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VI ¿Qué fue de los chicos perdidos?

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Era la primavera de mi dieciocho cumpleaños cuando comenzó el principio de nuestro fin.

La gente crece. O eso dicen. Las obligaciones aparecen. Y con el paso de los años hay que decir adiós a ciertas cosas y personas que pasan a convertirse en recuerdos.

Sor Francesca había sido como una segunda madre para todos nosotros. Todos lo sabíamos, era una de esas verdades no habladas que compartíamos. Se ocupó de nuestra educación y de que creciéramos como tocaba. A los que no vivían en el orfanato los dejaba venir a visitarnos, y con la mayoría de edad los huérfanos teníamos permitido salir bastante a menudo.

Cuesta creer que una mujer tan dura terminase siendo un pedazo de pan, ¿eh? Los años le habían ablandado el carácter, desde luego, pero la principal razón de su cambio fueron los niños de los que se ocupaba. Solía ser seria y estricta y daba la sensación de ser dura como una roca, pero la realidad era distinta y la pudimos ver conforme pasaba el tiempo.

Solía llamar «sus niños» a todos los críos del orfanato. En cierto modo, para ella éramos como los hijos que nunca tuvo. Con la marcha de don Demetrio, comenzó a dejar de fruncir tanto el ceño. Hizo buen uso de los recursos del orfanato y tuvimos buena comida, muchos libros y suficiente ropa de abrigo. Era una directora, pero también buena consejera y profesora. Seguía siendo estricta, por supuesto, pero no era como lo había sido antes.

Por ello fue motivo de duelo general el día de su muerte.

Ocurrió esa misma primavera. La edad pasa factura a todos y sor Francesca había desmejorado mucho en pocos años. El día que ya no pudo levantarse de la cama se formó una cola de huérfanos y gente del pueblo que quería despedirla.

Nuestros amigos vinieron. Cuando pudimos entrar en la habitación notamos cómo nuestras respiraciones se detenían. Aquella mujer, que había dado guerra durante incontables años, estaba tumbada en la cama con los ojos ya cerrados. Le costaba respirar y el médico que había venido del pueblo nos pidió que no levantáramos la voz demasiado para no molestarla.

—¿Quiénes sois? —preguntó con una voz débil por el cansancio y las medicinas.

Nos quedamos petrificados, como si hubiéramos perdido la capacidad de habla.

—No voy a daros ningún reglazo por hablar... decidme —pidió de nuevo, comenzando a abrir los ojos para vernos ella misma.

Ciao, sor Francesca... —pude decir yo—. Están aquí Elena, Hans y Alessa, chicos del pueblo que han venido de visita varias veces. También están Kat y Stefano, alumnos suyos, y yo soy...

—¡Ya sé quién eres, Enzo D’Amico! —me cortó ella, riendo como sus viejos pulmones le permitieron—. No me digas que te has vuelto un bonachón con los años, picaruelo. ¿O es que ya no te gusta sacarme de quicio?

Sentí un fuerte nudo en la garganta. Observé a mis amigos y vi que todos tenían los ojos llorosos.

—Acercaos, muchachos, no muerdo. Dejadme que os vea —pidió alzando levemente una mano—. Tengo unos ojos muy ancianos y ya no veo tres en un burro.

Nos arrancó una sonrisa y consiguió que nos moviéramos, colocándonos lo más cerca posible.

—Ah, esto ya es otra cosa. —Sor Francesca nos observó uno a uno, recuperando durante unos instantes la viveza en los ojos que siempre la había caracterizado—. Señor, cuánto habéis crecido en tan poco tiempo. Sois ya unos adultos.

Llegados a este punto, Stefano y Elena estaban soltando algunas lágrimas. El resto creo que no podíamos creernos que aquello fuera una despedida para siempre.

—Me duele no poder veros seguir creciendo, hijos míos —prosiguió, y notamos que ella también tenía un nudo en su garganta—. Siempre habéis sido unos chicos perdidos, pero estoy segura de que con el tiempo encontraréis vuestro lugar en el mundo.

—Vamos a echarla mucho de menos —dijo Kat. Todos asentimos con nuestras cabezas.

—Oh, no lo hagáis —contestó sor Francesca con jovialidad en su voz—. Él me está esperando y en su Reino no lo pasaré mal. —Alzó un dedo para señalar hacia el techo y sonrió—. Pero si algún día necesitáis hablar conmigo, solo tenéis que pensar en mí y yo os escucharé.

Hans cogió su mano.

—Lo que ha hecho por todos nosotros no tiene precio. Las veces en las que ha cuidado de nosotros y nos ha dejado quedarnos aquí cuando nuestro padre...

—Tonterías, chico. No tenéis nada que agradecerme. En todo caso, yo debería agradeceros a vosotros por haber soportado mis azotes.

Todos reímos.

—No la olvidaremos, sor Francesca —prometió Alessa con un gran pesar en su voz.

—Ni yo a vosotros. Ahora marchaos, pero no se os ocurra iros sin darle un fuerte abrazo a esta vieja pasa arrugada.

Obedecimos y todos nos apretamos contra ella.

Nos fuimos retirando uno a uno. Cuando solo quedábamos Hans y yo, él salió por la puerta secándose los ojos con la manga. Iba a marcharme también y a dejar descansar a sor Francesca cuando ella me agarró de la muñeca.

—Enzo —susurró sin casi mover los labios—. Cuida de los demás, ¿vale?

—Por supuesto, sor Francesca —respondí.

Ella negó con la cabeza.

—No lo entiendes, Enzo. Siempre ha habido algo de ti que me ha parecido extraño y ahora ya sé lo que es. —Me miró seriamente—. Cuando llegue el momento, tendrás que protegerles. Mantenlos siempre cerca, Enzo. No importa que no crean en ti. Solo tú podrás hacerlo. —Me agarró aún más fuerte, y supe a la primera que ya no hablaba de mis amigos—. No les tengas miedo, Enzo. Ellos deberían tenértelo a ti.

Me soltó la muñeca, cerró los ojos y no volvió a hablar más.

Sentí que me costaba respirar y corrí hacia la puerta.

Una vez abandoné la habitación, mis amigos me esperaban fuera. Nadie dijo nada. Debieron suponer que estaba alterado por ver a sor Francesca de esa manera, y yo dejé que siguieran pensándolo.

Nos sentamos en el patio de piedra y observamos la fila de visitantes desde lejos. Mis amigos lloraban, pero yo solo podía pensar en el buen humor que había tenido sor Francesca durante nuestra visita. Y en aquellas extrañas palabras.

No sé por dónde entró, pero noté la presencia de un ser cerca de nosotros. Al girarme, vi cómo avanzaba por el patio. Era del tamaño de un humano corriente, pero caminaba con los pies descalzos y dejaba una estela de frío por donde pasaba. Tenía unas enormes alas negras que arrastraba por el suelo, el cabello oscuro recogido, la piel ceñida a los huesos y pálida como el hielo, y un vestido negro azabache que le tapaba hasta los tobillos.

No tuve que preguntarme nada. Supe que era la Muerte.

Se detuvo cuando notó mi mirada y clavó unos ojos que parecían pozos sin fondo en mí. Despacio y con una dulzura tranquilizadora dibujó una sonrisa en su rostro. Creo que aquella fue una de las pocas veces en las que no me asusté al ver un ente no humano. No fue miedo lo que sentí, sino... ¿cómo podría describirlo?

Paz, tal vez.

Lentamente, la Muerte colocó su mirada de nuevo al frente y siguió avanzando. Sus pasos no hacían ruido. Caminó junto a la fila de personas que esperaban dar un último adiós a sor Francesca, subió las escaleras y desapareció de mi vista. Tenía un beso que entregar.

Me abracé a Hans y rompí a llorar sin consuelo.

***

Como ya he dicho, la gente crece. Y nosotros ya teníamos una edad lo suficientemente adulta como para que las cosas cambiaran.

Todo ocurrió ese mismo verano. Mis amigos, a diferencia de mí, tenían aspiraciones realistas. En Italia no se accede a la universidad hasta los diecinueve, pero Alessa había conseguido que sus notas fueran tan excepcionales como para que la avanzaran un curso. Stefano, al tener la mayoría de edad, había heredado una pequeña finca de un tío lejano suyo, que se la había legado al morir con la expresa condición de que se hiciera cargo de ella y no la vendiera a nadie. Kat había tomado la decisión inamovible de volver a Rusia para reencontrarse con sus raíces y, a ser posible, con su abuela. El Coronel y su mujer debían mudarse a Alemania por trabajo y con ellos iban a ir sus hijos, aunque fuera a regañadientes.

En definitiva, nadie iba a quedarse ni siquiera un año más.

Las despedidas fueron jodidas. Mis amigos fueron abandonando el pueblo uno a uno. El adiós de Stefano fue después de su cumpleaños y hubo muchos mocos y lágrimas por parte de los dos. Me hizo prometerle que iría a verle en cuanto pudiera y que le escribiría todos los días. Kat nos dejó una carta que nos dio su padre, donde se excusaba de no haberse despedido en persona alegando que tenía muchos preparativos y que así sería menos doloroso. Alessa nos regaló bufandas y gorros de lana a todos, y envió por correo los que le pertenecían a los que ya se habían marchado. Elena no supo qué decirme, pero era evidente que se sentía culpable por no poder quedarse conmigo. Al fin y al cabo, era el único que iba a permanecer en el pueblo.

Hans tuvo un detalle distinto.

Antes de partir, izó la bandera blanca y nos encontramos en el exterior del garaje del padre de Kat. Guardamos silencio, ya que ninguno sabía lo que decir, hasta que se quitó la gorra que le había regalado por su diecisiete cumpleaños y me la tendió con la mano.

—Quédatela.

Pestañeé atónito, observándola, y elevé mi mirada confusa hasta la de Hans.

—Es un regalo. Tienes que quedártela tú.

Hans negó con la cabeza.

—No puedo. El Coronel me va a obligar a trabajar con él, así que no voy a poder llevarla. Prefiero que te la quedes tú. Sé que le darás un mejor uso. Y podrás tener un recuerdo mío...

No sabía qué decir. Tenía una terrible sensación de vacío en el estómago y solo quería pedirle que se quedara. Que Elena también lo hiciera. Y que el resto volvieran. Pero Hans era demasiado cabezota como para aceptar un no por respuesta, así que simplemente la cogí. No me la coloqué, sino que la sostuve en mis manos. Pensé también que sería justo que yo le diera algo a cambio, algo con lo que pudiera recordarme. No tenía collares ni pulseras, ni nada de valor especial. Solo mi guitarra, pero eso no podía dárselo. Pensé en la posibilidad de cortarme un mechón de pelo, pero tampoco quería pecar de teatrero.

—No tengo nada de valor que pueda darte —susurré con los labios temblando—. ¿Vas a recordarme igualmente?

—Desde luego —respondió él, sonriendo de forma forzada—. A ti y a todos.

—Hazme un favor, Hans —le pedí—. No dejes que tu padre te convierta en alguien como él.

—¡Ni de coña! —exclamó—. Y hazme tú a mí un favor y no te metas en demasiados problemas, ¿quieres?

—Lo intentaré.

Ambos sonreímos, provocando un silencio que ninguno quería romper porque significaba tener que decir ya adiós.

Hans terminó haciéndolo.

—Te has equivocado, por cierto.

—¿En qué? —pregunté frunciendo el ceño.

—Sí que hay algo de valor que puedes darme —añadió, y colocó sus manos a ambos lados de mi rostro.

Acercándose a mí, cerró los ojos y me besó en los labios.

Yo no hice nada. No supe qué hacer. Así que mantuve mis ojos abiertos como platos y esperé a que se retirara. A pesar de la sorpresa, esa vez no había sido como cuando me besó aquella chica del pueblo. Esa vez fue distinta de algún modo.

Esa vez fue de verdad.

Arrivederci, Enzo —se despidió, dándose la vuelta sin esperar ninguna palabra o reacción más.

Bis bald, Hans... —contesté, quedándome después en completo silencio y viéndole alejarse poco a poco.

¿Cómo iba a enfadarme con mis amigos? Ellos habían decidido lo que querían hacer con sus vidas y no podía solo esperar que se quedaran junto a mí para siempre. Eso habría sido muy egoísta y estaría destinado a terminar mal.

Podía lamentarme, sí. Podía quedarme en aquel pueblucho para siempre, pero yo también tenía mis propias aspiraciones. Quería conocer mundo. Quería saber por qué mi vida era así y por qué podía ver lo que veía. Sin amigos y sin nadie que pudiera detenerme, me marché.

***

Cambiar de aires me sentó bien, aunque solo fuera al principio.

Volví a mi tierra natal, Venecia.

Por si no lo sabéis, esta es un pedazo de tierra medio inundado donde no hay ni coches, ni trenes, ni bicicletas. Si quieres ir a algún lugar, lo haces en vaporetto o a pie. Está lleno de turistas, sobre todo en vacaciones, pero eso no le quita encanto. También está poblada por monstruos de cuentos de terror que fingen ser personas normales y corrientes, lo que me hizo darme cuenta de que seguro que todo el maldito mundo lo estuviera.

Mi casa estaba cerca del puerto. Cuando regresé a mis dieciocho años, se notaba que le hacía falta una capa de pintura y todos los geranios que antes habían rebosado de vida estaban secos y habían estirado la pata. Nadie había ocupado esa casa desde que me marché. Los rumores locales decían que los espíritus de una joven pareja la habían encantado y que por las noches se les oía susurrar el nombre de su hijo huérfano. Desde luego que aquello no me espantó en absoluto; si había una posibilidad de que fuera cierto y pudiera ver a papá y a mamá otra vez, estaría encantado.

No ocurrió nada de eso, sin embargo. La casa seguía tal y como la recordaba, solo que mucho más oscura y llena de polvo. Decidí limpiarla para que fuera habitable. Quité toda la suciedad, arreglé un par de muebles rotos y volví a pintar la fachada de rojo. Eso sí, no toqué nada de nada. En especial el cuarto de mis padres: lo dejé tal y como lo encontré. Lo único de lo que sí tomé posesión fue del walkman de mi padre y de la vieja guitarra de mi madre. Tras quitarle las telarañas y el polvo, esta parecía recién salida de fábrica.

Empecé a trabajar de pescador en un barco bastante viejo. El capitán se acordaba de mí y de mi padre, así que no dudó ni dos minutos en ofrecerme el puesto. Salir a la mar me traía muchísimos recuerdos y por un tiempo fue un buen analgésico para olvidarme de mis amigos y mis padres.

Así fue también cómo conocí a Caterina. Era la hija de mi capitán, así que tarde o temprano tendríamos que acabar coincidiendo. Cada dos semanas pasaba un día en el barco junto a su padre. No pescaba, pero solía pasear por cubierta. Una vez me encontró sentado sobre la borda, con los pies colgando sobre el agua. Estaba en mi descanso y me calentaba al sol de primavera cuando escuché su voz a mi lado.

—¿Hay algo que pueda decirte para que no saltes? —preguntó con una sonrisa simpática.

Abrí mis ojos y parpadeé con confusión por el exceso de luz hasta dar con ella.

—Oh, no. La decisión está tomada... —dije yo con un tono lúgubre—. Voy a darme el chapuzón más refrescante que hayas visto jamás.

Conseguí hacerla reír de una forma que parecía incluso ronronear.

—Entonces no me interpondré en tu camino. —Apoyó un brazo sobre la borda, dejando que su largo pelo cayera de lado—. Tu nombre es Enzo, ¿verdad?

—Así es —contesté asintiendo con la cabeza—. Enzo D’Amico, a su servicio. —Muy teatrero, me quité la gorra y agaché la cabeza como si hiciera una reverencia ante ella, lo que la hizo reír—. Y un pajarito me ha dicho que tu nombre es Calvina...

—¡Caterina! —me corrigió ella dándome un toquecito en el brazo, volviendo a reír. Sé que suena a cliché, pero sus dientes eran blancos como las perlas.

—Ah, scusa. ¡Soy terrible con los nombres! —contesté tratando de resultarle simpático.

—Y también para pedir citas. ¿Cuándo pretendes hacerlo? —preguntó, dejándome atónito. Aquel era un buen momento para saltar dentro del mar y nadar hasta que dejara de ver tierra, pero no lo hice. Me quedé en silencio y pensé que, al fin y al cabo, si quería dejar de pensar y mantenerme ocupado, una cita no era tan mala idea.

¿Qué podía salir mal?

Carraspeé, buscando no haber perdido la voz.

—Ahora mismo, por ejemplo. ¿Esta noche?

—Esta noche —contestó ella. Iba a abrir la boca para decirle la hora, pero ella se me adelantó—. A las ocho. Pasaré a recogerte. —Se despidió con un saludo de mano y se marchó tal cual.

***

Resultó que era una chica estupenda y la noche no fue nada mal. Después de esa cita vinieron muchas más y con el tiempo terminamos emparejándonos. Ella se enamoró de mi tonto sentido del humor, mi espíritu aventurero y mi tristeza; yo, de su positividad, su bondad y su sonrisa. Caterina hizo que por un tiempo comenzara a sentirme mejor, pero, como en muchas otras relaciones adolescentes, la felicidad no podía durar demasiado.

Fue en esa época cuando, por fin, conocí a las dos presencias que me seguían a todas partes: un ángel y un demonio.

Me encontraba caminando por el mercado del pueblo y poniéndole muy buenos ojos a un cesto de manzanas cuando el primero apareció a mi derecha.

—Hola, Enzo —me saludó.

Salté del susto y le clavé mi mirada atemorizada. Llevaba un abrigo largo y su piel era del mismo color que su pelo: blanquecino hasta decir basta.

—¿Sorprendido? —preguntó con una sonrisa poco angelical.

Yo no sabía qué decir. Comencé a balbucear como un tonto y a mirar a mi alrededor, preguntándome con temor lo que pensarían las demás personas del mercado de ver a un tío con alas que acababa de aparecer en medio de la calle.

—Oh, no te preocupes por ellos —añadió la criatura—. Solo tú puedes verme y oírme.

—¿Entonces voy a parecer uno de esos locos que hablan solos? —bromeé yo, intentando quitarle hierro al asunto, aunque estaba tan asustado que por poco no me había orinado encima.

El ángel sonrió.

—Mi trabajo contigo —prosiguió— es decirte cuándo estás a punto de cometer una estupidez para convencerte de que te lo pienses dos veces. Así que aquí estoy.

En ese momento, además de asustado estaba ofendido.

—¡No voy a hacer ninguna estupidez! —exclamé—. No puedes saber lo que estoy pensando. —Hice un breve silencio—. ¿O sí?

—No, pero puedo hacer una estimación bastante exacta según tus anteriores patrones conductuales —contestó con suficiencia, y luego añadió en un tono parecido al que utilizaría para dirigirse a un niño—: Para que lo entiendas, te conozco lo suficiente como para saber lo que vas a hacer. Y déjame que te diga que no es buena idea.

—Hacer... ¡HACER! —Un grito gangoso llegó a mi oreja izquierda y me hizo dar otro salto. Al girarme pude ver al demonio de rostro cadavérico y alas de murciélago. Me sonreía con la mirada propia de un demente—. ¡HACER!

Estaba seguro de que ya me había meado en los pantalones.

—Pues a él sí que parece gustarle la idea —le comenté al ángel mientras señalaba al demonio.

—¿Y vas a robar porque él te aplauda? —El ángel soltó un suave resoplido y pasó a contestarse a sí mismo—. Pues claro. Eres así de inconsciente. Siempre eligiendo el camino difícil. ¿Qué te cuesta simplemente marcharte y dejarlo estar?

Acto seguido llegó Caterina cargando con bolsas de la compra.

—¿Qué haces hablando solo, tontito? —me preguntó sonriente y me besó en los labios.

Pero ninguno de sus besos volvió a saber igual desde entonces.

Cuando me di la vuelta, ya no estaban ni el ángel ni el demonio.

Recuerdo que durante los días siguientes no me atreví a salir de casa. Miraba constantemente por la ventana, escudriñaba los rincones de cada habitación y esperé sentado en el sofá mirando la nada.

No aparecieron.

Estuve pensando en las circunstancias en las que había ocurrido el encuentro y se me ocurrió algo: debía volver al mercado.

Regresé a la mañana siguiente, paseé por las calles y me fijé en el puesto de pescado. Lo cierto era que me apetecían unas sardinas y había salido de casa sin dinero.

—¿Otra vez, Enzo? —preguntó el ángel de brazos cruzados cuando apareció junto a mí—. No sé si alguna vez lo has escuchado, pero robar está mal.

Poco después, le siguió el demonio.

Me di cuenta de que solo se mostraban ante mí cuando iba a hacer alguna de mis trastadas. Y que, además, siempre aparecían de la misma forma: primero el ángel, después el demonio. La vez en la que me armé de valor y le pregunté al ángel, que parecía razonar mejor, por qué eso era siempre así, se había reído con pocas ganas y había respondido: «Eso es porque mis alas vuelan más rápido». No supe discernir si se trataba de uno de sus sarcasmos o si era una realidad que las alas de plumas eran más rápidas que las de murciélago. Lo que había que reconocer, como mínimo, era que las del ser infernal estaban hechas un colador.

Me acostumbré a su presencia. Con el paso de los días, sus apariciones fueron más frecuentes y a mí dejaron de darme tantos problemas. Llegaron incluso a caerme bien, aunque abrieron una veta que comenzó a quitarme el sueño.

¿Por qué era yo el único que podía verlos?

Aunque por un tiempo estuve bien con mi nueva vida, poco a poco fui empeorando. Había intentado encajar como uno más sin éxito. No podía llevar una vida común encontrándome un engendro en cada esquina. No podía olvidar a mis padres ni a mis amigos y no podía evitar preguntarme a qué se refería sor Francesca con aquellas palabras que me dijo antes de morir y si tendrían algo que ver con mi demonio y mi ángel de la guarda.

Dejé de ser feliz. Cada vez me sentía más aprisionado y tenía más ganas de cambiar las cosas. Caterina lo notó, y eso poco a poco comenzó a deteriorar su propia felicidad. Yo cada vez estaba peor y la estaba arrastrando conmigo. Ella me quería demasiado como para dejarme ir, pero yo la quería lo suficiente como para saber que mi actitud la estaba destrozando. Así que después de varios meses de subidas y bajadas emocionales, fui yo quien puso fin a la relación.

Ella se resistió y lloró. Los dos lloramos. Pero por encima de todo estaba que los dos pudiéramos volver a ser felices.

Un par de semanas después, dejé mi casa, mi trabajo, mi infancia. Dejé Venecia.

Y lo hice sin mirar atrás.

***

Con una mochila, mi nueva guitarra, el walkman y todo el tiempo del mundo, me lancé a la aventura.

He de reconocer que fue muy emocionante. Todavía estaba jodido, pero sentía que respiraba aire renovado.

Aire puro.

Durante un año me dediqué a viajar por Italia, recorriendo toda clase de lugares, desde ciudades enormes hasta pueblos enanos. Mis energías se renovaron poco a poco y, a pesar de la soledad, nunca me sentí mal. Descubrir algo nuevo cada día me hacía seguir caminando.

Terminé aquel primer viaje dirigiéndome a la nueva casa de Stefano. Habíamos estado escribiéndonos hasta que me marché de Venecia, por lo que su cara de sorpresa al recibirme fue un poema.

—¡¡Enzo!! —exclamó con fuerza, echándose a mis brazos—. ¡Estás vivo! ¡Maldita sea, malnacido!

Reí.

—Se me olvidó decirte que iba a realizar un viaje algo largo, scusa —contesté estrujándole hasta que sus huesos crujieron.

—¡¿Es Enzo?! —Escuché una voz proveniente del interior de la finca, que reconocí al instante. Poco después, Alessa se asomó por la puerta con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Enzo! —exclamó ella también, lanzándose sobre mí.

—¡Alessa! ¿Qué haces aquí...? —pregunté extrañado, aunque la respuesta estaba más clara que el agua. Todos sabíamos que esos dos se hacían tilín desde el principio—. Cazzo, ¡vosotros dos juntos! ¡Quién iba a decirlo! ¡Me alegro tanto de veros!

Cogí a Alessa de un brazo y a Stefano del otro y los apreté contra mí como si quisiera ahogarlos.

—¡Pasa dentro de una vez! —exigió la chica, y los tres atravesamos la puerta.

Pretendía estar apenas un par de días, aunque terminé quedándome un par de semanas. No pude resistirlo. Verlos fue como un soplo de aire frío en una mañana calurosa, si me entendéis. Refrescante y tranquilizador a partes iguales.

Hablamos de todo. Ellos me contaron cómo habían acabado viviendo juntos y las noticias que tenían del resto de nuestros amigos. Stefano había terminado sus estudios y publicado varios libros que se vendían muy bien, y Alessa tenía su propio bufete de abogados y era propietaria de un pequeño negocio de complementos para vestir hechos a mano. Yo les hablé de Caterina y de mi corta y casi normal vida en Venecia antes de lanzarme a seguir la senda del trotamundos. Les prometí volver, por supuesto, pero llegado el momento me marché.

Aunque esa vez lo hice sonriendo.

***

Estoy seguro de que ni Elena ni Hans esperaban ver mi culo italiano en Alemania.

Stefano me dio la dirección donde los hermanos compartían piso en aquel momento. Se habían independizado juntos y habían podido poner mucha más distancia con el Coronel. Eso fue suficiente como para que me presentara en su piso sin previo aviso.

Fueron un par de meses memorables en muchos de los sentidos.

Elena había llenado el piso de cuadros. He de reconocer que muchos eran muy buenos. Pude ver con mis propios ojos varios de ellos colgados en alguna que otra galería del país. No eran sitios demasiado importantes, pero desde luego era un comienzo.

Hans se había dejado crecer el pelo hasta casi taparle las orejas y trabajaba en el banco. Nada que ver con el deprimente futuro que su padre había elegido para él en el ejército. Me saludó frotando su puño contra mi cabezota.

Me contaron que su madre había dejado al Coronel y que había regresado a Italia con su hermana. Su padre, por su parte, solía pasar mucho tiempo en bares y clubs nocturnos. Nada inesperado, si se me permite opinar.

Hicimos una escapada hasta Rusia, donde nos encontramos con Kat y su (todavía viva) abuela. No estuvimos más que unos días, ya que a ninguno nos gustaba el frío, pero nos alegró saber que a nuestra amiga le iba bien con su nuevo taller de reparación de coches. Igualita a su padre.

Descubrí una parte de Hans durante mi periodo en Alemania que me cautivó. El chico engreído y ligón que yo recordaba se había convertido en un muchacho bastante respetable y respetuoso. Y por encima de todo, se había aceptado a sí mismo. Hablamos del beso, cosa que trajo muchos más después. Hablamos de nosotros, cosa que nos llevó a hablar de nuestro futuro. Un futuro que me asustaba y que me emocionaba a partes iguales.

La felicidad duró poco, sin embargo. No porque quisiera marcharme, sino porque así es como funcionan las cosas. Supongo que mi maldición no consiste en poder ver cada maldito monstruo que camina sobre la faz de la tierra, sino en perder a gente en la carretera.

Era julio. Hans conducía y yo ocupaba el asiento del copiloto. Estábamos discutiendo sobre tonterías y nos distrajimos. Ninguno de los dos vio el camión que venía en nuestra dirección hasta tenerlo ya encima.

Cuando desperté cubierto de sangre y de cristales rotos moví a Hans intentando que me mirase una vez más, que me recordara lo idiota que era o solo que respirara. Pero nada de eso ocurrió. Fue como mover un maniquí sin vida.

Hans había muerto.

***

El funeral fue sencillo. Acudieron Elena, la madre de los hermanos y todos nuestros amigos. El Coronel no quiso venir. Cuando Elena le telefoneó para decirle lo que había pasado él contestó, textualmente, que ese maricón de su hijo se lo merecía. Yo nunca había sentido un instinto asesino tan fuerte.

Mi estado era bastante malo. Todavía se me estaban soldando un par de huesos y en el hospital me habían llenado de vendajes. Pero eso no me impidió acudir. Abracé a Elena con los ojos llenos de lágrimas y ella lloró contra mi pecho. Stefano, Kat y Alessa nos fueron abrazando a ambos y le dieron el pésame a Felisa.

El funeral me pareció eterno. Cuando por fin terminó, me alejé del grupo. Necesitaba un tiempo a solas para pensar. Había sido todo tan rápido que parecía un sueño.

Me senté sobre una lápida, todavía pudiendo escuchar los lamentos de los demás en la lejanía. Entonces fue cuando escuché una voz muy conocida junto a mí.

—Pensaba que la siguiente vez que nos viéramos todos iba a ser por algo feliz... y no porque uno de nosotros la palmase.

Giré rápido el cuerpo y me encontré con Hans. Llevaba la misma ropa que el día del accidente y estaba tan pálido como Paolo en su día. Incluso noté el frío que desprendía.

—Hans... —pude decir con un hilo de voz. La vista se me nubló por las lágrimas.

—Por favor, no llores —me pidió—. Esto es demasiado jodido de ver como para que ahora tú también empieces a llorar como una Magdalena...

No pude cumplir su petición porque se me escaparon varias lágrimas. Me froté los ojos con las manos. Cuando los abrí, Hans se había sentado a mi lado.

—Esto es muy injusto —dije.

—Lo sé —contestó él—. Pero no podéis hacer nada.

—¿Qué va a ser de nosotros? —pregunté, observando de lejos cómo Elena dejaba un ramo de flores sobre la lápida de Hans.

—Cuidaré de mi madre y de Elena —respondió—. Y por supuesto de todos vosotros. Pero debéis continuar, Enzo. Olvidadme y seguid adelante.

—No voy a olvidarte —negué—. Ninguno lo haremos.

Hans se encogió de hombros.

—Entonces por lo menos tendrás que seguir adelante.

Ambos nos quedamos en silencio sin saber qué más decir. No temía la presencia de Hans, sino que desapareciera de repente, que nunca más volviera a verle. Solo quería cerrar los ojos y que todo regresase a la normalidad.

—¿Cuándo lo vas a hacer? —preguntó mi difunto amor de repente.

—¿Hacer qué? —respondí algo confuso.

—Marcharte —añadió—. Siempre has querido ver mundo, ¿no? Yo diría que este es el mejor momento para hacerlo.

—Es posible. —Suspiré por la nariz.

En esos momentos no sabía lo que quería, pero imaginé que lo más sensato sería marcharme sin más. Lo sentía por Elena, pero no podía quedarme allí. Yo lo sabía. Hans lo sabía. Todos lo sabían.

—¿Y bien? —interrumpió Hans mis pensamientos.

—Lo haré esta misma noche. Échale un ojo al resto por mí, ¿vale?

—Dos ojos —respondió. Comencé a ponerme de pie. Era el momento de marcharme de aquel lúgubre cementerio, pero Hans me detuvo—. Y... ¿Enzo?

Me detuve antes de dar ningún paso, me giré hacia él y...

Los chicos perdidos

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