Читать книгу Tú vivirás mejor que yo - Ramón Martínez Piqueres - Страница 9
ОглавлениеCAPÍTULO I
Al Dr. Martín no le gustaba ir a dormir al pequeño cubículo creado para tal uso, en la primera planta del hospital. Él prefería aprovechar el remanso que propiciaban las últimas horas de la madrugada en el office adjunto al mostrador de admisión de urgencias, en la planta baja para, ante la escasa afluencia de colegas que a esas horas había en el lugar, recostarse, a veces acostarse literalmente, en uno de los tresillos dispuestos en la salita y dejar que el sueño viniera a visitarlo aprovechando que la fatiga ya se había instalado en él.
Llevaba años realizando el mismo ritual con las lógicas variaciones de protocolo que un servicio de urgencias garantiza día tras día. «¡No es precisamente rutinario un día a día en urgencias!», exclamaba con frecuencia el Dr. Martín. Sin embargo, a José, tras veinticinco años en el servicio, más de mil guardias, más de treinta mil horas de urgencias y aproximadamente doce mil de refuerzos, ya casi todo le parecía rutinario, cotidiano, repetido, protocolizado. Entre los compañeros, más aún los más jóvenes, se había hecho famoso por sus frases, sus coletillas; y entre ellas estaba aquella de «nunca se sabe qué puede ocurrir en una guardia y siempre se ha de estar preparado para eso que no se sabe». Gozaba, evidentemente, de cierta preeminencia entre los miembros del servicio. Por otra parte, se la había ganado a pulso, a base de horas y de saber estar en cada situación y, ante todo, a base de comer, tragar y digerir cualquier tipo de sapos y culebras en el trabajo.
El 17 de noviembre de 2025, lunes, estaba transcurriendo dentro de los parámetros que podían ser considerados como normales en el servicio de urgencias. Eran ya las siete y diez de la mañana y había conseguido conciliar el sueño bajo la atenta mirada de las presentadoras de las noticias matinales de Antena3. José estaba en uno de esos escasos momentos, a lo largo de una guardia, en que cualquier profesional sanitario podía disfrutar del verdadero descanso físico y mental. Esa fase del sueño en la que todos se pueden refugiar horas a lo largo de la noche y que en el caso de algunas profesiones solo se alcanzan algunos minutos por guardia.
Como quien sale o entra en un duermevela, de manera entre imaginada o constatada, oyó gritos, jaleo. Sobresaltado, se incorporó sentándose en el tresillo. Miró hacia la puerta de la estancia. Allí, de pie, con la cara descompuesta, estaba el celador encargado del mostrador de admisión. Señalaba con una mano hacia afuera y con la otra al doctor sin ser capaz de articular las palabras como consecuencia de la respiración entrecortada que se había instalado en el bedel. Había llegado corriendo desde algún lugar del hospital. No era extraño que a esas horas de la mañana y a, escasamente, una hora de finalizar la guardia, se relajasen las actitudes y se tomaran licencias en forma de cafés y corrillos entre compañeros en la cafetería recién abierta o en los pasillos adyacentes a la sala de espera de urgencias; por lo que nadie consideraría insólito que se encontrara en cualquier sitio y no en el propio de trabajo.
José tardó unos segundos en el trasiego del sueño a la vigilia completa. Una vez completado ese viaje, sin mediar palabra con el celador, el uno por no poder hablar y el otro por no querer, se dirigió raudo hacia afuera de la habitación. Una vez traspasado el mostrador de urgencias empezó a ver un poco más movimiento del habitual en la sala de espera a esas horas de la mañana de un lunes cualquiera. Siguió avanzando sin pararse a hablar con nadie hasta que llegó a la zona de ingreso del hospital. Cruzó la puerta y se encontró con Belinda, todavía vestida de calle. Esta lo cogió por los hombros y lo apartó de la zona de paso de las camillas y sillas de ruedas, y llevándolo a un recoveco del pasillo le dijo:
—Prepárate para alargar la guardia, mi niño. —Antes de que el Dr. Martín pudiera articular palabra, Belinda siguió—: Acaban de anunciar hace tres minutos, a través del 112, que ha habido una explosión en la zona noble de la estación del AVE. Hasta el instante no se ha hablado de víctimas, pero se sabe que había decenas de personas en el hall previo al andén del AVE a Madrid de las 7:15. La buenaventura ha querido que la gran mayoría de personas que viajaban a Madrid ya estuvieran embarcadas y las que llegaron en el de las 6:45 habían desalojado la zona. Pero, así y todo, se presume que los heridos pueden ser varias decenas.
José escuchaba atentamente mientras iba procesando y planeando sus inmediatas acciones. La experiencia le había enseñado a escuchar los motivos de la urgencia al tiempo que buscaba la solución. De hecho, esa cualidad le había otorgado parte de la fama mencionada y le había proporcionado, a lo largo de los años, el «honor» de tener que coordinar varios dispositivos especiales de urgencias y emergencias sanitarias, tanto en su hospital como en otros lares.
Lo primero que pasó por su mente fue la disposición de la estación de trenes de Alicante, los accesos por si fuera preciso desplazar medios de transporte sanitario; pensó en la afluencia habitual a esas horas, en los servicios sanitarios y de seguridad que habría en ese instante en el lugar. Conocía bien esas dependencias, no en vano él había tomado ese AVE en multitud de ocasiones. Siguió su rápido análisis a la vez que miraba su reloj.
—Las siete y veinte —se dijo a sí mismo. Si el aviso se había dado hacía cinco minutos, no tardarían más de diez o quince minutos en llegar los primeros heridos.
«Salvo que los accesos de entrada o salida a la estación estén bloqueados. ¡Oh, Dios!», razonó alarmado.
Y seguía organizando mentalmente sus futuras acciones en base a lo que había conseguido procesar de la información recibida, Belinda lo sacó de su ensimismamiento.
—Tienes que organizar el dispositivo de recepción de heridos. Aquí, en la zona de hospitalización, ya está el director y yo me quedo con él. Te envío a una compañera para que se encargue de la coordinación de enfermería. Vuelves a estar al mando de las urgencias, gran jefe —ironizó mientras se alejaba, despojándose de la chaqueta de cuero.
Sin perder ni un segundo, el Dr. Martín se dirigió hacia las dependencias del servicio de urgencias. En el trayecto, en uno de los pasillos, un televisor en lo alto continuaba albergando a las presentadoras de las noticias matinales. Pero en esta ocasión la atención de José sí se centró en el aparato.
«Según ha podido saber esta redacción, al menos cinco muertos y más de cincuenta heridos, según las primeras noticias, se contabilizan tras la explosión de lo que parece ser un artefacto explosivo en la estación de trenes de Alicante. Se desconocen más datos en relación con el suceso».
Relataba una de las dos presentadoras con rostro contrariado y con evidente malestar por la escasa información de la que disponía para continuar informando.
—¡Mierda! —exclamó José en voz alta. «Otra vez», reflexionó.
Sus elucubraciones fueron vertiginosamente dirigidas al terrorismo islámico que estaba azotando toda Europa mes sí y mes también. Y, aunque hacía tiempo que las organizaciones terroristas yihadistas parecían no tener capacidad para organizar un atentado de tal magnitud, todo le hacía pensar que aquello era un atentado y que la autoría era esa.
Cuando el Dr. Martín volvió a la sala de espera de urgencias, el panorama era totalmente distintito al que él había abandonado hacía apenas unos minutos. «Dios mío». Y tuvo tiempo para poco más antes de ponerse manos a la obra.
Ante él yacían pacientes por el suelo, rudimentarios vendajes y apósitos intentaban taponar heridas sin apenas conseguirlo, la sangre los empapaba, rebosaba y lo manchaba todo. Las escasas butacas de la sala estaban todas ocupadas por pacientes y algunos improvisados y voluntariosos acompañantes. De pie estaban los que aún se podían sostener, no con mejor aspecto, pero sí con mayor vigor en apariencia. La sangre ya no era algo accidental en aquel lugar, ahora parecía un elemento más del decorado de paredes, suelo, sillones… Y junto a aquel escenario dantesco, cual banda sonora, de fondo, alaridos, quejas, solicitudes de atención, bramidos, llantos, preguntas, gente buscando a gente, niños con su «mamá» en la boca, madres llorando el nombre de sus vástagos. El caos.
Con mucha dificultad, el Dr. Martín consiguió llegar al fondo de la sala donde se encontraban las consultas y los boxes de atención urgente. La agitación, la improvisación, el nerviosismo y la urgencia se respiraban en el ambiente y se evidenciaba en el ir y venir desordenado del personal que intentaba dar abasto para atender aquella avalancha de heridos. Antes de ponerse al frente del contingente, José vio, en una de las camillas, a un niño prácticamente vendado de pies a cuello, con heridas en la cara que le desfiguraban el rostro al tiempo que se percibía que respiraba con dificultad. Se acercó a la camilla y comprobó que no tendría más de once o doce años, trece a lo sumo. Las heridas del rostro desfiguraban una cara angelical. Su pelo castaño, convertido en mechas de brea por la sangre ennegrecida que lo empapaba, le confería un aspecto macabro. Con ojos de color azul etéreo que difícilmente se intuía por tenerlos prácticamente cerrados y empapados en lágrimas; lágrimas de dolor, de incomprensión y de miedo. Sus mejillas, ahora cercenadas por heridas con restos de cristal en ellas, sugerían los mofletes rosados y deseados por cualquier abuela para pellizcarlos. Sus finos labios describían una curva de concavidad inferior, característica de la tristeza, y de ellos brotaba un hilo de voz llamando a mamá. Su cuerpecito apenas se podía ver debajo de tanta venda empapada en sangre. Era la imagen del dolor, de la crueldad, del miedo, de la soledad.
Nunca el Dr. Martín se había mostrado tan impresionado en su vida, más allá de la impresión implícita en su día a día, como en aquel momento: al espectáculo se unía el sentimiento de rabia e impotencia que sentía al pensar en la causa de todo eso. Se sentía abatido, desolado, como si le hubieran arrancado el corazón tras abrirle el tórax violentamente y le hubieran dicho que, a pesar de todo, tenía que seguir viviendo; con el dolor y sin corazón. Su cara describía la desolación y su lenguaje corporal recitaba la rendición. De sus ojos comenzaban a brotar dos lágrimas cuando una mano sobre su hombro le comentó:
—Doctor, lo necesitamos, esta gente lo necesita.
Cual bálsamo de fierabrás para las heridas del alma, esas palabras lo devolvieron a la realidad, a su realidad: había que organizar aquel servicio, había que atender aquella urgencia, debía prestar atención a los pacientes. Ese era su cometido y, como siempre, tenía que ponerse manos a la obra.
Giró en redondo sobre sí mismo trescientos sesenta grados, cual faro marítimo en mitad del océano, y tras la inspección visual dio inicio.
—Pedro, desde la puerta hasta aquí quiero un triaje y derivación de pacientes más graves a las unidades especializadas que se determine, ¡ya! Lucía, contacta con hospitalización y diles que empezamos a derivar inmediatamente. Este niño es el primero —dijo mientras señala al pequeño de la camilla—, prioridad absoluta. Marta —prosiguió—, inventario de material y necesidades, y envía a Antonio a por todo lo que necesitemos; antes de cinco minutos quiero que aquí no falte ni limonada si fuera precisa. Pepe, conmigo al box uno.
El Dr. Martín y su colega Pepe, el Dr. Andreu, comenzaron con una paciente que presentaba heridas inciso-contusas en ambas piernas y una fractura abierta en el antebrazo izquierdo que sangraba profusamente al tiempo que enfermería se afanaba por coartar. Tras canalizar a la paciente y realizar los primeros auxilios precisos para que la mujer no corriera ningún riesgo vital, se ordenó su traslado a radiología para valorar con mayor precisión el alcance de sus heridas y posterior tratamiento pormenorizado de las mismas.
Tras esa paciente fue el turno de una anciana, de alrededor de setenta años, con signos clínicos evidentes de fractura de cadera y heridas múltiples en ambas piernas y brazos. Luego llegó el instante de atender a una joven que tenía la cara llena de cristales incrustados en la piel, produciendo heridas que apenas sangraban, pero que desfiguraban su rostro hasta hacerlo picassiano, así como quemaduras de distinta consideración en tronco y miembros superiores.
Y así, durante horas, el Dr. Martín y sus colegas se afanaron por ir resolviendo de manera urgente todo aquel panorama de dolor, sufrimiento, rabia y otras muchas más sensaciones que se vivían en el ambiente. Derivaciones, traslados, intervenciones in situ… Poco a poco, lo que a primera hora de la mañana era un caos descontrolado, se había convertido en un caos controlado, asumible, casi como lo cotidiano en el servicio.
—Antonio, llama a Belinda y dile que quiero a todos los especialistas en plantilla disponibles; y disponible son «todos», y lo quiero para ayer. ¡Vamos! —sentenció el Dr. Martín, dirigiéndose al celador.
Dejó a cargo del operativo al Dr. Andreu y a la enfermera que, para la ocasión, le había enviado Belinda. Y, tras hablar con la Dra. Buforn, compañera habitual del servicio, para encomendarle algunos pacientes concretos, volvió a salir de la sala de urgencias en dirección al área de hospitalización.
«Según nos informan medios oficiales, los hechos acontecidos en la estación de trenes de Alicante en la mañana de hoy, a las 7:05, y que han causado más de cincuenta heridos y al menos cuatro muertos, se han debido a la explosión de un artefacto, sin que, hasta ahora, se haya dado información sobre la composición del mismo ni sobre la autoría, lo que hasta ahora apunta, ha sido un atentado». Las noticias seguían siendo confusas.
La televisión era, por el instante, el único enlace con el exterior del hospital con el que podía contar José. Desde el 112, a través del Centro de Información y Coordinación de Urgencias, únicamente se obtenía información sobre traslados urgentes desde el lugar, sobre datos de heridos, sobre requerimientos de servicios ordinarios, etc.
«Está claro. Estos cabritos de la yihad la han vuelto a liar», pensó el Dr. Martín, que nunca había tenido muy claro el qué, el cómo ni el porqué de la yihad. Sabía que venía a ser lo que él conoció de ETA, pero en internacional y musulmán: una banda de sanguinarios terroristas bajo unos lemas que solo utilizaban para justificar lo injustificable.
Cuando el Dr. Martín llegó a la zona de hospitalización urgente a la primera que pudo ver, yendo de un sitio a otro y dando órdenes precisas a todo aquel que pudiera encontrar a su paso, fue de nuevo a Belinda.
Belinda era la enfermera jefa del servicio de hospitalización urgente. No hacía mucho tiempo que ostentaba esa función, apenas un par de años. Antes estuvo doce años en el servicio de urgencias, codo con codo con el Dr. Martín. Llegó a Alicante desde Salamanca, donde estudió la diplomatura en Enfermería y se especializó como matrona. Después estuvo trabajando seis años en el servicio de ginecología de una clínica privada, allá por tierras charras. Fue su carácter dinámico, inquieto más bien y, sobre todo, su insaciabilidad en materia académica y laboral lo que la llevó hasta Alicante en busca de nuevas emociones profesionales. Una vez allí entró en contacto con viejos amigos de la Universidad, quienes a su vez tenían íntimo contacto con las urgencias levantinas. No tardó, una vez instalada en Alicante, en adquirir la formación precisa para poder optar al servicio. Aunque el principal requisito era tener ganas de trabajar por la noche y los días festivos; y Belinda lo tenía. No era mujer que permitiera que la trataran o miraran como una «mujer florero» en ninguna de las facetas de su vida, por eso no tardó en convertirse en una gran profesional de la urgencia sanitaria.
Aunque ya hacía dos años que no coincidía más que de modo esporádico con el personal de urgencias, por cuestiones de horario y calendario, Belinda seguía teniendo devoción profesional por José y por el servicio de urgencias. Y en ese orden. Las malas lenguas decían que por José sentía algo más que devoción. Esas mismas malas lenguas afirmaban que se había marchado del servicio de urgencias precisamente por eso, para no, como diría un mesetario, «mezclar churras con merinas». Lo cierto es que, mientras trabajaron juntos, formaron un equipo de trabajo digno de mención en la profesión e incluso de envidias por otros «ansiosos» por hacer méritos en el servicio.
Belinda era una gran profesional y también una gran mujer.
A sus cuarenta y ocho tenía una presencia física que podría ser perfectamente envidiada por cualquier mozuela de escasos treinta. Castaña, teñida de negro, con media melena, cara con finos pómulos, pero resaltados, labios finos, pero carnosos, nariz redondeada, pero proporcionada, ojos marrones, pero vivarachos, pestañas cual abanicos, pero sin exageración, cejas delineadas, pero de forma natural, frente lisa, pero sin bótox. Y el cuerpo, digno de mención lo proporcionado del mismo. No era exuberante en alguna de sus medidas, pero ninguna pasaba desapercibida por su realce. Y a modo de halo, recubriendo lo descrito, vistiéndolo, la elegancia. Esa elegancia natural que se tiene o no se tiene; esa que le permitiría acudir ataviada con un chándal a la gala de los Nobel y pasar desapercibida entre tanto glamur.
Se le conocía un novio hacía años, pero desde entonces no se recordaba en los mentideros del hospital varón alguno en la vida de la enfermera jefa. Nunca estuvo casada y no se le recordaba compromiso formal.
Amiga de sus amigos y de los no tanto, no dudaba en echar una mano a cualquiera que se lo pidiera. En este aspecto llegaba incluso, como muchas veces le recordó José, a ser o parecer tonta; «pero era su carácter», acababa concluyendo el Dr. Martín. Así y todo, también tenía su pronto; el Dr. Martín lo conocía bien. Y es que, solo siendo afable al tiempo que temperamental, se puede desarrollar una función como la que ella había estado desarrollando desde que a los veintiocho añitos le dieron su título de enfermera comadrona.
—Belinda —llamó el Dr. Martín dirigiéndose a la enfermera—, la cosa en urgencias se controla poco a poco. He ordenado que deriven todo lo derivable y que los distintos especialistas acudan hoy al hospital sin ningún tipo de justificación o excusa.
—Ya me han informado —señaló en voz baja Belinda mientras dirigía una cálida sonrisa al doctor—. Deberías marcharte ya a casa.
—¡Estás loca! —espetó el doctor a la enfermera.
—Ya sabía que te ibas a poner así y decir algo parecido. Pero, José —comentó Belinda con ternura—, la cosa empieza a estar controlada y esto ya es cosa de los «curritos», lo importante, la coordinación del momento explosivo está hecha. No seas lo que siempre has sido, cabezón. Llevas ya casi treinta horas al pie del cañón; deja que los que estamos más frescos nos ocupemos. Luego, si quieres, después de comer, vuelve. ¡O mejor mañana! —exclamó la amiga del doctor con aire de sapiencia maternal.
Eran casi las dos de la tarde y el Dr. Martín sabía que Belinda tenía razón, aunque se resistía a abandonar el hospital, a dejar a la gente allí, sin él. Como si los dejara desamparados; aun cuando sabía que eso no era así. Allí había profesionales de grandísimo nivel, capaces de manejar situaciones como esa e incluso peores. Él siempre se había sentido mal cuando tenía que abandonar una situación de emergencia por muy obvios que fueran los motivos que lo obligaran a abandonar la escena.
—Un par de cosillas… —se dispuso a preguntar cabizbajo y con aire queda—, ¿qué se sabe de un chiquillo que he enviado a hospitalización hace un par de horas aproximadamente?
Iba a responder Belinda cuando, sin dejarle opción, se anticipó el bueno del doctor.
—¿Qué se sabe de los cabrones que han causado todo esto?
Ahora, el silencio se instauró entre la enfermera y el médico. Fueron escasos cuatro, cinco segundos, pero tensos, muy tensos. Finalmente…
—El chaval está mal —aclaró con resignación la enfermera Botero—. Está en UCI. No está sedado aún, pero sus heridas y, por encima del resto, sus traumatismos torácico y craneal preocupan.
—¿Y de esos cabrones…? —intempestivamente, cortando la explicación de Belinda, cuestionó José—. ¿Se sabe quién o quiénes han sido? ¿Qué querían? ¿Qué hostias esperaban haciendo esto?
Antes de que Belinda pudiera replicar a la segunda cuestión, el Dr. Martín se apoyó con las manos en la pared y sobre estas puso su cabeza. No se podía distinguir qué parte de rabia, cuál de dolor, cuál de miedo y cuánta de indignación había en ese gesto. Belinda puso una mano en su coronilla y con un suave movimiento acarició el pelo hasta la nuca.
—No te tortures por lo que no puedes evitar. Me lo dijiste tú haces muchos años —recordó la enfermera, al tiempo que, con la otra mano, le daba palmadas comprensivas en uno de sus hombros—. José, ahora es ocasión de estar más sereno y frío que nunca. También lo aprendí de ti —expresó con cierta resignación Belinda—. ¡Parezco un repetidor de tus mejores jugadas! —enfatizó la broma intentando restar dramatismo.
Esas últimas palabras arrancaron a José de la pared y le dibujaron una suave sonrisa en la cara. La agarró con sus manos por los hombros, la acercó a su cara y le dio un beso en cada una de sus rosadas mejillas.
—Tienes razón, Belinda —asintió mientras la miraba tiernamente—. Hay que hacer las cosas que se deben de hacer para que las cosas salgan bien. Te veré después, pero por favor, mantenme informado de todo. Dudo que pueda dormir.
—Sabes que lo haré. Siempre lo he hecho —aseguró suavemente y lo despidió con la mirada—. Te veo luego.
Eran ya las dos y media. José se dirigía hacia los vestuarios cuando vio, al pasar por la cafetería de pacientes, en la tableta de uno de ellos, la imagen de un joven presentador por encima de un subtitular de última hora que rezaba: «Hay sospechas fundadas de la motivación política del atentado de Alicante».
—¡Lo sabía! —murmuró airado—. No se cansarán hasta provocar un altercado internacional.