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MIRAR (COMER/CAMBIAR/RENTABILIZAR/CERRAR/TAPAR) LOS OJOS


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No se puede mirar a los ojos de aquel al que te piensas comer ni de aquel que te piensa comer. Tal vez por ello sea razonable sospechar que un niño1 tape los ojos de su muñeco para “que no vea” algo que inquieta, pensando quizá que la conciencia en el cuerpo son los ojos y que no ver una realidad (como ignorarla) evita un sufrimiento incompatible con la vida. Quiero decir, con la vida de antes del ver lo que punza.Pero puede que ese tapar los ojos no implique la protección de la mirada frente al mundo, sino la protección de los ojos frente a la máquina-ojo que nos mira “a nosotros”, un posicionamiento, un “no querer ser visto” por alguna razón que incomoda, un “no me mires”, “no los mires”. Como ese gesto espontáneo de taparnos la cara (y en ella los ojos) cuando inesperadamente alguien nos sorprende buscando una foto.

Hoy, sin embargo, la gente de esta parte del mundo ya apenas se mira directamente a la cara, media casi siempre una pantalla. Y la pantalla comienza a habituarnos a todo, y suaviza la realidad visualizada, y deja atrás (como recuerdo pasado de cuando frente a los otros llevábamos puesto el cuerpo) el olor, el tacto y la certeza de realidad de las cosas que arrastran la vulnerabilidad del mundo material. Ahora aquí casi todo es imagen sin carne2.

La pantalla como profiláctico de la mirada evita el malestar antiguo de fagocitar a la cara la intimidad de la gente. Los ojos son aprehensivos si son vistos con sus brillos y estrellas porque llevan el sujeto detrás, a cuestas, incluso cuando el rostro se reduce a su mínima expresión de presencia o al simbolismo de dos puntos negros, “sistema pared blanca-agujero negro. Ancho rostro de mejillas blancas, rostro de tiza perforado por unos ojos como agujero negro. Cabeza de clown, (…) Pierrot lunar”3. Pero si se dan escondidos en la pantalla parecieran más autónomos y liberados de responsabilidad en el otro, relajados en su búsqueda insaciable de “ver” y en la tranquilidad de desaparecer (pero seguir viendo) sin consecuencias.

Antes, si lo que estabas tentado a engullir con la mirada te dolía, siempre estaban las manos para proteger los ojos. Ahora, las manos son otro tipo de apéndice del ojo. Los dedos a golpe de ratón o acariciando la pantalla son el párpado que abre o cierra para lamer o no (casi siempre sí) la imagen.

Y en el excedente de imágenes, que son excedente y son contingencia, derivan los ojos hoy, fascinados por la adicción del ver(lo todo) y poder ser vistos (siempre) mientras el cuerpo descansa al otro lado, generando un exceso de cosas que entretienen, interesan o seducen. Y son cosas en apariencia sobrantes y prescindibles pero que el ojo aprende a sentir necesarias. Sobre todo si la vida al otro lado, desde la materialidad del sujeto a cuestas, es soportable pero también precaria y duele, especialmente cuando el mundo se percibe desigual y angustioso, y nosotros como perdidos.

Me refiero a ese equilibrio sutil de las personas maltratadas por el sistema, despojadas hoy de tantos derechos pero aún con unos mínimos que evitan su rebeldía, la posibilidad de levantarse y valerse de la red siendo multitud sobrecogedora, casi lo que en otro tiempo llamábamos “pueblo”. Neutralizados ellos (nosotros) bajo imágenes y lazos de ojos que, frente a antiguos vínculos políticos y morales que hablaban de identidades de pertenencia, ahora cohesionan ligera, mínimamente, hablando de identidades de comparecencia; multitudes de personas solas y unidas por ojos que nos hacen sentir conectados y entretenidos en pantallas que tejen una nueva idea de lo real.

La hipótesis que sugiero en este ensayo apunta a cómo en la contemporánea primacía del ver a través de las pantallas, la experiencia se sostiene cada vez más en lógicas que disuelven viejas formas de colectividad y que condicionan cuantitativamente los nuevos regímenes de valor y reconocimiento del otro, a través del control de la visualidad y la exigencia de velocidad. Lo que considero es que, entregados al exceso del habitar en red, hoy el sistema se pervierte po-niendo en juego dos ganancias sustanciales: el poder sobre la gestión tecnológica de la visibilidad como garantía de existencia y valor, y la auto-implicación en lo que entregamos en las redes de manera más o menos consciente para nuestra propia dominación.

Puede que sea demasiado tarde, que todo sea irreversible. Pero no se trataría de volver atrás, sino de que la transformación del mundo a través de la preeminencia del exceso en la imagen y mediante la tecnología no afiance las desigualdades de ahora. Se trataría de conocer las condiciones del cambio, de advertir que delegar las decisiones en filtros de posicionamiento –porque sucumbimos ante la velocidad y la imposibilidad derivada del exceso– nos significa a favor del poder hegemónico que iguala ojos a capital. Y que esto no supone que debamos otorgar a lo visualmente masivo otro calificativo que “masivo” (en ojos, dedos o visitas), sin presuponer conocimiento, atención o conciencia en dicho gesto.

La desigualdad de los “no vistos”, de los que no existen en el mundo conectado, de las alteridades, los excluidos o los inconformes, pone de manifiesto el espejismo de una cultura-red donde la máquina y sus dispositivos se han camuflado como neutrales, o se nos han hecho invisibles. Pero también los conflictos se apoyan en la parálisis derivada del exceso del ver sin descanso, sin parpadeo, en una sintomática crisis –o tal vez nuevo estatuto– de la atención. Un ver que, como ante un increíble aleph –por la dimensión de lo que abarca y la potencia de las distintas aplicaciones tecnológicas disponibles– parece responder desorientado, como cuando a los niños se les rodea de juguetes y regalos y se bloquean, o se angustian, sin saber por dónde empezar; hasta que terminan por hacerse dóciles, siguiendo las indicaciones y flechas propios de un parque de atracciones.

Hoy la mirada no es lo que era. Internet nos permite gestionarla de manera diferente. Ahora las imágenes en las que se despliega el sujeto online no son solamente cosa del sujeto. Las imágenes se estratifican como cordilleras de fragmentos del yo que hacen crecer y acumular poderes y capital, poderes del capital. Y lo hacen allí donde servicios en red que aparentan “dar” sobre todo “reciben”; donde ofrecemos incondicionalmente, cada día, trozos de nosotros mismos despistados por las cosas de los otros, que nos impiden ver dónde estamos, dónde ofrecemos tiempos propios donados a quienes saben rentabilizarlos. Como la necesidad de época que marca “estar” para “ser”, para “ser visto”. Aunque ese “ser” venga cada vez más determinado por la obsolescencia de la memoria-ram de la máquina. Memoria que mañana nos olvidará sacándose de entre los dientes los restos de nuestros píxeles para devorar lo último. Porque solo parece haber lugar para la voracidad del instante como insaciable necesidad de ahora. Hoy el alimento de la máquina y del poder que la atraviesa es la demanda de actualidad que recolecta dedos posicionados y ojos frescos. Los de ayer quedaron viejos, tweets pleistocénicos, con las pieles envejecidas y blandas, como las zonas podridas de una manzana bajo un sol acelerado.

Nunca existió, nunca hicimos… Los ojos nunca antes concentraron el poder de hoy. Y cabe recordar que tener una mirada crítica sobre todo esto no impide ver el increíble potencial que supone. He aquí la intención.

Pero sucede con este propósito que nos reclama describir sus formas y derivas para entender mejor lo que vivimos, para poder revertir entonces las escenas en germen de pensamiento. Aunque no se lleven a engaño, no es intención que este libro sea probeta o máquina de conclusiones sino narración de las dificultades del contexto. Es más, para ello no será suficiente la mera reflexión y en ocasiones necesitaremos del arte para ayudarnos a visibilizar las contradicciones de esta vida de ojos y pantallas. Así, la escritura en esta obra no será dócil ni renunciará a convivir con fragmentos de obras literarias y creativas o que habitan los márgenes (como el propio ensayo). Tampoco aceptará desprenderse de la subjetividad de quien escribe (discurso, cuerpo y escritura). No se inquieten si los títulos aquí no son “uno”. Casi nunca lo dicho responde a un solo epígrafe y como mínimo tendrán dos. Serán por tanto bienvenidas las palabras sobre ojos y capital no domesticadas por lo que se analiza y concluye, sino por lo que se contradice o cuestiona sin sentenciar; como cuando se cuenta una ficción o una vivencia que dice más sobre la vida observada que el mero análisis. Ustedes con sus historias proseguirán la historia, siempre y cuando se dejen interpelar por ese extraño territorio de la escritura y la práctica creativa que facilita desordenar y recontextualizar las cosas de la vida, movilizar lo que esconden nuestras rutinas frente a la pantalla para provocar experiencia estética, punzarnos, despertar pregunta o, ni más ni menos, conciencia.

El arte nos permitiría, por ejemplo, visibilizar lo imperceptible a través de la materialización (o literalización) de lo que se nos ha hecho invisible en las pantallas. Como mecanismo disruptivo que favorece un ejercicio de descubrimiento o de extrañamiento ante lo que excesivo e inmaterial se nos muestra invisible. Como devolución de la mirada de una sociedad excedentaria apoyada en la acumulación digital de mundo, de datos, archivos y fragmentos de vida. Recuerdo el relato sobre una ensoñación de Laura Bey que decía:

[…] de pronto los datos tenían cuerpo y no el carácter liviano de lo digital. Era así que todas las imágenes y la información comenzaron a desbordar la pantalla, pesaban y acumulaban el polvo de las fotos de papel y los viejos impresos, y nos iban sepultando a los que estábamos en la habitación hasta apretarse entre paredes y cuerpos y salir por la ventana. Como si de pronto en todas las fotos hubiéramos usado cámara analógica, con su caducidad en el hacer que obliga a seleccionar lo que revelar, lo que mirar. Frente a ese otro impulso de la cámara digital y del teléfono móvil de fotografiarlo y compartirlo absolutamente “todo”, porque nada nos cuesta, porque nada ocupa. Las miles de fotos de nuestros perfiles se rebelaron e hicieron de papel. Algunos se sentían doloridos por su peso, pero también estúpidos observando su misma foto multiplicada desde un ángulo minimamente distinto. Lo último que recuerdo es que ante las fotos que nos atrapaban, un conocido reclamaba que estuviéramos tranquilos, que él era el artista, que aquello era su obra4.

Pareciera que en esta escena Bey estuviera describiendo en parte la sobrecogedora instalación artística de Erik Kessels 24 HRS in photos5 realizada con las imágenes impresas en Flicker en 24 horas. Experiencia que llevada a nuestros álbumes propios nos inquieta, al comprobar que tolerar el exceso hoy no puede entenderse sin valorar el carácter intangible de lo que producimos en las redes, y que en la mayoría de los casos ni siquiera se almacena en nuestros discos duros o dispositivos móviles. De forma que toda acumulación y exceso son bienvenidos en tanto su almacenamiento no arrastra la complicación del poco espacio de nuestras habitaciones y muebles. En el gesto cotidiano de acumulación digital parecemos no ver el límite ni la contrapartida de producir y archivar fragmentos infinitos de vida digitalizada. Incluso cediendo a la oferta de almacenamiento fuera de nuestro control y de nuestros aparatos, en entes no carentes de poe-sía (tampoco de perversión), como esa llamada “nube” que dice almacenar nuestras cosas digitales. Una nube que me hace mirar arriba como cuando los cristianos miran al cielo presuponiendo más allá, un dios. Cuando lo hago visualizo toda una tipología de nuevos dioses que merodean SiliconValley y sus futuros sucedáneos, y mando un saludo de párpados al satélite que quizá también ahora nos mira.

Sin embargo, a qué engañarnos, pues también nos incomoda la dificultad de reducir el exceso para hacerlo manso. O de comprimirlo y verlo de pronto manejable como un símbolo que nos permita manipularlo y comprenderlo. La hipervisibilidad de la época excede los ojos hasta imposibilitar su abordaje, su gestión. Y como consecuencia deriva en nuevas formas de censura. El exceso hace reclamar a gritos: “¡Que alguien nos ayude a filtrar, a ordenar, a almacenar, a jerarquizar!” lo que, curiosamente, antes reclamábamos horizontal y desjerarquizado. Hacerlo como respuesta y alternancia a ese otro exceso “de antes de antes” (cuando el mundo no estaba en red), cuando el dominio de unos pocos era tan claro. “Don’t be evil” reza uno de los lemas de los que mandan en Internet camuflados hoy, advirtiéndonos a nosotros de lo que suponemos temen en sí mismos.

El poder de ahora atraviesa cada base de datos que subyace en una búsqueda. Su lógica algorítmica, su programación, que no es así porque se trate de la única o mejor manera para facilitar un orden. Es así, porque es la opción elegida por quien crea y gestiona la máquina, por quien desea “lograr algo” a cambio de que lo utilicemos. Y de ahí su (de momento) gratuidad para lograr cosas como posicionamiento, visibilidad, dependencia en el uso, capital.

Organizar las formas de valor que regularían este exceso requiere, claro está, criterios y escalas que nos compelen. Pongamos: ¿qué determina un orden? ¿Qué decide ser el primero o el último de la lista? ¿Qué se deriva de ello? Sin olvidar que la pregunta hecha hoy a Internet no se limita al contenido informacional como objeto, sino también al sujeto y su experiencia, cosificados y mediados por la red. Quiero decir que lo engloba todo: “¿qué es?, ¿qué significa?, ¿dónde está?”… en convivencia con esas preguntas más corrientes o esas expresiones que buscan y que “en conjunto” también nos significan: “dolor de espalda”, “busco libro”, “apartamento en Berlín”, “¿quién eres?”


Todas las respuestas se buscan hoy en un lugar común conformado por un botón y una casilla vacía. Construido parcialmente por todos los conectados pero gestionado por unos pocos. Como la economía global, todos participamos pero solo unos pocos la rentabilizan de manera importante. Y no puedo obviar que el valor, la visibilidad, los significados e imágenes de las cosas que regulan estos dispositivos, hablan del poder para mantener o crear mundos . Porque son hoy cuestión de programación y algoritmos, pero cuestión también de multitudes y de nuevas formas de hegemonía digital colonizadora. Por ello vuelve la pregunta por quién manda sobre esa programación, quién gestiona el orden, quién programa las lógicas del ver como lógicas del ser/no ser, entre las infinitas variantes posibles, quién se hace imprescindible y repite o crea un mundo, un poder sobre el mundo.

La tecnología traduce a categorías manejables las afinidades, preguntas y fragmentos de vida que sentimos la necesidad de compartir. Y ese es uno de sus grandes logros: “hacernos sentir que hay que estar”, “que hay que hacerlo”. A cambio proporcionamos cosas legibles para quien sepa y quiera leerlas, reguladas por nuevas mercadotecnias de la socialidad online. Y pasa, y preocupa, que las nuevas modalidades de esta recepción/uso/producción en red se valen de sujetos experimentados en lo digital, pero huidizos de aquello que requiere tiempo para pensar o profundizar, tiempo también para otorgar pregunta ética a las cosas que hacemos.

Nunca antes se dio algo tan valioso como el deseo fragmentado en posicionamientos, a veces explícitos, a veces sutiles. Y esto acontece en el simulacro de espacios de intimidad donde compartir lo que importa, lo que hago y lo que cada día necesito, aquello a lo que mi tiempo y libertad sucumbe, porque siento que la vida sin un apéndice red es más inútil.

Los criterios difieren, pero delimitado el marco en que todo esto acontece, el carácter cuantitativo parece marcar siempre el filtrado para gestionar el valor. De manera que lo que más ojos ha logrado, lo más buscado, lo más citado, equivaldrá a un valor añadido que incidirá en sí mismo, en el engorde y mantenimiento de este orden. Sin atender a lo que hermana y separa el gesto mecánico del disentimiento razonado, la ignorancia y el conocimiento, la democracia y la oclocracia, la muchedumbre de la multitud, la multitud del pueblo.

Y cierto que no hay cosa más hackeable que “lo más visto”, tanto por la propia programación (que visibiliza y crea), como por la instrumentalización de los ojos sin tiempo puestos al servicio del capital. La primacía de lo numérico es la primacía de lo objetivable, de los saberes cuantificadores no siempre acompañados del contexto que hace humana la pregunta o el algoritmo. Además, lo cuantificado favorece un posicionamiento previo que operará como hándicap, que mantendrá un poder, que engordará lo que ya es muy visto o se presenta como tal bajo los más básicos principios del mercado con que se planifican los movimientos de las masas. Y no deja de parecerme curioso, y en ocasiones hasta irritante, que en esa acumulación de lo visto se nos quiera mostrar la convergencia resignada de enfoques que reivindican el carácter democrático (el valioso poder de la mayoría) con la hegemonía neoliberal (el poder de unos pocos que controlan y capitalizan estratégicamente el medio para lograr masa). Ambos llamando a la multitud como si en un círculo optaran por sentidos opuestos hasta confluir en un punto que les hermanara en las formas de gestión tecnologizadas de las gentes. Hay diferencias, hay contradicciones y resistencias. Hay sobre todo consideración o apagamiento del sujeto.

¿Acaso lo cuantitativo es suficiente, significativo, bueno… para otorgarle el máximo valor? ¿Acaso olvidamos que las masas que se pronuncian pueden hacerlo por razones tan opuestas como la manipulación de la máquina, el posicionamiento ya adquirido por determinada estructura del poder, el exabrupto espontáneo, la indignación social, el asesinato terrorista, la revolución de la plaza o el vídeo más visto de unas crías de gato? Cada causa unida por el número más alto esconde razones tan diversas que bien merecerían una parada, un detenerse a pensar, frente a la rapidez que suscitan. Incidir en lo que supone resguardarse en los otros o pensar por nosotros mismos. ¿Qué hace hoy coincidir oclocracia y democracia?, ¿dónde queda la conciencia que soñamos como libertad y crítica que da poder a la mayoría de sujetos que piensan más allá de la vanidad del valerse de la autoexhibición o la deriva a la que empuja la máquina (también la época) para ser más visto bajo un ejercicio de banalización e instrumentalización mercadotécnica? ¿Dónde la solidaridad y el nosotros?

Claro que no es suficiente, claro que no olvidamos las razones por las que las masas se dejan llevar o se convierten en multitud o en ciudadanía; que no olvidamos las formas de desmantelamiento colectivo y la apropiación de estrategias de visibilidad y mercado para convencernos de que somos producto “yo”. Pero sucede que apenas pueden salirnos al paso, porque rápidamente habrá otra cosa en la que pensar o a la que ceder. La velocidad y el exceso quieren neutralizarnos. Las cosas apenas necesitan un mínimo empujón para ser incorporadas a la inercia del ahora que demanda la cultura-red. Porque cuando la vida solo vale en presente continuo caduca demasiado rápido, dificulta el pensar, favorece las ideas preconcebidas y pasar epidérmicamente por las cosas. Apenas ser acariciadas por los ojos mientras la máquina hace el trabajo, sintetizando información, proponiendo categorías válidas, las más vistas, las vistas por los demás. Los demás: “Dícese de esos que no pueden estar equivocados porque son muchos”. No sin motivo resguardarse en la mayoría como forma de no desentonar ni disentir es también una forma de invisibilidad, de negación del sujeto.

Lo que antes requería por nuestra parte el esfuerzo de la búsqueda necesaria para conocer, contextualizar y comprender, viene ahora a nuestros ojos a golpe de dedo, y viene además interpretado y deducido por una secuencia de números que facilitan un posicionamiento más rápido. La tranquilidad de lo que ya viene interpretado (como pensamiento o estética que delegara siempre en la estadística), sin atender a si leímos lo que recolectamos o las palabras se quedaron en la imagen del “vistazo”, si somos conscientes, si tenemos miedo, si hemos podido elegir, si sabemos que no tenemos por qué pronunciarnos sobre absolutamente todo. Y los trenes pasan y no paran.

Pensar en los lastres que suponen estos órdenes en los que delegamos la pregunta al mundo es hoy razón crucial del análisis de las redes como forma de articular un modelo, o meramente unos apuntes teórico-críticos sobre la cultura contemporánea. En esta apología que reivindica el valor de la visualidad contabilizada (los ojos como nueva moneda) como criterio fundamental del orden del mundo en red, nos interpela la necesidad de detenernos a habitar con extrañamiento contextos y condiciones, estructuras y sesgos. Hacerlo retomando conceptos que matizan cómo la mayoría hoy puede ser fabricada tecnológica y socialmente pasando por alto al sujeto.

Las masas online son multitud de personas solas, de individuos conectados en sus cuartos propios, o distantes pero siempre frente a sus pantallas. La mayoría cansados de antemano por las exigencias de la época como para hacer la revolución. A no ser que haya conciencia o que todo esté perdido. Cuando todo está perdido (el trabajo, la dignidad, la posibilidad de futuro) o cuando hay conciencia, el sistema ya no domestica, la red puede ser instrumentalizada para la transformación social. El mundo se tambalea. Porque la red tendría la capacidad de favorecer la rebeldía y la alianza entre los que no tienen (no tenían) poder. Los individuos que han vivido y mirado por la ventana y de pronto lo pierden todo, pueden cohesionarse como multitud. E incluso entendiendo la multitud como un modo de ser abierto a desarrollos contradictorios, esa multitud pudiera ser política, potencial agente de transformación colectiva, pudiera convertirse en una suerte de pueblo, de ciudadanía no exenta de sujeto.

Porque, ¿cuándo pasó que el poder político delegó la creación de espacio público en el capital de manera tan normalizada? ¿Cuándo pasó que los códigos de comportamiento (“me importas, te importo”) los marca el poder económico y no la ciudadanía que delega en los gestores de espacio público? ¿Cuándo las calles de dígitos definitivamente nacieron privatizadas?

¿Puede que algún día Google (en deriva monopolizadora y de nuevo agente colonizador) gestione biopolíticamente todos nuestros datos, también vitales? No solo, por ejemplo, el h-index, ya importante para medir la productividad y el posicionamiento (ordenamiento) de los investigadores en el mundo académico a través de Google Scholar, sino también nuestros índices, pongamos, de sangre y niveles de colesterol. Superando ya esa sutil frontera de ahora donde puedo abolir los ojos de los otros y de la máquina. Quiero decir que, ¡oh dios, oráculo que todo lo sabe, tótem camuflado como casilla vacía y botón!, que él tuviera un control no solo biopolítico, sino también biotecnológico sobre mí, que fuera capaz de deducir mi productividad y relacionarla con mi salud haciendo conversar bases de datos online y, en consecuencia, pudiera intervenir en un posicionamiento distinto en mi trabajo, pudiera cambiar mi sueldo, valorar mi índice de satisfacción vital o mi descontento…

Y sucede. Que la lógica de inclusión que se deduce de las políticas de las redes, “ser en el mundo equivale a ser visto en Internet” es hoy paralela a una lógica de exclusión social, de expulsión de la mayoría (clases medias y masas movilizadas por conflictos y pobreza), a una vida precaria de trabajos cada vez menos remunerados o no remunerados. Vida que habla de una cotidianidad de tiempos de desempleo caracterizados errónamente como “ociosos”, donde la deriva en las redes propone toda una diversidad de tareas de entretenimiento, hipervisibilización del yo e interacción con los otros y con Internet, no siempre liberadoras. No al menos si agotan de antemano nuestra mayor potencia transformadora. Me refiero a la disponibilidad emancipadora de tiempo propio y de un renovado vínculo social si logramos articular nuevas alianzas políticas y éticas (en su renovada versión poshumana), y si fuera necesario, nuevas palabras y matices que nos valgan para nombrar lo que, conectados, sería un “nosotros”.

Así, lo que intentaré desarrollar en las páginas que siguen es que el exceso y las infinitas distancias que permite el ver a través de la tecnología es un nuevo hábitat que urge entender al sujeto. Sujeto que vive con el riesgo de que dicho exceso opere como forma de apagamiento de un intento de profundización. El que entendemos necesario para tomar conciencia de la opresión simbólica que repite mundos, y que favorece un tránsito epidérmico por las cosas por imposibilidad de detenernos en ellas, favoreciendo a quien tiene el control de los dispositivos. La sensación es que la máquina se vale de una estrategia fatal que agota lo que importa, saturando y haciéndonos sentir inútil la intervención.

Como cuestión añadida se trataría de preguntarnos qué implicaciones se deducen de las jerarquías de ordenamiento y visibilidad predominantes en las redes (¿qué supone un orden?, ¿qué moviliza?). Para ello se me hace preciso favorecer sombras que permitan identificar la luz del poder que circula en esta dinámica, las formas de valor que de ella se desprenden. Conscientes de que el acto de la mirada en tanto selección, se orienta a los puntos de tensión de las cosas; la sospecha de que lo muy visto posee un índice de impacto previo que retroalimentará su mantenimiento.

Sobre las deducciones que desde la ética y la política se extraen de estas dinámicas de poder y valor en las actuales materializaciones capitalistas, quisiera transitar en el segundo capítulo. En él, me gustaría hacer conversar estas ideas con lecturas derivadas de la Antropología Económica, desde formas relacionadas con el don (a partir de la obra de Marcel Mauss), incorporando conceptos como reciprocidad, derroche, gasto improductivo o lazo moral, hasta lecturas sobre feminización, patriarcado y capitalismo cognitivo.

Quisiera, a lo largo de este ejercicio del escribir pensando, especular sobre cómo el capital está unido no ya a lo más necesario, sino a lo excedentario y más visto, una revitalizada equivalencia entre valor y visibilidad. Sobre cómo este escenario se activa creando “nuevas necesidades” de vida que se valen de un mundo tecnológico excedentario en imágenes, datos y fragmentos del “yo” en las nuevas plazas/habitaciones conectadas de la cultura-red.

Fascinan estas plazas/habitaciones públicas capaces de generar sensación de compartir la cama, la mesa camilla, la luz baja, de confesar y hablar de otra manera para de pronto volvernos tan generosos en el “dar”. Pero la máquina-red nos ha convertido no solo en productores de mundo, sino en voluntarios y prosumidores6, en producto de sus empresas y trabajadores sin sueldo, mantenedores de un valor al que unos pocos sacan partido económico (¿importa además que esos pocos se parezcan tanto?), mientras nos llaman usuarios. Porque pareciera que el valor rentable lo pone el uso del dispositivo y no el contenido, porque el contenido, incluso cuando adquiere ese otro valor de ser muy visto, se desintegrará en unos días desde una lógica de caducidad extrema. Nada existe que sea capaz de permanecer en la obsolescencia de época que se apoya y renueva en la vanidad movilizada y en la demanda de ahora.

Y late la idea, es solo una sensación, de que para el equilibro de este sistema han de darse unos mínimos. En primer lugar, que la precariedad pacífica sea vivible para convertirse en algo normalizado y en aspiración resignada de la mayoría (relativamente igualados en dicha precariedad). El mundo entonces nos envolverá, nos envuelve, en la posibilidad percibida como necesidad de estar conectados y alimentar el excedente de cosas prescindibles que nos entretienen y obligan. Incitándonos a formar parte de un juego que siempre quiere más y donde nosotros somos los protagonistas (inocentemente solo para nosotros). Puede que detectar cómo para muchos, esos límites de “mínimos” se convierten en “todo está perdido” y conocer diariamente flagrantes formas de desigualdad (también visibilizadas), nos anime a apropiarnos de la tecnología como fuerza social para crear mundos mejorados. Puede que esta fuerza sea junto con la recuperación de la “atención pausada” ante las cosas que nos importan, mecanismos verdaderamente disruptivos para crear otras formas de “valor” y de alianza entre las personas. Y si bien cabe la posibilidad de que esa “atención” que a menudo añoramos sea ya cosa de un pasado sin pantallas, sí podría inspirar nuevas formas de concentración, de ser necesario con sus “nuevas palabras”, que ayuden a crear condiciones de conciencia para un sujeto abrumado por el ver.

Ojos y capital

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