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II Cosas de niños

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Una semana después vinieron dos hombres y una mujer al orfanato.

Llevaban hábitos. Sor Francesca no me dio muchos detalles, pero supuse que serían un Consejo de Distinguidos Clérigos que venía a evaluar el caso de nuestro querido abad. Fuera como fuese, yo ya había preparado mi papel y me encontraba ansioso por empezar a cantar.

Sor Francesca me obligó a peinarme hacia un lado. Iba a quejarme porque no quería parecer un niño repipi, pero al ver en el espejo la cara de chico bueno que me hacía no rechisté. También me puse mi muda del uniforme limpia y procuré atarme bien los cordones de los zapatos.

Estuve esperando un rato fuera de la improvisada pequeña sala de reuniones. Cuando me llamaron para que pasara entré con calma. Vi una silla frente a la enorme mesa donde estaban los clérigos que iban a juzgar la veracidad del caso y en ella me senté. Sor Francesca, que estaba de pie junto a ellos, fue quien rompió el silencio.

—Este es Enzo D’Amico, señorías. Este joven de solo trece años ha sido víctima, como ya les he mencionado, de los abusos del ilustre Demetrio. Él mismo puede contarles la historia.

Los señorías me echaron una mirada de arriba abajo, más serios que un sepulturero en un funeral. Por sus miradas no parecía que se hubieran tragado mucho hasta ahora y me pregunté qué es lo que les habría contado sor Francesca. Yo suspiré lentamente y, cuando estuve listo, empecé a hablar.

—Así es. Fui a preguntarle si podría pasar de curso a pesar de mis malas notas y me hizo entrar a sus aposentos. Cerró la puerta con llave. Al principio fue amable conmigo, pero luego... —Hice que comenzaran a temblarme las manos—. Luego empezó a... propasarse. Me decía que, si tenía calor, podía quitarme algo de ropa, o que, si me encontraba tenso, él podía... —Hice una de mis pausas dramáticas—. Cuando me di cuenta... estaba tocándome...

—Esto es una ridiculez —bramó de pronto el señoría de la derecha. Era pequeño y rollizo, y tenía las mejillas rosadas del calor que hacía allí dentro—. El ilustrísimo Demetrio no sería capaz de tal fechoría. Este muchacho solo es un mocoso cualquiera. Un picaruelo elegido por sor Francesca para dar la cara por ella. —Miró a la monja—. ¿Qué le has prometido si cuenta mentiras por ti?

Sor Francesca giró el cuerpo hacia él como una víbora que amenaza con atacar en cualquier momento. Directamente al cuello.

—¿Cómo osa acusarme de...?

—No nos precipitemos —intervino el otro hombre, que estaba sentado en el lado izquierdo. Los huesos de la cara se le marcaban como a un cadáver—. Ni siquiera hemos oído los detalles todavía.

—Yo estoy con Affonso; no me parece más que una pérdida de tiempo —dijo la tercera señoría, una mujer que presidía la mesa y que miraba de forma desafiante a todos los presentes—. Esto no es más que una táctica de sor Francesca para convertirse en abadesa. Todos sabemos lo mucho que ambiciona el puesto desde siempre...

—¡Esto es un insulto hacia mi persona y hacia esta institución! —exclamó la aludida.

Y antes de que me diera cuenta estaban alzándose la voz unos a otros.

Me quedé pasmado. Es decir... cazzo, ni siquiera me habían dejado terminar mi actuación. Supongo que en ese momento no me movió mi espíritu benévolo ni mis ganas de pasar de curso, sino mi parte de artista y mentiroso que se sentía frustrado por haber sido cortado a mitad de acto.

Me puse de pie y alcé la voz por encima de la de los cuatro adultos.

—¡¿Y USTEDES SE HACEN LLAMAR LOS EMISARIOS DE DIOS?! ¡¿USTEDES QUE CUANDO ALGUIEN LES PIDE SU AYUDA SOLO LE DAN LA ESPALDA Y LE TACHAN DE MENTIROSO?! —Todos cerraron la boca y me observaron estupefactos. Como cuando sorprendes a un cervatillo deslumbrándole con los faros del coche mientras cruza la carretera en plena noche—. ¡NECESITO AYUDA, POR FAVOR! ¡ESE HOMBRE...! ¡¿CREEN QUE MIENTO?! —Se me trabó la voz y jugué con mi garganta como si estuviera sintiendo un nudo. Me acordé del trompazo que me di cuando caí por las escaleras huyendo del cuarto de sor Annetta. La castaña había sido tan tremenda que me había salido un moratón tan grande como la palma de mi mano. Me levanté la camiseta dejando ver mis costillas—. ¡¿DE VERDAD LO CREEN...?!

Los adultos pusieron cara de espanto al ver la marca. Incluso sor Francesca, que no pudo evitar llevarse una mano al pecho. Mis ojos trabajaban por sí solos y ya sentía que querían echar un par de lágrimas. Pensé en cómo echaba de menos a mis padres cada vez que me acordaba de ellos y empezaron a caer casi al instante.

—Po-por favor... si de verdad les preocupamos nosotros, los alumnos... si de verdad yo les preocupo..., hagan algo...

Seguí llorando y pasándome la mano por la cara para limpiarla de vez en cuando. Todos los presentes estaban boquiabiertos. La mujer se ajustó las gafas.

—Claramente, vamos a tener que hacer algo al respecto.

—¿Dónde te tocó? —preguntó el hombre rollizo de repente.

No pude saber si era por curiosidad, por interés para el caso o porque todavía no se tragaba la bola. Daba igual cuál fuera, no me daba la gana contestar a algo así.

—Me-me... —De repente arranqué a sollozar todavía más fuerte. Entonces fui corriendo hasta sor Francesca y me abracé a ella. Seguí hablando y noté que mi voz se amortiguaba contra sus faldas—. ¡Lo siento mucho sor Francesca...! ¡Lo siento...! ¡Intenté pararle...! ¡Lo siento...!

—Ya ha pasado, Enzo... Ya ha pasado.

Ella me acariciaba el pelo. Firme, pero con algo de ternura. Me pregunté si ella también se habría creído la historia que acababa de contar. Alcé la cabeza y la miré a los ojos.

—¿Dios me odia ahora?

—No, Enzo. Dios no podría odiarte porque tú no quisiste nada de lo que ocurrió. Solo fuiste la víctima. —Agaché la cabeza de nuevo. Sor Francesca aprovechó para dirigirse a los otros adultos—. Ya ha tenido suficiente, señorías. Vamos, Enzo. Te acompañaré fuera.

Lo último que escuché al salir de la habitación fue algo sobre llamar al Vaticano.

Calculo que estuve media hora de reloj riendo a carcajada limpia en mi dormitorio. Mi compañero de habitación me pidió que me callara varias veces, pero como yo seguía y seguía se acabó marchando a otra parte.

Os lo aseguro, sus caras durante toda mi actuación fueron un poema. Creo que fue ese día cuando decidí que me iría mejor de actor que de universitario, aunque al final no fui ninguna de las dos cosas. El caso es que unos meses después, cuando volvieron a comenzar las clases, me apunté al club de teatro.

***

Un par de días después se corrió la voz de que el abad abandonaba el orfanato. La mayoría de los críos estábamos eufóricos. Luego había algunos que estaban acojonados (porque más vale lo malo conocido, ¿no?). Y después estaba Stefano, que no me dejaba de mirar de reojo desde que se había enterado de la noticia. Yo, por supuesto, me hice el tonto en todo momento.

—Tú no tendrás nada que ver con esto, ¿verdad? —repetía, como si por insistir se me fuera a escapar la verdad.

—¿Yo? ¡Pero si ya has oído el rumor! Don Importante robaba dinero de la abadía.

—Y también dicen que le metió mano a varios niños...

—¿Pues qué quieres que te diga? Debería haber ido con más ojo si iba a dedicarse a meterle mano a niños pequeños. Le habrán acabado pillando. Deja de pensar en eso y alégrate, Stefano. Lo importante es que se marcha.

—Ya, por supuesto...

Stefano trataba de ignorar que sabía que era cosa mía todo lo que podía, y yo reía entre dientes cuando no miraba.

A mitad de clase, un alumno de un par de cursos más avanzados abrió la puerta de nuestra aula.

—¡Eh, venid a ver esto! ¡Se llevan al abad!

De inmediato todos nos pusimos de pie y corrimos como locos hasta el patio. Un coche negro de cristales tintados que parecía recién sacado del concesionario esperaba cerca de la puerta. El abad apareció escoltado por dos hombres con gafas de sol, que además le llevaban las pesadas maletas. Cuando estaba junto a la puerta del copiloto se detuvo para mirarnos a todos. El silencio era sepulcral.

—Hoy es un día importante para la abadía —empezó—. Me marcho con mucho pesar y un gran dolor en mi corazón...

—¡Un gran dolor de culo! —gritó alguien de las filas de atrás.

—... pero por falsas acusaciones no se me permite estar aquí más tiempo...

—¡Y un cuerno! ¡Tocaniños! ¡Estafador! —Ahora gritaban varios por mi derecha.

—Solamente espero que recordéis lo que he hecho por vosotros...

—¡Sí, lo recordaremos, bastardo!

—¡Orden! —exclamó una de las profesoras, pero ya era tarde.

Un coro de maldiciones e insultos empezó a elevarse de tal forma que ya era imposible escuchar el discurso del abad. Él miró a un lado y a otro con los ojos como platos, como si no creyera lo que estaba ocurriendo.

Y entonces pasó: nuestras miradas se cruzaron.

Por un momento dejé de escuchar los berridos de mi alrededor. Y estoy seguro de que él también. Muy despacio y sin ninguna prisa fui dibujando una sonrisa en mi rostro. Una sonrisa culpable. Quería que supiera que todo esto era cosa mía. Que yo había dado la cara para que le echaran de allí.

El abad retrocedió hasta el coche sin dejar de mirarme y, en cuanto se dio la vuelta, los alumnos de cursos más altos dejaron unos cajones repletos de tomates al alcance de todos. A pesar de que las profesoras intentaron calmar a los alumnos, el coche empezó a perder ese aspecto tan nuevo y a llenarse de porquería.

El señorito Demetrio me miró desde el interior del automóvil mientras subía la ventanilla y yo aproveché para levantar la mano y enseñarle mi dedo corazón como despedida.

Vaffanculo, Don Importante. Y hasta nunca.

Pocas veces me he sentido tan realizado en la vida. No volvimos a ver al señor Demetrio nunca más. Y creo que muchos alumnos fueron más felices a partir de entonces. Stefano fue uno de ellos, sin duda. Le vi entre los alumnos de la primera fila. Lanzaba tomates hacia el coche en movimiento casi como un desquiciado.

Sentí una mano huesuda sobre mi hombro y me giré. Sor Francesca estaba a mi lado.

—¡Ah! ¡Qué planazo, sor Francesca! ¡Choque esos cinco! —Alcé la mano esperando de forma estúpida que lo hiciera. No sé por qué, supongo que por la emoción.

—Has pasado de curso —afirmó tras un incómodo silencio—. Pero espero que seas consciente de que mi benevolencia contigo ha finalizado. Nuestra tregua ha acabado.

Por supuesto. No me lo había planteado, pero era bastante lógico.

—No se preocupe, sor Francesca. Fue bonito mientras duró. Podré soportarlo.

Ella apartó la mano y negó con la cabeza al escucharme.

—Hay algo en ti que me impresiona, Enzo. Todavía no sé qué es, pero... —se detuvo, entrecerrando los ojos mientras me escaneaba con la mirada.

Yo, como única respuesta, guiñé un ojo y me perdí entre el grupo de agitados rebeldes. Tenía que lanzar unos cuantos tomates.

***

Llegó el tiempo de la cosecha. Se trataba de dos semanas intensísimas en las que debíamos arrancar, limpiar y almacenar varios cultivos. La mitad eran para el orfanato y la otra se vendían en el pueblo. Yo no era muy fan de estas cosas, como la mayoría de chicos. Pero tenía la cara lo suficientemente dura para decir «hoy no me apetece trabajar» y escabullirme cuando nadie estaba mirando.

Así fue cómo, un caluroso día de verano, me adentré en el pueblo y estuve deambulando de un lado a otro hasta encontrarme con una tienda de instrumentos de música. Mamá tenía una guitarra, así que fue imposible pasar de largo. Ella solía tocar de vez en cuando después de comer, y mi padre y yo observábamos en silencio hasta que se hacía la hora de merendar. Solían ser canciones tristes. Otras tantas, pero en muchas menos ocasiones, eran sonatas que invitaban a bailar.

El flechazo fue tal que cuando vi esa maravilla expuesta en el escaparate supe que tenía que ser mía.

Fueron tres semanas muy duras. En cuanto podía escabullirme de las cosechas bajaba al pueblo. Había decidido que tenía que comprarla. Aunque no estuviera demasiado cara para aquellos tiempos, con mi pobre salario (es decir, nada) supuso un auténtico reto. Vendía hortalizas que traía de los huertos, hacía masajes a las viejas, paseaba perros, limpiaba desvanes... Me resultó curioso que nadie se diera cuenta de mi ausencia en el orfanato durante esos días, pero al final se me acabó ocurriendo que sor Francesca ahora era la máxima autoridad y a lo mejor estaba haciendo la vista gorda.

A lo mejor no; era lo más probable.

Faltaban dos semanas para que reanudáramos las clases cuando por fin pude ponerle las manos encima. No había pensado siquiera dónde la iba a esconder, pero poco me importaba. Solo fui corriendo a través del pueblo, salí hacia las afueras, al bosque, y me metí por donde los árboles parecían más acogedores. Allí toqué durante horas y cuando tuve que volver a mi dormitorio escondí la guitarra enfundada bajo unos arbustos, fuera de las garras de cualquier mirón.

Los siguientes días me costó encontrar el lugar donde la había escondido hasta a mí. Pero lo vi como algo bueno.

Recordaba algunos acordes que me había enseñado mi madre antes de... bueno, del accidente. Con un poco de práctica ya empezaba a progresar. Me llené de callos, pero poco me importaba en esos momentos. La música me hacía feliz.

Supongo que debía oírse algo de lo que tocaba cerca del pueblo, porque así fue como conocí a Hans.

El chico apareció de la nada dándome un susto de muerte. Y ni siquiera habló. Solo se me quedó mirando a cierta distancia. Por aquel entonces aún tenía el pelo largo y mucho más rubio que el mío. Cuando me di cuenta de su presencia solté un grito, un insulto y paré de tocar.

Figlio di...! ¡¿Qué haces, cazzo?! —Me llevé la mano al pecho—. ¡Respira al menos!

—Lo siento —respondió él con un acento bastante fuerte. Tanto que le entendí prácticamente de chiripa.

—Seguro que sí. Me da igual que te chives a sor Francesca, cuando vengáis a por mí ya me habré ido. —Me imaginé que el chico era del orfanato, supongo que por no tener la conciencia limpia.

Aparté la vista de él y seguí tocando.

—¿Me enseñas? —preguntó acercándose y señalando la guitarra.

—No —contesté yo, cortante.

¿De qué iba? La guitarra y yo lo estábamos pasando bien a solas hasta que había llegado él, y además me ponía los pelos de punta. No quería compartir momentos como ese con un niño que no conocía de nada.

—¿Por qué? —insistió. Su voz parecía irritada. Supuse que no conseguir lo que quería le había enfadado.

—¡Porque no! ¡Vete! —alcé la voz y la vista hacia él. El muy pesado apretó los puños y se dio la vuelta para marcharse. Yo intenté seguir tocando, pero ya me había cortado el rollo, así que no me apetecía seguir. Coloqué la funda, escondí la guitarra y me dispuse a marcharme.

A mitad de camino hacia la salida del bosque noté que algo se me echaba encima. No me dio tiempo a reaccionar y acabé rodando por el suelo y tragando tierra. Cuando me pude girar vi que ahí estaba el niño de antes. Me cabreé bastante, así que en lugar de marcharme le planté cara y de golpe, nunca mejor dicho, estábamos dándonos de hostias.

Me pegó varios puñetazos en el estómago y yo se los devolví en la cara. También aproveché para tirarle del pelo en cuanto tuve ocasión. Y allí estuvimos, golpeándonos y rodando el uno sobre el otro durante un buen rato.

Al final nos acabamos cansando y nos separamos jadeando. Yo me pasé la mano por la boca para quitarme el sabor a tierra y a sangre y escupí al suelo. Él se llevó la mano a las costillas mientras nos mirábamos como unos animales rabiosos.

Por aquel entonces no entendí a qué venía todo aquello, aunque me di cuenta más tarde. El chico era nuevo en el pueblo, de padre alemán y de madre italiana. Había cumplido ya los catorce hacía tiempo, no tenía amigos todavía y, por lo visto, me marcó como su objetivo. Aunque no sabía nada de todo esto en aquel entonces, ni tampoco conocía el futuro que nos deparaba a ambos.

Me senté en el suelo con la mano en el estómago. Pensaba que iba a potar de un momento a otro. Él seguía tendido y mirándome sin decir nada. Yo le observaba con un asco y odio inauditos hasta que me sonó de forma furiosa el estómago. En ese momento, por encima de todo el dolor, quería comer algo.

Mis labios se movieron solos.

—¿Te apetece ir a robar algo de merienda?

El chaval abrió los ojos como platos. Estaba extrañado de que su estrategia de niño pequeño y estúpido hubiera funcionado; y si os digo la verdad, yo también.

—Sí.

Dicho y hecho. Me puse de pie como pude y le tendí la mano para ayudarle a levantarse.

***

Comenzó el nuevo curso y con ello las clases. El compañero de habitación de Stefano había sido adoptado por una tía abuela suya, por lo que pedimos que nos dejaran compartir cuarto. No os extrañaréis si os digo que nos lo concedieron, quizá con la intención de que Stefano me contagiara algo de sus ganas de estudiar.

En pocos días, él pudo percatarse de que alargaba mis salidas al pueblo. La verdad es que me sorprendió el aguante que tuvo hasta rendirse y preguntar.

—Enzo, ¿a qué viene tanto tiempo fuera? Últimamente tardas más en volver y me pongo nervioso por la revisión de habitaciones de antes de dormir... ¿Qué pasa si algún día entra sor Vittoria y se da cuenta de que tu cama está vacía? —Su rostro reflejaba el nerviosismo en cada poro.

—¡Ja, secreto! Y no te preocupes por eso. Soy puntual como un reloj suizo.

—Un reloj averiado, dirás. Ayer llegaste a mitad de la cena y las profesoras empezaron a hacerme preguntas. ¡Y ya sabes cómo me pongo cuando tengo que mentir y fingir que no sé nada! —Todos lo sabíamos. Al pobre le salían unos ronchones rojísimos en el cuello y se ponía a sudar como un puerco.

—¡Ya te he dicho que lo siento y que no volverá a pasar! Se me fue la hora una vez.

—¿Y qué haces fuera? No puede ser tan divertido si estás tú solo.

Guardé silencio. En realidad, tenía un nuevo amigo, y me sabía mal por Stefano porque no le había dicho nada. Ni siquiera le había ofrecido venir conmigo lo suficiente como para convencerle por insistencia.

—¿Por qué no vienes conmigo mañana? Solo un rato. Te lo enseñaré todo.

Stefano abrió mucho los ojos y alzó la voz.

—¡¡NI HABLAR!! —Alguien chistó fuera de la habitación para pedir que nos callásemos, así que Stefano habló en murmullos al continuar—. Te he dicho mil veces que no.

—Mil y una veces. Pero si quieres saber qué se cuece ahí fuera..., tendrás que venir porque no te voy a contar nada. Así que tú verás.

Sonreí con auténtica malicia y me di la vuelta sobre la cama para darle la espalda, dando la conversación por finalizada.

Solo era cuestión de tiempo hasta que cayera.

***

Tardó una semana. Nos encontrábamos en matemáticas y yo me estaba echando una de mis siestecitas cuando sentí un lápiz clavándose en mis costillas. Pegué un salto y me agarré al pupitre. Inmediatamente escuche la voz de Stefano hablándome en susurros desde atrás.

—¡Vale, me apunto! ¡Pero si nos castigan, pienso vengarme como sea!

Sonreí y llevé una mano a mi nuca como si fuera a peinarme el pelo. En lugar de eso alcé el dedo pulgar.

Ya le había hablado a Hans un poco de Stefano y él lo había hecho de otra gente del pueblo. Resultó que Hans estaba más espabilado de lo que parecía y había hecho amistades en el colegio público.

Quedamos en vernos al día siguiente y Hans trajo a algunos de sus nuevos amigos. Los niños eran bastante idiotas y no tardaron en marcharse una vez que ya habían conocido a los huérfanos.

Para que fuera aclimatándose, le conté a Stefano que nos íbamos a encontrar con chicos de nuestra edad. Aun así, eso no pudo ahorrarle el susto de conocer a Hans. Este, en cuanto vio al tembloroso Stefano, tan delgado y tan nervioso, se lanzó en su dirección y le agarró por el cuello, el muy imbécil. Con el puño empezó a frotarle fuerte el pelo generando una llovizna de caspa para hacernos reír a los demás.

—¡Stefano, Stefano! ¡Stefano, Cara-de-ano!

Este escapó de sus brazos y le observó totalmente acobardado. Hans le dio un puñetazo amistoso en el hombro.

—¡Pero hombre, que estamos de broma! ¡No pongas esa cara de mustio!

Entre risas me acerqué para meterme entre los dos.

—Venga, Hans, ya vale. Estás asustando al pobre. Métete la cabeza en el culo y respira hondo, cretino.

Stefano se frotaba el hombro con una mano y con la otra se ajustaba las gafas. Aunque todo eran risas, sabía que Stefano lo estaba pasando mal porque no solía relacionarse demasiado con la gente. Así que cogí a Hans por el cuello antes de que pudiera contestar y le arreé de su propia medicina.

—¡Ha llegado la Navidad! —me mofé.

Stefano fue ahora quien rio.

Como ya he dicho, en cuanto supieron quiénes éramos, la novedad se hizo aburrida y nos quedamos unos pocos. Solo estábamos Hans, Stefano, yo... y dos chicas.

Nunca antes había visto a la hermana de Hans, pero la reconocí en cuanto la vi. Tenía los mismos ojos que su hermano, aunque si acaso era todavía más rubia. Era como una de esas niñas pequeñas que parecen no haber roto un plato en su vida y que podrían dedicarse a hacer anuncios de papel higiénico junto a un par de cachorros, aunque en realidad tenía cierto carácter. Hans nos la presentó como Elena, su hermana menor por un par de años nada más, aunque esos dos años se notaban bastante en la diferencia de altura.

La otra chica se llamaba Alessa. Morena, de sangre gitana, alta y delgada como un palillo, aunque más tarde tendría algo de curvas. Recuerdo que parecía casi tan nerviosa como el propio Stefano y que se clavaba las uñas en las palmas de las manos mientras esperaba su turno para que la presentaran. Por lo visto, las dos chicas se habían conocido en el colegio y se habían hecho lo suficientemente amigas como para quedar alguna tarde para salir a pasear.

Todavía no lo sabíamos, pero estábamos empezando a formar un grupo de amigos y corredores de aventuras que se completaría apenas unas semanas después.

No os lo he dicho todavía, pero ese curso fue muy distinto a los anteriores. A sor Francesca, como abadesa y Señora Todopoderosa del orfanato, se le ocurrió la feliz idea de abrir las clases a todos. Ya no éramos solo chicos. Sí, me habéis entendido: ese año llegaron las primeras chicas.

Fueron muy pocas, por supuesto. Tampoco tenían tantos pupitres libres y la transición debía hacerse lo más lenta posible para evitar que los huérfanos se traumatizaran. Esa era la teoría, pero estaba claro que lo que no querían era que las jóvenes hormonas adolescentes despertaran demasiado pronto. Por esa razón hasta varios años después no empezaron a acoger chicas; solo podían asistir a las clases y participar en las actividades extraescolares.

Recuerdo que en nuestra clase entraron tres. Dos a principio de curso, aunque no recuerdo cómo se llamaban. Pero podemos llamarlas Castaña y Risitas, si queréis. Bene, Castaña y Risitas entraron a nuestra clase desde el primer día. Aparte de hablar entre ellas y cuchichear por lo bajo cuando alguno de los chicos intentaba sacarles conversación, fracasaba y se iba temblando hasta su mesa, no es que hicieran mucho más. Sacaban notas decentes y cuando acababa el día se iban a sus casas.

La tercera chica en llegar fue Katinka, aunque la llamábamos Kat. Apareció poco después de que conociéramos a Alessa y Elena, y llamó la atención de todos desde el primer momento. Su cuerpo era robusto y tenía manos fuertes, su pelo estaba cortado a trasquilones (más tarde nos contó que se lo cortaba ella misma), era un año mayor que nosotros y solía comunicarse a trompicones. Era de algún pueblo ruso perdido de la mano de Dios, pero llevaba varios años en Italia. Más o menos se manejaba con el idioma y solía echarle un cable a su padre en su taller de reparación de vehículos.

Os podéis imaginar. Tuvimos un flechazo al instante: ella era la rarita que parecía haber perdido varios tornillos de camino a clase, Stefano el despistado que vivía en su mundo de libros y literatura, y yo el idiota teatrero de turno. En apenas unos días, ya estábamos juntándonos para tomar el almuerzo.

***

—¿Y cuándo vamos a volver a escaparnos? —preguntó Stefano por enésima vez.

Desde que había probado el dulce sabor de la libertad parecía haberse obsesionado con el tema, aunque el chico tenía una doble moral. Daba la vara con salir, lo pasaba genial con nuestros nuevos amigos, se ponía nervioso a mitad de la escapada, me daba la tabarra con regresar al orfanato, se arrepentía durante varios días de haberse saltado las normas y vuelta a empezar. Siempre el mismo proceso.

—¿Volveremos a ir al bosque esta vez?

—¡Ah, per Dio! ¡No seas pesado, Stefano! No lo sé, todavía no han cambiado la bandera.

Nos habíamos inventado un sistema para saber cuándo era el mejor momento para escaparnos. Consistía en que Hans y Elena colgaban trapos de distintos colores en los árboles más cercanos al orfanato. El blanco significaba que había vía libre. El rojo podía significar dos cosas: que el padre de ambos estaba en casa o que por cualquier razón no era seguro para unos huérfanos ir pululando por el pueblo. Desde hacía casi una semana y media la bandera había estado roja, y Stefano parecía empezar a subirse por las paredes.

—¿Pero lo has comprobado? —preguntó, dándole vueltas a la sopa con la cuchara.

—Sí, como ayer y como el resto de días. Lo compruebo todas las mañanas nada más levantarme y lo sabes. Estás ahí para verlo.

Era tan fácil como asomarse a la ventana y ver qué color me encontraba. Una tarea muy sencilla, pero que para Stefano resultaba imposible. Sus gafas no habían sido graduadas desde hacía bastante tiempo y pedirle que mirase a la lejanía era como pedírselo a un topo. Esto solo contribuía a que Stefano estuviera todavía más nervioso.

—¿Pero estás seguro de que era roja? —preguntó de nuevo con los ojos clavados en mí. Yo hice una pedorreta y me llevé la mano a la mejilla.

Cazzo, Stefano. ¿Cómo tengo que decírtelo? Era roja como un tomate.

Kat, que llevaba un buen rato observándonos como quien mira un partido de tenis, rio de forma ronca.

—¿Siempre tan pesado? —me preguntó.

—Oh, ¡no tienes ni idea! —respondí abriendo los ojos como platos. Stefano podía llegar a ser muy intenso si se obsesionaba con algún tema.

—No paciencia —dijo Kat volviendo a reír antes de darle el último mordisco a su manzana.

—No tienes paciencia —corrigió Stefano, tan quisquilloso como siempre en asuntos de gramática.

—No tienes postre tampoco —contestó ella, robándole su pieza de fruta.

Stefano parecía tan ensimismado dándole vueltas a la sopa que no se dio ni cuenta. O quizá simplemente pasó. Yo los observé a ambos en silencio. Llevábamos mucho tiempo prometiéndole a Kat presentarle al resto de la panda, y Stefano parecía ya de lo más taciturno.

Suspiré.

—Ah, cazzo. Bene, lo has conseguido. Esta tarde me escabulliré y me acercaré al pueblo para averiguar qué es lo que pasa.

De inmediato a Stefano se le iluminó la cara y su mirada recuperó viveza.

—¿De verdad? ¡Oh, Enzo! Grazie mille!

Los chicos perdidos

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