Читать книгу Tú vivirás mejor que yo - Ramón Martínez Piqueres - Страница 12
ОглавлениеCAPÍTULO IV
José, a bordo de su viejo Kia Sportage del 2015, se dirigía hacia el hospital como solía hacer habitualmente, pero hoy con la radio puesta intentando conocer todos los datos que se iban dando en relación con el atentado. Como si él debiera estar informado de todo, como si de su conocimiento de los hechos dependiera la resolución del caso. Desde que se había levantado y fue advertido por Belinda de la necesidad de ponerse al día, no dejó de oír noticias ni tan siquiera en los momentos de desasosiego y ensimismamiento, de los que había sido preso, desde que tuvo conocimiento de la autoría del atentado.
La cadena SER sonaba en el dial a un volumen más que aceptable. Con su locutora habitual y su voz embaucadora al frente del programa, iba desmenuzando la actualidad del acontecimiento con conexiones en uno y otro lugar, invitados en plató, opiniones de expertos, declaraciones de testigos, versiones de los hechos por parte de afectados...
El tráfico estaba más insoportable que cualquier mañana de día laborable a las ocho de la mañana, lo cual ya era decir. Hacía ya más de un cuarto de hora que había salido y apenas había recorrido un par de kilómetros de los seis que separaban su casa del hospital. En cada semáforo había que pararse, en cada paso de cebra había gente cruzando en ambos sentidos, cada cuatrocientos o quinientos metros había policía local ordenando el tráfico para facilitar y asegurar el camino hasta los colegios de los niños y no tan niños que, a esa hora, se dirigían hacia sus lugares de estudio. Y junto a todo lo habitual, lo inusual: la multitudinaria presencia de cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado a lo largo del recorrido que normalmente hacía cada mañana el doctor.
En cada esquina se podía ver individuos uniformados, bien de la Guardia Civil o bien de la Policía Nacional, algunos de ellos con rifles de asalto en las manos, otros apostados en los bordes de las aceras escrutando el interior de los vehículos que, lentamente, iban pasando por las calles. Los agentes no llegaban a detener a ninguno, según podía apreciar José, pero la mirada inquisitorial del agente de turno escudriñaba el interior de cada vehículo en un par de segundos, cual ave rapaz examina en lo alto de un otero buscando una liebre en la llanura. Todo para acabar haciendo el famoso gesto airado con la mano de «circulen».
—Habrán puesto a todos los fisonomistas de la Policía y la Guardia Civil de España a realizar este servicio —susurró José, mientras miraba el amplio dispositivo policial al tiempo que intentaba que la curiosidad no le impidiera una segura conducción.
Los vehículos que le precedían seguían avanzando de forma cansina, lo cual hacía más monótono, si cabía, el trayecto cotidiano al trabajo.
De repente, se oyeron gritos. El doctor Martín pudo ver gente corriendo en la acera de la derecha de la Avda. Novelda. Vio cruzar por delante del morro de su coche a dos, tres, cuatro guardias civiles. La gente corría de un sitio a otro sin destino preciso y sin motivo conocido o, al menos, que él conociera. Parecía la típica situación de pánico que se genera en un ambiente como aquel. Que ante un ruido, sensación o movimiento fuera de lo normal, la gente percibe como una amenaza inminente. Sin que transcurrieran más allá de cinco o seis segundos, se formó un cordón policial unos metros por delante de su coche.
Los más osados y curiosos asomaban sus cabezas a través de las ventanillas de sus vehículos intentando adivinar qué estaba ocurriendo, a la vez que los agentes hacían ademanes para que las volvieran a meter en el interior del habitáculo motorizado. Pronto, en tan solo treinta o cuarenta segundos, disminuyó el tumulto. En la acera, sujetado por ambos brazos por agentes de la Guardia Civil, se podía ver a un hombre que caminaba con la cabeza agachada, a la fuerza, casi en volandas, mientras a empellones los agentes lo dirigían hacia un vehículo policial.
Era un tipo joven, con calzado deportivo, pantalón vaquero y camisa a cuadros; llevaba una cazadora de entretiempo enrollada por las mangas en el cuello. Pelo largo, media melena castaña, moreno de piel y, por lo poco que José pudo ver, de rasgos faciales rudos, propios de las personas que trabajan al aire libre.
Lo metieron en el coche de policía y, al mismo tiempo, se empezaron a oír silbatos de manera estruendosa que intentaban restablecer la normal circulación.
Su camino hasta el hospital no presentó más sobresaltos, más bien al contrario, continuó el parsimonioso discurrir de los vehículos por las avenidas y calles que llevaban hasta su destino.
José aparcó en el lugar que tenía reservado en el aparcamiento del edificio anexo al hospital, pero antes de quitar la llave del contacto, algo en la radio le llamó la atención.
«Según las últimas informaciones que nos llegan desde la dirección del hospital de Alicante, hay que elevar a siete el número de fallecidos a consecuencia del atentado de ayer. En la madrugada de hoy ha fallecido una mujer de setenta y cinco años que ingresó ayer con varias fracturas, entre ellas una de cadera y que a las cinco de la mañana ha sufrido una parada cardiaca. Los servicios sanitarios intentaron reanimar a la paciente, pero su débil estado hemodinámico hizo imposible la recuperación de esta. Así pues, según cifras oficiales, el número de heridos se eleva a cincuenta y siete y siete las personas fallecidas…».
—¡Qué poco ha durado la pobre mujer! —se lamentó José, mientras se dirigía al interior del hall principal del hospital y escribía un mensaje de WhatsApp: «Estoy ya aquí. Nos vemos en el office del ala lateral de la segunda planta». La destinataria, Belinda.
Ese office de la segunda planta estaba reservado al servicio de traumatología, pero a esas horas solía estar vacío. Era la hora en la que comenzaban todas las consultas, intervenciones quirúrgicas, sesiones clínicas, visita en planta y demás actividades del servicio. Era una sala amplia con escaso mobiliario, si acaso un par de sofás de dos plazas, un sillón, una mesa redonda con cuatro sillas, una televisión, una cafetera de cápsulas y un frigorífico. Lo justo y necesario para las contingencias de reposo que pudieran surgir durante un turno o una guardia. El espacio no daba a la calle; por lo que alguien claustrofóbico tardaría poco en creer que, los aproximadamente veinte metros cuadrados de aquella superficie, eran los de una celda.
Apenas llevaba allí cinco minutos cuando, tras el chirriar de la puerta de entrada, apareció la enfermera Botero. José oyó la puerta, mientras de espaldas a la misma, miraba atentamente al televisor. Las emisiones eran prácticamente monográficas desde la mañana anterior. Se volvió para recibir la hermosa visión de Belinda. La enfermera le dio un beso en la mejilla y, sentándose en uno de los sofás biplaza, invitó a José a tomar asiento a su lado con un par de leves palmadas en el mullido cojín.
—¡Bueno! Tú me dirás —empezó la conversación el Dr. Martín—. ¿Qué era eso tan importante que querías decirme en persona?
El Dr. Martín se mostraba entre irritado, cansado y expectante.
Belinda puso sus manos sobre las suyas, al tiempo que giraba su tronco hacia él y, mirándolo a los ojos, le manifestó:
—Se te ve cansado. ¿Has podido dormir algo?
—Algo he dormido, pero en el sofá. Me quedé dormido mientras leía unos artículos en relación con nuevos tratamientos para diabéticos —respondió relajando el tono adusto que había presentado nada más llegar—. Cuando me he despertado eran las tres de la mañana y ya no he podido pegar ojo. Pero bueno, hoy no trabajo y mañana solo tengo la clínica por la mañana. No repito guardia hasta el jueves. Y ya el viernes toca recoger a Iván y, espero, que a Davinia también; pero ya sabes cómo sois las mujeres jóvenes —sostuvo con ironía, poniendo al nivel de la adolescencia a la enfermera, a la vez que dibujando un esbozo de sonrisa en su cara.
—Bueno, por lo menos tienes un par de días para recuperar tu ciclo circadiano y estar en buenas condiciones físicas para recibir a ese torbellino maravilloso que tienes por hijo. Sin olvidar a tu hija que, aun cuando está en esa «asquerosa» edad que es la adolescencia, es un encanto.
»José —prosiguió Belinda, entrando ya en materia—, ayer a última hora, el niño que pasamos a rayos, tras haberle realizado las pruebas oportunas, hubo que…
José miraba atentamente a Belinda, sin pronunciar palabra, esperando el más cruel de los desenlaces.
—Tras la realización de las placas se descartaron fracturas en miembros, pero comprobamos que tenía tres costillas rotas en parrilla costal derecha y un neumotórax que, según parece, se ha podido evacuar totalmente. También preocupaba el golpe que tenía en la cabeza y, aunque no presentaba fracturas en la radiografía de cráneo, al realizarle un TAC cerebral se comprobó la existencia de un pequeño hematoma subdural. Lo cual determinaba que presentara una pequeña elevación de la presión intracraneal que, en principio, se ha podido controlar. Y todo esto, sumado al dolor que estaba sufriendo por las contusiones y fracturas costales, ha hecho que se optara por sedarlo. Ahora está estabilizado, la presión intracraneal está normal, se van a realizar controles TAC periódicos para ver evolución de hematoma y…
No la dejó acabar.
—¿Constantes estables?
—Médicamente todo controlado dentro de la situación que te acabo de describir —apostilló, entre sorprendida y enérgica, la enfermera.
—¿Médicamente? —consultó de forma lacónica y con cierta ironía—. Es de eso de lo que se trata, ¿no? De controlarlo médicamente. Controlar la esfera espiritual le corresponde al sacerdote del hospital. —Iba a continuar, con ese tono belicoso, únicamente utilizado para esconder sus sentimientos, cuando Belinda le interrumpió de modo sosegado, intentado contrarrestar la agresividad del doctor.
—José, en contra de lo que es habitual en ti, te veo muy involucrado emocionalmente con este caso. Y eso, en otro, sería lógico; pero no en ti. De hecho, este caso ha revolucionado a medio, ¡qué digo a medio, a todo el hospital! Y creo que…
José volvió a cortar a la enfermera.
—Belinda, ¡es un crío! ¿Cómo no voy a involucrarme en un caso así y más teniendo en cuenta la forma en la que ha acontecido? Cuando lo vi me pregunté tantas cosas. Vi a mi hijo Iván en sus ojos, esos ojos que apenas podía abrir. Oí los lamentos de un angelito al que unos cabrones pudieron haber matado. Pensé en esa familia rota, en su madre sin saber dónde estaba él, en la criatura sin poder estar con su madre —su voz ya sonaba menos arisca—. Si te soy sincero, pensé en mí y en mis hijos; y, ¡por qué no, en Loreto, en su madre!
—De eso quería hablarte —anunció Belinda—. De la madre de ese niño...
Se hizo el silencio en aquella sala de aspecto carcelario. La enfermera bajó la cabeza al tiempo que suspiró. Acercó el dorso de las manos del doctor a sus labios y antes de seguir hablando, las besó.
—De entre los muertos, en la lista inicial que se proporcionó tras el atentado, una era ella, su madre.
José se levantó de forma abrupta, soltando las manos que tan adorablemente sujetaban las suyas, y anduvo lentamente hasta el otro extremo de la sala. Se paró de cara a la pared y de espaldas a Belinda, la mensajera.
Tras una pausa de casi un minuto en la que su compañera permaneció sentada —lo conocía demasiado para saber que no era el momento de consolarlo—, esperando la reacción del doctor, este se volvió lentamente hacia el sofá y dijo con aire detectivesco:
—Y del padre, ¿qué sabemos?
—José —Belinda pronunció el nombre en voz baja y con tono aterciopelado, con intención de no crispar más—, todavía hay más.
El doctor Martín no contestó, simplemente se quedó de pie, delante de Belinda esperando a que esta continuara con aquel relato que, difícilmente, podía empeorar más.
—Era madre soltera, se llamaba Teresa Soriano Gutiérrez. El padre del niño es desconocido. Ella tenía cuarenta y ocho años y hacía quince que no tenía relación con su familia, tan solo una llamada que les hizo a sus padres hace alrededor de doce años para decirles que iba a ser madre y alguna carta o llamada esporádica a lo largo de este tiempo; ya sabes los típicos problemas entre familia que vas dejando para arreglar más tarde y que al final…
»Vivía en Madrid, que se conozca, desde hacía algo más de doce años, justo antes del nacimiento de su hijo. Su madre, enferma del corazón, vive en un pueblo de Ávila. La pobre mujer aún no sabe nada de lo ocurrido. Han considerado que en su estado podía ser peligroso decírselo de sopetón. Y mucho más, teniendo en cuenta que, según el vecino con el que han podido contactar, les ha dicho que no ha habido día en estos últimos años en que la mujer no hubiera intentado ponerse en contacto con su hija. De hecho, ese vecino dice que estaba convencida que las próximas Navidades conocería a su nieto. «Ya verás como este año mi Teresa y el chiquitín vienen al pueblo y pasamos las mejores Navidades de la vida. Me da a mí ese pálpito», iba diciendo a todo el pueblo desde hacía semanas. Es el único familiar vivo del muchacho que han podido encontrar. El padre y el hermano de Teresa murieron de cáncer hace años y, por cierto, no con mucha diferencia de tiempo. ¡Vamos! Un verdadero drama —proclamó Belinda apenada.
»Nuestro hombrecito se llama Javier Soriano Gutiérrez y tiene once años. El crío no paró de llamar a su madre ni un solo instante hasta que se quedó dormidito. Incluso cuando más sufría, su voz era dulce a la hora de llamarla. Sonaba tan suave, tan sincera, al tiempo que tan frágil y atemorizada.
»Según me dicen, no paró de llorar ni un segundo, pero se dejó hacer sin poner una sola pega. Es fuerte. Hace gala a la fecha en que nació, el 2 de mayo; una clara alegoría a la resistencia y triunfo frente la adversidad.
»Fuencisla, la neuróloga, tras valorarlo, me comentó, sin poder contener las lágrimas que se le escaparon, «hay que encontrar a la madre de esta preciosidad, ya». Y se marchó, sin darse la vuelta para que no la viera llorar, diciéndome que estaba localizada las veinticuatro horas si el crío necesitaba algo. ¡Ya sabes cómo es Fuencisla!, todo fachada, pero después, se derrite como un cubito de hielo.
»Javier no sabe nada. De momento eso no importa, pero…
Con los ojos humedecidos por mucho que intentara disimularlo, el doctor le dio la espalda de nuevo y preguntó con voz trémula, aunque intentara disfrazarla de firmeza.
—¿A cargo de quién está el paciente? —Intentaba parecer distante.
—Pues, en teoría, de la doctora Rodríguez, Marta. Pero desde que pasó a UCI, está a cargo de todo el mundo. Porque todo el mundo quiere hacerse cargo de él. Solo lleva en la UCI dos turnos y ya ha habido que echar al turno anterior para que pudiera entrar el siguiente. En la UCI todo el personal está volcado con la criatura; se los ha ganado con su sola presencia y esa inocente sonrisa ajada.
»A los otros niños, los de planta, Sara, la pediatra, les ha contado su caso y —continuó Belinda conteniendo las lágrimas—, le han escrito una carta para que se recupere pronto y pueda jugar con ellos a las carreras de sillas de ruedas y a la rayuela con muletas. ¡Está claro que nada como ser niño para afrontar la adversidad! Ya te digo que ha sido cosa de Sara. Y es que la Dra. Gallego es pediatra ¡hasta en sus ratos libres! —Sonrió orgullosa, al pensar en la pediatra, la buena de la enfermera.
El Dr. Martín no fue capaz de continuar de pie. Se abalanzó sobre el sofá y, con los ojos completamente humedecidos, se abrazó a Belinda a quien ya las lágrimas le recorrían las mejillas. Así estuvieron un par de minutos. Se estrujaban mutuamente mientras el Dr. José Martín murmuraba, con voz entrecortada.
—¡Qué hijos de puta! ¡Qué hijos de puta!
Tras recomponerse, pasados unos minutos, se dirigieron hacia la UCI. Una vez allí, José se colocó al lado de la cama de Javier.
—Ahora ya tienes nombre, hombrecito —mencionó en voz baja—. Y aquí tienes muchos amigos que te esperan; y un poco más lejos, una familia que también te espera y te quiere. Duerme un rato y vuelve pronto.
Javier estaba tumbado boca arriba con todo el aparataje oportuno para la ocasión. Su cuerpecito, apenas vestido con aquel camisón característico, sin vendas, parecía más endeble, más susceptible de ser protegido. En su cuerpo se podían ver las heridas superficiales evolucionadas, así como un gran hematoma en la pared torácica. Tenía la cabeza vendada, pero su cara, ahora ya limpia, aun cuando todavía presentaba los trazos de las heridas, era más angelical de lo que recordaba.
El recuerdo de Iván, su hijo, volvió, de repente, a invadir la cabeza de José. Al doctor le dieron ganas de abrazarlo, pero sabía que eso era del todo imposible. Le tocó levemente la mano y, con un beso al aire, se despidió.
Tras eso, consultó a los facultativos de turno a propósito de constantes, evolución, tratamientos, etc. Estuvieron debatiendo un buen rato.
Finalmente, echó un vistazo al box de Javier y con la enfermera Botero, se marcharon de la unidad.