Читать книгу Tú vivirás mejor que yo - Ramón Martínez Piqueres - Страница 14

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CAPÍTULO VI

—A este paso vamos a recuperar todas las votaciones que se nos debían desde 1936 —bromeaba Ramiro con Paco, mientras tomaban una cerveza en el Bar Pepe.

—¡Bien puedes decirlo! —ratificó desde detrás de la barra Pepe, el dueño—. ¡Y lo mejor está por llegar! Porque después de las de la semana que viene, las generales, están las otras, esas para elegir alcalde.

—¡Vaya que sí! Y, la verdad, hacían falta. ¡Que todavía están los últimos que puso el gobernador civil de Franco! —apostilló «el Cura»—. Además, a esas hay que ir a votar sí o sí, que se presenta D. Ramiro. —Rio Paco.

—Eso no es lo que hace importante esas elecciones, Paco. Las hace importante el hecho de que es el Gobierno más cercano que tenemos y, la verdad, eso de que podamos decidir nosotros quién va a gobernar nuestras contribuciones, quién va a asfaltar nuestras calles, quién va a decidir qué cosas necesita el pueblo, etc., es importante, muy importante —Ramiro adquirió aire solemne mientras lo decía.

—Eso no se lo digas a tu jefe. Que si por él fuera… aún estaríamos con el brazo derecho en alto y con Franco en la boca. Por mucho que ahora vaya de moderado con la Alianza Popular esa, o como se llame ahora —las palabras de Pepe, el del bar, sonaron a reproche; amistoso, pero a reproche—. ¡Que todavía no sé cómo te ha «liao» para esa guerra!

—¡Bueno! El abuelo, mi jefe, está un poco anclado en el pasado, pero el yerno, que al fin y al cabo es el que encabeza esta aventura, es otra cosa —se justificó Ramiro, que iba en la lista de Coalición Democrática (nombre adoptado por Alianza Popular, junto con otras formaciones políticas, en esos comicios), encabezada por Iluminado Sánchez, Lumi para los amigos, yerno de don Marco.

* * *

Y es que, aquel año 1979, empezaba, en lo político, con una actividad frenética.

A la recién inaugurada Constitución se le iba a añadir, en breve, la elección de nuevas Cámaras estatales y la elección de los primeros alcaldes y concejales democráticamente elegidos desde principios de los años treinta.

El siguiente jueves, primero de marzo, iban a tener lugar las elecciones generales. Elecciones totalmente lógicas, a pesar de haber concurrido a otras, apenas dos años antes. Era preciso que las cámaras de representantes fueran elegidas bajo el paraguas de la novicia Constitución del 78 y, por ello, nada más publicarse la misma en el BOE, el presidente del Gobierno disolvió las cámaras y convocó elecciones generales. Era, en base a la recién aprobada Constitución, o eso o enfrentarse a una nueva sesión de investidura. Adolfo Suárez optó por las urnas. En aquel momento, Suárez pensó que era lo conveniente.

Las cosas, poco a poco, con el esfuerzo, comprensión y concesiones de muchos, casi todos, iban adquiriendo el cariz deseado.

El 3 de abril estaba dispuesto que se celebraran las elecciones municipales; ¡que tampoco eran baladí! Con esas elecciones municipales, que se llevarían a cabo bastante más tarde de lo que en un principio estaba previsto, se ponía el primer ladrillo para la posterior constitución, de manera escalonada, del futuro Estado autonómico. Extremo este que tampoco iba a estar exento de frenazos y arrancadas hasta llegar a su meta. Como tampoco lo estuvo el proceso de renovación democrática de los ayuntamientos tardofranquistas; pero todo el mundo tenía claro, por aquel entonces, lo que meses antes había dicho Antonio de Senillosa: «el gran paso hacia la democracia, son las elecciones municipales».

* * *

Las elecciones generales se desarrollaron sin incidentes reseñables y con una participación elevada, sin que supusiera un hito en lo que a participación en unas elecciones se pudiera considerar. Algo más de un sesenta y siete por ciento del censo acudió a depositar su voto en las urnas. La UCD de Adolfo Suárez ganó los comicios, pero sin alcanzar la mayoría absoluta. Esta circunstancia determinaba cierta debilidad en su Gobierno. Eso, sumado al leve ascenso del PSOE y la consolidación del PCE como tercera fuerza política en el panorama nacional, marcaría la legislatura. No en vano, la suma del PSOE y PCE determinaba un nuevo equilibrio de fuerzas en distintas provincias de la geografía española.

* * *

—Anda que el batacazo que se ha pegado Manuel Fraga —comentó Ramiro a su mujer, ya en la cama, antes de disponerse a dormir.

—¡Anda, duérmete! Mañana no va a haber quien te levante. Son casi las dos de la mañana —balbuceó Paola en el duermevela en que se encontraba.

No le resultó fácil conciliar el sueño. Ramiro, desde que aceptara ir en las listas electorales para las elecciones municipales, se había dejado enrollar por, más que el gusanillo, la serpiente política. Desde hacía ya varias semanas no realizaba otra cosa que pensar, hablar, soñar con y de política. Lo cual, cuando tenía un rato de sosiego entre la fábrica de accesorios de calzado y la representación de la compañía de seguros, le resultaba muy apasionante. Él nunca había considerado la posibilidad de inmiscuirse en temas políticos y, ¡mira tú por dónde!, allí estaba, metido hasta el cuello: el número dos de la lista municipal de Coalición Democrática. Y lo que era peor en esos instantes, su líder, el preboste nacional del partido por el que Ramiro se había presentado —casi lo habían obligado en un principio— para concurrir a los comicios, acababa de caerse, con todo el equipo, en las elecciones generales. Por su cabeza pasaban muchas cosas y a mucha velocidad. Imposible procesar tal cantidad de información en esos postreros años setenta.

El reloj marcó las siete, como cada mañana, sonó el despertador y, como cada mañana, ya pilló al bueno de Ramiro afeitándose.

—¿Adónde vas tan temprano? ¿No dijiste que don Marco te había explicado que durante la campaña electoral podías no ir a la fábrica si era preciso? —le dijo Paola mientras le daba un beso en la nuca.

—Ya. No voy a la fábrica. Voy a ver a Iluminado. Hemos quedado para programar la última semana de campaña. Vamos a preparar lo del mitin de mañana. Tenemos que ir a arreglar el local y a Alicante a recoger más cartelería para seguir pegando carteles.

—¡Te va a volver loco la política esa! Y lo peor, me va a volver loca a mí. ¡Yo no sé para qué te metes en esos jaleos! A ver si al final te va o nos va a pasar algo. No me gusta esto de los partidos políticos —hablaba con un aire de preocupación, casi de espanto, que no se le escapó a Ramiro.

—¡Que no, mujer! ¡Que no pasa nada! Somos todos del pueblo, nos conocemos de toda la vida y siempre hemos pensado cada uno igual, aunque diferente al otro, y nunca ha pasado nada —intentó calmarla, sin mucho éxito—. El número uno de los comunistas, tu primo; el de los socialistas, Amador, el estucador; Antonio, el maestro, el cabeza de lista de los de Suárez… y así todo —fue enumerando a los principales de cada lista de las que concurrían en el municipio, intentando que eso fuera balsámico para la preocupación de su mujer.

—A mí sigue sin gustarme —apuntó resignada.

Eran las nueve y media de la noche, la hora en que Ramiro solía llegar a casa para cenar. Y esa noche, como todas, apareció por la puerta pasados dos minutos de la media.

—Llegas justo a tiempo para cenar. —Sonrió Paola.

—Estupendo. Además, hoy tengo prisa que tenemos que ir a pegar carteles. ¡Calentitos de la imprenta que los traigo! —Devolvió el gesto pícaramente.

—¿Ahora vas a salir? ¿De noche? —el tono de Paola era de cabreo.

—Nada, mujer. No te preocupes. Hacemos una batida por el pueblo para ver en qué sitios los han arrancado, los recolocamos y en una hora, hora y pico, estoy aquí. Antes de las doce en casa.

Paola ni siquiera discutió, lo sabía perdido. Llamó al niño a la mesa y sirvió. La niña hacía rato que había tomado su habitual dosis de leche y, por raro que pareciera, dormía plácidamente en el moisés al lado de la mesa de la cocina, donde solían cenar.

Ramiro le dio un beso de buenas noches a su hijo y a su mujer y salió a toda prisa.

No habían pasado más de tres cuartos de hora desde que se hubiera marchado Ramiro cuando el niño entró en la salita de costura que tenían al fondo de la vivienda y le dijo a su madre:

—Mamá, hay unos señores haciendo mucho ruido enfrente de mi habitación.

Intrigada, Paola cogió de la mano a su hijo y fue a ver qué pasaba. Era lógico que ella no hubiera oído nada, la salita daba a otra calle.

—¡Apaga la luz, rápido! —ordenó Paola alarmada, dirigiéndose a su pequeño vástago.

Su hijo, cumpliendo el mandato, apagó la luz y se fue hacia la ventana en donde se encontraba su madre, al tiempo que miró a través de ella como hacía Paola.

Abajo, en la acera de enfrente, se veía a unos hombres discutiendo voz en grito, con lo que parecían palos en las manos y realizando grandes aspavientos con los brazos.

—¡Oh, Dios mío! —se le escapó la exclamación de espanto—. Baja la cabeza y no mires, hijo —acertó a formular.

Podía distinguir a dos grupos enfrentados los unos con los otros, a punto de llegar a las manos. Y de entre todos los protagonistas pudo reconocer a varios, pero sobre todo a uno: ahí estaba Ramiro, «Peleando por un trozo de pared en el muro del terreno descampado de enfrente de casa, para pegar esos malditos carteles. ¡Se va a enterar cuando llegue! Si antes no le ha pasado algo; en cuyo caso lo remato yo en venir», reflexionó, haciendo un esfuerzo para no vocearlo y así evitar que se enterase su hijo. Lo más calmada que pudo, mandó a dormir al niño.

No llegó la sangre al río. Después del conato de pelea todo quedó en un «quítame esas pajas» y cada grupo se fue en su coche, con sus carteles y sus cachivaches para pegarlos.

No habían transcurrido ni cinco minutos cuando volvieron a aparecer unos hombres en el muro, pegaron sus carteles y luego, subiéndose al coche, se marcharon. Al cabo de otros cinco minutos aparecieron los otros, Ramiro entre ellos, pegaron los suyos encima de los anteriores y una vez más al vehículo.

—¿Y esto va a ser así toda la vida? ¡Yo lo mato! ¡Dios mío, qué suplicio de hombre! —susurró Paola, cuando el niño ya hacía rato que se había vuelto a acostar.

Quien sí llegó a casa, a diferencia de la sangre al río, fue Ramiro. Ni que decir tiene que no fue ni su mejor recibimiento ni su mejor noche. Le costó Dios y ayuda tranquilizar a Paola. Al final, más mal que bien, lo medio consiguió.

Y llegó el día de las elecciones municipales, las primeras en muchos, muchísimos años. Ese martes no era un martes cualquiera, era «El martes». Desde el 12 de abril de 1931 no se celebraban unas elecciones para elegir representantes municipales. Y ahora, cuarenta y ocho años después, tocaba.

Aunque las jornadas previas a las elecciones se vivieron de manera diferente dependiendo de cada municipio, en el ambiente general, en España, se vivieron con la misma dosis de ilusión y recelo, de esperanza y temor, de incertidumbre y certeza.

Ilusión, por la vuelta a los cimientos de un régimen democrático; no en balde, no hay nada más importante en una democracia que la opinión del pueblo y, por ende, la opinión de este para elegir a sus representantes más directos.

Recelo, porque la falta de costumbre en el procedimiento hacía albergar en las cabezas de muchos las oscuras ideas de amaños, ocultaciones o, en definitiva, anormalidades en la jornada electoral y en sus resultados.

Esperanza, debido a que ese día era, para muchos, para los más, la culminación de un sueño: dar por desterrada definitivamente la dictadura y la consolidación, tras cuarenta años, del modelo democrático.

Temor, ya que la situación en el país todavía no parecía dar garantías de que los cimientos democráticos fueran fuertes. La violencia de ETA seguía presente y más virulenta si cabía. Los españoles se desayunaban, con mucha frecuencia por esas fechas, con atentados de la banda terrorista, creada en 1959, para reclamar la autodeterminación del pueblo vasco y que, tras el atentado de Carrero Blanco, el último presidente de Gobierno de la dictadura —Arias Salgado al margen—, muchos pensaron que se disolvería; pero erraron la predicción. Seguía matando y amedrentando a todo el país. Precisamente ese año, el año 1979, fue uno de los años más sangrientos de la historia de la banda terrorista. Y, por si faltaba algo, aparecía en escena la banda terrorista, emanada y escindida del entonces clandestino Partido Comunista de España (PCE), allá por el 1968, el GRAPO (Grupo Revolucionario Anticapitalista Primero de Octubre), que había empezado el año asesinando a D. Manuel Cruz Cuenca, presidente de sala del Tribunal Supremo y lanzando una bomba contra un cuartel de la Guardia Civil.

Incertidumbre por la situación en general. Como todo lo nuevo, la nueva organización del Estado y el recién estrenado día a día de las personas, se veía de forma incierta. Lo lógico ante lo nuevo a ojos de los no tan «nuevos».

Pero, por debajo, y eso es lo que aseguraba el éxito sin que muchos lo supieran, estaba la certeza. La certeza de que esos cambios que se cernían sobre sus cabezas eran los que querían. Eran los cambios que tenían que llevar al país hacia la democracia plena, hacia un Estado de derecho, hacia un Estado de bienestar, hasta la libertad.

* * *

—Cierre las puertas, alguacil —ordenó el jefe de mesa del colegio electoral en el que Ramiro ejercía de interventor en el momento de concluir la jornada electoral.

—¡Bueno! Vamos a ver qué pasa —le dijo Ramiro a Lumi antes de que el presidente de mesa volcara la urna para iniciar el recuento.

—Tú no pierdas de vista al de los comunistas que no me da buena espina —indicó Lumi a Ramiro, con rostro inquisidor

Ramiro lo miró extrañado. Observó al representante de los comunistas en aquella mesa. «Pero si es Daniel. ¿Qué daño va a hacer ese hombre? ¡Con lo que le ha costado llegar a unas elecciones de estas! ¿Qué narices espera este Lumi que haga el bueno de Daniel?», pensó con extrañeza y un poco de indignación.

Y es que Ramiro, al margen de la poca querencia política que tenía hasta esos momentos, no solía ver en las personas más allá de eso, la persona. Aunque, el tiempo y la política, lo fueron curtiendo. Ramiro bien conocía «de qué pie cojeaba» Daniel, pero a él siempre le había parecido una buena persona; y, por cierto, amigo de su difunto padre.

Alrededor de las nueve y media había finalizado el recuento en la mesa en el colegio electoral donde se encontraban los dos primeros de la candidatura de Coalición Democrática en el municipio. Un recuento que fue de todo menos satisfactorio para ellos.

Ya solo quedaba recopilar datos de otras mesas, sumar y aplicar la Ley d´Hondt para determinar el número de concejales que cada formación iba a tener en el municipio y, por supuesto, en el resto de los municipios de España.

Tras el recuento, la decepción: CD únicamente había obtenido un representante, Iluminado Sánchez. Ramiro se quedaba a las puertas del Excmo. Ayuntamiento de la ciudad. Había ganado el PSOE por delante de la UCD y en tercer lugar los tres representantes del PCE que, al tiempo, sumados a los diez de los socialistas, permitirían un gobierno de izquierdas en el municipio.

—Era de esperar a la vista de los resultados de Fraga el mes pasado —alcanzó a manifestar Ramiro al desencajado Lumi.

No osó decir nada más. La cara de este último dejaba a las claras que, menos para conclusiones y autocrítica, estaba para cualquier otra cosa.

* * *

El recuento en las elecciones municipales, en términos generales, arrojó una victoria del partido de Adolfo Suárez, pero a tan solo algo más de dos puntos quedaba el PSOE. La aritmética electoral determinó que, en muchos de los principales ayuntamientos del territorio, pudieran pactar socialistas y comunistas, hecho que, a la postre, supuso que ambas formaciones gobernaran muchas de las principales ciudades del país, entre las que se encontraban Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla y otras muchas.

Finalmente, la Cámara del Congreso de los diputados quedaba constituida el 23 de marzo de ese año, Adolfo Suárez era nombrado presidente el 31 del mismo mes y el 19 de abril se constituían, por primera vez en cuarenta y ocho años, la inmensa mayoría de los ayuntamientos de España.

Así comenzaba otro de los episodios más apasionantes de la historia política del país: la primera legislatura de la era democrática, tras la legislatura constituyente que acababa de concluir.

Muchos eran los problemas y los campos de batalla en los que tenía que luchar el nuevo Gobierno estatal —también los Gobiernos municipales—, pero por encima de todos había uno: la crisis económica. Con los efectos de la crisis del petróleo de inicios de los setenta y la alta inflación reinante en España, el Gobierno tenía las manos atadas y los pies enterrados en el cenagal económico. Y este panorama amenazaba con empañar los logros políticos conseguidos en los anteriores cuatro años. Prueba de ello era que se había pasado de una época de crecimiento económico en el país, hasta 1974, a una etapa de desaceleración, con incrementos anuales muy por debajo de lo que arrojaban los postreros años del franquismo. Junto a eso, el desempleo, que crecía cual planta trepadora por las paredes de los patios cordobeses; y, por si faltaba algo, el terrorismo tenía atemorizada a la población y casi prisionero al Gobierno de la nación.

* * *

—Pues mucha democracia y mucho alcalde elegido por el pueblo, pero de trigo, ni un grano —achuchaba la conversación Pepe, en su bar.

—La verdad es que, una vez muerto el dictador, todos esperábamos un poco más de salero —correspondía Paco al envite del camarero.

—¿Cómo lo ve usted, señor político? ¿O ya ha vuelto a ser un simple representante de seguros? —soltó Pepe, mientras se carcajeaba.

—Pepe, yo siempre he sido «simple»; ya haya sido representante, político, contable, ferrallista, repartidor de gaseosas… Pero siempre he sido simple. Lo complicado es para otros más preparados que yo —respondió pausadamente Ramiro y continuó—:

»A ver. Yo creo que la cosa estaba muy difícil y ha coincidido que se han producido todos estos cambios. A Suárez y a todos estos que han entrado les ha pillado el toro. No los veo con soltura, pero tampoco creo que tengan la culpa de todos los males que nos acontecen y que, es cierto, cada día son más y no se soluciona ninguno; al contrario, se van sumando nuevos.

»Pero si pensamos un poco, veremos que no todo, en el plato de arroz, son corcones.2 —Echó el cuerpo hacia delante, apartó el botellín y el plato de aceitunas, apoyó los codos y adquiriendo aire interesante, prosiguió—. El tema del terrorismo… ya llevamos años con él a cuestas. Que ahora, el que la policía sea más cabal y no los «tupa» a leches hace que se sientan más inmunes, puede; pero el problema es antiguo, incomprensible por cualquiera en sus cabales, pero antiguo. Y no se va a resolver de hoy para mañana. ¡Si no pudo el caudillo, sus pelotones de fusilamiento, sus grises, etc.! ¿Será o no será gordo el problema?

»La crisis ya en los últimos años del viejo dictador estaba ahí, pero claro no iba a salir Carrero Blanco a decir que íbamos mal, ¿no os parece? —utilizó la retórica e ironía—. El desempleo… La verdad es que es un problema que yo, que prácticamente no había conocido, quiero suponer que es una cosa propia de intentar mejorar los salarios, la crisis económica, la incorporación de más gente a buscar empleo y, claro, eso hace que haya gente que pierda el suyo y… Otras muchas cosas; tampoco lo tengo muy claro. Y lo del petróleo, ¡a ver qué va a hacer el pobre desgraciado del presidente del Gobierno de España! ¡Pues lo que digan los moros y los yanquis!

—¡No te enrolles, «piquito de oro»! —interrumpió Paco, «el Cura»—. El caso es que yo sé que antes subía al camión, cargaba, entregaba la carga cuanto antes, ponía la mano por pronta entrega, volvía con nueva carga, descargaba, ponía la otra mano por no viajar de vacío, llegaba a cocheras, daba el parte al jefe y, al final de la semana, el sobre llegaba a casa. Le daba un beso a la mujer, cenaba y a dormir que mañana sería otro día.

»Coche pagado, letra de la hipoteca pagada, nevera llena y los domingos aquí o al bar Manolo a tomar el aperitivo. Y luego, por la tarde, si se terciaba, al baile en el Casino. —Paco tomó aire para añadir—: Ahora, subo al camión, cargo, entrego la carga cuanto antes, pongo la mano y me miran mal, vuelvo con nueva carga, descargo, pongo la mano y me la estrechan como amigo, pero sin un duro. Llego a cocheras, doy el parte al jefe y al final de semana me hace firmar la hoja y que pase a cobrar por caja que ya no hay sobres. Llego a casa, le doy un beso a la mujer, ¡que por supuesto está de mala leche!, ceno si tengo suerte y ha hecho la cena y mañana… otro jodido día.

»Coche pagado, letra de la hipoteca pagada, nevera llena y los domingos, aquí o al bar Manolo a tomar el aperitivo. Eso sí, con unos morros que se gasta la parienta que «pa qué las prisas». ¡Y es que tiene razón!: «hace años llegabas antes a casa y traías más dinero». ¡Y espérate! —se arrancó cuando parecía que iba a acabar—, que ahora viene eso del impuesto de la renta que nos va a crujir por todos los lados. Y si no tiempo al tiempo. ¡Qué no, Ramiro, qué no! ¡Que con Franco estábamos mejor!

—Toda la razón que llevas, Paco —sentenció Pepe—. Por muchas guirnaldas con las que aquí el «señor político» quiera adornarlo, el caso es que estamos mucho peor que hace cuatro años. Que vamos ya para final de año, casi nueve meses del nuevo Gobierno y todavía no le acabo de ver yo el color a estos «pelaos».

* * *

Los días, las semanas, los meses…, iban cayendo en el calendario y la zozobra se instalaba en el Ejecutivo, así como en la formación política que lo sustentaba que veía cómo la situación económica lastraba al abismo cualquier iniciativa que quisiera adoptar. Todas las medidas de renovación y modernización social, laboral, administrativa, etc., tropezaban indefectiblemente con la realidad agónica de la economía. Circunstancia que, si bien era de origen, calado y solución internacional, era difícil explicar a una ciudadanía ávida de cambios sustanciales para bien, soluciones rápidas, casi milagrosas, y a la que poco le importaba qué causas motivaban la situación o si estas eran o no ajenas a ese Ejecutivo. Aunque en realidad no le eran ajenas del todo. Porque tan embelesados no habían estado esos años de atrás en pertrechar un escenario idóneo para la instauración de la democracia, sus instituciones y normativas, que se dejaron de lado, un poco, la cuestión económica.

Y así fueron pasando los meses del siguiente año, el año 1980.

La vida transcurría con los mismos problemas que en 1979, pero con mayor hartura por parte de la sociedad española. El nuevo año no trajo nada nuevo, si acaso un recrudecimiento de la crisis económica, con amplia afectación del tejido industrial y servicios y la consiguiente pérdida de muchos puestos de trabajo y toda la conflictividad social que todo eso llevó aparejado.

* * *

A Ramiro no le iban mal las cosas. Dentro de toda aquella vorágine, él se defendía bien. El cambio de trabajo le había llegado en un buen momento. Tampoco es que fuera para echar cohetes, pero peor estaba su hermano con el taller, que no levantaba cabeza por la falta de pedidos y el material pendiente de salida y de pagar.

—No, hombre, no. Te hago el de vida y te aplico un veinte por ciento de descuento en el del coche. ¡Un chollo! —intentaba colocar un seguro a última hora de la tarde.

—Pues la verdad, Ramiro, me parece una buena oferta. Con las cifras que me has dado para el coche, me ahorro duros. Pero ¿para qué narices quiero yo un seguro de vida? —Hundió en la miseria al bueno de Ramiro, cuando ya creía haber colocado dos por uno.

—Pues precisamente es lo que más necesitas —se mostró cual lince—. ¿Tú has visto cómo está la cosa? ¿Has visto lo peligrosa que se está poniendo la carretera? Que hoy en día, cualquier «pelao» lleva un 131-1430 Supermirafiori —argumentó—. El día menos pensado vas tan tranquilo para casa desde el trabajo, en tu vespa, te da un golpecito por detrás uno de esos, te saca de la carretera y, ¡ya ves!, la Emilia con una mano delante y otra detrás. No sé cómo lo verás, pero las cosas no están para no tener las espaldas cubiertas; y más ahora con esos tres maravillosos chiquillos que tienes aún por criar.

No fue fácil, pero Ramiro salió del bar con una cita concertada para colocar el seguro de vida y el de vehículos a motor en casa de Emilio.

«En su casa mejor —razonó—. Con la mujer allí, aún le coloco el de hogar que seguro que no lo tiene».

—Buenas noches. ¿Qué tenemos para cenar?

—¡PAPÁ! —gritó su hijo desde el fondo del pasillo. Y detrás del niño, un ensordecedor estruendo a toda velocidad: el tacataca de su hija, «el ángel del infierno». Y es que otra cosa no, pero la muchacha había salido de «armas tomar».

2. Corcones: castellanización del término corcs en valenciano.

Tú vivirás mejor que yo

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