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III Pequeños guerreros

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Fue en ese viaje al pueblo cuando conocí a Paolo.

Lo encontré en el borde del camino que conectaba la población con el orfanato, jugando a dibujar sobre la arena con un palo. Conocía a bastantes chicos de la zona, pero era la primera vez que veía a ese. Era pequeño y pálido, y casi tan flaco que podían vérsele los huesos. Ignoró mis pasos cuando me acerqué a él.

Ciao. ¿Has visto por aquí a dos niños de mi edad? Una chica muy simpática y su hermano idiota. Los dos muy rubios.

El chico negó con la cabeza sin apartar la mirada de su dibujo. Por supuesto, me molestó su falta de participación. Intenté, por lo menos, conseguir que me mirase.

—¿Qué dibujas? —insistí, estirando el cuello para verlo. Eran cuerpos de personas hechos con círculos y palos.

—A mi familia —contestó, y pasó a presentármelos—. Mi padre, mi madre, mi hermana y yo.

—¿Dónde están? —pregunté, pero el chico solo se encogió de hombros. Resoplé, empezando a cansarme—. ¿Y qué haces aquí solo? ¿Es que te has aburrido del pueblo?

Él negó con la cabeza.

—Los otros chicos no quieren jugar conmigo.

Aquello me pareció extraño, aunque normal teniendo en cuenta las circunstancias. El muchacho no era precisamente hablador.

—¿Y por qué no?

Se volvió a encoger de hombros.

—Para ellos soy invisible.

En aquel momento me pareció una forma poética de responderme que los demás pasaban de él, y a fin de cuentas sentí algo de lástima. Estar solo era una mierda, yo lo sabía de sobra. ¿Y por qué no? Vi algo en sus ojos que me hizo darme cuenta de que estaba tan perdido como yo. Y como mis amigos. ¿Qué podía salir mal?

—Pues para mí no. Me llamo Enzo D’Amico, ¿y tú?

—Paolo —respondió.

—¿Ves esa bandera de allí, Paolo? ¿La roja? —le pregunté señalándola. Él elevó la vista y en cuanto vio el pañuelo asintió con la cabeza—. Pues cuando veas que sea blanca ve al pueblo y espérame en el campanario. Te presentaré a mis amigos. Estoy seguro de que para ellos tampoco vas a ser invisible.

Paolo alzó el rostro y me miró a los ojos de una forma que me erizó hasta el último pelo de la nuca. Era un chico rarito, sin duda. Pero había conseguido que dejara de dibujar y me atendiese. Punto para el intrépido D’Amico.

—¿De verdad? —preguntó con un hilo de voz, sin apenas poder creérselo.

—De verdad —asentí sonriendo. Empecé a ponerme en marcha, reanudando mi camino hacia el pueblo. Levanté la voz para que me escuchara—. Ahora me tengo que ir, pero no te olvides, ¡bandera blanca!

Me di la vuelta y eché a andar con rapidez.

***

En el pueblo encontré a Alessa. Estaba comprando lana para sus bufandas de ganchillo en el mercado, así que la sorprendí dándole un susto por la espalda. Ella dio un salto, se giró y al verme me golpeó el hombro.

—¡Enzo! —exclamó con su voz un pelín más aguda de lo normal—. ¡No hagas eso!

Yo reí como el crío idiota que era.

—Perdona, ¡es que me encanta cómo te danzan los rizos cuando te asustas! —respondí sonriente.

—No tienes remedio... —dijo, extendiéndole el dinero de sus nuevos ovillos al tendero—. ¿Qué haces aquí?

—He venido a ver qué se cocía. La bandera sigue siendo roja, ¿te has enterado de qué ha pasado?

Alessa me cogió del brazo y me alejó de la gente. Me miró con seriedad, sosteniendo su cesta de mimbre cerca del pecho.

—Es el Coronel —me explicó casi en susurros. El Coronel era el apodo que le habíamos puesto al padre de Elena y Hans—. Lleva varios días sin dejar que salgan de casa. Por lo que me ha contado Elena, tiraron por el suelo un cubo de pintura sin querer y ahora el Coronel les ha obligado a terminar de pintar la casa. Ellos dos solos, Enzo. No les quedará mucho para acabar, pero...

—Odio a ese mamarracho —contesté cruzándome de brazos—. ¿Acaso no sabe que eso es explotación infantil? Seguro que mientras ellos pintan él está sentado en su sofá fumando sus puros y bebiendo su whisky.

Mi amiga se encogió de hombros. Era lo más probable. El Coronel tenía fama de ser demasiado autoritario y la fea costumbre de pagarlo con sus hijos y con su esposa. Pasaba muchos días fuera de casa por trabajo. Ese tiempo de tregua se convertía en un descanso para nuestros amigos, pero cuando volvía lo hacía con la mentalidad de que era el rey de la casa. Y ojo al que le llevara la contraria.

—Pues eso no va a quedar así. ¡Suerte que estamos nosotros! —exclamé, sujetando a Alessa del brazo y echando a caminar sin avisar.

—¡Es-espera, Enzo! ¡¿Qué pretendes?!

—Vamos a darle una lección a ese stronzo.

—¡Pe-pero tengo que llevar la cesta o...!

—Nadie trata así a mis amigos. ¡Ni siquiera sus padres!

—¡¡Enzo!!

Me detuve de golpe y me giré hacia ella.

—¿Qué?

—¡¿Es que nunca piensas antes de actuar?! ¡Hagas lo que hagas, el Coronel pensará que es una venganza de Elena y Hans por haberles castigado!

Pestañeé un par de veces. Alessa tenía razón. Aunque sonaba genial hacerle una broma pesada a aquel tipo, no quería que mis amigos estuvieran castigados todavía más tiempo.

—Pero... ¿y si le rompo la botella de whisky? ¿O le muerdo los puros para que parezca que tienen ratas? ¿O hago que le caiga un bote de pintura encima?

Alessa negó con la cabeza de forma insistente. Sus rizos se movieron como si tuvieran vida propia.

—Si rompes su botella de whisky, lo pagará con ellos. O puede que con su mujer, y ya sabes cómo es cuando se enfada. Si le haces creer que tienen ratas y sigue mosqueado con sus hijos, les mandará a ellos encontrarlas y se volverán locos buscando algo que no existe. Y un bote de pintura... ¿de verdad tengo que explicártelo, Enzo? Parecerá cosa de Hans y Elena.

Me llevé la mano al mentón. En pocas palabras: no había forma de joder al cabrón.

—Me niego a creer que esto es imposible. Tiene que haber una manera.

Alessa suspiró suavemente por la nariz. Sabía que iba a ser improbable, por no decir imposible, que cambiara de opinión. Y puestos a hacer travesuras, debió preferir que, por lo menos, las hiciera bien.

—No puedo creer que te esté ayudando con esto... Pero sí, hay una forma. La manera más inteligente es que tú te lleves el crédito de lo que hagas. Es decir, que le dejes saber que has sido tú para que no pueda pensar que la culpa es de Hans y Elena.

Guardé silencio por un momento y medité sobre sus palabras. Al poco tiempo, una bombillita radiante se encendió en mi cabeza y extendí el dedo índice con una sonrisa bastante poco cristiana.

—Tengo un plan.

Alessa se llevó la mano a la cabeza.

Oh Dio...

***

—¡Limonada! ¡Limonada para el estudiante de hoy y para el soldado de mañana! —gritaba a viva voz.

A muchos chiquillos de nuestra edad les daba por exprimir limones e ir de puerta en puerta para vender su zumo a precios exagerados con tal de que les saliera rentable. Mi plan había consistido precisamente en eso. Había conseguido que Alessa me dejara una jarra de cristal para transportar el líquido y ella cargaba con una hucha de metal que hacía sonar de vez en cuando. No aprobaba lo que iba a hacer, pero había venido conmigo para asegurarse de que no hacía una estupidez demasiado grande. Alessa solía tener siempre un instinto maternal con todos nosotros, en especial cuando se trataba de hacer alguna locura.

Y en cuanto a los ingredientes para la limonada...

Bueno, digamos que me dejé llevar por mi creatividad.

—¡Limonada fresca y recién exprimida!

Hicimos de pregoneros hasta llegar a la casa donde vivían nuestros amigos. Su barrio no estaba demasiado poblado, por lo que íbamos a poder ejecutar el plan sin mirones de más.

El Coronel se encontraba sentado leyendo el periódico sobre una silla de jardín. A su lado, su mujer bebía una taza de té con mirada ausente mientras se acariciaba el reciente moretón del brazo, seguramente pensando en qué explicación iba a darle a las cotillas del pueblo cuando se cruzase con ellas en el mercado. Detrás de ellos, Hans y Elena se encontraban pintando la fachada de un suave tono salmón, casi crema. Estaban bastante manchados, serios y, desde luego, aburridos.

Ni se imaginaban que cierto D’Amico estaba a punto de alegrarles la tarde.

Al escuchar mi voz giraron sus cabezas en nuestra dirección. Ambos dejaron de pintar y sostuvieron sus rodillos mirándonos con curiosidad. El Coronel no alzó la mirada hasta que nos tuvo delante y la devolvió a su periódico sin ningún interés en nosotros.

—¡Señor, pruebe! ¡No saboreará mejor limonada en...!

—No, gracias —dijo el Coronel, tratando de cortarme.

—¡... toda su vida! ¡Y por el módico precio de un euro y medio! ¡Los otros chicos la venden a dos!

—He dicho que no, niño. Sigue caminando.

—Son limones de calidad, ¡importados desde España! ¡Es toda una ganga!

Alessa agitó el bote de monedas, que hizo un fuerte ruido metálico.

—No seas mentiroso, crío. Largaos de una vez. —El hombre pasó una página de su periódico.

—A lo mejor deberíamos irnos... —empezó Alessa, susurrando cerca de mi oído.

Por el rabillo del ojo vi a los dos hermanos, que todavía nos observaban expectantes.

—De eso nada. —Me aclaré la garganta y continué—: ¡El veinticinco por ciento de nuestras ganancias va destinado a una asociación a favor de la raza aria de su elección, señor! ¡Usted ya me entiende!

Elena se llevó la mano a la boca. Hans sonrió.

El Coronel alzó la mirada hacia nosotros, bastante molesto. No era ya por las tonterías que le estaba soltando, sino por el simple hecho de haberle hecho apartar la vista de su periódico.

—Si te compro una limonada, ¿vas a dejarme en paz?

Sonreí.

—A lo mejor.

El Coronel resopló.

—Felisa. Dale a este mocoso lo que pide y que se largue.

Su esposa se levantó al instante y entró a la casa para ir a por el dinero. Mientras, yo le serví un vaso bien cargadito de mi limonada a aquel idiota.

Se lo tendí. El Coronel lo puso sobre la mesa sin ningún tipo de cuidado y alzó el periódico, extendiéndolo para ocultarse de nosotros.

La gracia estaba en que bebiera, así que carraspeé. Una, dos, hasta tres veces. El Coronel bajó el periódico y me miró con un asco propio de sor Francesca. Felisa regresó con el dinero en la mano y se acercó a Alessa para introducirlo en la hucha. Pero mi amiga, anticipándose a mí, la apartó de la trayectoria de su mano.

—No si el señor no se toma la limonada —dijo con una sonrisa sumamente inocente, respaldándome por completo. La observé impresionado. No esperaba que fuera a implicarse de forma activa—. Normas de la casa.

El Coronel dobló con meticulosidad el periódico y lo colocó sobre sus rodillas. Después, cogió el vaso, se lo acercó a la nariz y lo olió. No se fiaba. Y hacía bien, pero eso no nos convenía.

—Huele raro.

—¡Por supuesto, señor! Como ya le he dicho, está hecha con limones importados. No esperaría que le diéramos la basura que venden en el mercado, ¿verdad?

El Coronel me miró con ojos opacos. Solo quería que me largara, así que se llevó el vaso a los labios y dio un trago. Inmediatamente comenzó a toser, limpiándose la lengua con la manga y arrugando la cara con desagrado.

—¡¿Pero qué merda es esto?! —exclamó. Sus hijos se tapaban las bocas, procurando no hacer ruido—. ¡Felisa, tráeme agua!

—Verá, señor, la verdad es que somos niños pobres y no tenemos dinero para limones... —dije aproximándome a él—. ¡Pero tenía la vejiga llena y una jarra cerca! ¡No se corte, pruebe más!

Y levanté la jarra echándole todo mi meado encima.

El Coronel, su ropa y su periódico se calaron de orines de Enzo D’Amico.

Alessa y Felisa se llevaron una mano a la boca. Hans y Elena no podían parar de reír. Yo me fijé más en su padre. Levantándose de golpe, estiró sus manos hacia mí como si quisiera rodearme el cuello para estrangularme.

FIGLIO DI PUTANNA! ¡YO TE MATO! ¡TE MATO!

Me aparté de él a tiempo, cogí a Alessa del brazo y eché a correr como alma que lleva el diablo. El Coronel nos persiguió calle abajo hasta que llegó a un cruce y se detuvo para coger aire. Al no habernos podido alcanzar, pagó su cólera con una papelera.

—¡Espero que no la tome con ellos! —exclamó Alessa con la respiración entrecortada mientras huíamos.

Yo también lo esperaba.

Al final de la calle aún se oían las risas de nuestros amigos.

Un par de días después, la bandera blanca se izó y ellos mismos contaron a los demás con pelos y señales qué habíamos hecho, cómo su padre se había encerrado en el cuarto de baño durante horas y que al salir había hecho la maleta y, sin mediar palabra con nadie, se había ido de casa.

***

Entre risas y carreras por ver quién era el más rápido de todos llevé a mis amigos hasta la iglesia del pueblo. Todo eran bromas al respecto porque, francamente, a ninguno nos interesaba nada que tuviera que ver con religión. Éramos demasiado pequeños como para creer en fuerzas del bien y del mal, y parecían historias para antes de acostarnos.

Qué equivocados estábamos.

La entrada al campanario estaba reservada para el cura y las monjas de turno, o quizá para algún monaguillo. Pero nosotros teníamos nuestros métodos para llegar a los sitios de entrada prohibida, que consistían sobre todo en trepar y saltar. Mis amigos me preguntaron varias veces por qué había invitado a nuestra base secreta a un chico que ninguno conocía, y yo solo me excusaba respondiendo que lo sabrían en cuanto le vieran.

Arriba, sentado junto a la enorme campana, encontré a Paolo. Curiosamente, tenía el mismo aspecto enfermizo que cuando lo vi un par de días antes. Eso ya debería haberme puesto alerta, pero con la buena fe de siempre me acerqué para enterarme de cómo estaba.

—¡Has sabido llegar, bravo! —Al verme, Paolo se colocó lentamente de pie y observó a mis amigos. Ellos parecían un poco desorientados—. Chicos, este es Paolo. Paolo, estos son Elena, Alessa, Hans, Stefano y Kat. —Hice las presentaciones, echándole un brazo por los hombros como gesto amistoso.

El nuevo chico era frío al tacto. Demasiado frío.

Mis amigos se miraron desconcertados y, por un momento, hubo un gran silencio. Fue Kat quien lo rompió, haciéndose escuchar a su particular manera.

—Yo entiendo. Por esto tú decir que amigo ser invisible.

—Enzo, colega... —dijo Hans llevándose la mano a la frente, empezando a reír—. Eso ha sido una broma muy mala.

—¿Todavía tienes amigos imaginarios? —preguntó Elena con su dulce y simpática voz—. Pensaba que ya eras un poco mayor para eso.

—Lo que tiene es mucha imaginación, Elena —le respondió Alessa—. Siempre está inventándose cosas.

—No entiendo por qué no podías hacer esta broma en otro lugar... No deberíamos estar aquí —comentó Stefano, haciendo su aportación personal.

Entre la confusión y las risas, no pude hacer otra cosa que enmudecer. ¿Me estaban tomando el pelo? No eran tan malos como para fingir que no veían a un chico de nuestra edad, así que, ¿cómo era posible que no lo vieran?

De pronto recordé a sor Annetta. Recordé la forma en la que se heló el aire cuando apareció y la sensación tan extraña que tuve. También lo pálida y delgada que estaba.

Y el miedo que sentí al darme cuenta de lo que era.

Solté el hombro de Paolo con brusquedad, haciendo que los demás rieran divertidos con el espectáculo de mímica que les estaba ofreciendo.

—¿Qué pasa, Enzo? ¿Quiere que seas su novia? —preguntó Hans con actitud bufona.

Paolo giró despacio el cuello hacia mí y abrió la boca con lentitud. Sus ojos estaban tan vacíos como siempre, solo que llenos de lágrimas.

—Te dije que no iban a poder verme.

Y simplemente desapareció. Ahí, delante de mí, mientras ambos nos mirábamos a los ojos.

¿Que si me acojoné? Cazzo, no tenéis ni idea. Uno piensa que los fantasmas no pueden ser reales hasta que se da de bruces con uno, pero aquello no tenía jodido sentido. Se supone que cuando aparecen todo el mundo puede verlos, ¿no? Y todos gritan y corren y huyen juntos. Mis amigos no habían visto nada. Fue en ese mismo momento cuando empecé en serio a preguntarme: ¿estaré loco? ¿Podré ver todo esto porque solo está pasando en mi cabeza?

La campana comenzó a agitarse, ensordeciéndonos a todos y cortando toda risa infantil. Lo malo de aquel cuartel secreto era el ruido que había cada hora, lo que nos obligaba siempre a marcharnos cuando comenzaba la serenata. Nos tapamos las orejas y corrimos, buscando llegar cuanto antes hasta el suelo para alejarnos del alboroto.

No me encontraba bien. Es decir, después de aquello, ¿quién se encontraría bien?

Mentí a mis amigos y les dije que me dolía el estómago para marcharme. Aunque intentaron que me quedara más tiempo, debieron de ver que de verdad me sentía mal porque no insistieron demasiado. Pregunté a Stefano si sabría volver él solo y, aunque pareció dudarlo por un momento, me contestó que sí. Rápidamente, Hans dijo que él le acompañaría hasta el orfanato, así que ambos nos quedamos más tranquilos. Así pues, me despedí de todos y me marché.

Estuve durmiendo el resto de la tarde. Me despertaron un par de golpes en la puerta que anunciaban la hora de la cena, así que luché contra las mantas y saqué la cabeza. Hacía frío y el cristal de la ventana estaba mojado, por lo que supuse que había llovido mientras dormía. No tenía hambre, pero pensé que comer algo me sentaría bien.

—Marco —dije, esperando escuchar un «Polo» que no llegó de ninguna parte.

Me extrañé al instante. ¿Dónde estaba Stefano si no era en esa misma habitación? No podía ser con Kat, porque a esas horas ella ya estaría cenando en su casa. Y Stefano no tenía amigos en el orfanato más allá de nosotros dos.

Me incorporé en la cama y busqué el interruptor de la luz dando manotazos a la pared. Se iluminó la habitación y pude comprobar que estaba solo. Me puse de pie rápido, pensando que quizá Stefano había bajado antes al comedor. Sí, debía de ser eso. Habrían hecho muchas cosas aquella tarde y estaría hambriento. Me dije, cazzo Enzo, relájate, no puede haber pasado nada malo.

Pero cuando bajé al comedor tampoco estaba allí. Ni en la cola, ni en nuestro rincón, ni en ninguna parte. ¿Qué diablos estaba pasando?

Una sor se me acercó.

—Enzo, ¿dónde está el joven Stefano?

Casi me atraganté.

—Se ha quedado en la habitación. Me parece que no le ha debido sentar bien algo. ¡El pobre tiene unos dolores...! —contesté con un tono lo más inocentón posible. Ella puso los brazos en jarras.

—Las reglas son las reglas. Tiene que cenar sí o sí, Enzo.

—¡Sí, lo sé! ¡Lo sabe él también! Pero de verdad, signorina... —La mujer era ya demasiado mayor como para ser una señorita, así que rectifiqué—... signora. Mañana no se perderá el desayuno, lo juro. Yo mismo lo arrastraré hasta aquí.

—Más os vale —contestó ella con un tono resignado, con la vista ya puesta en otra mesa donde un par de chicos parecían estar discutiendo acerca de a quién pertenecía un muslito de pollo. Acto seguido, se marchó.

Me llevé las manos a la cabeza, desordenando mi rubia melena.

Estaba en un buen lío. Y Stefano en uno peor todavía. No había otra explicación para que hubiera desaparecido así, sin más.

Y entonces pensé en Paolo. Recordé que todos mis amigos se habían reído pensando que aquello era una broma tonta y que Paolo había desaparecido. En su momento no parecía enfadado, más bien disgustado o triste. Pero la tristeza y el disgusto están a nada más que un paso de la rabia, ¿no?

Atando cabos rápidamente me di cuenta de que lo más probable era que Paolo les hubiera hecho algo a mis amigos. Yo había hecho que el fantasma se creara ilusiones y ahora estaría enfadado, haciéndoles Dios sabe qué por mi culpa.

Por supuesto, tenía que arreglarlo.

***

Cuando regresé a la habitación me preparé para salir. Es decir, tampoco es que tuviera mucho que preparar instrumentalmente hablando, sino que fue más bien un ejercicio mental. No me preocupaba que alguna de las monjas viniera a nuestro cuarto y viera que estaba vacío. Me preocupaba no volver a ver a mis amigos.

Hicieron la revisión de habitaciones; fingir que Stefano estaba en la habitación había sido tan fácil como abultar sus mantas y hacer ruidos de chico enfermo cuando la monja de turno pidió que contestáramos para hacer el conteo de todas las noches. Tras cinco minutos con la vista clavada en el techo, me levanté, me até bien los cordones de los zapatos y me acerqué a la ventana. Solía atascarse, pero con varios empujones la pude abrir sin mayor problema. Era mucho más fácil escaparse por la ventana del baño: la pared era más rugosa y había más puntos de apoyo. Sin embargo y a pesar del riesgo que suponía, de noche era mejor plan escapar por nuestra misma habitación. Fuera, en el pasillo, varias monjas hacían guardia para que a ninguno se nos ocurriera deambular por la abadía de noche.

Tenía ya colocado un pie sobre el alféizar cuando escuché unos pasos que se aproximaban desde el otro lado de la puerta.

¿Cómo había sido tan idiota? Nadie en su sano juicio dejaría desatendido a un chico enfermo si ni siquiera había podido bajar a cenar. Actué rápido: cambié el bulto de cama, dejé mis zapatos junto a la mía y me metí bajo las mantas de la cama de Stefano. Me volví prácticamente un burrito humano, ocultando mi pelo con la almohada y dejando que solo se viera parte de mi cara.

En apenas unos instantes se abrió la puerta. Escuché unos pasos adentrándose en nuestra habitación, así que hablé colocando una voz lo más distinta posible a la mía.

—¿Qui-quién es? —dije, procurando aparentar debilidad.

—Sor Antonietta, querido. No te preocupes, vengo a comprobar cómo estás. Déjame que busque la luz primero...

Sor Antonietta era algo así como la doctora del orfanato. Digo algo así porque no tenía ningún título ni había estudiado en ninguna parte. Todo lo que sabía lo había aprendido leyendo libros o a partir de la experiencia en la abadía. Había curado a muchos chicos y sabía de medicinas naturales lo suficiente como para ayudar a que sobreviviéramos, aunque si la cosa se ponía seria, había que llamar al médico del pueblo. Los niños pequeños no suelen pasar de las gripes y las rodillas peladas, así que por lo general sor Antonietta cumplía bien con su trabajo. Sin embargo, la pobre mujer cargaba ya con muchos años a la espalda, y aunque solía decir que se encontraba como una rosa todos sabíamos que había perdido tanto de vista como de oído. Esto era algo de lo que yo, desde luego, podía aprovecharme.

—¡No, no! ¡No encienda la luz! Me molesta su brillo. Y además mi compañero de habitación ya está dormido.

—Ay, hijo. Qué buen amigo eres.

La monja comenzó a caminar de forma torpe en mi dirección, con cuidado de no tropezar con nada. Dejó la lámpara de gas que había traído y usado para alumbrarse en la mesa de noche de Stefano, y acto seguido noté cómo el colchón se hundía notablemente por su peso.

—A ver, déjame que te eche un vistazo —dijo, acercando su rostro al mío. Entrecerré mis ojos tratando de evitar que viera que mi ojo izquierdo es verde y el derecho azul—. ¡Pues sí que tienes mala cara! —Llevó su regordeta y fría mano a mi frente, así que comencé a temblar y a rechinar los dientes—. ¡Y estás temblando! ¡Menuda noche vas a pasar!

Acercó sus dedos a mi mandíbula, seguro que buscando un punto de dolor. Me recordó a cuando el año anterior tuve anginas, así que en cuanto tocó mi piel deduje que tenía que fingir que me dolía. Y así lo hice.

—¡Ay, ay!

Ella retiró las manos refunfuñando. No pareció importarle no haber podido tocar apenas nada, ya que con mi numerito había sido suficiente.

—Ya me lo temía yo. ¡Tienes las anginas inflamadas! Todos los chicos os ponéis enfermos de lo mismo en esta época. ¡A ver si os entra en la cabeza que tenéis que llevar la chaqueta encima siempre!

—Sí, signora.

Colocó una botella de agua junto a su lámpara de gas, un vaso de plástico que debía haber visto muchos años y un salero.

—Bebe mucha agua y cada dos horas haz gárgaras con sal. Y no te olvides de mezclarla con el agua, ¡que hay que decirlo todo!

—Sí, signora.

—Mañana descansa todo el día y vendré a verte después de que vayas a comer, porque irás a comer, ¿me oyes?

—Sí, signora.

—Avisaré a sor Francesca de tu estado, y si necesitas ir al baño..., aquí tienes —colocó un cubo de plástico junto a la cama. No tuvo que decir nada más para que entendiera a qué se refería—. ¡Y deja de repetirte como un disco rayado!

—Sí, signora.

***

Cinco minutos después de que sor Antonietta se marchara decidí que ya no había moros en la costa y me levanté.

Volví a calzarme, me ayudé con el alféizar para engancharme a la pared y comencé a descender poco a poco. Una vez con los pies en tierra, me sacudí las manos y me dediqué un segundo a pensar dónde iba a ir primero.

Hans había dicho que iba a acompañar a Stefano hasta el orfanato, así que lo mejor era acercarme hasta su casa y comprobar si él y Elena se encontraban allí. Si era así, Paolo solo se habría llevado a Stefano. Y si no había nadie, toda mi pandilla estaría desaparecida con bastante probabilidad.

En apenas unos minutos llegué a la calle de los hermanos, donde dejé de correr para no ahogarme. Con movimientos rápidos, trepé como tantas otras veces por las enredaderas y entré por la ventana. Procuré no tocar la pared; parecía seca, pero no iba a arriesgarme.

—¿Hans? —pregunté, totalmente a oscuras. Busqué a tientas a mi amigo sobre su cama, pero allí no había nadie. Me di la vuelta y caminé despacio hacia la puerta.

Fuera, en el pasillo, no se oía nada. Sin duda, el Coronel no estaba en casa. Me dirigí hasta el cuarto de Elena de puntillas y entré sin hacer ruido.

—¿Elena? —pregunté susurrando.

—¿Enzo? —respondió una voz. La luz de la luna que se colaba por la modesta ventana me dejó ver cómo la chica se sentaba sobre su cama y estiraba el cuerpo para buscar un interruptor. Cuando la habitación se iluminó, alcé una mano para tapar el exceso de luz—. ¿Qué haces aquí?

Me acerqué a ella y la abracé sin pensarlo dos veces.

—¡Ah, Elena! ¡Estás bien! —Me aparté encontrándome con su mirada interrogativa—. Stefano no ha vuelto al orfanato y no he visto a Hans en su cuarto.

—¿Qué? —preguntó ella sacando las piernas de debajo de las sábanas y metiendo los pies en sus zapatillas de conejitos blancos—. Le he dicho a mamá que Hans se quedaba a dormir en casa de un amigo del colegio. Pensaba que estaría con vosotros. ¿Dónde pueden estar?

—Pues no lo sé —mentí, pero de poco serviría contarle a Elena que pensaba que los había raptado mi fantasma. Sonaría como un maldito loco y podría llegar a asustarla—. ¿Cuándo los visteis por última vez?

Elena guardó silencio mientras hacía memoria.

—En las afueras, junto al bosque. Nos separamos allí. Kat y Alessa me acompañaron a casa y ellos dos tomaron el camino.

El camino. Cazzo. Justo donde había conocido a Paolo. Cada vez tenía más claro que quería tirarme de los pelos hasta quedarme calvo.

Bene. ¡Seguro que no es nada...! Iré a buscarlos y...

—Voy contigo —contestó rápida Elena, y fue hasta su armario para buscar la ropa adecuada.

—¿Qué? No, ¡de eso nada! Podría ser peligroso, Elena. El bosque a estas horas...

—He dicho que voy contigo —reiteró, girando su cuerpo para mirarme directamente a los ojos—. Hans es mi hermano y Stefano mi amigo. Espérame abajo mientras me visto.

Podría haberme marchado. Podría haberla dejado allí y largarme a buscarlos por mi cuenta. Pero sabía que sería una tontería. Elena no me lo perdonaría, y corría el riesgo de que, si la plantaba, ella sola fuera en busca de los chicos perdidos. No me fiaba; no de ella, sino de Paolo. Dos amigos míos desaparecidos ya me parecían suficientes.

Al cabo de cinco minutos vi a Elena salir por su propia ventana. Con una agilidad envidiable, descendió por las enredaderas hasta aterrizar a mi lado. Había traído una pequeña mochila rosa, que se descolgó de la espalda el tiempo necesario para sacar de dentro una linterna casi más grande que ella.

—Por aquí —me dijo, emprendiendo la marcha. Guardé mis manos en los bolsillos y me mantuve a su lado, mirando con nerviosismo en todas las direcciones al menor sonido que escuchara.

No sé si era cosa de mi imaginación, pero el ambiente era frío. Muy frío. Tanto como para que me apeteciera volver al orfanato y meterme bajo las mantas.

Elena me guio hasta el lugar exacto en el que se habían despedido de los chicos y buscamos con ayuda de la linterna algún rastro de ellos. Por fortuna para nosotros, el suelo todavía estaba humedecido por la lluvia de aquella tarde, así que sería mucho más fácil encontrar algo. Vimos mis apresuradas pisadas, que se alejaban del orfanato en dirección al pueblo. También pudimos encontrar las pisadas de otros dos pares de pies, unos más grandes que identificamos con Hans y otros más pequeños y frecuentes, que adjudicamos a las cortas piernas de Stefano.

—Son ellos dos —afirmó convencida Elena, alumbrando las huellas.

—Parece que sí fueron en dirección al orfanato —deduje más para mí que para ella. Buscaba con la mirada a Paolo, esperando que nos sorprendiera con alguna jugarreta.

—¿Estás seguro de que no estaban allí? Quién sabe, a lo mejor querían gastarte una broma y se han escondido en alguna parte.

—¿Ellos dos? Nah... Stefano se sentiría demasiado culpable como para hacer una broma así, y Hans tiene mal gusto, pero... esto es demasiado, Elena. No jugarían a esconderse y hacernos creer que están muertos o algo peor.

—¿Muertos o algo peor? ¿Quién ha dicho nada de muertos, Enzo? —preguntó alumbrándome a la cara con la linterna. La sola idea no le había gustado nada—. No lo están. Si estuvieran muertos, lo sentiríamos. Son cosas que pasan. Lo decía mi abuela.

Alcé mi mano y entrecerré los ojos para que no me escocieran por la luz hasta que apartó la linterna de mí.

—Lo siento, pero es que no puedo pensar otra cosa. Ojalá los encontremos pronto y...

—¿Qué es eso? —me cortó, deteniendo también sus pasos. Busqué con la mirada a qué se refería y solo me hizo falta seguir el haz de luz.

A Elena le había llamado la atención una tercera serie de pisadas. No eran unas cualesquiera, desde luego. Estas, a diferencia de los inocentes pies de nuestros amigos, tenían una forma extraña. Animal.

—Pues... parecen unas pisadas —comenté con gran elocuencia. Me había dejado estupefacto encontrarme aquello, ya que en todo momento había dado por hecho que el causante del alboroto sería el supuesto fantasma. Si es que de verdad existía.

—Pero fíjate. Tienen forma de... lobo. O de coyote. —Elena se agachó para ver con mejor claridad las marcas.

—¿Pero hay lobos o coyotes por aquí? Es decir... lo sabríamos, ¿no? Ya los habríamos visto antes.

—A lo mejor se ha perdido y ha acabado aquí. —Elena se puso de pie y comenzó a andar sin levantar la vista o la linterna del suelo.

—Mientras no se los haya comido... —añadí, pensando en mis amigos.

—Mira esto. —Ella señaló esa vez una zona en la que las pisadas parecían unirse y superponerse unas a otras. Era tal y como si hubiera ocurrido ahí mismo un terrible forcejeo. Yo había pasado por ahí hacía minutos, pero cuando lo hice estaba todo tan oscuro que no había visto nada. Y desde luego, no había visto la mancha rojiza que había junto a toda esa batalla de pisadas.

Ambos nos llevamos la mano a la boca.

—Están muertísimos —me corregí en un arrebato claramente optimista.

***

¿Sabéis eso que les ocurre a las madres cuando sienten que sus hijos están en peligro y arriesgan sus vidas por las de ellos? Pues creo que eso nos ocurrió a Elena y a mí, porque de otra forma no me explico cómo tuvimos el valor de seguir aquellas pisadas de animal.

Solo podíamos ver las huellas de aquel ser. Pudimos imaginar fácilmente que llevaría los cuerpos (o cadáveres) de nuestros amigos en brazos, aunque ninguno de los dos lo dijera en voz alta.

El rastro nos llevó muy lejos del pueblo. Recuerdo que caminamos una barbaridad y que el terreno cada vez se hizo más costoso y empinado. Al final, pudimos ver una zona un tanto más despoblada de árboles en la que encontramos un gran agujero en la roca, tan oscuro como si se tratase de la entrada al mismísimo Infierno.

—Una cueva. —Noté que la voz de Elena temblaba.

—¿Vamos a entrar ahí sin más? —pregunté yo, tirando de ella hacia un par de arbustos que podían ocultarnos lo suficientemente bien. Elena apagó su linterna para que nadie pudiera ver nuestro haz de luz.

—Creo que lo mejor será esperar.

—¡¿Esperar?! ¡¿Y si está haciéndoles... qué se yo?! ¡¿Y si les está arrancando la piel a tiras como si fuera beicon?! ¡¿Y si...?!

—¡Shhh! —chistó Elena tapándome la boca.

De la entrada de la cueva salió un sonido penetrante, similar al de una respiración gutural. Unos enormes ojos rojizos que parecían flotar sobre la penumbra de la cueva pudieron verse con el reflejo de la luna. Poco después, un negruzco cuerpo lleno de pelo fue saliendo de la oscuridad, caminando a cuatro patas. Olisqueó a su alrededor, zarandeó la cola y terminó alzando el cuello para aullar desgarradoramente a la luna.

Reaccioné elevando mi mano y tapándole la boca a Elena.

La enorme bestia no se fijó en nosotros. Para nuestra suerte, se dirigió hacia nuestra izquierda, alejándose tanto de nosotros como del pueblo tan rápido como una bala.

Tardamos un par de minutos en comenzar a pestañear.

Bene. Pues no era un coyote —dije yo, rompiendo el silencio.

No estaba tan impresionado como Elena, quien parecía tener hasta problemas para respirar. Seguro que contaba con la ventaja de haber visto ya por aquel entonces un par de fantasmas. Aquel terrible suceso solo tenía una parte buena: al final resultaba que no estaba loco.

Dio... Ti-tienes razón, deben de estar muertos. —Se llevó la mano derecha al rostro con angustia.

—Es... posible. Pero no podemos dejarles ahí —afirmé.

Creo que, en cierto modo, poder ver a ese ser me había dado algo de seguridad. Sabía cómo era y que se había marchado, y aunque me daba miedo quería entrar en esa cueva. Además, el juego había cambiado. Ya no era un asunto de fantasmas vengativos, sino de lobos enormes con mala leche.

Me puse de pie y cogí la linterna de Elena.

—¡¿Qué haces?! ¡No vas a entrar ahí! —susurró fuerte ella, agarrándome del brazo.

—Solamente será echar una mirada y volveré en seguida. Va bene?

—¡No, Enzo! ¡No lo hagas!

—¡Será un segundo! ¡Miraré si están ahí dentro y vuelvo!

Elena suspiró y me soltó.

—No sé si eres muy valiente o muy estúpido.

Sonreí.

—Puede que ambas; soy un D’Amico.

Elena resopló.

—Llévate esto. —Rápidamente sacó de su mochila una pequeña navaja y me la tendió. Yo la cogí, sujetándola con mi mano izquierda, la más hábil. La linterna estaría bien en la derecha.

Grazie.

Me giré rápido por si volvía a intentar detenerme y caminé con decisión hacia el interior de la cueva.

Si antes os he dicho que hacía frío, allí dentro la cosa estaba mucho peor. Caían pequeñas gotas del techo tan frías como unos pies sin calcetines en invierno. Lo sé porque varias de ellas me cayeron en la cabeza.

Esquivé varias rocas y pisé algunas cosas que hicieron un ruido seco horrible, similar al de una cáscara de huevo rompiéndose. No llevé la luz de la linterna hacia el suelo por temor a lo que pudiera encontrarme y me limité a seguir adelante, procurando no tropezarme demasiado.

—Menuda peste... —susurré con asco, esperando que ese olor no viniera de alguno de mis amigos.

Mis plegarias tuvieron respuesta poco después, cuando vi a Stefano tendido en el suelo a pocos metros de mí, a quien pude reconocer por el uniforme del orfanato. A su lado se encontraba Hans, de espaldas. Me acerqué a ambos y me arrodillé junto a ellos.

—¡Stefano! ¡Hans! —susurré fuerte zarandeándoles. Ambos fueron abriendo los ojos poco a poco y bastante atontados.

—¿Qué...? —preguntó Stefano, buscándome aturdido mientras se colocaba bien las gafas. Pude ver que de su sien salía un pequeño chorro de sangre—. ¿Enzo?

Wo bin ich...? —escuché a Hans despertar en su idioma paterno, preguntándose dónde estaba.

—Chicos, soy yo. Tenemos que salir de aquí cuanto antes —comenté tratando de tranquilizarles, y de pasó tiré de ellos para ayudarles a levantarse.

—Ah... ¡Enzo! ¡Hay un lobo! —Stefano me miró con los ojos muy abiertos. Supuse que acababa de recordar lo que les había ocurrido a ambos.

—Lo sé. Cazzo, es enorme. Más nos vale salir de aquí antes de que...

—¡No, colega! ¡No has entendido! —interrumpió Hans, con los ojos tan abiertos como los de Stefano. Alzó la mano, señalando detrás de mí—. ¡Hay un JODIDO lobo!

Al darme la vuelta pude ver aquella bestia a un par de metros de mí. La luz de la linterna hacía que brillaran sus ojos y destellaran sus dientes. Se desplazó hacia nosotros, dejando caer un animal muerto a mitad de camino. Los tres nos fuimos alejando de él, tropezando entre nosotros, pero sin atrevernos a darle la espalda. Al final, chocamos contra la pared de la cueva y fue imposible seguir retrocediendo.

Ni siquiera voy a preguntaros si creéis que me acojoné porque creo que queda bastante claro que, si no manché los pantalones, fue puro milagro. De hecho, los tres estábamos tan asustados que nos apretujamos entre nosotros y apartamos la mirada del lobo. Íbamos a morir y todos lo teníamos claro.

Noté el aliento del animal sobre mi pelo, rostro y cuello. Sentí cómo me olfateaba. Apreté los ojos, esperando un mordisco que no llegó. En lugar de aquello, el lobo me pasó su enorme lengua por la cara.

—¡Agh! —Me llevé las manos a la zona más afectada por las babas de lobo y me la limpié como pude. Los otros chicos abrieron los ojos y miraron preguntándose qué estaba pasando y por qué tardábamos tanto en morir.

La bestia se dio la vuelta, cogió con los dientes el animal que había dejado caer cuando nos había visto y se acercó a nosotros. Dejó la presa que acababa de cazar a nuestros pies. Lo alumbré con la linterna y los tres pudimos ver que se trataba de un pobre conejito que ya no volvería a dar saltos por el campo. Después, elevé despacio el haz de luz hacia el animal. Primero pasó por sus zarpas, después sus patas y acabé deteniendo el movimiento cuando alumbré algo. O más bien la ausencia de algo.

Me había equivocado. No se trataba de un lobo, sino de una loba.

Los chicos perdidos

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