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La búsqueda de un Padre

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Dijimos que el niño de Managua plantea la gran necesidad humana: todos estamos necesitados de una mirada paternal. Y esto es válido tanto para el orden natural como para el orden sobrenatural.

No creo que la ausencia de mi padre terrenal haya sido la causa de mi búsqueda de un Padre celestial. Pero fue la condición que permitió el encuentro con el Eterno. Causa y condición son términos diferentes. La causa de que el agua hierva es el fuego; la condición, el recipiente donde hierve el agua. Fueron aquellas circunstancias en el mismo origen de mi vida lo que me fue llevando, como de la mano, al encuentro con Dios.

¿No te ocurre a veces que cuando entras de la mano del recuerdo en los pasillos de tu historia ves en las paredes cuadros que se suceden unos a otros correlativamente, como si alguien los hubiera puesto allí intencionalmente? ¿No crees acaso que haya una Inteligencia superior que se anuncia en la majestuosidad de la naturaleza y en el modo en que se han dado ciertos hechos de tu vida?

En el departamento 2 de la calle Pedro Campbell vivía una partera, doña Margarita, a la que mi madre acudió una madrugada de otoño para que la ayudara a darme a luz. Sola y con dolores de parto, mi madre solo pudo atinar a golpear la pared contigua a fin de que alguien la ayudara. No había tiempo para llegar al hospital, y a las tres de la madrugada se oyó un llanto que hizo eco en el corredor de aquel viejo departamento de la calle Campbell. Contaba mi madre que pegué un grito de sorpresa cuando amanecí a la vida. La vida no me ha dejado de sorprender desde entonces.

Doña Margarita tenía un esposo que era capitán del ejército, hombre parco, de pocas palabras, pero con un corazón enorme y generoso. Mi hermano prontamente le inventó un sobrenombre: Papá Flores. Con esta familia mi hermano vivió gran parte de su niñez. Papá Flores llegó a ser por obra y gracia de los acontecimientos una especie de padre sustituto para mi hermano. Y Pocho y Mima, los hijos de Papá Flores, sus hermanos.

Pero Dios se guardaba lo mejor: doña Margarita era una creyente con una fe sencilla y práctica. Su espíritu de servicio, su amor por las personas que no se expresaba en palabras sino en hechos, ganó prontamente el corazón de mi madre, y sembró en ella la semilla del evangelio que con los años germinaría en su corazón.

En busca del amor perdido

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