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CAPÍTULO III

—¡Quito! ¡Quito! Me´n vaig. Son casi les nou —gritó Ramiro, en su valenciano natal, desde delante de la puerta de salida del taller, justo antes de oír a su hermano Francisco corresponderle a la despedida.

Y es que, aunque el valenciano como lengua, en aquella época, gozaba de mal querer por parte de los gobernantes, no dejaba de ser la lengua de la gente, de los de a pie. La lengua materna, la de su tierra.

Ya en casa, Paola, su mujer, le esperaba con la cena a punto de servir, como de costumbre y con el niño a punto de acostar. No en vano, a los cinco años, las nueve y media era una muy buena hora para visitar a los duendes de los sueños.

—Buenas noches, papá —le deseó mientras se le abalanzaba al cuello, desde su diminuta cama, para darle el beso de buenas noches.

—Buenas noches, hijo. A dormir, que mañana es jueves y hay que madrugar.

—Vale, pero ¿el sábado podré ir a jugar al patio del colegio? —suplicó, más que preguntar.

Y es que los sábados, el colegio abría, pero solo para jugar. Esa visión del «cole» era diferente y encantadora para los abnegados rapaces, que de lunes a viernes sufrían el, para ellos, tedio de la enseñanza preescolar.

—¡Uy! De aquí al sábado queda mucho. Pero seguro que podrás. Un beso y hasta mañana.

Salió de la habitación y se encaminó a la cocina.

—Hola, guapa. ¿Qué hay para cenar? —le dijo cariñosamente a su mujer.

—Ramiro, se muere —comentó su mujer con un hilo de voz y la cara compungida.

—¿Quién se muere? —articuló Ramiro entre la preocupación y la extrañeza.

—Franco. Lo ha dicho la tele. Dicen que está muy mal.

—¡Por Dios, Paola! Casi me da un infarto —se quejó Ramiro llevándose la mano al corazón y con rostro serio—. Ya creía yo que era alguien importante.

—¿Te parece poco importante el generalísimo?

—¡No, mujer! Me refería a importante… Pues eso, tus hermanos, mis hermanos, la gente que nos importa… ¡Ya sabes! El generalísimo es importante, pero… a su entierro no vamos a ir, ¿verdad? —intentó restar gravedad al anuncio de la esposa, aun cuando la preocupación también anidaba en él y en casi todos los españoles—. Bueno, vamos a cenar y me cuentas qué tal tu día de costura y qué tal el crío y tu madre.

El 20 de noviembre amaneció nublado, casi a gala con el clima y tensión sociopolítica del momento. A la cesión del Sahara, las revueltas sociales in crescendo, la crisis del petróleo, a la que no se le acababa de dar respuesta desde el Gobierno español, había que sumarle la enfermedad del caudillo. Así las cosas, el simple hecho de levantarse a trabajar y darle un beso en la frente a un hijo y a una esposa era motivo suficiente para sentirse satisfecho. Y así se sentía Ramiro.

No había hecho más que entrar en la cafetería de al lado del taller de ferralla que tenía junto con su hermano Francisco, cuando, como si de una emergencia se tratará, Paco, «El cura» —los apodos eran algo muy común en el pueblo—, lo cogió por los hombros y lo zarandeó.

—S´ha mort El Caudillo —sonó neutro.

—Però què dius!1

Así era. Franco había muerto a las 4:58 de la mañana de aquel 20 de noviembre de 1975, según fuentes oficiales.

Fuentes oficiosas lo hacían muerto desde el día 19, asegurando que su anuncio se había retrasado para hacerlo coincidir con la fecha en la que había muerto José Antonio Primo de Rivera, el que fuera líder de la Falange española allá por 1936.

* * *

Atrás quedaban las reyertas del 76, la inestabilidad política reinante desde antes y tras la muerte del caudillo, el Gobierno fallido de Arias Navarro —franquismo en estado puro que, inteligentemente, D. Juan Carlos I, rey de España desde el 22 de noviembre de 1975, había rogado expresamente que continuara en la jefatura de Gobierno, en aras de no convulsionar más de lo necesario la escena política—, el nombramiento de Adolfo Suárez para suceder a Arias Navarro, la Ley para la Reforma Política de Torcuato Fernández Miranda y todas las peripecias que hubo que vivir y dificultades a sortear para la legalización de formaciones políticas, amnistiar a los condenados por delitos de opinión e iniciar la normalización democrática de la sociedad española.

Adolfo Suárez y su recién estrenado Gobierno en julio de 1976 iniciaban la democratización de España, atendiendo al mandato real. En varios movimientos audaces y, sobre todo, pensados al milímetro, Suárez había diseñado una partida que, aunque muchos no entendieron al principio, tenía que acabar arrojando una victoria del aperturismo, de la renovación, de la libertad.

Para ello, entre esos movimientos, uno de los más arriesgado, necesario y determinante, era la legalización de las formaciones políticas que en aquel instante seguían siendo ilegales; y dentro de estas legitimaciones, especialmente significativa y determinante resultaba la legalización del Partido Comunista de España (PCE).

Entre el secretismo inicial y una calculada puesta en escena, Adolfo Suárez, con la inestimable y silenciosa colaboración del rey de España, Juan Carlos I, entabló las conversaciones precisas con Santiago Carrillo, máximo responsable el PCE, para que la operación viera la luz con un éxito meridiano y con la menor irritación posible de los sectores más reaccionarios a la implantación de un régimen democrático abierto a todas las opciones políticas.

De este modo, con los esfuerzos de unos y otros, los de derechas, los de izquierdas, los del centro y las formaciones nacionalistas que también conformaban el mapa político español, se estableció el punto de partida para que tuviera lugar un acontecimiento que marcaría el rumbo de la nueva España: las elecciones democráticas.

Por fin, tras más de cuarenta años, en junio de 1977 se celebraban las primeras elecciones democráticas para elegir diputados a las Cortes Generales. El resultado de las mismas arrojó una victoria de la Unión de Centro Democrático, fundada por Adolfo Suárez para la ocasión y, a escasos nueve puntos porcentuales, le siguió el Partido Socialista Obrero Español de Felipe González, el nuevo, joven y ambicioso baluarte de la izquierda moderada española. Con resultados inferiores al diez por ciento de lo escrutado quedaban Alianza Popular, fundada por el exministro franquista Manuel Fraga, y el Partido Comunista de España, recién legalizado, de Santiago Carrillo.

—A mí ese hombre me gusta —comentaba Antonio, profesor en un colegio religioso del municipio, refiriéndose a Adolfo Suárez.

—No sé —dudaba Ramiro—. Lo veo postizo. Inventado para la ocasión. Me quedo con Fraga. Alguien con experiencia y con capacidad de sobra demostrada.

—¿Fraga? ¡Más franquista que Franco! —aseveró categóricamente Amador, mientras daba cuenta del bocadillo de queso que Pepe, el dueño del bar, le había puesto para almorzar.

—No digas eso, Amador. Sabes de sobra que a Franco y a Carrero Blanco, Fraga los sacaba de sus casillas. A ver si no por qué se lo quitó de encima, enviándolo a Londres en lugar de dejarlo como ministro.

—No te rompas la cabeza, Ramiro. ¡Franquista «redomao»! —insistió Amador.

—No te hagas mala sangre, Ramiro. Ya sabes que, aquí, el estucador es del «morritos González» —terció Antonio.

Y en esas andaban, entretenidos con la recién inaugurada democracia y con los chismes de las diferentes formaciones políticas, mientras la crisis económica campaba a sus anchas. Si bien, en el día a día del españolito de a pie apenas se notaba; llevaban en situación de carestía, de una u otra cosa, más de cuarenta años.

Ramiro repartía su tiempo entre el taller de ferralla que tenía junto a su hermano Francisco y las labores administrativas que desarrollaba en una fábrica de complementos para el calzado. Los ratos que le quedaban libres los dedicaba a la familia, aunque no eran muchos; prácticamente se reducían a las horas de las comidas, sábados tarde y domingos. Había que trabajar muchas horas en aquella «bendita» España para poder ir los domingos a tomar el aperitivo al bar y comprar un pollo asado para comer, al tiempo que pagar, religiosamente, la hipoteca. Porque otra cosa no, pero cualquier español que quisiera presumir de ser de clase media estaba encadenado a una hipoteca y, por ende, a una jornada laboral bastante superior a las cuarenta horas.

Los días transcurrían como siempre. La convulsión que vivía el país desde hacía dos años, tras la muerte del dictador, no parecía haber calado en los estratos más básicos de la sociedad, más allá de haberse convertido en motivo de conversación y entretenimiento. Pero aquel 2 de marzo de 1978 a las 11:13 de la mañana, al margen de la trascendencia que todos los días tenían para la recién estrenada democracia en España, fue un jueves crucial en la vida de Ramiro.

—Le paso una llamada del 722. ¿Acepta la llamada? —preguntó la telefonista a Paola.

—Sí. La acepto.

Su cara fue deviniendo del tono caucásico normal hasta el blanco nacarado. Paola seguía aferrada al auricular del teléfono apretándolo cada vez más, inmóvil, sin pronunciar palabra. Su madre, Dolores, se acercó.

—¿Estás bien, hija?

Colgó el teléfono. Se dio la vuelta. Miró a su madre horrorizada.

—Ramiro está en el hospital.

Antes de que la madre pudiera decir nada, Paola se quitó el delantal.

—Recoge al crío del colegio —gritó, y salió por la puerta.

—¿Dónde está mamá? —consultó extrañado.

—Ha tenido que ir a hacer un recado y tardará un poco —mintió la abuela—. Hoy comeremos solos. Mamá y papá comen en casa de unos amigos.

Eran las cinco de la tarde, la criatura había vuelto al colegio cuando sonó el teléfono. La telefonista dio paso a una llamada.

—¿Está bien? Sí. Sí. De acuerdo. No te preocupes, ya me arreglo yo. Al crío ya le contaré cualquier cosa. Llámame cuando sepas algo más o cuando sepas que volvéis —conversó la abuela con su hija.

A Ramiro le había saltado una esquirla metálica en el ojo, produciéndole una amplia lesión corneal y estaba en estudio para valorar el alcance de la lesión y la pérdida o no de visión en el ojo derecho.

El sábado por la mañana, mientras la abuela preparaba el desayuno y el niño se arreglaba en la habitación para ir al cole a jugar, oyeron abrirse la puerta de la calle… Ramiro, con un ojo tapado, y su mujer estaban de vuelta en casa.

Tras haber sido intervenido con éxito, se comprobó que no había daño en la retina y que todo había quedado en un susto y en una úlcera corneal de amplia distribución y afectación parcial del iris. En unos días podría quitarse el parche, acudir a revisión y probablemente retomar su actividad normal.

Su hijo, con cara de preocupación y curiosidad, no apartaba la vista ni un segundo del aparatoso parche que cubría el ojo derecho de su padre.

—¿Te duele, papá?

—No, hijo. Ya no me duele. Lo que pasa es que todavía es pronto para que me dé la luz de manera directa y por eso llevo el ojo tapado —le informó Ramiro cariñosamente, al tiempo que lo cogía en sus brazos—. Míralo por el lado bueno: el papá va a quedarse en casa, cuatro o cinco días, sin ir a trabajar. Podremos jugar juntos, cada día, cuando vuelvas del cole.

Evidentemente, aquella aclaración produjo en el niño un efecto balsámico. Podría estar con su padre todos los días. En su interior, la criatura, llegó a pensar que no era tan malo lo del ojo, ¡al contrario!

—Anda. Prepárate si quieres ir a jugar al patio del colegio.

—Hoy no me apetece, papá. ¿Puedo quedarme aquí, en casa, contigo?

—¡Por supuesto! Ahora ve con la abuela y en un rato va el papá a jugar contigo. Vamos a montar el Exin Castillos. ¿De acuerdo?

No hizo falta repetírselo dos veces. El niño salió corriendo en busca de su abuela mientras, a voz en grito, repetía:

—Exin Castillos, Exin Castillos…

Cuando el niño hubo salido de la salita, Ramiro llamó a su mujer.

—Sabes. Desde anteayer, después del accidente, le he estado dando muchas vueltas —sonó solemne—. Este accidente puede que sirva para algo bueno.

»Verás, la forja da para lo que da. Para mi hermano y para nosotros nos alcanza muy justito y requiere mucha dedicación. Yo solo puedo dedicarle media jornada, la otra se va en la fábrica de don Marco. Y el taller, como hemos podido comprobar, es un pelín peligroso.

»Pepe, el de los seguros —siguió con su exposición de motivos—, lleva tiempo diciéndome que yo, en lo de las pólizas, haría carrera. Y me permitiría mantener el trabajo de contable en la fábrica, ¡y a jornada completa! Antes de entrar y al salir podría dedicarle un par de horas a visitar a gente, ir a los bares, ofrecerles seguros de vivienda, coche, defunción, vida… Desde que ha llegado la democracia la gente empieza a comprar más, diferente…

»Pepe dice que ahora todo el mundo quiere asegurar todo por si acaso y porque tienen algo para asegurar. Las comisiones son de más del veinte por ciento del valor del seguro y Pepe me facilitaría clientela al principio. Él quiere ir dejándolo poco a poco y la idea es que yo me vaya haciendo con su cartera de clientes. Eso me sacaría del taller, lo cual me evitaría riesgos, mi hermano iría un poco más desahogado y podría meter a su hijo, el mayor, a trabajar con él y así, matamos dos pájaros de un tiro. ¿Qué me dices?

Paola lo había escuchado con atención, si bien no había entendido todo lo que había dicho. Ella también pensaba que el taller era más esclavo que productivo y más peligroso que otros trabajos, pero no alcanzaba a entender cómo se ganaba dinero con aquello de los seguros y si lo que se ganaba daría para seguir viviendo igual. Al fin y al cabo, ella no quería, ni siquiera sabía, vivir mejor; con vivir igual se conformaba. Como le ocurría a la gran mayoría de gente en España, en aquellos postreros años setenta.

—Si tú lo ves claro, yo estoy de acuerdo —señaló Paola con ternura y casi sumisión—. Yo también quería decirte algo.

Con cara de circunstancias y sorpresa, Ramiro miró a su mujer como invitándola a seguir.

—¿Tú crees que eso de los seguros dará suficiente dinero?

—Yo pienso que más de lo que ahora ganamos. Y sobre todo nos permitirá otro estilo de vida.

—¿Y tú consideras que daría lo suficiente para mantener a cinco personas?

—Pues… supongo que sí —dijo sorprendido Ramiro—. Y si da para cinco, ¡imagínate para cuatro que somos nosotros!

Paola lo miró con aire pícaro, desviando poco a poco la mirada hacia abajo y sin decir una palabra.

Unos segundos después, Ramiro reaccionó.

—¿En serio? ¿Pero cómo? ¿Para cuándo? Pero…

Paola rio con cierta timidez sin decir nada.

—¡Genial! —clamó Ramiro—. ¡Voy a tener un hijo!

—O una hija —apostilló la mujer.

—¡Y qué más da!

Se fundieron en un abrazo de varios segundos. A un beso le siguió otro beso y otro… ¡Y a punto estuvieron de plantear un nuevo embarazo!

Luego, al cabo de unos minutos, le comunicaron la buena nueva a su suegra y a su hijo. Este no acaba de ver las ventajas de aquella «adquisición» y tampoco entendía muy bien eso de que estaba esperando un hermanito. «¿Dónde lo habían pedido? ¿Quién lo tenía que traer? Y, además, acaso me han consultado si quería un hermanito. Eso de “para hacerte compañía” no lo acabo de ver claro. Yo no he dicho que me sintiera solo. ¡En fin, cosa de mayores!», pensó.

El tiempo le mostraría al hombrecito de la casa que los hermanos no siempre hacen compañía, únicamente. A veces se dedican a minarte la moral y agotarte la paciencia; cosas que no se llevan muy bien cuando se es un crío. ¡Bueno, ni de adulto!

Y así fue como aquel marzo del 78, Ramiro comenzó una nueva travesía. La familia aumentaba y él estaba a punto de convertirse en «todo» un agente de seguros.

Así iniciaban él y su familia su particular transición.

* * *

Mientras tanto, el país seguía avanzando lentamente, pero de modo firme en su andar democrático.

La crisis, a pesar de los esfuerzos realizados, seguía tiznando el día a día de aquella nueva etapa. Las dificultades económicas, la conflictividad social y la falta de un armazón productivo moderno hicieron que los cuatro principales partidos del espectro político español firmaran los Pactos de la Moncloa en el otoño del 77 y, ahora, en el 78, empezaba a dar sus frutos. Todos, o casi todos, los actores de la nueva escena política española estaban desarrollando su papel en aras del éxito de lo emprendido, más que del lucimiento propio; sin dejar ese lucimiento de lado, por supuesto.

Pero seguía habiendo asignaturas pendientes que requerían de premura en su tramitación y aprobación. La fundamental, la que era objetivo primordial y origen de lo que debía ser España, a ojos de sus nuevos dirigentes, era la elaboración, aprobación y promulgación de una constitución. Pero antes de eso era necesario que más actores subieran a escena y colaboraran a engrandecer la representación. Y fue en esas en las que se atendieron algunas demandas históricas de partidos territoriales tales como los nacionalistas vascos y catalanes.

Se reconoció, porque era necesario y cuestión sine qua non, el principio de los Gobiernos regionales autonómicos, sin que se aprobara, de entrada, un Estado de las Autonomías al uso, pero sí con la promulgación de la Constitución se daría el marco sobre el cual ir colgando los diferentes Estatutos autonómicos que establecerían el reconocimiento de distintos territorios dentro del Estado español.

Finalmente, el 6 de diciembre de 1978, y tras el trabajo de los conocidos como «padres de la Constitución», con el refrendo de la mayoría de las sensibilidades políticas del país, se sometió a referéndum el texto constitucional aprobado en octubre por el parlamento.

La Constitución quedó refrendada por casi el noventa por ciento de los españoles que acudieron a las urnas aquel día.

El 29 de diciembre de 1978, tras su publicación en el BOE, la Constitución española del 78 pasó a ser la norma fundamental del nuevo Estado democrático de España.

1. Traducción: Se ha muerto el caudillo. Pero ¡qué dices!

Tú vivirás mejor que yo

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