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I Enzo

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Yo no tuve nada que ver con ese atraco.

En serio, no voy de farol. Mirad, puede que no sea la persona más confiable del mundo, pero juro por lo que más queráis que no sé nada de todo ese dinero.

Vale, sí. Acabo de decir una mentira. Es posible que sepa una cosa o dos.

O tres.

Lo que sí os puedo asegurar es que nada es lo que parece. Sonará a un dicho muy manido, pero es la verdad. Puede que la policía me pillase con las manos en la masa, sí. Pero eso no es ni una mínima parte de toda la historia.

Aunque no esperaréis que vaya directo hasta el final, ¿verdad? Una buena historia lo tiene todo: amor, intriga, aventuras, alguna que otra muerte que no te esperabas... Y, lo más importante, se cuenta siempre empezando por el principio. Es decir, sería una estupidez empezar a escribir un libro por el final. ¿Cuál es el sentido de contar una historia de atrás hacia delante? Lo lógico es empezar siempre por la primera página.

Bien, pues basta de dilaciones. Voy a presentarme.

Me llamo Enzo D’Amico. Tengo veintidós años, mi cumpleaños es el 27 de noviembre y soy sagitario.

Ojalá pudiera estrecharos la mano.

Soy italiano puro, nací en Venecia y crecí en una casa muy mona cerca del puerto. De esas con fachada roja, muchas plantitas y varios pisos. Mi madre se llamaba Angelica y mi padre Marco. Ella era una actriz de teatro que cantaba de maravilla. Él, un pescador experimentado que siempre hacía muchos chistes malos.

Hablo de ellos en pasado porque murieron cuando tenía doce años.

Era primavera. Un 3 de mayo como otro cualquiera. Mi madre recibió una llamada de su hermana, una tía a la que yo nunca conocí. Vivía fuera de Venecia y tenía las horas contadas. Mis padres decidieron acompañarla en sus últimos días en este mundo, algo para lo que no contaron conmigo. Con la excusa de que sacaba malas notas en el colegio, me dejaron en casa de un chico de mi clase. Aun así, yo tenía muy claro que decidieron hacerlo de esa forma para que no tuviera que vivir una amarga experiencia desde tan joven.

De poco les sirvió.

Según dijeron los carabinieri, el coche que habían alquilado mis padres se salió de la carretera en una mala curva. Los dos murieron.

Quitando aquella tía que estaba en las últimas, no teníamos más familia. Ni siquiera llegué a conocer a mis abuelos. Así pues, cuando mis padres se marcharon de este mundo no había nadie que pudiera hacerse cargo de mí.

Me llevaron a un orfanato cerca de Monte Compatri, un pueblecito de pocos habitantes a unos treinta kilómetros de Roma. No era nada del otro mundo, pero sí agradable. No obstante, yo lo odié nada más poner un pie en tierra. El orfanato estaba lo suficientemente cerca del pueblo como para que pudiéramos ver algunas casitas, aunque la mayoría de sus alrededores eran bosque y algún que otro huerto.

Sería muy fácil hacer con mi adolescencia lo mismo que he hecho con mi infancia y resumírosla en cuatro palabras. Sin embargo, eso sería saltar hasta la última página.

Veréis: no es del todo cierto lo que os he dicho sobre que las historias se comienzan siempre por el principio. Porque, ¿cómo vas a definir el principio de algo? En realidad, esa idea solo surge en la mente del que la cuenta.

Y como soy yo quien os está contando mi historia, me vais a perdonar que elija cómo hacerlo. Así que, si no os importa, empezaré por el principio...

***

—¡D’Amico!

Llevaba tanto tiempo mirando por la ventana que no recordaba ni en qué punto de la clase había desconectado de la lección. Lo que sí que sabía era que lo único que podría sacarme de mi ensoñación serían las campanas de la iglesia cuando anunciaran el parón de mediodía para almorzar.

—¡Señorito D’Amico!

Desde mi silla podía ver los campos agitarse al ritmo del viento. No sabía exactamente de qué sería el cultivo de esa temporada, pero dentro de poco lo averiguaríamos todos cuando comenzase la época de cosecha.

Era más interesante mirar hacia el pueblo. De vez en cuando podías ver a un par de personas yendo de un lado a otro, pero eso solo se alcanzaba a vislumbrar desde la ridícula ventana de la habitación. Desde aquella clase tenía que conformarme con observar cómo el viento balanceaba las espigas como si las meciera. Casi parecía que siguiera el ritmo de una canción. Po-pom pom po-pom pom...

—¡¡Enzo!!

Di un salto en el asiento del susto y giré el cuerpo de golpe hacia la pizarra. Sor Francesca me miraba mientras agitaba el enorme reglón de madera en la mano.

—Gracias al Cielo, ¡está despierto!

El resto de la clase empezó a reír, cosa que sor Francesca no permitió durante demasiado tiempo. Estampó el reglón contra su mesa haciendo un ruido seco que acabó con toda carcajada juvenil. Sor Francesca tenía esa facilidad para acojonarnos a todos, y muchas veces ni siquiera le hacía falta la regla. Su cara hacía todo el trabajo.

—¿Otra vez con la cabeza en las nubes, Enzo? ¿Es que quieres otra semana de trabajos optativos?

Los trabajos optativos eran los castigos. Solían variar dependiendo de quién fuera la profesora a cargo esos días y de su nivel de creatividad en el momento. Generalmente, cuando a mí me tocaban, sor Francesca pedía que le dejaran hacerse cargo. Y eso significaba que los castigos podían ser desde deberes interminables hasta reglazos en el pandero que escocían sin piedad, pasando, desde luego, por horas extra en el huerto si era época de cosecha.

—¡No-no, sor Francesca! ¡Aunque no lo pareciera, estaba pendiente de la clase! ¡Muy muy pendiente! —Hice varios aspavientos con las manos que arrancaron un par de risas detrás de mí. A mis trece años no se me daba tan bien improvisar como ahora.

—¡SILENCIO! —exclamó la mujer. Toda la clase enmudeció. Había alguno que hasta dejó de respirar, por si eso llegaba a molestar a la monja—. Muy bien, Enzo. Si de verdad estabas tan atento, podrás decirme cuál fue el apóstol que traicionó a Jesús.

Estaba muerto. Es decir, lo sabía ya desde el momento en que me había llamado la atención, pero en ese instante estaba claro que o decía la respuesta correcta o era mi fin. Uno podría imaginar que estando donde estaba debería saber esas cosas, pero no es que prestara demasiada atención en las clases. Menos aún si se trataba de religión.

Estoy seguro de que enrojecí. No bajé la vista al libro porque, como de costumbre, lo había abierto por una página al azar. Y porque sor Francesca daba pequeños golpecitos sobre su propia mano con el reglón. Me imaginaba que dentro de unas horas lo que golpearía sería mi trasero.

Uno de los chicos de las filas de detrás alzó la mano y empezó a hablar, pero sor Francesca le cortó de golpe a berridos exigiendo que se callara. El pobre chaval solo quería ir al baño, pero para la bendita mujer en ese momento solo existíamos ella y yo. No os extrañéis si os digo que me dio la sensación de que la monja estaba disfrutando del momento.

Entonces vi por el rabillo del ojo cómo se movía el chico que estaba sentado delante de mí. Tenía el pelo oscuro como el carbón. Más tarde supe que se llamaba Stefano.

Mi salvador colocó un papel con una palabra sobre el borde de su mesa para que yo, desde detrás de él, pudiera verla. Utilizó además su brazo para interferir en la trayectoria visual de sor Francesca y que ella no pudiera alcanzar a ver la amable chuleta. No entendía demasiado del asunto, así que solo tuve que fiarme. Sor Francesca volvía a mirarme esperando mi respuesta.

—Judas, por supuesto —contesté con toda la seguridad del mundo, como si fuera algo de lo más obvio para mí.

Sor Francesca frunció los labios. Supe que había contestado bien cuando me dedicó esa mirada de odio que solo pueden dedicar los maestros cuando intentan dejarte de tonto y no lo consiguen.

—Muy bien, listillo. Esta vez te libras del castigo, pero como vuelvas a apartar los ojos del libro nos veremos las caras durante dos semanas. Ahora haz el favor de leer. Página cuarenta y nueve.

Me tembló todo el cuerpo y supe que, por la cuenta que me traía, más me valía hacer un poco de caso.

***

Llegó la hora del descanso y, después, la de la comida.

Se formaban unas colas enormes. A mí no me gustaba esperar, así que solía colarme. Cada día usaba una excusa distinta. Que si tenía que comer rápido porque estaba castigado luego, que si llevaba ahí todo el tiempo, ¡cómo puede ser que no me hayas visto hasta ahora!, que pasaba primero por orden de sor Francesca...

No me extrañaba que los demás niños me evitaran. Aunque siendo sinceros, creo que mi heterocromía también ayudaba a espantarlos. Os voy a ahorrar tener que abrir el diccionario para saber qué es esa palabra: significa que tengo un ojo de cada color.

De nada.

Cargando con mi bandeja me dirigí hacia las mesas y vi a Stefano sentado en la más alejada de todas.

Era un chico muy raro. Solía ir solo a todas partes y llevaba una de esas gafas que te hacen ojos de sapo. Los mechones morenos le caían por la frente y tenía un montón de granos por la cara. En esa época todos teníamos granos, pero Stefano era de los que más.

Me acerqué y coloqué mi bandeja a su lado. Él se puso tenso al verme y apretó la mano que sujetaba el yogur. Por un momento pensé que este iba a salir disparado y salpicarle en la cara.

Ciao! Esto no está ocupado, ¿verdad? —Lo estuviera o no, yo ya me había sentado y empezaba a pinchar macarrones.

—No-no... —Stefano me miró de reojo. Parecía que se había olvidado de que tenía un yogur a medias.

—Genial. Ah, grazie por lo de antes, por cierto. Te debo una —afirmé.

Stefano se mantuvo en silencio y colocó la vista sobre su yogur. Empezó a mover la cuchara de nuevo y a llevárselo a la boca. Me imaginé que el pobre chaval se pensaría que había ido a pegarle una paliza o algo por el estilo. No os creáis lo que dicen de que en los orfanatos todos los chicos son como una gran familia. La mayoría pueden ser unos auténticos cabrones.

—No hay de qué. Sor Francesca puede ser muy severa en ocasiones. —Stefano alzó la vista alrededor del comedor para asegurarse de que la mujer no estaba cerca.

—Y que lo digas. —Me llené toda la boca de macarrones y seguí hablando. Stefano hizo una mueca—. Es una pesada. Tiene una fijación conmigo, estoy seguro. ¡Y nunca se le escapa una!

—Es como un águila.

—¡Sobre todo por esa nariz! —contesté a carcajadas, y me di cuenta de que Stefano también dejó salir una risa por lo bajo. Me apunté un tanto después de evitar atragantarme.

—No sé cómo no se ha dado cuenta de que te he ayudado. Pero... no puedo volver a hacerlo. Si has venido para eso, lo siento.

Stefano parecía que esperaba que las collejas le cayeran del cielo directamente al cuello, porque volvió a ponerse tenso.

—¡La suerte de los D’Amico! —exclamé—. No te preocupes, tampoco quiero que te castiguen a ti. No aguantarías más de dos reglazos seguidos. —Si yo era delgaducho por esa época, imaginaos a Stefano. Un día de ventisca podría salir volando y nadie volvería a saber de él—. Déjame preguntarte una cosa, Stefano... ¿Por qué me has ayudado?

Stefano dejó el yogur y la cuchara sobre la bandeja. Le quedaban un par de cucharadas, pero me parece que se había quedado sin hambre de repente.

—No lo sé —contestó con la cabeza un poco agachada.

Ni él ni yo lo sabíamos aquel día, pero Stefano quería un amigo. Y daba la casualidad de que yo también. Coloqué mi mano sobre su espalda dándole una palmadita de colegas, cosa que le hizo toser y empezar a sudar otra vez.

—¡Epa! ¡Quita esa cara tan larga! ¿Dónde está tu habitación?

***

Resultó que éramos dos polos opuestos.

Stefano era callado y tímido, yo gritaba mucho y quería estar en medio de todo. Le gustaba estudiar, leer y en general aprender, yo prefería hacer el zángano y escaparme al pueblo por la ventana del baño de vez en cuando. No era demasiado creyente pero sí respetuoso, yo detestaba la religión. En general, Stefano encarnaba todo lo que se espera de un niño bueno a esa edad, y yo era lo contrario. Parecíamos algo así como las vivas imágenes de un angelito bueno y un demonio cabroncete.

Ese día yo había robado unos bollos en mi fugaz visita al pueblo y los llevaba escondidos debajo de la camiseta. Ya era primavera y muchos chicos se preocupaban por los exámenes de final de curso. Yo, como era de esperar, pasaba completamente. Stefano y su compañero de habitación estaban estudiando, cada uno sobre su cama. Entré sin llamar y les destrocé la sesión de estudio.

—Largo —le dije al otro chaval, que en seguida recogió sus libros y se marchó por la puerta. Entonces me quedé con su cama.

—Enzo, deberías estar estudiando... Dentro de poco son los exámenes finales y no voy a poder dejar que te copies nada. Habrá muchas profesoras.

—¡Tampoco es tanto! Lo leeré un par de veces y ya está.

—Con un par de veces no basta, tienes que memorizarlo o no te acordarás.

Hice una pedorreta con la boca y saqué los bollos. Le lancé el suyo, el cual cogió al vuelo.

—¡Enzo! ¡Esto está prohibido! —Stefano abrió mucho los ojos, muy sorprendido.

—Mejor, más divertido. —Le di un bocado generoso al mío. Sabía a gloria.

—¡No es divertido...! Vamos a tener que confesarnos este domingo.

—¿Qué más da? Tenías que confesar que me has vuelto a dejar copiar de todas formas. Calla y dale un bocado.

Stefano bajó la vista al bollo y poco tardó en hincarle el diente. No hizo falta preguntarle nada porque su rostro ya lo decía todo. La comida del orfanato no es que fuera una maravilla, al fin y al cabo.

Grazie, Enzo.

Non c’è di che.

***

Y entonces acabó pasando.

Ocurrió durante los últimos días de exámenes. Ya sabía que iba a tener que hacer recuperaciones porque, como bien había predicho Stefano, con dos leídas no había tenido suficiente. Me había pasado lo de siempre, aunque normalmente no me importaba. Sin embargo, ese año me interesaba aprobar porque así podría seguir yendo a la misma clase que Stefano. Supe que algo se me ocurriría para pasar de curso, entregué el examen con las dos frases que había escrito y salí de clase.

Todos estaban todavía en las aulas, por lo que me dediqué a vagabundear de un lado a otro del orfanato. No estaba de humor para escaparme al pueblo, así que no lo hice. De una forma u otra acabé en el pasillo de las profesoras y me llamó la atención que una de las puertas estaba entreabierta. Me acerqué de puntillas, sigiloso como un ratón deseoso de meter las narices donde no le llaman.

Dentro de la habitación se encontraban varias monjas. Sor Francesca estaba encargándose de que nadie copiara de forma envidiable, así que allí no estaba. Pude ver a... ¿cómo se llamaba? ¿Annetta? Llamémosla Annetta, sí. Esta se encontraba echada en la cama. Recuerdo que ya llevaba un par de semanas muy enferma. Estaba muy pálida, tanto que las paredes tendrían más color que ella. Un par de monjas lloraban pegadas a su cama y hacían mucho ruido cuando se sonaban la nariz.

Me imaginé lo que habría pasado. Iba a marcharme, pero entonces la vi.

Sor Annetta estaba allí.

No me refiero a la que estaba paliducha y huesuda sobre la cama, claro, sino a la que se hallaba en el rincón de la habitación, observando todo el panorama de allí dentro como si la cosa no fuera con ella. Me dije: «Enzo, ¿eres idiota? Mira bien». Y miré, miré muy bien. Y ella me miró a mí. Cazzo, la mujer giró el cuello en mi dirección de forma lenta y siniestra.

¿Que si me acojoné? Diavolo, eché a correr como si mi vida fuera en ello. Me tropecé y caí rodando los últimos escalones que llevaban al corredor de los alumnos. No me partí una pierna de milagro.

No le conté nada a nadie porque, siendo sinceros, ¿quién me iba a creer? Ni siquiera yo mismo me veía capaz de asumir lo que había visto. No era posible.

Pensé que me había vuelto loco.

***

Como era de esperar, mis notas fueron para echarse a llorar. A mí no me veríais derramar una sola lágrima, desde luego, pero a cualquier chico de mi edad le habrían asustado tantos ceros juntos.

El caso es que, si quería pasar de curso, me lo iba a tener que currar. Y eso hice. No había estudiado tanto en mi vida. Hasta Stefano me ayudó a memorizar. Pero no tengo un supercerebro y necesitaba aprobar al menos una asignatura más para pasar de curso. Esto me llevó a tener que hablar con el cabecilla del orfanato y hacerle todas las alabanzas necesarias hasta que me permitiera pasar de curso.

Nunca veréis a un tío más desagradable que el señor Demetrio. En serio, en toda mi vida no he visto a alguien tan detestable como él y pronto comprenderéis por qué. Pero antes que nada os contaré cómo era para poneros en situación. ¿Alguna vez habéis cogido un pedazo de mantequilla y os lo habéis frotado por el cuerpo? Pues ese aspecto era el que tenía. Su cuerpo literalmente relucía por la cantidad de sudor que lo cubría. Y no hacía nada por remediarlo. Se echaba algún perfume carísimo para tapar el olor, cosa que solo duplicaba la pestilencia. Algo que tampoco podía ocultar era lo calvo que se estaba quedando, aunque intentaba taparlo peinándose hacia un lado. Parecía que se había engominado el pelo con la misma mantequilla que había usado para untarse el cuerpo. Tenía los ojos hundidos y hacía un ruido extraño al respirar, como el de un globo al que se le escapa el aire poco a poco.

En resumen, daba asco.

El tipo no era nada modesto y se hacía llamar «el abad Demetrio», «ilustrísimo» o directamente «su señoría». Solía pasearse arrastrando los bordes de una túnica de una tela que tenía pinta de ser de alta costura y llevaba siempre una mirada de suficiencia en el rostro. Los domingos oficiaba la misa, y tenía tan poca gracia que la mayoría luchábamos por no dormirnos. A veces le daba por ocupar el cómodo asiento del confesionario, pero la gente que comentaba la experiencia solía decir que el abad no les daba la sensación de ser escuchados. Tampoco se sabía de cuánto dinero disponía el orfanato, pero era un hecho que mientras el abad cambiaba de zapatos una vez al mes nosotros estábamos mal vestidos y mal alimentados.

No me enrollo; era un mal clérigo y ya está. Pero si quería pasar de curso, tenía que hablar con él, así que preparé mi mejor actuación. Mi madre solía decir que para actuar bien tienes que creerte lo que estás contando. Da igual que sea la mentira más evidente de todas; si tú piensas que es tu verdad, los demás también lo harán.

Así que eso hice.

Toqué a la puerta y pasé cuando escuché su gangosa voz responder al otro lado. Mientras cerraba la puerta detrás de mí observé el lugar. Era la primera vez que estaba en el despacho-habitación-comedor del abad, y lo primero que pensé es lo que costaría limpiar aquello. Como si hubiera limpiado algo en mi vida, ¿verdad?

Me acerqué a su mesa con cara de no haber roto un plato. Él me miró por encima de unas gafas diminutas que por muy poco no se le resbalaban por la punta de la nariz.

—¿Qué necesitas, hijo? —me preguntó.

—Verá, ilustrísimo... re-resulta que... —Me di unos dramáticos segundos en los que respiré de forma entrecortada mirando hacia el suelo—. No he aprobado todos mis exámenes...

—Entonces tendrás que repetir el curso —contestó con toda la parsimonia del mundo.

Alcé rápido la vista hacia él.

—¡Pero no puedo! ¡Usted no entiende lo difícil que es esto para mí!

—Lo es para todos, hijo.

—¡Usted no ha perdido a sus padres! ¡Los echo mucho de menos! ¡Mamá me ayudaba a estudiar!

Don Importante pestañeó pausadamente, como si esperara a que terminase de contar todas mis mentiras.

—Además, me cuesta mucho leer. A veces confundo las palabras y veo las letras cambiadas de sitio. —No era verdad, pero tenía que probar.

Cuando terminé de hablar, se pasó la mano por la boca y se quitó las gafas. Las colocó sobre la mesa y me observó detenidamente. Estaba claro que no se había creído nada.

—¿Cómo te llamas, hijo? —preguntó echando el cuerpo hacia detrás.

—Enzo. Enzo D’Amico, su señoría. —Estaba seguro de que ya me esperaba un par de semanas en el aula de los castigos.

—Es la primera vez que vienes aquí, y además es para pedirme que te apruebe. —Expulsó algo de aire por la nariz—. Supongo que debe importarte mucho pasar de curso, ¿no?

—Sí.

—¿Por qué? Y nada de excusas baratas, Enzo. Quiero la verdad.

Tragué saliva.

—Si no apruebo, no podré estar con mi amigo. Es el único que tengo.

—Entiendo. Supongo que algo podremos hacer al respecto.

Me dije: «¿Ya está? ¿Me va a aprobar así, tal cual?». Al menos por sus palabras, parecía que sí. Pero lo que dijo después ya me avisó de que algo andaba mal.

—Acércate, muchacho.

Ni de coña me quería acercar, pero estaba en juego mi aprobado. Caminé hacia él. Las piernas me pesaban un quintal y de cerca su olor era todavía más nauseabundo.

—Siéntate —me dijo con una sonrisa.

Yo miré a un lado y a otro. Como no vi ninguna silla cerca, pregunté:

—¿Dónde?

Me pareció que su sonrisa se ampliaba un poco más.

—En mi regazo.

Sí, amigos. Era lo que parecía. En aquel entonces no estaba tan espabilado y no terminaba de comprender qué cazzo pretendía con todo aquello, pero tan pronto como me apoyé sobre él con movimientos erráticos noté cuál era su intención. Digo que la noté, porque la noté literalmente.

Me acojoné. Creo que estaba incluso empezando a temblar. No conseguía creerme lo que estaba pasando. Aparté la vista de él por pura vergüenza.

Entonces sentí cómo su mano se colocaba sobre mi pierna.

Antes de que pudiera hacer nada más cogí el primer objeto que encontré. Era la pluma con la que había estado escribiendo. Sin pensármelo dos veces, se la clavé en la puñetera mano. El pezzo di merda empezó a gritar y me soltó de inmediato, así que aproveché para levantarme de un salto, abrir la puerta y correr hasta mi cuarto como si mi vida dependiera de ello.

***

Ya poco me importaba pasar de curso o no, y en cuanto tuve un momento para hablar a solas con Stefano le conté todo lo ocurrido con pelos, señales, gestos, chillidos y todo lo que hizo falta. A pesar de todo el espectáculo, Stefano no pareció sorprenderse con mi relato, cosa que me chocó bastante. En lugar de eso preguntó:

—¿Era la primera vez que ibas a verle?

—Sí, ¿es que tú ya habías ido antes?

Por la cara que puso y la forma en la que me apartó la mirada supe que sí.

Porco demonio... ¿Te ha pasado algo parecido?

Stefano seguía sin mirarme. Siempre que me ocultaba algo actuaba así. Lo que no sé es cómo no me había dado cuenta antes.

—Stefano, habla o te juro que...

Negó con la cabeza. Tardó lo suyo, pero al final abrió la boca.

—He ido un par de veces. A mí no me ha hecho demasiado...

—¿A ti no te ha hecho demasiado? ¿Qué significa eso?

Pareció que por fin se decidía a abrirse de verdad porque levantó la vista y me miró a los ojos.

—¡Pues como suena! Solo me ha acariciado el pelo y la espalda... —Hizo una pequeña pausa. Yo me noté los puños cerrados—. ¡Nada más, te lo prometo! Pero según parece es bastante sobón. He oído a otros chicos hablar varias veces al respecto en el huerto. Pero no digas que te lo he contado, Enzo. ¡Por favor! —Tenía una mirada de completa súplica.

—Vale, vale... yo no digo nada. ¿Pero por qué no habéis hecho nada al respecto?

—¿Qué vamos a hacer, Enzo? —negó con la cabeza. Su voz sonaba desesperada—. El abad es la máxima autoridad de este lugar.

Y lo peor de todo es que supe que Stefano tenía razón, así que no le contesté ni siquiera para bromear. Hablamos un poco más del tema, pero los dos estábamos bastante desanimados, así que pronto desvié la conversación a cualquier otra cosa. No quería imaginarme qué tormentos habrían pasado otros niños de mi edad o incluso más pequeños. Pero era una gran putada que nadie hiciera nada.

Por fortuna para ellos tenían un D’Amico entre sus filas, y los D’Amico somos famosos por meter las narices donde no nos llaman. Las narices, la cabeza y el cuerpo entero si hace falta. ¿Esperabais que fuera a quedarme sentado sabiendo lo que ahora sabía? ¡Ah!, de eso nada.

Tenía un as bajo la manga.

***

Quería actuar rápido porque así habría menos posibilidades de que algún pobre crío inocente fuera a hablar con el abad. Mientras trazaba mi plan paseaba bastante de continuo por el corredor de este, controlando que ningún chaval se acercara. Era cuestión de principios, cazzo.

Pero no tardó demasiado en presentárseme la solución al problema: ¿qué haces para derrotar a un titán?

Buscar otro titán.

Ya no había clases y todavía no teníamos que recoger nada del huerto, así que nos dedicábamos a otras actividades como tallar figuritas de madera, coser (sí, éramos así de modernos y la cosa es que nadie nos arreglaba los uniformes, así que todos prestábamos atención), o nos obligaban a rezar. La sala de castigos seguía abierta de par en par, por lo que en cuanto vi la ocasión oportuna expresé mis deseos más escatológicos hacia el Sumo Creador del Mundo y me enviaron derechito allí.

Sor Francesca se encargaba de estar vigilando a los que se portaban mal casi todo el verano, así que no me sorprendí al encontrármela. Ni ella lo hizo de verme a mí, todo sea dicho. Ese día no estaba muy animada, por lo que solo me hizo copiar unas frases de la pizarra. Cuando ya no pude aguantarme más, dejé el lápiz y la miré.

—Sor Francesca, ¿puedo hablar con usted?

—Escribe tus frases, Enzo —contestó ella sin apartar la mirada de su viejo libro.

—Es importante... —insistí. Al final logré que alzara la vista y me mirara por encima de las gafas como si dijera: «Ya puede ser importante si me estás haciendo perder tiempo de lectura»—. Es sobre el señor Demetrio.

Sor Francesca se colocó recta en la silla y apartó la mirada del libro. Esta decía claramente un «continúa».

—Hablé con él sobre si podía ayudarme a aprobar mis asignaturas pendientes, pero creo que no lo hará... —Escuché un pequeño gruñido proveniente de su garganta y vi cómo devolvía las manos al libro, así que me apresuré a continuar—, porque no le dejé que me tocara.

Ya estaba hecho. Sor Francesca irguió el cuello como un águila que acaba de ver un conejo.

—¿Dónde te quería tocar? —preguntó casi con un hilo de voz.

—¿Hace falta que le haga un esquema? —Abrí mis ojos y sor Francesca abrió los suyos. Le brillaban como dos malditos soles. Esa mujer daba miedo estando seria y cabreada, ¿pero cuando tenía algo en mente? Cazzo, daba pavor.

Se puso de pie y caminó hacia mí.

—¿Estás seguro de esto, Enzo?

—Segurísimo. He hablado con otros chicos y me han dicho que les han pasado cosas peores. —Exageré un poco la situación, pero sor Francesca no pareció notarlo. Incluso alegraba verla así de llena de energía.

—Bien, muy bien... —Sor Francesca dio un par de vueltas de un lado a otro, muy pensativa. Al final se volvió hacia mí—. ¿Serías capaz de repetir esto delante de más gente, Enzo? ¿Unas tres personas?

—Y delante de cincuenta, si quiere. No me importa —aseguré de inmediato con un aspaviento—. Estoy enfadado, así que puedo incluso inventarme un par de cosas más si es que va a venirle bien a la historia.

Sor Francesca, que había vuelto a moverse, se detuvo frente a la pizarra. Una mentira era una mentira, al fin y al cabo, y aunque fuera a venirnos bien a ambos estaba mal visto a ojos de Dios y todo ese rollo.

—Pero estarías mintiendo, Enzo.

—¡No...! Bueno, sí... Pero puede tomarlo como que estaría representando al resto de chicos afectados, que ya le digo que no son pocos. Y a esos no conseguirá hacerlos hablar porque están muy asustados. Si no, ya habrían acudido a usted. ¿A Dios no le vale eso como una buena obra?

Sor Francesca lo meditó un segundo y elevó la mano para tapar por encima el crucifijo que adornaba la pared. Era bastante alta y le quedaba más o menos a la altura de la cabeza, así que lo alcanzó sin problemas.

—Si te confiesas después, sí que sería una buena obra... —afirmó en susurros. Me pareció hasta gracioso que le preocupase que el crucifijo se enterase de todo lo que estábamos tramando, pero mantuve la seriedad.

—Entonces ya está decidido, soy su testigo. Pero quiero algo a cambio. —Yo, poco ávido y menos aún pillo, no iba a dejar escapar la situación.

—¿Qué quieres? —preguntó apartando la mano del crucifijo y acercándoseme.

—Si testifico contra el señor Demetrio, quiero que todas mis asignaturas queden aprobadas.

Los chicos perdidos

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