la reivindicación esgrimida.
»¡Pero si los estáis matando! No los estáis salvando.
»¡HIJOS DE PUTA! —gritó de manera involuntaria y colérica en la soledad de su dormitorio. Cayó hacia atrás, con los pantalones a medio poner, los brazos en cruz, con parte de la camisa pendiente de abotonar y con los ojos cerrados en un gesto de angustia.
Ahora, dos lágrimas se escapan por los laterales de sus párpados apretados y que, con un recorrido simétrico, recorrían su cara hasta mojar las sábanas de la todavía desecha cama.
Allí, en la cama, más que tumbado, hundido, permaneció durante unos minutos mientras, de fondo, se oía el murmurar de la presentadora de las noticias que seguía destripando el asunto del atentado. Pasaba de dar datos imprecisos a recordar la presunta autoría; luego volvía a dar cifras y cuantía de los daños. Parecía inmersa en un bucle macabro y terrible del que parecía no tener intención de salir.
Esta impotencia y desasosiego no eran de extrañar en el buen doctor ante una circunstancia como la que se había dado. El padre de José, como él, ejerció en política en el pasado —como maliciosamente le había recordado su exmujer— y de su padre había aprendido que «en política las cosas se han de hacer por y para el pueblo, pero no poniendo de excusa al mismo para hacer barbaridades». Y su padre conocía bien de lo que hablaba. No en vano, tuvo que ver cómo, tras la guerra civil española, su padre, el abuelo de José, sufrió prisión a manos de uno de los bandos por ser defensor del otro y, finalmente, acabó muriendo como consecuencia del encarcelamiento. Aquello le había enseñado lo innecesario y gratuito de esa muerte, de la guerra; y así se lo trasmitió a su hijo. Le había enseñado a respetar a los demás, a no juzgar sin escuchar, a entender que, si alguien creía que su idea era la mejor, el otro tenía derecho a pensar lo mismo de la suya. Y, sobre todo, a comprender que la muerte de una persona, cualquiera, a manos de otra por la defensa de unas ideas nunca lleva a nada bueno y nunca tiene justificación alguna. «Las ideas se rebaten con ideas, no a cañonazos», le había dicho en muchas ocasiones. José pudo comprobar, mientras su padre desarrolló labores políticas, que esta forma de entender la política no era tan solo una teoría. Fue lo que el bueno de su padre hizo durante toda su etapa como político municipal, intentar llevarla a cabo.
José Martín también tuvo un breve paso por la política, pero su andanza por la escena del «arte de gobernar» se saldó con más pena que gloria. A él, inmolándose, le gustaba decir: «De menudo paquete se ha librado la política y ha cargado con él la medicina en su chepa».
No eran aún las siete de la mañana y sonó el teléfono; está vez no era el WhatsApp, se trataba de una llamada entrante y en pantalla, el nombre de Belinda.