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UN SOL CEGADOR (PODER Y OCULARCENTRISMO)

Era tanta la luz y tan excesivo el paisaje que tuvimos que guiarnos por el olor y el tacto de las cosas8.

Cada día me levanto al amanecer y enseguida, si hay suerte, mis ojos se estimulan con el sol anaranjado que parcialmente se eleva detrás de una torre, creando reflejos en la multitud de edificios acristalados que conforman la zona financiera de la ciudad. Después el sol continúa elevándose, se apagan los reflejos cálidos y deja de ser visto desde mi ventana. Rápidamente mis ojos derivan en la pantalla y allí se quedan, como hipnotizados, gran parte del día. Como esos monjes que evitan la tentación del afuera, advierto que bajar la persiana me tranquiliza y concentra. La habitación solo tolera estar iluminada unos instantes y enseguida se oscurece.

Si ustedes me vieran en este lugar mientras escribo seguramente pasarían rápido por la escena y reclamarían a sus dedos una pantalla táctil, o un ratón, tal vez un mando, como posibles apéndices útiles y mejorados de sus manos, algo que les permitiera manejar la imagen y “pasar a otra”. La escritura cuando se genera complace solamente a quien escribe, pero la imagen para el que mira no es especialmente atractiva. Difícilmente esta escena sería estímulo para un reality de televisión, como esos que cuentan los días de algunos famosos desde el desayuno a la cama, sus compras, charlas y cosas cotidianas, variadas en anécdotas y humor. Les aseguro que con mi imagen de ahora se aburrirían hasta bostezar. Pero no me achacaría yo toda la responsabilidad, pues ni siquiera las personas más expresivas lograrían atraer la atención de quien mira, limitándose a escribir, traduciendo sus conversaciones en carcajadas o histrionismos del cuerpo, más vistosos que lo que da de sí el goteo de letras Times sobre la página. Las pocas variantes de la escena hablarían en este caso de ver cómo se lee y se escribe mientras se mueven las facciones de la cara según interese y avance en la escritura. Un sorbo de alguna bebida fría que saboreo y moja mis comisuras; el olor a la calefacción de aceite y al café del vecino; la mano que rasca o masajea zonas dormidas sobre la tela fina y agujereada de algún pijama y que recuerda que hay cuerpo; y la mirada perdida entre alguna tecla desgastada o más sucia que las demás durante dos o tres segundos.

Como alteridad en esta imagen monótona, al cabo de un rato subo mis gafas que resbalan. Y al elevar la cara mis ojos derivan en la minicámara inserta en la pantalla de mi ordenador que parece apagada. En el mero hecho de encontrarla late siempre la duda de si, pareciéndolo, alguien podría haberla hackeado para mirar. Pero enseguida reitero lo que les adelantaba, que nadie tendría interés en ver que una mujer escribe y pone caras ante su editor de texto. Decididamente no es una escena que despierte curiosidad suficiente como para querer verla más de unos segundos. Y les comparto esto porque dudo si podría contar lo que sigue en este libro sin acudir a mi propia experiencia material y localizada frente a las imágenes y como imagen posible.

Dudo también si hubiera podido desgranar las dificultades y preguntas que advierto en la cultura-red y en la creación de valor contemporáneas, oscureciendo lo que viene de los ojos y confinándome al tacto de las teclas. Quiero decir, limitarme a un discurso hecho sin los ojos, cegando la visión, reduciendo y traduciendo la percepción al tacto y al olor de las experiencias propias de la cultura-red. No crean que dicha alternativa no me ha tentado en este tiempo, pero habría supuesto una apuesta decidida por otro tipo de obra, con seguridad más radical, pero amputada en la dialéctica que esta sí pretende. El resultado de optar por un discurso no ocularcentrista habría derivado a algún tipo de performance u obra artística, recordando en algo las propuestas feministas que han criticado este dominio (ocularcentrista y también logocéntrico) como mecanismos que han caracterizado al patriarcado y la hegemonía de la relación “visión y conciencia” en Occidente y visualidad como construcción hecha a medida del deseo masculino (pienso, por ejemplo, en obras de las artistas9 Laura Cottingham, Elke Krystufek, Mónica Meyer, en la crítica feminista a la representación en los trabajos de Barbara Kruger, Judy Chicago, Cindy Sherman, Sherrie Levine, Jenny Holzer o Louise Lawler, o en otros acercamientos teóricos feministas a la representación y la visualidad como el de Laura Mulvey10).

Frente al poder de la mirada, reivindicaría así otros acercamientos al sujeto y del sujeto. Y para ello podría inspirarme en producciones artísticas que han defendido la potencia estética y política de aproximarnos al mundo desmontando la mirada o desde otros sentidos que no la primaran. Igualmente podría apoyarme en posicionamientos críticos de la Antropología y los Estudios Poscoloniales que han resaltado el valor de la experiencia íntima frente a la experiencia cercana, sustentada esta última en la ortodoxia de un ocularcentrismo académico sobre los cuerpos que bebía de presunciones racistas, clasistas y patriarcales. Recuerdo concretamente la reveladora experiencia sobre “conocimiento sexual” y “práctica sexual” narrada y experimentada por Karla Poewe alias Manda Cesara11.

Bien que me gustaría proyectar algo de sombra en este asunto del que se derivan tantos intentos de “iluminar” formas de saber y de vida que han causado rechazo y exclusión en el pasado. Sin embargo, claudico ante la duda de si compartir con ustedes mi visión sobre el tema con una breve aproximación genealógica a la crítica ocularcentrista, sin pretensión alguna de exhaustividad y sin que esta esconda ser parcial e incompleta. Así pues, les diré que lo que aquí entiendo por ocularcentrismo es la forma en que Occidente ha primado la mirada como manera hegemónica de acceso al poder y al conocimiento. Desde la tradición griega, pasando por todas las tradiciones de pensamiento anteriores a la posmodernidad, la vinculación de la imagen con la religión idólatra, pero especialmente las equivalencias entre “ojos y mente”, y la visión con la verdad y objetividad reclamadas por la ciencia, han prevalecido como principales valedoras para la construcción de mundo e interpretación de la realidad; así como para establecer jerarquías respecto a lo que no podía o no debía ser visto, a lo ensombrecido y lo políticamente subordinado. Es sobre todo desde la teoría y crítica francesa de finales del siglo XX, que la mirada ha sido cuestionada y que el ocularcentrismo en su relación con el poder ha sido interpelado y deconstruido. Autores como Martin Jay en su obra Ojos Abatidos. La denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo XX, pero también Merleau Ponty en El ojo y la mente, serían referencias a tener en consideración para una posible aproximación teórica a esta crítica al ocularcentrismo. A ella sumaría las reflexiones sobre la mirada y el poder de Michel Foucault, Georges Bataille, Jacques Derrida, Emmanuel Lévinas, Luce Irigaray, Julia Kristeva, Régis Debray y más recientemente las aportaciones de teóricos como Mieke Bal, Jonathan Crary, Susan Buck-Morss, Keith Moxey, o en lengua castellana, José Luis Brea y sus ensayos sobre epistemología de la visualidad.

Tanto las aproximaciones artísticas como las teóricas sugeridas serían acercamientos que han querido desgranar los mecanismos implícitos en el poder de la mirada; aproximaciones que hablarían también de lugares de resistencia y de diferencia frente a la primacía de la visión que ha dominado la forma de asir la realidad y construir la cultura occidental. La literatura y obra creativa generadas al respecto es extensa, y sobre todo en las últimas décadas particularmente interesante por el ejercicio crítico que dicha teoría ha suscitado en el marco de los estudios sobre cultura visual. Desde la reflexión sobre la tradición del ocularcentrismo a los retos que para nuestra cultura está suponiendo, en los últimos años encontramos diversas lentes que sugieren puntos de luz y de oscuridad que recuperaremos en parte para transitar en este ensayo por la cultura-red.

Buscando una visión que me ayude a compartir una panorámica algo generalista pero integradora de esta diversidad, propongo una parada necesaria en el ensayo “Devolver la mirada” de Jay12. En él destaca figuras clave en el recorrido teórico y creativo reciente que cuestionan la relación poder y mirada, y que en parte resultarán inspiradoras a quienes deseen retomar sus líneas de fuga: desde “la evocación del sol cegador y el cuerpo acéfalo de Bataille” y la “descripción sadomasoquista que Sartre realiza de la mirada”, a la denigración del ego producida a través del estadio del espejo concebido por Lacan; pasando por la “crítica a la vigilancia del panóptico efectuada por Foucault”, el “ataque de Debord a la sociedad del espectáculo”, la relación sugerida por Barthes entre “la fotografía y la muerte” que sí acompañará de cerca a este ensayo, “la afirmación de Lévinas de que toda ética es frustrada por una ontología visualmente fundamentada”; y, por supuesto, la indignación de Luce Irigaray ante el privilegio de lo visual en la sociedad patriarcal.

Me detengo porque de Irigaray me punza singularmente su argumentada reivindicación del espéculo frente al espejo como tecnología que desbarata el montaje de la representación en torno al cuerpo de las mujeres y cuestiona la sumisión a imperativos lógicos masculinos; cuya hegemonía respecto a determinadas formas del ver ha sido empleada para excluir del discurso a las mujeres. Hay otras cosas que ver sin necesidad de considerarnos castradas o vedadas en el habla (y en la historia). Sugiere Irigaray que “la/una mujer nunca se encierra/oculta en un volumen”13. En esta línea, otras pensadoras como Laura Mulvey14 sostienen que “la paradoja del falocentrismo en todas sus manifestaciones consiste en su dependencia de la imagen de la mujer castrada para dar orden y sentido a su mundo” de forma que sería “la carencia inscrita en ella la que produce el falo en tanto presencia simbólica, es su deseo de hacer buena esa carencia lo que el falo significa”. Cierto que las reflexiones de Mulvey a las que nos referimos se centran en el cine narrativo, en cómo este participa en la socialmente establecida “interpretación de la diferencia sexual que controla las imágenes, las formas de mirar y el espectáculo”; cierto que el cine difiere en gran medida de la complejidad de un medio (casi mundo) como Internet. Pero sus reflexiones sobre representación y género apuntan a una idea básica y potente sobre la conformación de los imaginarios: cómo tradicionalmente “la mujer ha sido considerada materia prima (pasiva) para la mirada (activa) del hombre. El hermanamiento de estos centros (ocularcentristas y falocentristas) del patriarcado serían en todo caso nodos de pausa necesaria en toda reflexión crítica sobre el poder ejercido por la mirada y el poder de reacción y empoderamiento posibles.

Esbozado un panorama reciente de cuestionamiento y crítica a la mirada y su poder en Occidente (y remitiendo a la extensa y profunda teoría que surge a finales del siglo XX de los llamados Estudios Visuales con profundas ramificaciones en los Estudios Culturales, Poscoloniales y de Género) quisiera situar una suerte de mapa de recortes. Y requiero para ello desplazarme a otro lado de una hipotética habitación desde la que miremos las historias y representaciones recientes del mundo.

Desde este lado observo que la hegemonía ocularcentrista además ha primado y se ha fortalecido en el desarrollo científico y tecnológico de los dos últimos siglos. Y que para ello se ha apoyado de manera singular en las máquinas que gestionan la visualidad y en los cuerpos que miran y que son mirados. Máquinas y dispositivos que permiten ver lo que no es visible para el ojo; desde lo microscópico a lo telescópico; ver adentro y afuera; lo profundo y lo exterior; desde muy arriba de las cosas y desde su periferia, incluso lo que está fuera del marco.

Indudablemente advertir las zonas de sombra, exclusión e invisibilidad que suscitan las imágenes tiene una profunda lectura política del lado de la desigualdad que provoca (no) ser visto y significado por el ojo del poder. Un ojo que capta y selecciona la imagen de lo que existe y se archiva. Un ojo cada vez más tecnológico que no solo enfoca sino que crea imagen y control sobre ella.

Resulta tan fascinante como inquietante apreciar que las máquinas de ver crean un nuevo mundo, mejor dicho, un nuevo poder sobre los sujetos y cuerpos “en el mundo”. No solo por facilitarnos ver lo que antes no podíamos, sino porque visualizando operan como una suerte de performatividad visual que permite dar forma a lo que antes no existía para nosotros. De ello se derivan no solo lecturas para la biopolítica y la biotecnología sino para la cultura-red; descubriendo un mundo de datos, archivos, directorios, listas, visualizaciones y bibliotecas que habría conmovido a conocidos amantes del conocimiento archivado y de sus formas convenidas de organización, como Walter Benjamin o Borges. Un mundo que aquí nos interesará por las formas de valor y poder que de ellos se deducen.

Porque me parece que ha sido, o mejor, que está siendo, la democratización y disponibilidad horizontal y global de muchas de estas tecnologías la que ha acelerado una forma distinta de ver el mundo y, especialmente, la forma en la que construimos nuestra manera de estar en el mundo conectado. Ciertamente “vemos” en tanto que disponemos de las lentes/pantallas que lo permiten, pero también porque somos incluidos por estas bases de datos (y vemos desde dentro), formando parte, como registro preferente, de ellas. Una integración que nos enlaza a ellas y a “desear ver”. Entre otras cosas y siguiendo a Gadamer, porque en tanto nos integran “tienen que ver con nosotros”. Deseamos verlas porque allí estamos, es decir porque “queremos vernos”.

No sería trivial por tanto posicionar estos dispositivos en un lugar preferente en la vida de ahora. Un lugar más importante si cabe que el espejo, que solo nos permite ver la capa superficial de cada uno de nosotros. Como un papel de regalo, ni siquiera nuestras venas y arterias, ni siquiera nuestros pensamientos… A lo más el color de máscara de ojos o la nueva camiseta. Increíble artilugio (el espejo) pero superado hoy por cualquier cámara o pantalla. Frente a él los dispositivos de la visualidad online nos facilitan tanto vernos a nosotros como al resto del mundo conectado. Ver cómo nos ven desde flancos, fragmentos y profundidades que difieren. Hacerlo de maneras que van cambiando y que en tanto inclusivas con nosotros, nos obligan a gestionarlos, como forma de construir nuestra imagen hacia el otro.

Y aunque la potencia de estas máquinas y aplicaciones del ver hable de diversidad en formas y enfoques, no deja de llamar la atención la asombrosa homogeneidad de las imágenes que hoy generamos, que nos parezcamos tanto (que nos asemejen tanto, como sombras ante un sol cegador). Porque a nadie escapa que en la cultura-red interesa movilizar la autorrepresentación como tema. A nadie escapa que dicha movilización sea paralela al crecimiento de redes sociales apoyadas fuertemente en vídeos (como YouTube) o en fotografías (como Instagram), o en pronunciamientos sintéticos del “yo” (como Twitter).

Ser vistos no es ya una posibilidad en el mundo conectado; ser vistos es una exigencia, una característica a la que los humanos deberán habituarse en el futuro cercano. De hecho, el cambio ya está operando y tanto una primera mirada de cerca a los amigos conectados, como una mirada de lejos a los números que nos incluyen en “los muchos”, nos devolvería como respuesta que no buscamos escondernos, que ya no importa de la misma manera la privacidad. Muy al contrario, lo perseguido cada vez más apunta a la “hipervisibilidad”.

Cierto además que, para nadie que habite la red, la privacidad es lo que era hace años y que hoy todo (lo bueno y malo que decimos/hacemos) se olvida a un ritmo trepidante, eclipsado por el ahora. Aquel concepto occidental de privacidad mantenido no solo desde un prisma moral, sino desde un prisma ante todo material ha cambiado. No sin motivo la regulación política de los espacios y de su visibilidad ha permitido por mucho tiempo delimitar una frontera de ceguera para los ojos ajenos. Curiosamente, ahora es sobre todo esa privacidad lo que retransmitimos desde nuestras habitaciones conectadas, a las que demandamos “más de nosotros mismos”.

Viejos códigos demarcaban en el pasado espacios privados e impenetrables, espacios donde se legitimaban e invisibilizaban cosas que hablan tanto de la libertad del “a solas” como de desigualdad y poder de unos sobre otros, legitimados en tanto “no vistos”. Y me parece que la época nos obliga a redefinir este concepto desde un irreversible uso de las redes y de autogestión de nuestras imágenes en ellas. Fíjense por ejemplo en las clásicas formas de “reconocimiento social” que siempre han ido acompañadas de altos niveles de visibilidad. Pero veamos que hasta hace poco era una visibilidad restringida a la esfera pública (profesional, social y masculina), bien delimitada de la frontera de las casas y la vida familiar y privada.

Sería otra forma de presentar el poder ejercido desde la primacía del ojo. Aquello a lo que se ha dado luz y visión pública, frente aquello otro restringido a la reproducción de la vida y los saberes sin poder de reacción, lo que ha quedado fuera del marco de la mirada pública. Porque el poder ocularcentrista opera también proyectando oscuridad y puntos ciegos, como ese lugar de sombras llamado hogar. Así, en las historias que nos han contado ha dado igual, por ejemplo, que un prestigioso filósofo que hablara sobre ética y moral demostrara una flagrante falta de ética en su vida privada y que en ella fuera un tirano. Ha dado igual porque esto acontecía en la “sombra”, donde lo hecho no es contemplado por los ojos del poder y del saber archivado. Tantos hombres que han practicado en la intimidad lo opuesto a lo que predicaban afuera, tanta violencia consentida; tantos que propugnaban una vida ejemplar hacia fuera y la rehuían cuando los muros de la casa cegaban la visión. Tantas sexualidades inexistentes porque acontecían en la esfera privada y no verlas quería equivaler a su “no existencia” (social y pública). Por ello, no solo se alejaban los ojos sino también las palabras. Las palabras como la visión han dado existencia a las cosas. Evitar ver, como definir y nombrar, ha ensombrecido todas las prácticas que se diluían, como mucho en la luz que sale por la rendija de debajo de la puerta, en el confesionario y en las penitencias de los cuartos propios.

Con frecuencia en Occidente cruzar esta frontera de lo privado ha sido denostado por las sociedades y especialmente por quienes ejercían el mando (primer interesado en articular espacios de transgresión de sus propias normas, inventando espacios acotados y regulados de invisibilización como tantos lugares sagrados y cerrados).

Curiosamente, traspasar la frontera de lo privado se ha penalizado al vincularlo también con el cotilleo y el chisme. Es más, visibilizar lo privado a través del cotilleo ha tendido a feminizarse en un sentido peyorativo que infravaloraba su veracidad (así como se usaba el término feminizar hasta hace poco). El reconocimiento se sustentaba en que todo lo que se hacía en la esfera privada fuera invisible para el mundo como resorte de libertad y contradicción de aquellos que creaban las normas, deslegitimando la voz de las mujeres como habituales testigos de la vida y las contradicciones entre el afuera y la intimidad.

Ahora, sin embargo, cuantas más fotos de nuestra intimidad, preocupaciones, momentos privados se compartan, mejor funcionarán nuestras redes sociales. Nunca el feedback y la circulación generados será mayor que haciendo partícipes a los demás de lo que se siente y de los detalles más íntimos de nuestras vidas (antes privadas). Ser visto es el propósito, pero solo al principio. Lo fundamental será “seguir siéndolo”, mantener el nivel que marca el último número de visitas, quiero decir, de ojos.

Y siendo el reto de redefinición o suspensión de la privacidad una cuestión pendiente, derivada hoy a lo personal para cada cual, resulta casi palpable nuestra implicación entusiasta en la violación cotidiana de esta privacidad. Al respecto Bauman15 afirma que “vivimos en una sociedad confesional, promoviendo la propia exposición en público del orden de la principal y más fácil disponible, así como discutiblemente la más potente y la única prueba en verdad apta de existencia social”.

Acostumbrados a la plena disponibilidad de los otros y del exceso del mundo en red, exponernos parece hoy una condición que, automática o conscientemente, muchos aceptamos. Los límites que socialmente establecemos para visibilizarnos no son lo que eran. El ojo (tecnológico) es otro. Sin embargo la urgencia que vivimos en esta transformación hace que aún convivan en nuestros discursos la contradictoria reclamación de privacidad (bien como impulso que reclama la herencia pudorosa del pasado, bien como nueva reivindicación de voluntad y conciencia sobre lo expuesto) junto a la cotidiana práctica de búsqueda de visibilidad (como juego de luces y sombras cuya regulación pareciera meramente cosa nuestra). ¡Cosa nuestra!, repito irónicamente en silencio en este espacio público-privado que es mi cuarto propio conectado; entornando los ojos ante el sol cegador de mi pantalla y el mundo de dispositivos y cámaras latentes que uso solo a veces y que enchufadas o autónomas (y nunca claramente apagadas) siento me rodea. Atardece y subo un poco las persianas.

Ojos y capital

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