Читать книгу Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca - Страница 11

V Después de la tormenta siempre sale el sol

Оглавление

Pasamos mucho tiempo sin volver a pisar la biblioteca.

No sé cuántos días transcurrieron, pero cuando por fin nos decidimos a volver aquel ser ya se había marchado. Busqué por debajo de la mesa, entre las estanterías y detrás de los libros, pero no había ni rastro de la criatura de ojos vacíos y alas negras. También busqué el libro que nos había leído Stefano en voz alta; recordaba que se trataba de una especie de cuaderno de cuero, de aspecto muy antiguo y escrito a mano. Sin embargo, por mucho que me recorrí la biblioteca y pregunté por él a las sores, fue imposible encontrarlo.

Nunca más volví a saber de él.

A pesar de ello, hubo algo que había cambiado: empezaba a sentirme observado. No preguntéis cómo lo sabía, porque no sabría explicarlo. Lo único que puedo decir es que cada vez que alguno de esos seres andaba cerca de mí, yo me sentía capaz de notar su presencia. Como si se hubiera despertado dentro de mí un radar de monstruos del averno. Además, era una sensación bastante continuada. Como mínimo, me pasaba una vez por semana. Incluso tratándose de un pueblecito tan pequeño. De manera habitual me daba la sensación de que se trataba de fantasmas como Paolo, pero a veces el sentimiento era el propio de seres muy distintos a los que no sabía identificar. Ojalá pudiera deciros qué clase de bichos se escondían en las sombras, pero fueron lo suficientemente huidizos como para no llegar a cruzármelos nunca. Y yo, por supuesto, no me dediqué a buscarlos.

Hasta que, un día, pude volver a verlos.

Era de noche. Volvía del baño cuando, a mitad del pasillo, escuché unas voces. Me refugié detrás de una cortina pensando que se trataba de alguna sor que estaba de guardia. Escuché cómo se aproximaba el paso apresurado de dos personas, hasta que se detuvieron a unos tres metros de mi escondrijo.

—¿Qué haces aquí? —susurró una.

La otra rio con fuerza.

—¡Niños! ¡NIÑOS!

—¡Shhh! —ordenó la primera voz. Era un timbre dulce, al contrario de la voz rasposa del otro. Y no sonaba ni lo más mínimamente parecido a la voz de alguna de las sores. No hubiera podido decir solo de oído si era de hombre o de mujer—. Deja de armar escándalo, vas a despertar a alguien. Te tengo dicho que no vengas a tocar las narices. Todavía no es el momento.

La voz rasposa emitió un sonido lastimero.

—Ponte como quieras —le espetó la voz afable—. El chico aún es demasiado joven como para saber nada. Esperaremos unos años más. Andando.

Y al mismo tiempo que comenzaron a moverse, decidí que tenía que husmear un poco.

Me asomé por detrás de la cortina y vi cómo se alejaban dos criaturas. Una era el ser de ojos vacíos, que caminaba encorvado. La otra tenía el pelo blanco como la nieve y de su espalda brotaban unas hermosas alas de plumas blancas.

No conté nada de lo que vi aquella noche porque, en parte, pensé que lo había soñado. Sin embargo, recuerdo que desde entonces pude notar cómo cada noche, durante ese momento en el que cierras los ojos y sabes que sigues despierto pero tu mente piensa que ya te has dormido, aquellos dos seres me rondaban sin que nadie más pudiera verlos.

Velaban por mí hasta que caía rendido.

***

Los siguientes días, semanas y meses están borrosos.

Recuerdo que la sensación de tener a alguien detrás de mí constantemente se hizo más intensa. Me imaginé que se trataba sobre todo de aquellos dos seres, pero preferí ignorarlo por mi bienestar. Así que me limité a dejar que el tiempo pasara y a seguir con mis tareas de chico de orfanato. Al fin y al cabo, estas cosas no deberían pasarles a los niños, ¿no?

Ni siquiera recuerdo qué es lo que ocurrió en mi catorceavo cumpleaños. Sé que continuamos haciendo travesuras de todo tipo, pero solo puedo hablaros de las que recuerdo con más viveza.

Pedí al resto de la pandilla cambiar nuestro lugar de reunión. No me gustaba demasiado la idea de subir al campanario y encontrarnos allí a Paolo.

El garaje de Kat se convirtió en nuestro nuevo cuartel general. Allí era donde su padre hacía reparaciones de trastos de todo tipo. Nos dejó quedarnos a condición de que no tocáramos nada. Alguna vez podíamos incluso encontrar a padre e hija compartiendo tareas de mecánica en ese mismo garaje y poníamos la oreja para intentar comprender algo de lo que decían. La media estaba en entender tres de cada siete palabras.

Empecé a notar verdaderos progresos con la guitarra. Por mucho que pese a veces, las cosas no surgen de la noche a la mañana. Hace falta practicar, ¿verdad? Puse todo mi empeño en perfeccionar mi técnica. Quería llegar a ser tan bueno como lo había sido mi madre, aunque siempre supe que nunca le llegaría a la suela de los zapatos. Ella no tocaba las cuerdas; las hacía cantar. No escribía canciones; componía poesía para el oído.

Aunque, claro, también le encontré un segundo uso: estudiar.

Oh, sí, habéis entendido bien. Enzo D’Amico empezó a estudiar, aunque a su manera.

La técnica consistía en componer canciones con el temario de los exámenes. Fácil y simple. Incluso divertido. Pero no lo era tanto cuando sor Francesca me pedía que les enseñara a mis compañeros las instructivas canciones que había estado escribiendo para estudiar y yo le contestaba que no podía ser porque contenían palabras que ofenderían a toda su colección de crucifijos. Cinco reglazos en el trasero y una semana de castigos.

Como era de esperar entre chicos de nuestra edad, comenzaron a despertar las hormonas. Apenas con quince años fue cuando di mi primer beso, aunque he de decir que no me pareció nada del otro mundo. Incluso llegué a sentir cierta incomodidad.

La situación era la siguiente: Hans había conseguido ligar con varias chicas de su edad. No sé exactamente la historia, ya que cada vez que la contaba había pasado de una forma distinta. Unas veces eran ellas quienes se acercaban a charlar con él, otras era su gran carisma lo que había llamado la atención de las féminas. La cuestión es que esas chicas, como eran tres, le pidieron que llevara un par de amigos.

¿Y a quiénes creéis que llamó?

Stefano temblaba como un flan.

—¿Chicas? ¿Pe-pero de qué vamos a hablar con ellas?

—No tienes que hablar de nada en concreto, solo has de hacerte el interesante —dijo Hans, por lo visto ya convertido en truhan experto en estos temas—. Te acercas a la que más te guste y le dices: «Oye, muñeca, ¿te has caído del Cielo? Porque pareces un ángel». ¡Y ya la tienes en el bote!

Hice una pedorreta.

—No se te podría haber ocurrido nada peor...

—Oh, perdone usted, Don Sabelotodo. ¿Qué aconsejas entonces? ¿Hablarle de hombres lobos mutantes y de fantasmas cabrones?

—Pe-pensaba que a las chicas había que conquistarlas con el intelecto. Ya sabéis, conocimientos, ciencia, saberes... —confesó Stefano, cabizbajo—. No se me da bien ser atrevido. Eso es más cosa vuestra, chicos.

—Vale, en primer lugar, era una mujer lobo corriente y moliente —interrumpí yo, un tanto molesto con las tonterías de Hans—. Y en segundo, deja de llenarle el coco de tonterías. Stefano sería catastrófico si intentara ser un donjuán. Si no puede conquistar a una chica siendo como es, pues adiós muy buenas y otra vez será.

Grazie, Enzo... Supongo.

—¿Y cómo estás tan seguro de que no era una mutante? ¿Acaso has visto hombres lobos corrientes y molientes? —preguntó Hans poniéndose gallito.

—¡No, pero he visto suficientes películas como para saberlo! —me excusé—. Además, es una tontería lo que estás diciendo. Por si no os habéis fijado, tenemos amigas que son chicas. Tres, en concreto.

—No es lo mismo —me contradijo rápidamente Hans—. Elena es mi hermana, Alessa está colada por Stefano y Kat... bueno, es Kat.

—¿Qué...? —prosiguió Stefano.

Bene, Elena y Alessa puede que no sean opciones, pero no entiendo qué de malo le ves a Kat.

—¿Que qué de malo le veo? Que está más interesada por las motos que por los chicos, por ejemplo. Ni siquiera le van las chicas como a Elena. Yo creo que lo único que le remueve algo por dentro son los trastos con ruedas.

—¿Alessa está...? —Stefano seguía atascado.

—De todas formas, no tiene sentido —continué yo—. Con ellas te comportas como eres de verdad, pero delante de otras chicas eres un completo idiota. Ya te he visto varias veces. Pareces bobo —le espeté, molesto. El asunto me tocaba un tanto las narices y tampoco me preocupaba por disimularlo.

—Me comporto como me da la gana —farfulló Hans—. Además, yo no quiero más amigas. Quiero una novia.

—La mejor novia es una buena amiga. Lo decía mi madre. No hace falta ser un genio para poder ver eso. —Me crucé de brazos y torcí los morros.

—Cre-creo que Enzo tiene razón. Me sentiría mucho más seguro si mi novia fuera mi amiga y no... una chica que acabo de conocer —intervino Stefano, tras conseguir salir por fin de su bucle.

—Me da igual lo que digáis —contestó Hans, casi tan molesto como yo—. Quiero tener al menos una oportunidad con estas chicas, ¿vale? Dejad de quejaros y ayudadme. Tomadlo como si fuera vuestro regalo por mi cumpleaños.

Terco como él solo, Hans no cambiaría de opinión. El chico iba a tener que darse muchos porrazos en la vida para entender de verdad cómo funcionan ciertas cosas. Al fin y al cabo, solo éramos unos críos y Hans tenía el padre que tenía. No era inesperado que estuviera más interesado en perder pronto su virginidad que en cualquier otra cosa.

Suspiré dándome por vencido.

—Está bien. Pero ni se te ocurra rechazar mi regalo. Ya lo he robado y no pienso devolverlo.

***

Todo pasó más rápido de lo que me esperaba y en un abrir y cerrar de ojos Hans estaba charlando con una de las chicas, Stefano con otra y yo con la tercera. Ni siquiera recuerdo cuál era su nombre. Su excusa para haberme elegido a mí era que le había parecido mono.

Mono.

Intenté sacarle conversación. De verdad. Pero ella parecía más interesada en que le dijera cuánto le brillaba el pelo o que aquella noche pensaría en ella desde mi destartalada cama del orfanato.

Sin duda, no era la clase de cosas que a mí me interesaban.

Eché un vistazo a mis camaradas para ver qué tal les iba. Hans ya había conseguido su objetivo para entonces y había juntado labios con la chica que había cortejado. Stefano, por el contrario, se encontraba entre la espada y la pared. Pude ver su frente llena de sudor y sus vanos esfuerzos por sacarle una conversación productiva a la chica. ¿Habéis visto alguna vez a un niño intentando ligar con literatura clásica? Habría sido divertido de no ser porque noté que lo estaba pasando mal. Yo tampoco me divertía demasiado, así que decidí que era hora de que Stefano y yo nos marcháramos.

Me di la vuelta para excusarme con la chica, pero no pude terminar la frase. Sin previo aviso, se acercó a mí y me dio un beso.

Atónito, no sabía cómo reaccionar. Dejé que me diera un segundo y tercer beso. Y cuando vi que ella parecía tan atónita como yo de que me hubiera quedado así de petrificado, aproveché su pausa para ponerme de pie.

—Bueno, un placer —dije, tropezándome torpemente con el banco en el que había estado sentado hacía apenas unos segundos.

—¡Espera...! —intentó detenerme la chica, pero yo no la dejé continuar.

Caminé con rapidez hasta Stefano, agarrándole del uniforme y tirando de él para sacarle de su situación. Arrastrando detrás de mí a mi amigo, alcé la voz para despedirme de Hans diciéndole que ya nos veríamos mañana.

No me miró.

Me molestó que me ignorase.

El enfado me duró varios días, pero aun así le di a Hans mi regalo por su cumpleaños. Era una gorra de color rojo oscuro. Sabía que no le gustaba el aspecto que se le quedaba cuando su padre le obligaba a cortarse el pelo como una bola de billar, por lo que me pareció una buena idea. Y lo cierto es que Hans le dio muy buen uso, incluso cuando tenía los mechones largos.

***

La adolescencia me sentó bien. Fui de los afortunados que no sufrió demasiado acné y empecé a darme cuenta de que debía fijar un objetivo en mi vida. No uno cualquiera, ya que no era un muchacho cualquiera, desde luego. Había visto cosas que escapaban a la concepción de cualquier humano de a pie. Por no hablar de aquellas sombras que iban siempre detrás de mí. Estaba claro que no podía simplemente acabar mis estudios, ir a la universidad y formar una familia feliz. Desde el primer momento supe que esa no era vida para mí.

Empecé aprendiendo la importancia que tenían los idiomas. Durante mis años de estudiante aprendí el suficiente inglés para moverme por el mundo, acompañado de algo de alemán, español y portugués. En general, trataba de aprender todo lo que pudiera. Y no sería una tontería admitir que se me daba muy bien. Entendí que lo mío no era la mecánica, la literatura o memorizar conceptos. Lo mío era hacerme entender con mi habla y hacerme escuchar con mi guitarra.

También encontré el gusto por algo más: actuar. En el grupo de teatro del orfanato descubrí otra de mis facetas. Por fin podía darle uso a mi talento innato para imitar acentos y para hacer el payaso sin importar lo que dijera la gente. Pero en este caso, solía recibir bastantes buenas críticas, risas y aplausos. Eso me permitió aprender muchas cosas: no solo me ponía en la piel de personas con vivencias y problemas distintos a los míos, sino que además conseguí aprender las maravillas de las que es capaz un buen maquillaje. En el lapso de apenas un par de años me convertí en el genio del disfraz y la interpretación que soy ahora.

Pero no tuve completamente claro mi futuro hasta que tuvimos cierta conversación en el garaje de Kat, cuando ya habíamos pasado los dieciséis años.

—Cuando crezca —empezó Alessa— me convertiré en una abogada de éxito. Llevaré los casos más complicados y conseguiré justicia para los inocentes. —Todos pudimos ver un brillo de ambición en sus ojos—. Mis padres estarán orgullosos de mí.

—Pues yo cuando crezca seré millonario —continuó por su parte Hans—. Todavía no sé cómo lo voy a hacer, pero ya lo veréis.

—Yo no lo tengo claro —intervino Kat. Por aquella época su dominio del italiano había progresado bastante—. Pero será algo relacionado con todo esto que veis aquí. —Señaló el garaje con un suave zarandeo de mano.

—Mis cuadros serán famosos —dijo Elena—. Se venderán carísimos y estarán en las mejores galerías del mundo. ¡Hasta en el Louvre!

—A mí me gustaría licenciarme en literatura o en filología —murmuró Stefano, como si temiera que se escuchara su voz—. Y quizá algún día publique un libro. No sé... —Se encogió de hombros, enrojecido e inseguro.

—¿Pues sabéis qué es lo que voy a hacer yo? —añadí, colocándome de pie—. Nada de trabajos aburridos: voy a irme a ver mundo. El día que menos os lo esperéis, haré mi mochila y me marcharé a explorar más allá de estas nuestras tierras. —Mis amigos rieron, pensando que les tomaba el pelo—. ¡No bromeo, lo pienso hacer!

—¿Y de qué vivirás, stronzo? —preguntó Elena todavía sonriente.

—¡Qué más da! ¡Me buscaré la vida y viviré al momento!

—Si haces eso, no llegarás a los cuarenta... ¡Antes te morirás de hambre! —rio Alessa.

—¡Ni de broma! Me las apañaré, tengo el ingenio a mi favor. Y cuando sea viejo, me compraré un bote y me dedicaré a pescar. Me alimentaré del mar y veré puestas de sol hasta el fin de mis días.

—Sueñas despierto, Enzo —comentó Kat negando con la cabeza.

—Sí, colega. Hasta mi idea de ser millonario tiene más sentido que tu método de vida... —añadió Hans.

—Bueno, si lo examinas de cerca, es evidente que las probabilidades... —empezó Stefano, pero no pudo continuar debido a que Hans le cortó a mitad de la frase.

—¡Era una forma de hablar! ¡¿Y tú quieres ser filólogo?!

Todos reímos, hasta el propio Stefano. Daba la sensación de que soñábamos como críos, con cosas imposibles que al final no se cumplirían, o por lo menos no como esperábamos.

Pero eso no iba a ocurrirme a mí.

***

Durante aquella época fue cuando aprendí a conducir.

No es que fuera exactamente legal ya que aún no había llegado a la mayoría de edad, pero tampoco suponía un problema. No me entusiasmaba demasiado dada la forma en la que había perdido a mis padres, pero uno debe enfrentarse a sus miedos para superarlos. O al menos eso es lo que dicen.

Mi profesora fue nada más y nada menos que Kat. Solía pillarle prestada la moto a su padre de vez en cuando y podría decirse que acabé aprendiéndome sus horarios. Una moto no era algo que fuera a llevarme hasta el fin del mundo y más allá, pero por lo menos supondría unas agradables y temerarias dosis de adrenalina que mi joven cuerpo apreciaría con mucha gratitud.

Solía encontrarme a Kat cuando abandonaba el garaje montada sobre el vehículo, lo que la obligaba a frenar bruscamente para no chafarme los pies. Y ese era el momento en el que intercambiábamos miradas de una forma directa y silenciosa. Kat tenía una curiosa facilidad para entender a la gente y hacerse entender sin palabras de por medio. Solo teníamos que mirarnos a los ojos para que comenzara nuestra fría y extraña conversación.

¿Qué quieres? —preguntaba ella, alzando la barbilla sin mover más músculos de la cuenta.

Sabes lo que quiero —contestaba yo de la misma manera, cruzándome de brazos.

No puedes subir, Enzo. El otro día casi nos tiras al suelo moviéndote como una anguila y me hiciste llevarte por un sitio lleno de fango. Tuve que limpiar toda la jodida moto —respondía, endureciendo su mirada.

Pero esta vez me portaré bien, Kat. ¡Lo haré! —insistía dando un pequeño paso en su dirección y observándole con mirada de cachorro abandonado.

Eso es mentira. ¿Crees que no te conozco? —Entonces ella hacía girar el manillar de la moto para que el motor rugiera avisando de que apenas me quedaban unos segundos para convencerla antes de que se largara.

¡Vamos...! ¡Robaré varias de esas empanadas que tanto te gustan, todas para ti! —intentaba yo a la desesperada.

Entonces se producía un turbio silencio dentro de aquella comunicación ya de por sí insonora, y acababa haciéndome un gesto con su cabeza que señalaba que me acercara.

Media hora. Y te largas por tu cuenta.

Claro que eso solo fue así al principio. Kat era muy testaruda. Me costó mucho tiempo que no me dedicara esa mirada de odio cada vez que la abordaba en el garaje. Pero una vez que lo conseguí, me permitió permanecer durante más tiempo. Después, ella misma venía a buscarme y me esperaba junto al camino del orfanato. Con el tiempo me dejó llevarla a mí, aunque al mínimo error me castigaba sin tocar su moto durante varios días. Podría decirse que aprendí rápido y a la fuerza.

Más tarde pude conducir también el coche del padre de Kat, aunque las restricciones eran incluso más fuertes. Solíamos dar un par de vueltas por carreteras cercanas al pueblo y, eso sí, siempre con mucha luz y durante horas en las que no hubiera otros vehículos circulando. Kat quería que las probabilidades de accidente se redujeran al mínimo y yo, por la cuenta que me traía, pretendía lo mismo.

***

Os he hablado de mis padres, pero no sobre los del resto. La conversación surgió un verano mientras jugábamos a las cartas en el garaje de Kat.

—¡Ah, venga ya! ¡Cómo es posible! —exclamé yo, harto de que Hans hubiera vuelto a vencerme.

—La práctica hace al maestro, joven aprendiz —contestó él, volviendo a barajar.

—Sí, claro. Tendrás todo el dominio que quieras en el póquer y el blackjack, pero nunca podrás superarme en el mentiroso —me defendí yo con orgullo.

—Ahí no puede ganarte nadie, Enzo —intervino Kat—. Eres uno mentiroso profesional.

—Un mentiroso profesional —la corrigió Stefano, ganándose una mirada de odio de la joven rusa.

—¡Eh, tampoco digo tantas mentiras! Prácticamente todo lo que digo es cierto. —Me llevé la mano al pecho, fingiendo sentirme muy ofendido de que dudasen de mí.

—Ya lo estás haciendo otra vez —saltó Elena, riendo y echando la cabeza hacia atrás.

—Bueno, puede que mienta un poco. Lo admito. Pero no sería capaz de mentiros a vosotros, mis amigos —contesté poniendo morros.

—Mentiroso o teatrero, lo mismo es —se unió Alessa a la conversación mientras Hans volvía a repartirnos las cartas—. Di una sola vez en la que nos hayas contado algo que sea verdad. No una verdad a medias, sino una verdad al cien por cien.

Me cerró la boca.

Era muy difícil recordar un momento en el que no hubiera dicho una mentira, por pequeña que fuera, o en el que hubiera contado toda la verdad. Sabían cómo era. Les había contado que podía ver seres, cosa que había provocado reacciones de todo tipo: ojos en blanco, muchas preguntas y pedorretas risueñas más concretamente. No había tenido más remedio ya que más de una vez me habían escuchado gritar horrorizado al habernos cruzado con una persona de apariencia normal, pero que a mis ojos era un ser de otro mundo. Vampiros, brujas, monstruosidades con escamas... ninguno se resistía a mi tercer ojo. Pero no les había contado todavía lo que pasó con Paolo. Tampoco muchas otras cosas al respecto, como las pesadillas que tenía con estos seres que veía o la continua sensación de inseguridad. Por no hablar de aquellas dos presencias que no dejaba de notar allá a donde iba. Cabría pensar que pudiendo ver cómo son las personas en realidad uno se sentiría más seguro, ¿verdad? En mi caso no fue así, aunque poco se le podía pedir a un chico de diecisiete años.

—Lo que os dije sobre mis padres era cierto —añadí tras meditar durante un tiempo la cuestión, logrando borrar las sonrisas de las caras de mis amigos—. Ambos murieron en un accidente de tráfico cuando tenía doce años y no hay un solo día que no los eche de menos.

Se hizo el silencio. Todos bajamos la mirada y a nadie se le ocurrió levantar sus cartas.

—Te envidio —intervino Hans, rompiendo el silencio—. No por tu situación, sino porque ojalá nuestro padre desapareciera de nuestras vidas.

Elena no dijo nada. Solo agachó la cabeza.

—No puedes desear que tu padre desaparezca... —le replicó Alessa—. Eso es demasiado fuerte, Hans.

—No, claro que no. No tienes ni idea. —El joven levantó la vista hacia la italiana, clavándole una mirada llena de furia—. Ese hombre es lo peor que ha existido jamás. La forma en la que nos trata no se la deseo a nadie. Pero, claro, tú, que tienes una vida perfecta, no puedes imaginarlo. ¡Tú no tienes que soportar ver cómo tu padre maltrata a tu madre! ¡A tu hermana! ¡Y cómo te zurra a ti! ¡Sin remordimientos, ni siquiera le importa lo que nosotros suframos! ¡¡Y a nadie le importa una mierda!!

Tanto sus manos como su labio inferior temblaban. Se levantó de golpe, alejándose de nosotros y dándonos la espalda. Apoyó su cuerpo junto a la puerta del garaje y clavó la mirada en el exterior. Elena se llevó las manos al rostro, ocultándolo. Quizá sollozara, no lo sé. Me imaginé que estaba acostumbrada a llorar en silencio.

Nosotros hicimos una larga pausa. Empecé a sentirme culpable por haber sacado el tema, pero en cierto modo estaba aliviado de que mi amigo pudiera compartir algo de lo que le dolía.

Para mi sorpresa, Stefano fue quien continuó. Nunca le había preguntado sobre sus padres y él no me había contado nada por voluntad propia, por lo que su historia me impresionó tanto como a los demás por la cantidad de aspectos de su vida que explicaba.

—Mi padre era alcohólico. No sé cuándo empezó a beber porque en todos los recuerdos que tengo de él siempre tiene una botella en la mano, pero imagino que empeoró cuando a mi madre le diagnosticaron cáncer. —Hizo una leve pausa, acompañada de un suspiro—. Ella murió poco después de mi séptimo cumpleaños. Pensé que mi padre cuidaría de mí, pero no. Se limitó a llamarme mocoso inútil durante años. Dijo que nunca iba a llegar a nada en la vida y que el cáncer que se había llevado a mi madre era culpa mía. Sé que no es así y que solo eran las palabras de un viejo borracho, pero cuesta olvidarlas. —Se encogió de hombros—. Una noche, bebió tanto que volviendo a casa no miró al cruzar un paso de cebra con poca visibilidad. Le atropelló un camión. No me considero una mala persona, pero creo... creo que sentí alivio. —Alzó la mirada para pasarla sobre los dos mestizos—. Entiendo cómo os sentís.

Un nuevo silencio inundó el garaje, hasta que la propia Alessa tomó la palabra.

—No, sin duda no lo tengo tan crudo como vosotros —empezó—. Pero mi familia tampoco es perfecta. Soy hija única. Y adoptada. Mis padres tienen todas sus expectativas puestas en mí. Quieren que tenga un éxito enorme, así que me empujan siempre a conseguir lo mejor. Siempre tengo que sacar dieces, que ser la más educada, la más correcta y la más simpática. Siempre tengo que ser la mejor en todo. Y cuando no lo soy, discuten echándose las culpas. Y cuando discuten, hablan de divorcio. Y para que eso se les olvide, tengo que volver a ser la niña perfecta de siempre.

Kat fue la siguiente. Suspiró largo y tendido antes de comenzar.

—Mi madre murió cuando me trajo al mundo, así que no la conocí. Pero la situación en mi pueblo no era la mejor. Siempre ocurren cosas en Rusia. Mi padre y yo nos marchamos cuando una bomba cayó en nuestro barrio. Mató a amigos míos. Mi abuela no quiso venir. No quería dejar su casa —explicó despacio, procurando no cometer fallos con el idioma. Pero de haberlos cometido, estoy seguro de que Stefano no se los habría corregido—. No sabemos nada de ella desde hace meses.

Hans ya no estaba tan tenso y Elena había apartado las manos de su rostro. Meditábamos sobre nuestras historias. Éramos niños maltratados, niños forzados a vivir las expectativas de nuestros padres, niños abandonados y niños empujados a la inseguridad a base de insultos. Pero nadie parecía haberse parado a pensar que, ante todo, solo éramos niños.

—Menuda mierda —soltó Elena, cortando de nuevo el silencio.

Todos asentimos a nuestra manera. El ambiente se había tornado demasiado lúgubre, cosa que me negué a permitir. Sonreí, palmeándole la espalda a Kat, sentada a mi derecha y a Stefano, a mi izquierda.

Dai, vamos. ¡Quitad esas caras tan largas! Ninguno tiene la familia que querría, pero ¿qué importa? ¡Nos tenemos los unos a los otros! ¡Y nadie va a quitarnos eso! ¡Ni el jodido Coronel, ni la distancia, ni el alcohol, ni nuestro futuro! ¿Quién está conmigo?

Conseguí que sonrieran, aunque fuera solo por mi estupidez. Si haciendo tonterías podía hacer felices a mis amigos, yo era aún más feliz.

Lo que todavía no sabía era lo equivocado que estaba.

Los chicos perdidos

Подняться наверх