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IV ¿Quién teme al lobo feroz?

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—Creo que ya lo entiendo —dijo Stefano al cabo de un tiempo en silencio—. Somos sus cachorros.

La enorme loba agachó el hocico y empujó el conejo muerto en nuestra dirección.

—¿Esto va en serio? —preguntó Hans estupefacto. Le estaba costando aceptar que los tres siguiéramos con vida—. Cuando dije que me encantaría tener un lobo me refería a como mascota, no como madre adoptiva.

—Agradece que es tu madre y no tu verdugo... —comentó Stefano—. ¿Qué vamos a hacer?

La loba seguía esperando y daba la sensación de que se iba a quedar en esa posición hasta que aceptáramos su presente. No había otra opción, así que me agaché para recoger el cadáver. Estaba tieso y frío, pero por suerte no me manché las manos de sangre o aquello habría sido mucho más desagradable.

—¡¿Qué haces, tío?! —susurró fuerte Hans, escandalizado de que me hubiera atrevido a tocar aquella cosa.

—Más nos vale no ofenderla, ¿no? —Examiné el conejo sujetándolo con la mano izquierda y alumbrándolo con la derecha. Su boca estaba abierta de par en par y parecía que los ojos se le iban a salir de las cuencas en cualquier momento. El estómago me dio un vuelco—. Después de todo no puede estar peor que la sopa del domingo.

—Enzo, ¡no seas tonto! ¡Si te comes eso, seguro que contraes alguna enfermedad! —intentó pararme Stefano esa vez.

Pero la decisión ya estaba tomada.

—Sin dolor no hay gloria —pronuncié como frase para la memoria antes de lanzarme al vacío y le hinqué el diente en el lomo al pobre animal.

—¡Uuuuuuahhh...! —escuché exclamar a mis amigos con asco.

Estiré hasta arrancar algo de carne del bicho, que no me supo a nada. Solo me centré en masticar lo suficiente como para contentar a nuestra nueva captora, y sobre todo en no vomitar cuando aquella cosa pasara por mi garganta. Tras un par de arcadas, tragué como pude y para dentro.

La loba pareció satisfecha con que sus nuevas crías hubieran comenzado a alimentarse, por lo que se apartó de nosotros y nos dio la espalda. No quise iluminar en su dirección, pero tuve bastante claro que estaría lamiendo alguno de sus viejos huesos como cena. Al menos había tenido la decencia de dejarnos la presa fresca a nosotros.

—Agh... Ahora vosotros —les ordené, estirando el conejo en dirección de Hans.

—¡Ni lo sueñes! ¡Aparta esa cosa de mí! —Lo rechazó dándome un manotazo—. Dáselo a Stefano, seguro que le encanta.

—Te-tengo un estómago demasiado sensible como para forzarlo a digerir eso... —pidió él, alejando su cuerpo de mí—. Enzo, tú lo sabes.

—Genial, chicos. Grazie mille por el inmenso apoyo —contesté yo algo molesto. Pero teníamos cosas más importantes de las que preocuparnos—. ¿Cómo se supone que vamos a salir ahora?

—Podríamos esperar a que se durmiera —sugirió el nervioso moreno.

—Pues yo digo que corramos directamente hacia la salida. Está distraída, es nuestro momento —le contradijo el osado alemán.

—Eso es una locura. —Stefano negó con la cabeza—. Podría ofenderse y venir tras nosotros. ¿Has visto sus patas? Seguro que corre muy rápido.

—¿Y tú has visto sus dientes? —Hans señaló a la loba con un énfasis que hizo que sus cabellos rubios bailaran de un lado a otro—. ¿Qué pasará cuando se canse de jugar a papás y a mamás y decida que quiere una segunda cena?

—Calmaos, cazzo —interrumpí su discusión tratando de poner algo de orden—. De nada sirve que os pongáis a pelear. Estoy seguro de que tarde o temprano se presentará la oportunidad adecuada. A lo mejor decide que quiere volver a cazar, o dar un paseo, o...

Pero mi reflexión se vio interrumpida por un distante aullido que atravesó la cueva.

Todos nos quedamos en silencio. La loba alzó el cuello y las orejas con atención. Sus ojos se clavaron en la salida del escondrijo.

—¿Hay más lobos por aquí? —preguntó Stefano.

—¡Shhh! —exigió Hans, colocándose un dedo sobre los labios y guiando la otra mano en dirección a Stefano para pedirle que callara. Un segundo aullido se escuchó, y esta vez los tres pudimos distinguir claro como el agua el timbre infantil que arrastraba—. ¡Es Elena! —Hans guardó unos segundos de rigor antes de comprender que su hermanita pequeña estaba fingiendo ser un lobo para conseguirles algo de tiempo—. ¿Has traído aquí a mi hermana? Figlio di putanna! ¡YO TE MATO! —exclamó agarrándome del uniforme.

—¡Ha querido venir ella solita, lo juro por Santa Teresa! —me excusé rápido alzando mis manos en señal de rendición. Lo cierto era que a veces Hans tenía unos arrebatos y unas expresiones que recordaban bastante a los del Coronel. Y acojonaba.

—¡Mirad! —Stefano llamó nuestra atención e hizo que dejáramos la discusión para más tarde. Los tres pudimos ver que la loba se había puesto de nuevo a cuatro patas.

Cuando llegó el tercer aullido, nuestra captora corrió al exterior de la cueva. Una vez fuera, aulló con todas sus fuerzas y pudimos escuchar sus fuertes pisadas alejarse.

—Parece que este va a ser el momento del que hablabas —comentó Stefano.

Y lo era.

Hans me soltó y automáticamente echó a correr fuera de la cueva gritando el nombre de su hermana. No es que fuera una gran idea que se pusiera a berrear por ahí, pero he de confesar que en ese momento yo también me asusté. Imaginaos a una niña de apenas doce años, sola en el bosque, sin nada que le alumbre y con una bestia el triple de grande que ella corriendo a toda pastilla en su dirección.

Como para no preocuparse.

Stefano y yo salimos corriendo de la cueva detrás de Hans. Todavía sujetaba el conejo, el cual solté a mitad de camino sintiéndome bastante idiota por llevarlo aún en la mano. Supongo que, con el susto, se me agarrotaron los dedos.

El aire del mundo exterior nos sentó de maravilla, pero no tuvimos demasiado tiempo para pensar; Hans seguía corriendo. Y lo hacía en la dirección por la que se había marchado nuestra madre adoptiva.

Seguirlo fue tan fácil como seguir los desgarrados gritos. Stefano y yo disponíamos de luz, pero ambos hermanos se iban guiando a ciegas por la oscuridad con aquella bestia suelta.

—¡Hans! ¡Elena! —levanté la voz para dar antes con nuestros amigos.

—¡No grites, Enzo! —me pidió Stefano con uno de sus susurros nerviosos.

—Pero qué tontería. ¡Todos están gritando! —le contesté yo, esquivando a tiempo una rama que llevaba la trayectoria perfecta para impactar en mi cara.

Stefano no parecía del todo convencido, pero me siguió sin dejar de temblar como un flan. A pesar de ello, llegué a escucharle gritar a él también un par de veces.

Fue así, dando vueltas por el bosque como tontos, cuando dimos de bruces con Elena. Y cuando digo que dimos de bruces fue que chocamos y acabamos rodando por el suelo.

Ella había traído compañía.

—¡Enzo! ¡Stefano! —llegó a decir la niña cuando se recuperó del susto.

—Han llegado los refuerzos —dijo Kat, añadiendo una sonrisa.

—¿Estáis bien, chicos? —preguntó Alessa ayudándonos a levantarnos—. Oh Dio. ¿Estás bien, Stefano? —insistió, al ver que a este le sangraba la cabeza y no dejaba de temblar.

—Sí, sí... —contestó él con voz débil.

—¿Qué cazzo hacéis aquí? —pregunté yo—. Elena, ¡hay un maldito lobo suelto, por si no lo has visto!

—¿Por qué te crees que he llamado al resto? —Se sacudió la ropa haciendo un mohín enfadado—. ¿Dónde está Hans?

—Está... en alguna parte. ¡No lo sé! ¡Ha ido a buscarte cuando has empezado a aullar! —contesté haciendo un aspaviento de desesperación.

—¡¿Qué?! ¡Tenías que haberle parado los pies! ¡Estaba todo bajo control!

—¡¿Y cómo se supone que voy a saber yo eso?! ¡¿Acaso soy su niñera?!

Kat alumbraba a Alessa mientras ella le examinaba la herida a Stefano, y a su vez él decía que no era nada grave. La rusa se encargaba de vigilar el perímetro mientras el resto estábamos ocupados discutiendo y lamiéndonos las heridas.

—¡Ya basta! ¡Si no movemos el culo, nos exponemos a que el lobo vuelva! —acabé cortando el momento con ímpetu—. ¡Hay que encontrar a Hans y salir de aquí! ¡Me da igual en qué orden lo hagamos!

—¿Dónde has dejado mi navaja? —preguntó Elena.

Por supuesto, la navaja. Me la había guardado en algún bolsillo en cuanto vi a Hans y a Stefano tendidos en el suelo y no se me había ocurrido usarla ni siquiera para intentar intimidar a la loba. A lo mejor eso me habría servido para evitar comerme aquel conejo.

Enzo stupido.

Busqué en todos mis bolsillos hasta dar con la pequeña navaja en el de mi nalga izquierda.

—Aquí está —dije entregándosela—. Pero de nada te va a servir. Ese bicho es mucho más grande visto de cerca.

—Me da igual. Voy a arrancarle los ojos como le haya tocado un pelo a mi hermano —sentenció Elena con una seriedad que nos dejó tiesos a todos.

Poco duró la tregua. Apenas unos instantes después escuchamos pasos entre la maleza. Todos nos preparamos para lo peor, pero lo que vimos aparecer no fue una masa de pelo con ojos rojizos, sino a un chico con las rodillas peladas y la respiración tan agitada que parecía estar ahogándose.

—¡Hans! —exclamó Elena en cuanto le vio aparecer, echando a correr. El chico la esperó con los brazos abiertos y ambos se fundieron en un abrazo.

Comenzaron a hablar entre ellos en alemán. Mi dominio de ese idioma por aquel entonces era bastante espeso, así que apenas capté algunas palabras sueltas. En definitiva, sonaba a que se alegraban de volver a verse.

—Tenemos que irnos de aquí —comentó Hans cuando cambió su idioma de habla al italiano—. La he despistado por poco, pero nos encontrará si no nos movemos ya.

Como si de una comedia mal escrita se tratara, justo cuando Hans terminó aquella frase escuchamos el gruñido gutural de un animal rabioso a nuestra derecha, seguido de un resoplido.

Todos nos quedamos petrificados, de alguna manera deseando que no se hubiera dado cuenta de nuestra presencia. Pero era en vano, ya que el enorme monstruo se deslizó y apareció de entre los matojos. Ya no había ningún atisbo de intención maternal en ella, sino más bien una mirada fría y asesina.

No hubo que pensar mucho más.

—¡CORRED! —exclamé yo y agarré del brazo a dos de mis amigos sin fijarme en quiénes eran.

Tiré de ellos hasta que la situación fue inviable, perdimos el compás y tuve que soltarlos. Sin embargo, ellos habían pensado igual que yo y habían tirado del resto, por lo que los seis nos pusimos en movimiento mientras la loba aullaba a la luna.

Su cacería nocturna había comenzado y nosotros éramos sus presas.

***

Hay muchas cosas que me asustan en esta vida. Las colmenas, los políticos conservadores o caerme dentro de un canal veneciano, por ejemplo. La cuestión es que ninguna de esas cosas podría llegar siquiera a compararse con la sensación de correr por tu vida mientras un hombre lobo (o mujer loba, en este caso) corre detrás de ti y tus amigos para mataros violenta y sanguinariamente. Pero, como ya parecía cosa de costumbre, la buena suerte nos esperaba a la vuelta de la esquina.

Corríamos como trastornados. Yo capitaneaba la marcha. Detrás de mí, Stefano y Alessa lo daban todo por seguirme el ritmo. Kat, tras ellos, alumbraba el camino tanto para sí como para Hans y Elena. Ellos corrieron cogidos de la mano hasta que las cortas piernas de Elena resultaron un entorpecimiento para la marcha, así que Hans subió a su hermana pequeña a la espalda y corrió lo más rápido que pudo. La loba nos pisaba los talones, cosa que nos incentivaba a los seis a correr sin parar.

No sé cuánto tiempo estuvimos moviéndonos ni qué distancia cubrimos, pero me pareció eterno. Tampoco sé a qué santo darle las gracias por el hecho de que Elena me hubiera prestado su linterna y todavía la llevara encima, ya que gracias a ella pude ver el enorme precipicio que teníamos delante.

Frené a tiempo, pero detrás de mí se sucedieron varios empujones que me fueron acercando peligrosamente cada vez más al saliente. Primero Alessa y Stefano, después Kat, y al final Hans y Elena. No hubo tiempo para hacer preguntas, ya que en cuanto nos dimos la vuelta la loba frenó justo delante de nosotros.

La situación estaba jodida. Muy jodida. En definitiva, se reducía a si preferíamos morir despeñándonos tras una larga caída o ser devorados hasta la muerte. Me maldije por haber dejado caer el conejo. Quizá en ese momento podría habernos sido de ayuda. Quizá también la navaja de Elena, pero todos estábamos demasiado asustados como para pensar ahora en eso. Incluida ella.

La loba nos enseñó sus dientes y se preparó para arrancar a correr hacia nosotros. Era el momento de la despedida, solo que no iba a dar tiempo para decir adiós. Nos agazapamos y cerramos los ojos. La loba se lanzó sobre nosotros y...

... y sentí una mano que me empujaba hacia un lado. Con el peso de mi cuerpo derribé a Alessa y a Stefano, y al girarme vi que Kat, Hans y Elena habían caído en sentido contrario. A la loba no le había dado tiempo a cambiar su dirección, así que cayó al vacío.

Esperamos en silencio. El aullido de miedo del animal se fundió con la noche y el sonido de su cráneo abriéndose contra las rocas puso fin a la persecución.

Recuerdo mi respiración agitada y las miradas confusas de mis amigos, que no fueron capaces de ver al chico que había aparecido de la nada en medio del precipicio.

Paolo nos había empujado en el último segundo y nos había salvado la vida.

Recuerdo que el fantasma me miró a los ojos. Yo asentí con agradecimiento y este desapareció sin más. Recuerdo también asomarme al precipicio y alumbrar el cuerpo de nuestra agresora con la potente luz de la linterna. Recuerdo que su cuerpo ya había retrocedido hasta convertirse en el de una mujer de cabello moreno y largo hasta la cintura, que seguro que no tendría más de treinta años. Recuerdo ver a mis amigos asomarse y observar lo mismo que yo, taparse sus bocas con espanto y apartar la mirada. Recuerdo que todos pudimos ver a una mujer, pero yo vi algo más, algo que estaba seguro de que mis amigos no verían, como tampoco habían visto a Paolo. Recuerdo poder ver, casi tan palpable como si estuviera allí mismo, la figura de la loba.

¿Habéis visto uno de esos juegos infantiles donde recortas un círculo de papel con un pájaro a un lado y una jaula al otro? Seguro que sí. Es tan sencillo como hacer girar los dibujos ayudándote de un cordel para crear la sensación de que el pájaro está dentro de la jaula. Os suena, ¿verdad? En este caso, mis amigos habían visto por un lado la jaula, y ahora podían ver al pájaro. Yo, sin embargo, podía ver los dos al mismo tiempo. La mujer y el lobo. El lobo y la mujer. Como si estuviera haciendo girar el cordel sin parar.

Estuvimos un tiempo en el suelo sin decirnos nada hasta que de pronto arrancamos a reír. Había sido una auténtica locura, estábamos exhaustos y por poco habíamos sido el aperitivo de un ser de otro mundo.

Pero estábamos vivos.

Nos marchamos de allí, bostezando y con ganas de meternos en nuestras camas.

Stefano y yo volvimos al orfanato tras despedirnos de nuestros amigos en el camino del pueblo. Conversábamos alegremente sobre aquella locura de noche. Stefano me contó cómo él y Hans se habían puesto en camino a nuestro pintoresco hogar y de pronto la loba apareció de la nada, sujetándoles y llevándoselos a rastras. El golpe de la sien se lo había hecho en aquel forcejeo, al caer al suelo intentando huir. Yo le hablé de mi enorme preocupación y mi valiente interpretación frente a sor Antonietta.

—¡Maldita sea, Enzo! —exclamó Stefano al enterarse de esa parte—. ¡Ahora tendré que fingir que estoy enfermo varios días!

Stefano hizo algo que el resto de chicos no habían hecho: pedirme explicaciones sobre la loba. Debía de haber visto alguna mirada delatora por mi parte, pero podía oler que había algo más que no contaba. Negué que supiera nada más, pensando que, si la triste historia de cómo llegué a pensar que me estaba volviendo majareta merecía ver la luz, se la contaría otro día. Todavía era pronto para hablarle de fantasmas, pero llegaría el momento en el que lo haría.

Sin embargo, algo importante saqué en claro de aquella noche: no estaba loco. Mis amigos habían visto a la licántropa. Incluso negándose a hablar de ello, eran tan conscientes como yo de su existencia. Y aunque a ellos fuera a provocarles pesadillas, a mí me reconfortaba.

A la mañana siguiente, recuerdo que escuchamos a varias monjas conversar sobre que se había encontrado el cadáver de una mujer en el bosque. Por lo visto, la explicación que dieron las autoridades fue que aquella chica estaba demasiado afectada por la reciente muerte de su hijo de apenas un par de años como para lanzarse por el precipicio. Lo que no se explicaban, por supuesto, era qué es lo que aquella mujer hacía desnuda.

Por mi parte, he de decir que el conejo no me sentó demasiado bien. Estuve con problemas de estómago durante varios días y llegué a preocupar a Stefano, pero conseguí evitar que las sores se dieran cuenta. Tenía otra cosa de la que preocuparme antes que de la enorme diarrea que me acompañó esos días: necesitaba entender qué me había ocurrido en aquel bosque. Necesitaba saber por qué podía ver cosas que otros no veían. No me interesaba el cómo ni el para qué. Solo el por qué.

***

No tardé en comprobar que cuanto más indagas, más acabas encontrando. Como si el hecho de querer averiguar más cosas sobre mi extraña habilidad fuera una droga para lo que se escondía en la oscuridad.

Decidí que era un buen momento para visitar la biblioteca.

Sí, lo sé. La biblioteca. No me pega nada, ¿verdad?

Pensé que el mejor lugar para comenzar a investigar sobre qué estaba pasándome era un lugar donde se creyese en las fuerzas del bien y del mal. Los libros del orfanato, aunque viejos y polvorientos, estaban colmados de historias sobre ángeles, demonios, fantasmas y bestias de tres cabezas que hacían a los pecadores temblar hasta los huesos.

Stefano, Kat y yo revisábamos los libros uno a uno. Stefano se había tomado la tarea muy a pecho y nos leía en voz alta fragmentos que encontraba interesantes. Kat y yo, mientras tanto, veíamos más entretenido jugar a contar pelusas.

—¡Escuchad, chicos! —exclamó Stefano, recolocándose las gafas—. «Según expone la Biblia en sus verídicos argumentos, existen seres espirituales que han llegado a nuestro plano físico. Se trata de presencias materiales que se hallan entre nosotros, escondidos» —leyó. La voz le temblaba—. «La Biblia identifica a estos seres como ángeles, demonios y apariciones fantasmales. Sin embargo, el término más adecuado para referirnos a ellos sería el de “criaturas”, pues sus diferencias a nivel biológico podrían dividirlas, en la práctica, en miles de subgrupos genéticamente dispares que...». ¡Oh! —Stefano acarició la página con aflicción—. Alguien ha tachado cómo continua.

—¿Alguien que se durmió leyéndolo? —bromeó Kat.

Ella y yo reímos como hienas. Stefano, por el contrario, nos observaba con una ceja levantada.

—Chicos, por favor. Tomáoslo en serio. Estamos en mitad de una investigación.

—Nos lo tomamos muy en serio —respondí yo, sosteniendo el lápiz con mi labio superior mientras ponía boca de pato.

Kat se partió de risa.

Stefano suspiró.

—Enzo, tú más que nadie deberías estar devorando estos libros. Hay información muy interesante. Para empezar, acaba de decirnos que hay más seres además de los hombres lobo.

—Eso ya lo suponíamos todos —repliqué.

—Pero no es lo mismo suponerlo que saberlo. ¿Eres consciente, además, de que podría haber hasta mil criaturas distintas?

Aquello me incomodó. Dejé el lápiz sobre la mesa. Intenté pensar en mil tipos distintos de monstruos, y la imaginación no me dio para tanto.

—Son muchos...

—Tiene que haber más información sobre ellos —intervino Kat. De pronto, parecía tomarse en serio el asunto y comenzó a hojear los libros—. Tenemos que saber cómo defendernos de ellos.

El sonido de mi lápiz cayendo al suelo nos hizo dar un salto a los tres.

—¡Enzo! Sé más cuidadoso... —exclamó Stefano. Kat directamente me arreó un librazo en el hombro.

—¡Ay! Perdón, dedos de mantequilla...

Me levanté del asiento y busqué a tientas debajo de la mesa.

Por mucho que arrastraba los dedos, no lograba dar con el maldito lapicero. Aquel lugar estaba muy oscuro y no había manera de ver dónde se había metido.

Una mano huesuda apareció entre las sombras, con el lápiz entre sus dedos.

Parpadeé. ¿De dónde salía ese brazo?

De pronto, mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pude ver un rostro cadavérico que me observaba con unas cuencas sin ojos.

Sonrió y de sus dientes mellados brotaron gusanos.

—¡AAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHH!

Me golpeé la cabeza con la mesa, pero logré escapar de ahí abajo arrastrándome por el suelo con la mirada ida y sudando del miedo.

Stefano y Kat saltaron de sus asientos.

—¡¿QUÉ PASA?!

—¡AAAAAAAAAHHHHHH!

Eso fue lo único que pude contestar, y acto seguido eché a correr hacia la puerta de la biblioteca.

Kat y Stefano me siguieron, dejando los libros abandonados detrás. También gritaban.

Antes de atravesar la puerta, me giré un momento a mirar la mesa en la que apenas hacía cinco segundos habíamos estado sentados. De entre sus patas asomaban unas enormes alas de murciélago que pertenecerían a aquella bestia sin ojos.

Una vez llegamos a un lugar bien iluminado y seguro, decidí no contarles lo que acababa de ver.

Ellos, por su parte, decidieron no preguntar.

Los chicos perdidos

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