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SUBJETIVIDAD Y VER (SER VISTOS)

Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo16.

El mejor pago es que me veas, saber que existo17.

Si fuera algún otro tipo de animal y careciera de ojos y de la tendencia a pensar, podría perderme en las imágenes sin preguntar, como quien se abandona en un líquido templado. O mejor, si pudiera ser un árbol, ese que hay a la subida a la montaña, al que nada le estorba frente al horizonte, mientras agarra y archiva todos los crepúsculos y todas las nubes, sin verlos como nosotros... Me pregunto por esas formas de ver sin conciencia del ver, tan despojadas de sujeto y limitadas a una presencia, carente de exigencia para lo visto y para ser descubierto uno mismo como alguien que ve. Me hacen pensar que en algún momento descubrimos que somos apariencia y que, en función del que nos mira o nos sueña, oscilamos entre formas distintas de ser. De ahí el descanso de mirar (y ser mirada) sin expectativa, el sueño de carecer de ojos o de ser un árbol (para después volver).

A menudo caigo en el error de considerar que es mirar lo que me hace sujeto, olvidando todas esas miradas que con el paso de los años me han construido y me cambian, afectándome en lo que soy. Desde los que me rodean y me son cercanos hasta esas personas que nos miran mientras subimos las escalerillas del autobús y, como sugería Virginia Woolf, nos envejecen y nos matan más que las catástrofes y las guerras.

En ocasiones no es necesario siquiera ver el ojo, basta con identificar el objetivo de una cámara, o ese minúsculo punto oscuro que casi siempre tengo enfrente sobre la pantalla, justo encima del texto que escribo, y que según el día tapo con un trocito de papel y celo, para que no me mire, para que no me cambie.

Inevitablemente recuerdo a Barthes cuando pienso en la incomodidad de ser grabada o fotografiada. Esa incomodidad, tan bellamente contada, cuando en La cámara lúcida narraba cómo frente al objetivo comenzaba la actuación y la presión de querer mostrar en su posible retrato a alguien “mejor”. Para mí, el objetivo es interruptor de un temblor de mandíbula, de mirada inquieta, de inspección de la máquina con sospecha. La incomodidad es grande entre el tiempo que mira y el clic. Siempre palpita el riesgo de quedar petrificado como alguien vacío de intensidad.

Pero últimamente me interesan otro tipo de instantáneas. Quizá porque tienen algo de relato, o porque no se limitan a un rostro, tan idealizado y tan cabeza, de alguien que parece que nos mira cuando realmente está concentrado en no tensar demasiado la mandíbula. A mí me interesan (aunque no necesariamente me gustan) las instantáneas que hoy proporciona, por ejemplo, el listado de las búsquedas diarias en Google. En este sorprendente artefacto contemporáneo, capaz de reunir panoramas improbables a partir de pulsadores de palabras capaces de arrastrar y desglosar: expresiones, personas, citas, lugares, mapas, vídeos, imágenes…, conviven preguntas que solo haríamos a una máquina o cuando nadie nos ve. Preguntas que en conjunto cuentan hoy más cosas sobre nuestros miedos y deseos que la memoria, o que los clásicos contadores de historias, incluso que los más recientes y también tecnológicos. Me refiero por ejemplo a las tarjetas de crédito, capaces de rehacer un itinerario de vida hilvanando los lugares por los que hemos pasado, en los que hemos pagado.

A estas imágenes añadiría otras que (por habituales y homogéneas) se me hacen extrañas y significativas. Se trata de las infinitas fotos de sí mismos que sobre todo los adolescentes publican posando como la misma persona, o como si no fueran persona (más dividuos que individuos). Es frecuente verlos congelados “queriendo mandar un beso” o posando intentando parecerse a otro (con seguridad más famoso, más “visto”) cuya imagen posiblemente les martillea y rasga hasta convertir sus fotos en escalofriantes por parecidas. Como si hubieran renunciado a ser sujeto cobijándose en la copia, como quien no se resiste.


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Y en la pose, lo homogéneo, el código que los demás entenderán, el imaginario de referencia. Así, cuando posan en grupo parece que se mueven y actúan al unísono atendiendo a una batuta invisible que los desplaza acompasados. Ahora a la derecha, ahora quietos, a la izquierda, así. Repitiendo escenas para ellos familiares entre sus ídolos y referencias, haciendo “oes” con sus labios, entornando ojos, girando a su perfil bueno, queriendo rebosar sensualidad para que los ojos ajenos les amen siendo “otros”, que terminan siendo “lo mismo”.

Tal vez ellos, como ustedes, como yo, quisieran que su deriva congelada y expuesta a la oscilación de lo que la máquina oferta, mostrara lo mejor de cada uno. Que esas imágenes que se ofrecen coincidan con ustedes, con nosotros, pero finalmente en las fotos parece que somos nosotros los que terminamos coincidiendo con ellas, obstinadas como patrones de un lugar y un tiempo. Y creo que, aun aludiendo a esa tendencia por la que exigimos a la foto que extraiga lo mejor de nosotros, aquello que el espejo no ha sido capaz, las fotos de hoy no duelen como las del pasado, o no de la misma manera.

Recuerdo que entre las pocas fotos que mi hermana y yo guardamos de nuestra adolescencia casi todas estaban ralladas en nuestro rostro o cortadas parcialmente. Prácticamente ninguna de las pocas fotografías que teníamos nos convencía y terminábamos ocultándonos u ocultándolas. La imposibilidad de elegir el “yo” que quieres congelar y jugártela a un solo flash daba como resultado la incorformidad como habitual estado anímico ante un carrete de 12 o 24, cuyas fotos nunca respondían a la expectativa. Ahora, sin embargo, entre las infinitas y sutiles variantes de una misma pose del cuerpo y del rostro algunas se salvan. Y si generan dudas solo han de pasar por el pequeño laboratorio de edición de imágenes de nuestros dispositivos: difuminar, contrastar, recortar… y a ser posible despersonalizar al fotografiado para que se parezca a un canon que satisfaga. Las fotos ya no sentencian al yo, porque el yo se esconde en ellas como en un estereotipo-máscara que en tanto uniformiza dentro de una comunidad, invisibiliza. De manera que solo lo que difiere de la homogeneización de poses y rostros de ahora, aspira a una singularidad.

No olvidemos, en todo caso, que la foto hoy no es ya algo privado o para observar uno mismo. Las fotos que se aprietan en las redes sociales son ante todo escaparate para el otro. De hecho, todavía hoy una imagen es lo primero que se solicita del otro para verificar su identidad y su existencia. Una imagen y un nombre. Aunque todos estos rastros sean cadáveres, y el yo sea algo fluido, otra cosa, imposible asirlo, nunca definido del todo, con su cuerpo y flujo dinámico de deseos y relaciones.

Tener parte de nuestras vidas digitalizadas caracteriza a muchos de quienes habitamos el siglo XXI. Y en gran medida esto es distintivo pues anuncia el advenimiento de nosotros como otros, de nosotros al lado de nuestras fotos y registros. Señala Barthes que en la representación acontece “una disociación ladina de la conciencia de identidad”18. Y pasa, desde hace un tiempo, que hemos olvidado la locura de vernos fuera de nosotros si no es en una pantalla y sin ser esta un espejo.

En Internet distintas identidades se nos solapan en la mediación de la pantalla y los espacios de relación. En ellas se funden: lo que creo ser, lo que quiero ser, lo que quiero que crean, lo que los otros ven, lo que la máquina enmarca, lo que la aplicación quiere mostrar... Y, sobre todo, un tiempo sin límite en la re-presentación del marco-pantalla, cuyo telón nunca baja.

Podría decirse que en la red no dejo de copiar y de copiarme y cuando lo hago, en cada gesto, cuando subo mis fotos y las veo, siento de manera infalible como una impostura, como una inautenticidad. De manera que preciso de esa zona en la que “no” soy una imagen, en la que no soy un objeto para mí y para los otros. Esa zona del espacio y del tiempo que describía Barthes, al reivindicar, “es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de defender”19.

Y claro que la historia se hace política cuando un ser humano es confirmado por otro, es percibido por otro. Recuerdo al respecto una sugerente descripción del ser humano de Judith Butler que afirma que somos “entregados al otro de entrada”20, de forma incluso anterior a la individuación somos predefinidos por el otro y, como efecto, la “vulnerabilidad social de nuestros cuerpos”. Predefinidos como manera de constatar simbólicamente lo que la sociedad espera de nosotros atendiendo a un cuerpo: un organismo, un sexo, una edad, un rostro21, un género, un discurso, una imagen... Algo que sin embargo implica tanto una castración del ser como un “sostén físico social”22. Para Lévinas23 no es ya la antelación del otro sino el encuentro con el otro lo que instala simultáneamente una responsabilidad del otro en uno mismo (una construcción en el otro), tal que el sujeto es responsable del otro incluso antes de ser consciente de su propia existencia.

Pero no crean que todo es más fácil al suponer que nuestro cuerpo y nuestra imagen no son del todo nuestras, que significan “lo que significan” por su relación con los otros en un contexto sociocultural dado. Ni crean que todo compromiso personal se anula. Valorar esta justificación no implica una claudicación, un abandono de la voluntad a la deriva comunitaria, una cesión de nuestra responsabilidad en la constitución subjetiva, en su valor colectivo. Tomar conciencia del valor del “otro” en los procesos identitarios y subjetivos, sería el primer paso para problematizar el cuerpo y autoproclamarnos agentes de su transformación, creadores de sus imágenes. Supondría cuestionar lo que somos no como algo dado sino como algo modificado individual y socioculturalmente y, como tal, susceptible de ser alterado, no solo material y biotecnológicamente, sino en términos de significado y valor social. Esta tesis construccionista implica que los procesos de producción de los cuerpos pueden ser hasta cierto punto desvelados, comprendidos y apropiados para una acción política. Lo que no está claro es la eficacia en la manera de visibilizar, resignificar o, incluso, “designificar” colectivamente el cuerpo. En qué medida es posible para los otros, para el cuerpo propio desde el cuerpo propio constituido también por los otros. En qué medida podemos convertir esa problematización tan habitual en las prácticas feministas y queer, en política social que trasciende a la vida de las personas.

Por eso siempre que nos mostramos (off/online) comenzamos en nuestro cuerpo conformado como una o muchas imágenes, como construcción simbólica24, con sus maneras de ver, sus filtros identitarios y sociales y sus pretensiones subjetivas.

Haré un paréntesis y observaré mi cuerpo. Quiero identificar mil pátinas y filtros de visión y situar así mi discurso (…) No es fácil y casi tiro la toalla. Tantos lastres ya normalizados. Aunque me consuela pensar que no más que ustedes. Por ello, con ustedes me interrogaré sobre ellos (…) Observen los suyos –sus cuerpos–: sus rostros, pelo, barriga, genitales, piernas, perforaciones, adornos corporales, vestidos y, ¿por qué no?, sus tecnologías y pantallas (¿acaso ellas no se ensamblan a nuestros cuerpos en la vida online?). Observen su cultura material en los cuerpos. Los vestidos que también son cuerpo y que permiten al ser humano constituirse en eso que ha elegido ser, “incluso (recordaba Barthes parafraseando a Sartre) cuando lo que ha elegido ser representa lo que los demás han elegido en su lugar”25(…) Y las pantallas como nodo material del ciberespacio, vinculado biopolíticamente al cuerpo. Pantallas que no solo nos visten, sino que aportan una nueva complejidad al propiciar la producción de identidades escindidas del cuerpo, aplazado, y habitualmente escondido en nuestras relaciones interpersonales online. Estas posibilidades de invisibilizar el cuerpo y aligerar nuestra presencia con el valor añadido que da el anonimato virtual, nos susurran sobre un territorio necesario para la reflexión del “ser” en Internet, en consecuencia, para entender nuestra cultura en un nuevo paradigma postcuerpo, que no esconda el papel en las relaciones humanas del no-cuerpo.

No se trataría solo de una posible resignificación de las imágenes del cuerpo a través de las pantallas de ordenador y en Internet. Se trataría también de recordar que de la visibilización se desprenden demandas políticas derivadas del cuerpo. Demandas que reclaman preguntar sobre las circunstancias en que opera el tándem persona-pantalla en las formas de presentación y representación que conlleva hoy la práctica subjetiva e identitaria a través de la mirada. Hacerlo en tanto la fragmentación de nuestras cosas e imágenes online alude a nuevas maneras de crear valor social y posicionamiento, pero ante todo “subjetividad” en el mundo conectado. Sin que ello aminore la impresión de que cuando nos socializamos en una cultura-red, nosotros acompañamos a la imagen que de nosotros tienen los demás; como si, disociados, viviéramos al lado de nuestras representaciones y proyecciones de los otros, es decir, que nosotros siempre vamos adjuntos.

Ojos y capital

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