Читать книгу Un corresponsal en el frío - Ricardo Estarriol Saseras - Страница 11

Оглавление

5.

LA PRIMAVERA DE PRAGA

COMO YA HABÍA HECHO DESDE QUE LLEGUÉ a Austria, en la primera mitad de 1968 quise dedicarme un poco al montañismo. Con amigos, jóvenes profesionales y estudiantes, solíamos hacer alguna que otra ascensión a un macizo alpino o pre alpino. Uno, dos o tres días, según las posibilidades. A diferencia de los “nativos”, que por decirlo de alguna forma, en Austria nacen con los esquíes puestos, yo nunca había esquiado antes de llegar a Viena. La primera vez que lo hice (en una ladera del Dachstein) me fracturé algo en la rodilla y en los siguientes intentos me di cuenta de que aquello no era para mí.

Con el mismo entusiasmo con que aprendí a organizar excursiones con los minyons escoltes en Girona, en Austria recorría valles, hacía caminatas, subía a cualquier cosa que estuviera por encima de dos mil metros de altura, e incluso hacía alguna escalada con mis amigos. Mis compañeros de montaña, por lo general, eran personas lejanas a la fe, pero también había algunos que participaban en las actividades formativas del Opus Dei. La estación de ferrocarriles del sur de Viena era muchas veces el punto de partida: los domingos a las cinco y media de la mañana había una misa para excursionistas, que se celebraba en una sala de espera fuera de servicio; el horario nos permitía tomar un tren hacia el sur que nos dejaba, por ejemplo, muy cerca de la base del Schneeberg (2076 m) o del Rax (2007 m) a una hora adecuada para comenzar la ascensión.

Los abundantes hayedos alpinos de la zona eran el punto de partida de nuestras excursiones. Durante las travesías por las mesetas de altura solía charlar con mis acompañantes: allí fue donde, casi sin darme cuenta, aprendí a conocer el trasfondo social, humano, histórico, político y cultural del país donde me encontraba. Fue algo así como una tardía pero eficaz escolarización peripatética y amistosa.

Y allí forjé bastantes amistades, al calor de la estufa de un refugio, o en el pedregal de la base de un glaciar. Por otra parte, mis conocidos querían saber quién era aquel español exótico que no tocaba la guitarra, pero que se movía con bastante naturalidad por la cresta de una sierra como si fuera uno de los nuestros… aunque de vez en cuando yo confundiera el dativo con el acusativo. Muchos, que conocían mi estilo de vida, querían saber más sobre mí.

En algunas ocasiones aquellas conversaciones terminaban poniendo en práctica lo que yo había aprendido quince años antes bajo los plátanos de la dehesa de Gerona: nos sentábamos en un claro de un hayedo para hacer sencillamente un rato de oración, reflexionando sobre algún breve pasaje del Evangelio o sobre algunos puntos de Camino, librito que yo solía llevar en la mochila. O nos sentábamos junto a uno de los hermosos cruceros de camino que hay en Austria, o entrábamos en una iglesia de aldea para rezar un rosario.

Todo esto es lo que me perdí en el año 1968.

EL SUBSUELO SE TAMBALEA

En los años 1967 y 1968, el sector duro del Politburó soviético había venido desgañitándose para asegurar de alguna forma la unidad de los partidos comunistas europeos mediante conferencias, viajes, reuniones consultivas, sesiones de la cumbre del Pacto de Varsovia y cosas por el estilo.

Y, por su parte, en la primera mitad de 1968, los comunistas checos y eslovacos habían empezado a preparar en serio una reforma que debería desembocar en un “socialismo de rostro humano”. Los periodistas que trabajábamos en países comunistas sabíamos que aquello “no iba” con los dogmas del marxismo-leninismo ni del posestalinismo. Además, los estudiantes polacos creaban continuamente problemas con prolongadas huelgas.

Reconozco que estaba desconcertado. Al principio no sabía quién era exactamente aquel Alexander Dubček, un incoloro funcionario eslovaco que los reformistas habían colocado el 5 de enero de 1968 al frente del Partido Comunista de Checoslovaquia. Sabía que antes de la Navidad de 1967 Brézhnev había visitado a Dubček en la capital eslovaca, Bratislava.

Los especialistas en desinformación habían puesto en circulación la leyenda de que el dirigente soviético Brézhnev mantenía relaciones de amistad con Dubček desde la época en que el eslovaco cursaba estudios en la escuela del partido comunista de Moscú (desde 1955 hasta 1958). Brézhnev, decía la leyenda, demostró entonces una abierta simpatía por los comunistas eslovacos, simpatía justificada en parte por el levantamiento eslovaco de 1944 contra el régimen de Hitler. Pero todo aquello cojeaba, en primer lugar, porque Brézhnev, que era 15 años mayor que Dubček, no tenía amigos. Además, cuando Dubček llegó a la academia del partido de Moscú, Brézhnev estaba muy ocupado en su carrera política (fue sucesivamente primer secretario del partido en Kazajstán, miembro del comité central y finalmente del Politburó).

Mis dudas se veían reforzadas además por el hecho de que el alzamiento nacional eslovaco (que sólo había durado dos meses, hasta que los alemanes lo aplastaron) había sido desfigurado e idealizado por la historiografía oficial checoslovaca. Fueron generales soviéticos quienes tuvieron que liberar Eslovaquia de los nazis en abril de 1945.

En aquella época (1967 y 1968) visité algunas veces al administrador apostólico de Praga, monseñor František Tomášek. Era una personalidad fascinante. Después de los golpes de estado comunistas de 1948 en los países de influencia soviética, el papa Pío XII había dispuesto que se llevaran a cabo consagraciones episcopales secretas para mantener de alguna forma una discreta atención pastoral en los países comunistas. Sabemos ahora que aquello apenas mejoró la cura de almas, llevó a muchos obispos y sacerdotes a la cárcel, y dejó ejemplares modelos de lealtad hasta el martirio. Tomášek, que había sido consagrado en secreto en 1949, fue detenido en 1951 y obligado a realizar trabajos forzados. En 1954 (un año después de la muerte de Stalin) fue liberado y pudo ejercer el ministerio sacerdotal e incluso asistir a las sesiones del Concilio Vaticano II (1962-1965) junto al entonces arzobispo de Praga, Monseñor Josef Beran. Tomášek pudo regresar de Roma a Praga, pero Beran no.

Tomášek fue nombrado administrador apostólico de Praga, pero no quiso aceptar el nombramiento de arzobispo hasta después del fallecimiento de Beran (en el exilio romano).

No sé hasta qué punto funcionaron las precauciones que yo adoptaba entonces. Sabía que, si anunciaba mi visita por teléfono o por escrito, tanto el arzobispo como yo tendríamos problemas. Lo que solía hacer era ir a la residencia de la embajada austríaca (que estaba muy cerca del palacio arzobispal) o a la catedral de San Vito, todavía más cerca. Al pasar por delante de la puerta del palacio, entraba de golpe. Siempre encontraba en la portería a la misma persona: el señor Blaha, el factótum de la casa, discreto, fiel y eficaz, vestido con una bata blanca.

No hablábamos más que por señas, para evitar que la conversación fuera registrada. Normalmente, Blaha me hacía esperar en una sala de visitas, subía al despacho del arzobispo, y a los pocos minutos bajaba indicándome con una divertida expresión de complicidad que le siguiera. Tomášek me esperaba, y era evidente que le alegraba recibir una visita “del otro lado”. Tenía el don de hablar con prudencia, franqueza y confianza. Pienso que entendió enseguida que yo no pretendía abusar de su confianza. Yo había aprendido a distinguir lo que podía perjudicar a la Iglesia y lo que podía ser útil para que se enteraran los políticos occidentales… y también algunas personalidades del Vaticano. Aquella confianza aumentó cuando le dije que yo era del Opus Dei.

PRUEBA DE FUEGO EN LA PRIMAVERA DE 1968

En el capítulo anterior he hablado de Joan Baptista Torelló. En la primavera de 1968, Torelló, después de haberse informado en la curia vienesa del cardenal König y antes de la intervención soviética, decidió visitar a Tomášek, quien le pidió que transmitiera a Escrivá su deseo que el Opus Dei se estableciera en Praga: «Alquilen una casa aquí y empiecen su labor apostólica», le dijo. Entonces no fue posible.

Unos años más tarde, con el divertido tono de campechanía y seriedad que saben poner los checos cuando quieren, Tomášek me dijo: «¡A ver cuándo me traen más ejemplares de Cesta! (Camino en checo): el que yo tenía está siempre en el sótano, porque viene gente a copiarlo como manuscrito». No me extrañó que conociera el libro de Escrivá: había sido traducido en el exilio checo de Londres y editado en Milán en 1969. Los libros entraban después clandestinamente en Checoslovaquia sobre todo desde Austria, donde yo conocí a diversas personas discretas y responsables que se ocupaban del “transporte” de libros religiosos, de formación teológica para los seminaristas, y sabía que entre ellos se encontraba Cesta.

Lo que no había sido posible en 1968 lo sería en 1990. Después de la “Revolución de Terciopelo” se abriría el primer centro de la Obra en un piso de la calle Jungmanova, siendo todavía arzobispo el cardenal Tomášek. Y Torelló iría con frecuencia a la República Checa para impartir cursos y charlas de teología espiritual a sacerdotes.

La primavera de 1968 fue mi “prueba de fuego” en el complicado mosaico del bloque soviético. Aquello, que hasta entonces parecía un monolito sin fisuras, empezaba a tambalearse. Y lo más complejo, para los que teníamos que entenderlo, es que se tambaleaba de forma distinta según los lugares. Desbrozar aquello no era fácil. Por ejemplo: tuvo que pasar bastante tiempo hasta que me di cuenta de que utilizábamos las mismas palabras con distinto contenido. Durante la crisis checoslovaca hubo numerosas reuniones del comité central del partido comunista checoslovaco y del comité central del partido comunista eslovaco. Sólo después de una lectura atenta de los estatutos me di cuenta de que la “simetría de las naciones checa y eslovaca” en la estructura del partido era una teoría, porque el comité central del partido checo no existía como tal, mejor dicho, era idéntico al del comité central checoslovaco. En otras palabras, el comité central eslovaco era lo que Marx y Lenin hubieran llamado «un adorno del poder».

Un año más tarde, al visitar por vez primera la URSS, haría un descubrimiento semejante: el partido comunista soviético tenía politburós y comités centrales en todas las repúblicas de la URSS… excepto en la república rusa, donde dependía directamente de las autoridades centrales del partido. Algo parecido podía decirse de los comunistas españoles y catalanes en aquella época. Problemas semejantes ofrecían términos como “socialismo democrático” o “socialismo real”.

En todas partes había tensiones. Aparte de las endémicas protestas de estudiantes polacos, también había problemas en los Balcanes. Un día, de repente me encontré en Viena con un alto funcionario del gobierno búlgaro, Dimitroff Groshkin (nunca más supe de él) que se tomó bastante tiempo para explicarme la desazón del gobierno búlgaro ante la política del gobierno yugoslavo en Macedonia, una de las cinco repúblicas de que se componía Yugoslavia. El malestar se debía a que Yugoslavia «falsificaba la historia», me contó Groshkin.

En esos casos no me quedaba más remedio que estudiar el pasado, la historia. El problema macedonio en su versión moderna podría fijarse en 1872, cuando el imperio otomano permitió la fundación de un exarcado búlgaro por decreto del sultán, y los búlgaros obtuvieron su propia Iglesia, en un momento en que la política eclesiástica serbia era mucho más débil. En 1877, después de la guerra entre Rusia y el Imperio Otomano, Rusia ocupó prácticamente todo el territorio otomano en Europa, excepto Constantinopla.

Por el Tratado de San Stefano entre Rusia y el Imperio Otomano, se creó el principado semi soberano de la Gran Bulgaria, que ocupaba desde el Mar Negro hasta casi el Mediterráneo (incluyendo Macedonia y partes de Serbia). Entonces aprendí un término de derecho internacional llamado suzeraineté o suzeranía (forma de soberanía limitada), que me sería muy útil en el curso de toda mi carrera periodística en muchas regiones del Este europeo.

Lo más notable es que La Vanguardia tenía lectores que se interesaban por semejantes temas y lo agradecían. Y leían con interés mis explicaciones sobre los antecedentes, como las que incluía en las crónicas sobre el tratado de Berlín de 1878, que desmontó el Tratado de San Stefano concluido un año antes, y sobre la creación de nuevos estados en el sureste de Europa, que redujeron la Gran Bulgaria a una cuarta parte del territorio que había llegado a tener. Tan extraño no era esto, puesto que se trataba de lectores cuyos padres y madres habían leído las impactantes crónicas del Gaziel sobre el éxodo de los serbios asentados en Macedonia, que en febrero de 1916 huían de las tropas búlgaras en dirección al oeste. Gaziel, que más tarde sería director de La Vanguardia, hablaba de «las pequeñas nacionalidades arrebatadas, por fuerza, entre los giros del torbellino que está desquiciando los cimientos de Europa, trágica y abatidísima» (edición del domingo, 13 de febrero de 1916, página 15).

Volviendo al tema búlgaro, mientras el señor Groshkin me aseguraba que el gobierno de Bulgaria no tenía sentimientos irredentistas frente a Yugoslavia, el jefe del partido comunista de la república macedonia Kristo Crvenkovski declaraba en Skopje que Macedonia no podía permanecer indiferente «cuando se intenta falsificar y mistificar el pasado nacional del pueblo macedonio». En realidad, lo que estaba en discusión eran las fronteras creadas por las grandes potencias en el Congreso de Berlín de 1878, que no había tenido en cuenta la nacionalidad de la población de la región, sino los intereses de los imperios de Alemania, Austria-Hungría y Rusia, de Francia, Gran Bretaña e Italia.

EUROPA CENTRAL, DISTINTA DE LOS BALCANES

En aquel momento (primera mitad de 1968) parecía como si los problemas de los Balcanes tuvieran que ser resueltos por los historiadores, cosa que cambiaría en los años noventa con seis guerras sucesivas. No fue así en Europa Central, donde el subsuelo político y social del bloque socialista empezaba a presentar grietas, veinte años después de la segunda guerra mundial. Refiriéndome a Checoslovaquia, en febrero de 1968 escribí que en un solo día se registran actualmente en la República Socialista Checoslovaca más acontecimientos que en los veinte últimos años del régimen comunista checoslovaco. Aquella frase no era un recurso literario, sino un reflejo del sentimiento de impotencia que me embargaba en el momento de relatar de forma coherente lo que estaba sucediendo en una parte de Europa de la que desde 1945 mis lectores apenas sabían nada.

El hecho de que el general de división checoslovaco Jan Šejna huyera del país para pedir asilo en un consulado americano en Italia, y de que un teniente general (Vladimir Janko), que hubiera tenido que evitarlo, se suicidara en febrero de 1968; o que Josef Brestanský (vicepresidente del Tribunal Supremo que investigaba los crímenes judiciales del estalinismo) apareciera ahorcado en un bosque de Moravia del Sur, podía pasar en las mejores familias comunistas; pero la aparición de unidades acorazadas del ejército soviético estacionadas en Hungría y en la República Democrática Alemana respectivamente, en la frontera eslovaca y en la frontera con Bohemia del Norte, despertaba recelos en muchas partes. El recuerdo de la brutal intervención soviética en Hungría en octubre de 1956 estaba todavía fresco en muchas memorias.

Era simplemente un tira y afloja. La URSS intentaba remendar la comunidad socialista con las reuniones que he intentado describir en el capítulo anterior (conferencia consultiva de partidos comunistas en Budapest, cumbre del Pacto de Varsovia en Sofia y reunión preparatoria para una cumbre de todos los partidos comunistas), y Dubček repetía que en Checoslovaquia la democracia debía ser una “democracia socialista”, a la vez que yo escuchaba en Budapest cómo al jefe de gobierno Fock se le escapaba alguna referencia a “las exigencias del mercado” en una economía socialista.

A cincuenta años de distancia no puedo añadir nada a lo escrito sobre aquella época, pero pienso que quien lea estas líneas entenderá mejor el ambiente que reinaba entonces recogiendo las declaraciones del entonces nuevo ministro del Interior checoslovaco, Josef Pavel, que publiqué en mayo de 1968. Muchos funcionarios de la policía que habían intervenido en los procesos estalinistas de los años cincuenta abandonaron el servicio, y otros eran objeto de investigación. Aquello provocó una racha de suicidios o aparentes suicidios. Uno de los muertos era un médico llamado Josef Sommer.

En unas declaraciones públicas, el ministro Pavel declaró que él mismo había sido “paciente” del Dr. Sommer, que se había quitado la vida la semana anterior. Sommer no pertenecía a la policía, sino que había sido el médico de la cárcel de Ruzyne: «Yo también fui tratado por el doctor Sommer —especificó entonces Pavel— y no tengo ningún buen recuerdo de él. Pero creo que, en este caso, un procedimiento más humano hubiera evitado la solución extrema. En ningún caso los servicios de seguridad han tenido algo que ver con la muerte de Sommer». Tres meses después sería el propio Pavel quien perdiera su puesto en la primera ola de depuraciones.

La sombra de una intervención militar era cada vez más densa. Era muy difícil deslindar la información y la desinformación sobre la crisis. Los servicios de propaganda soviéticos y occidentales dominaban el arte de crear rumores, y de crear también antídotos frente a los rumores del enemigo, con lo que se llamó rumors clinics. Algunas cosas que sucedían entonces las entendí mejor hace unos pocos años leyendo Rumors en guerra, de Marc Argemí.

Sólo un ejemplo: en mayo de 1968, un moderador de la televisión checoslovaca sentenció: «El supuesto anuncio hecho por el general soviético Alexei A. Yepichev en el pleno del Comité Central soviético, de que se registraría una intervención soviética en el caso de que Checoslovaquia constituyera una amenaza para el socialismo, es una noticia inventada y una provocación». Lo hizo comentando una noticia publicada poco antes en Le Monde, añadiendo que se esperaba que la Unión Soviética «reaccionara ante tal provocación» (en otras palabras, que dijera que el general Yepichev no había anunciado ninguna intervención militar soviética).

Y así continuamente, todo ello adobado con visitas de Kosyguin (jefe del gobierno soviético) y de altos militares a Praga, con informaciones evidentemente falsas sobre la revisión de 70 000 sentencias dictadas en la época del estalinismo, y con la publicación del reformista “Manifiesto de las dos mil palabras” de Ludvik Vaculik, que fue un revulsivo para todos los dirigentes soviéticos.

Muy posiblemente solo algunos servicios de información occidentales sabían cuántas tropas soviéticas habían entrado, estaban entrando o iban a entrar en Checoslovaquia en junio de 1968. Me temo que quizás tampoco lo sabían ellos. Un general checo “nos vendió” el anuncio de unas maniobras militares diciendo que servirían para mejorar la intervención de los mandos conjuntos en operaciones realizadas según criterios de una “guerra moderna” para perfeccionar la colaboración entre los Estados Mayores de cada uno de los Ejércitos nacionales, y para aumentar la “seguridad externa” de los países del Pacto de Varsovia.

En junio de 1968 fui al Tirol del Sur con el fin de hacer algo de montañismo, mejor dicho, fui al Trentino, donde mi compañero Ettore Petta, corresponsal del Corriere della Sera en Viena, tenía una casa. El objetivo era subir a la Cima Brenta (2960 m). Antes, visité con Ettore la redacción de un conocido periódico de Trento, L’Adige.

SUDTIROL: EL DIÁLOGO VENCE AL TERRORISMO

No resistí a la tentación de escribir desde allí una crónica para La Vanguardia con un análisis de la crisis italo-austríaca a propósito del estatuto del Tirol del Sur (Alto Adige, en italiano), en concreto sobre la autonomía de la población de lengua alemana. Yo sabía que mis lectores en Catalunya seguían con interés el asunto. En uno de los viajes que hice en tren desde Roma a Viena, había ya advertido que se trataba de un asunto muy serio. Al comprar en la Stazione Termini el billete de tren hasta la capital del Tirol del Sur, Bozen (Bolzano en italiano), me equivoqué y pedí un biglietto per Bozen, frase que desencadenó un discurso patriótico del vendedor en la taquilla. Para disculparme, le dije que era español, pero este detalle le irritó todavía más y provocó un aumento de tono de la filípica. Poco faltó para que llamara a los carabinieri. Pero aquello me sirvió mucho.

Más tarde tuve que escribir bastante sobre el tema. Intentaré resumir la crisis austro-italiana de entonces como si se tratara de lo que llamábamos “despiece” en el periódico (en este caso un despiece de 2200 caracteres):

Italia se había comprometido después de la segunda guerra mundial a respetar la autonomía administrativa y cultural de la población alemana en la región Trentino-Alto Adige, pero solo lo hizo cosméticamente, dando autonomía a una región en la que los italianos de lengua italiana superaban a los italianos de lengua alemana. Austria protestó ante la ONU, y en 1961 la Asamblea General recomendó negociaciones bilaterales entre ambos países.

No pasó casi nada hasta que en 1964 el ministro de Asuntos Exteriores austríaco Bruno Kreisky se entrevistó secretamente con su colega italiano Giuseppe Saragat (ambos socialistas) en París y acordaron un nuevo diálogo. Las conversaciones no progresaron, debido a diversos actos de terrorismo irredentista anti italiano al sur de los Alpes. Italia acusó a Austria de apoyar el terrorismo, y vetó las negociaciones de asociación de Austria con la Comunidad Europea.

En aquella fase yo estaba con mis amigos en Trento, precisamente el mismo día en que se reanudaba en la capital del Tirol del Norte, Innsbruck, el difícil diálogo entre el gobierno de Viena, el gobierno regional del Tirol austríaco y el partido popular (de los germanohablantes) de la provincia italiana de Bolzano (Tirol del Sur). Aquello fue muy interesante porque entonces aprendí a apreciar el valor del diálogo, del entendimiento, del esfuerzo para comprender el punto de vista y las motivaciones del otro cuando todas las puertas parecen cerradas. Recuerdo con admiración la fantasía de los negociadores cuando Aldo Moro y Kurt Waldheim presentaron en 1969 el llamado Operationskalender, cuya filosofía era bastante sencilla: tú primero haces esto, luego yo haré aquello, más tarde te toca a ti hacer otra cosa y luego seré yo… De esta forma iba siendo posible desvanecer el fantasma y los temores italianos (y no sólo italianos) ante una posible rebelión nacionalista en Bozen/Bolzano para anexionarse al Tirol del Norte. Después de las dos guerras europeas, los tratados de paz habían fijado claramente la frontera entre las dos partes del Tirol, y la razón venció: en 1972 pudo sellarse un acuerdo conocido como el Südtirol-Paket gracias al cual la provincia de Bolzano/Bozen dejó de ser una simple división administrativa del poder político central, y se convirtió en un auténtico cuerpo capaz de auto administrarse. A nadie le quedaron ganas de cambiar la frontera.

LA CARTA DE VARSOVIA

Mientras hablaba de todas estas cosas en Trento con mis compañeros italianos, llegó al teletipo de la redacción de L’Adige una noticia con el texto de la “carta de Varsovia”. Era una enérgica advertencia soviética a los comunistas checoslovacos para que regresaran al redil de la disciplina de bloque. Antes de salir de Viena, y gracias a un desliz de la agencia nacional polaca PAP, había sospechado que iba a celebrarse en Varsovia una cumbre de los “cinco” (URSS, RDA, Hungría, Polonia y Bulgaria), es decir, sin Checoslovaquia. En un despacho, la PAP había escrito que una delegación soviética había llegado a la capital polaca con el objetivo de participar en un encuentro de los estados soviéticos. A los pocos minutos la agencia pasaba una corrección aclarando a sus abonados que allí donde decía państwa radzieckie (estados soviéticos) debía decir państwa socjalistyczne (estados socialistas). El encuentro tuvo lugar, y los cinco firmaron una carta-ultimátum dirigida a los comunistas de Bohemia, Moravia y Eslovaquia. La carta empezaba con un afectuoso «queridos camaradas» pero el resto era inequívoco y amenazador: «Las fronteras del mundo socialista se han extendido hasta el corazón de Europa, el Elba y la selva de Bohemia. Y nunca estaremos de acuerdo en que estos logros históricos del socialismo, la independencia y la seguridad de todos nuestros pueblos, se pongan en peligro. Jamás permitiremos que el imperialismo rompa el sistema socialista por medios pacíficos o no pacíficos, desde dentro o desde fuera, cambiando el equilibrio de poder en Europa a su favor». Lo único que no se decía es que los cinco estados mayores estaban preparando la documentación para una intervención militar.

Total: tuve que renunciar a la ansiada escalada de la Cima Brenta y regresar al trabajo.

En julio y agosto viajé tres veces a Checoslovaquia. El apoyo de los comunistas occidentales a la reforma checoslovaca iba creciendo. Incluso el fiel seguidor de la línea dura soviética, Santiago Carrillo, se sumó a las declaraciones de solidaridad con el nuevo régimen de Praga… después de que lo hubieran hecho los comunistas franceses, italianos, noruegos, austríacos y portugueses. Los comunistas checoslovacos no daban su brazo a torcer, y toda su política se encaminaba a recuperar poco a poco la soberanía que el estado checoslovaco había perdido dos veces: primero durante la ocupación alemana, y después, cuando el país quedó al este del Telón de Acero. Yo había escrito en Analyse una larga serie sobre las consecuencias de la Conferencia de Yalta, en la que los aliados occidentales habían dejado el destino de siete estados en manos de Stalin, por decirlo de forma brutal, porque esto es lo que sucedió. Mi serie llevaba por título “Los mudos testigos del Occidente”.

Lo que estaba sucediendo en Checoslovaquia era un intento de dar un giro al timón.

A finales de julio y principios de agosto, en una estación ferroviaria de la frontera de Eslovaquia con Ucrania (Čierna nad Tisou), y a bordo de un coche-salón ruso, tuvo lugar una extraña cumbre de todo el Politburó soviético con todo el Presidium checoslovaco. El vagón había entrado por las vías de ancho especial ruso y estaba protegido por soldados paracaidistas soviéticos de élite armados hasta los dientes.

Aquella vía había sido construida para transportar carbón ucraniano a una gran siderúrgica eslovaca en Košice (que luego compró una empresa de los Estados Unidos). Algunas cosas me hicieron suponer que después de la conferencia habría un respiro, porque se tenía la impresión de que los checoslovacos habían presentado resistencia a las presiones soviéticas y no cedieron. Hoy no recuerdo ya quién era la persona que me tenía al corriente de las negociaciones que estaban teniendo lugar en el lúgubre vagón de tren de vía ancha: estaba evidentemente bien informado y era muy optimista.

Me contaba que la experiencia de Dubček y su conocimiento sobre la mentalidad rusa, había permitido a la delegación checa mantener la postura inicial, a pesar de la presión ejercida por los soviéticos a todos los niveles (especialmente con las maniobras militares alrededor de Checoslovaquia y los inexplicables movimientos de las unidades que todavía se encontraban dentro del país). En el diario escribí: «Esta vez no les ha bastado a los soviets exponer un punto de vista y hacer una serie de críticas basadas en la defensa del marxismo-leninismo, porque cada una de las críticas soviéticas ha sido contestada con todo detalle en la mesa de conferencia por los representantes checos. El Politburó soviético no ha encontrado ninguna brecha por donde pudiera meter la cuña».

Después de Čierna hubo una reunión de todos los miembros del Pacto de Varsovia (menos Rumanía) en Bratislava, la capital eslovaca, que yo interpreté como un aplazamiento de la crisis. No daba crédito a mis ojos y oídos cuando vi y oí en la capital eslovaca los abucheos del público contra el dirigente comunista de la República Democrática Alemana, Walter Ulbricht. Desde la plaza se coreaban insultos hacia los dirigentes reunidos en el balcón del ayuntamiento de Bratislava. El aturdido anfitrión Alexander Dubček no sabía dónde mirar ni qué hacer.

Para apreciar las dificultades con que nos enfrentábamos los que seguíamos los encuentros de Bratislava, baste decir que el texto de la declaración de diez páginas de “los cinco” más Checoslovaquia fue publicado no en Bratislava, sino… en Budapest (esos eran los secretos del mundo comunista). El supuesto acuerdo de Bratislava no era ningún acuerdo, sino la tapadera del desacuerdo: una colección de tópicos como “respeto a las particularidades nacionales”, a las “leyes generales del socialismo”, y al “papel dirigente del partido comunista”.

Me daba cuenta de que después de Čierna y Bratislava el partido checoslovaco había acelerado la marcha, hasta el punto de que incluso el presidente yugoslavo Tito acudió a Praga intentando moderar a sus camaradas checoslovacos, que querían celebrar un congreso para reformar los estatutos y liquidar el llamado “centralismo democrático” instituido por Lenin. El ritmo de visitas, conferencias y negociaciones era agotador para todos. Después de Tito, fue Walter Ulbricht, y después de Ulbricht apareció Ceaușescu en Praga.

De repente llegó a Praga el general del ejército republicano español emigrado a la URSS Enrique Líster con una misión que nunca llegué a saber, a pesar de que más tarde iba a tener muchas ocasiones de hablarle y de verle.

Era todavía la época en que el telón de acero era un verdadero telón con todos sus elementos: zona de seguridad, una barrera de alambres de púas, una franja de tierra fresca removida y aplanada en la que se hundían los zapatos dejando profundas huellas, otra franja con minas personales, un hilo metálico casi invisible a veinte centímetros del suelo que detectaba eléctricamente al potencial fugitivo, otra barrera con alambres de púas electrificados y sujetos con aislantes de porcelana, torretas de observación, potentes reflectores, perros adiestrados y patrullas móviles constantes. Un detalle que no he olvidado: los aduaneros checos o eslovacos que nos controlaban, apreciaban que “olvidáramos” en el departamento del tren algún ejemplar de fin de semana de algún periodico de bulevar austríaco... porque allí figuraba el programa de la television austríaca para toda la semana, y cerca de la frontera, tanto en Chequia como en Eslovaquia, era posible recibirla: de esta forma se enteraban de lo que estaba sucediendo en su propio país.

Para recorrer los 60 kilómetros que separan Bratislava de Viena necesitaba entonces unas cuatro horas en ferrocarril. Después de otros quince días de estancia en Praga, empecé a pensar que lo peor había pasado y que la URSS no iba a recurrir a la fuerza militar. Total: el 18 de agosto de 1968 regresé a Viena, escribí a mi redacción diciendo que necesitaba descanso, y me retiré a un plácido pueblecito al norte del valle del Danubio llamado Albrechtsberg…

CARROS DE COMBATE EN LAS CALLES DE PRAGA

…Hasta que el 2l de agosto, al ir a desayunar a la fonda del pueblo, vi a través de las pantallas de la televisión austríaca los tanques soviéticos en las calles de Praga. Era una retransmisión en directo facilitada por la televisión checoslovaca, antes de caer en manos del ejército soviético, que acababa de invadir el país junto con unidades de otros países del Pacto de Varsovia.

Mucho me ayudaron en esa época el ya mencionado freelance austríaco Wilfried Rott (redactor de Analyse) y un compañero italiano llamado Demetrio Volcic, que trabajaba para la televisión italiana y que pudo quedarse en Praga.

Se sabía que las aduanas checas no permitían ya la entrada a los periodistas extranjeros, pero una cosa es lo que se dice y otra es la realidad. Con toda la rapidez que pude, reuní el equipaje que solía utilizar en tales casos, a pesar de que no tenía ni idea de cómo se trabajaría en un país que estaba siendo invadido por las tropas de sus vecinos. Hablé con Rott, que enseguida aceptó mi propuesta. Fuimos con su coche hasta la frontera, y allí sucedió lo que ya me imaginaba: Rott era un austríaco “que iba a visitar a su novia”, y podría pasar, pero yo no, “porque ya tenemos bastantes periodistas”. No tenía mucho sentido discutir.

Total, que le di todo lo que llevaba conmigo: tarjetas de crédito para las comunicaciones, dinero, material de archivo, direcciones, contactos, y regresé con la maleta en la mano al pueblo fronterizo, que en pocas horas había sido invadido por una nube de periodistas, cámaras de televisión, fotógrafos, y otras personas que simulaban ser periodistas. Los ocupantes de los pocos coches que entraban en Austria desde Checoslovaquia eran literalmente asediados por la turbamulta.

Semanas más tarde, alguien me hizo llegar un ejemplar suelto de un diario argentino (creo que era La Nación) en el que un enviado especial desenmascaraba para mi asombro la cooperación secreta de dos grandes organizaciones internacionales: la Internacional Comunista y el Opus Dei. El periodista argentino «había visto con sus propios ojos cómo Estarriol acababa de introducir a uno de sus agentes por un puesto fronterizo entre Austria y Checoslovaquia». La mayor parte de los compañeros de Viena me conocían a mí y a La Vanguardia; y los que me conocían mejor sabían que yo era de la Obra. Me imagino así la situación: cuando yo regresaba a pie de la aduana, el argentino debió preguntar a otros compañeros quién era yo, y alguien debió decirle: «Es Estarriol, de La Vanguardia, y además es del Opus…». El aspecto cómico de todas las realidades.

Regresé inmediatamente a Viena, y desde allí pude cubrir, gracias a Rott y a Volcic, la información para La Vanguardia. Rott había aprendido a trabajar en Analyse, y apenas llegado a Praga, hizo una labor fantástica. No sé cómo, consiguió instalarse en la redacción clandestina de un diario que acababa de ser prohibido, y siguió al pie de la letra el tercer principio de todo corresponsal: el primer principio era enterarse, el segundo escribirlo, y el tercero transmitirlo a la redacción.

Habían llegado a Austria enviados especiales de algunos periódicos españoles, que andaban bastante perdidos. Recuerdo uno de ellos que desde una fonda austríaca junto a la frontera mandaba espeluznantes crónicas sobre los acontecimientos en Checoslovaquia para un diario de los sindicatos verticales de Madrid. Mi compañero Eguiagaray, que conocía mejor que yo al colega, comentó en cierta ocasión: «Muy sencillo: tiene fantasía y escucha la BBC».

En aquella época tuve bastante contacto con los enviados especiales italianos. Uno de ellos alquiló con otros periodistas una avioneta comercial y convenció al piloto para que sobrevolara tierra adentro la parte fronteriza de Austria con Checoslovaquia. En un momento determinado, el piloto —a petición del cliente— estableció comunicación con el aeropuerto de Bratislava, se identificó, y pidió permiso a la torre de control para aterrizar, debido a algún problema en una de las turbinas o motores del avión. La respuesta de la torre de Bratislava fue seca: «Usted se encuentra ahora mucho más cerca del aeropuerto Schwechat de Viena que del nuestro: intente aterrizar allí».

No sé cómo se llamaba mi compañero, pero sí recuerdo que era enviado especial del diario Il Resto del Carlino de Bolonia, un diario cuyo nombre me llamó la atención porque no yo entendía el significado del título. El diario debía ser muy rico, puesto que alquilar un avión así, sin más, no lo aceptaría la administración de un simple diario de provincia. Cuando, después del vuelo abortado, hablé con él y le pregunté cuál era su especialidad, me dijo sonriendo que venía de África: sono tuttologo.

Después de la invasión, casi todo el Presidium del partido checoslovaco fue arrestado y transportado a Moscú para “negociar” con las autoridades rusas. Mientras tanto, los dirigentes que quedaron en Praga convocaron un congreso extraordinario del partido comunista que se celebró secretamente en una fábrica de la capital: Volcic hizo en aquella ocasión de mensajero entre el comité central municipal y la presidencia del improvisado congreso.

En aquella época el cansancio era tal, que recuerdo que un día me quedé dormido ante el aparato de télex mientras estaba tecleando y traduciendo la última crónica de Rott. Me desperté cuando el operador de La Vanguardia empezó a pulsar por su parte el timbre, al darse cuenta de que desde hacía un minuto yo no hacía más que pulsar la tecla de la letra mmmmmmmmm… sobre la que estaba descansando plácidamente mi dedo índice.

DE LA SZALÁMITAKTIKA HÚNGARA A LA NORMALICE CHECA

Los corresponsales “malos” fuimos sancionados por las nuevas autoridades checoslovacas durante bastante tiempo. Desde agosto de 1968 hasta febrero de 1970 no se me permitió regresar a Checoslovaquia y, cuando pude hacerlo, fue para visitar un hospital o algo parecido en la ciudad fronteriza de Znojmo.

Procuré cubrir desde fuera las consecuencias de aquella intervención militar: con entrevistas a los emigrantes forzados, como Ota Sik (que había aceptado una cátedra en la universidad de élite de Sankt Gallen, Suiza) y a muchos otros que aterrizaron en Austria o Italia, como el ex director de la televisión checoslovaca Jiří Pelikán.

Fui a Rumanía para ver cómo estaba el patio. Era mi primera visita al país. Los gobiernos occidentales estaban bastante desconcertados por los vaivenes de Ceaușescu. El día siguiente a la invasión (era un miércoles), Ceaușescu pronunció un fogoso discurso público, y varios testigos me contaron después que el dictador daba señales evidentes de emotividad y nerviosismo. El viernes —que era la fiesta nacional rumana— desfilaron por primera vez las recién formadas milicias populares creadas por Ceaușescu “para defender la integridad y la soberanía del país”. En el desfile se escucharon gritos de “¡Ceaușescu-Dubček!”. En la recepción al cuerpo diplomático ofrecida por Ceaușescu aquel mismo día, los observadores pudieron notar el esfuerzo desarrollado por el jefe de protocolo para facilitar conversaciones personales de Ceaușescu (que normalmente en otras recepciones solía hacer gala de una llamativa reserva) con los jefes de misión de los países occidentales. El sábado, Ceaușescu y el embajador soviético se encontraron finalmente en Brașov a petición de este último.

Después cambió la política de información del partido rumano o, como me decía un destacado periodista local, hubo un cambio en la “forma de expresarse”. La información sobre Checoslovaquia en la prensa rumana perdió espacio, y en los discursos oficiales se insistía más en la unidad de los países socialistas y menos en la gravedad de la invasión soviética.

En esos momentos (era el lunes siguiente a la invasión) apareció nada menos que Santiago Carrillo en Bucarest… precisamente mientras su camarada Enrique Líster se encontraba en Praga, al parecer para visitar a su familia, cuando los carros de combate controlaban las calles (supe entonces en qué hotel residía). Carrillo, que había sido un feroz defensor del estalinismo (por ejemplo, cuando Tito rompió sus relaciones con Stalin) hasta pocos meses antes de la intervención militar soviética en Checoslovaquia, fue recibido con grandes honores, supongo que procedente de Moscú, donde había tenido lugar una reunión del Comité ejecutivo del partido comunista español en el exilio.

El propio ministro de Asuntos Exteriores Niculescu-Mizil salió a recibirle al aeropuerto. El correspondiente número del Scînteia —periódico oficial del Partido— que informaba sobre su visita, contenía tanto texto que un diplomático occidental me comentó: «Como usted puede ver, es casi un número monográfico».

Quise saber más y fui a la redacción de Scînteia. Me recibió el jefe de la sección internacional, llamado Campeanu. Le pregunté si de la visita de Carrillo se esperaban resultados relacionados con los problemas existentes entre los partidos de los países socialistas del Este de Europa. Me dijo que no, y yo le pregunté si podía ayudarme a comprender por qué había sido invitado Carrillo precisamente en estas fechas a visitar Bucarest. Campeanu me dijo sencillamente que el Partido Comunista Español había condenado la invasión en Checoslovaquia y que «esa visita fortalecía nuestro punto de vista».

En otras palabras, no resultaba difícil suponer el objeto y los resultados del viaje a lo largo de nuestro diálogo, que estuvo lleno de bizantinismos, porque yo no quería que me echaran, y Campeanu quería salvar su piel, por ejemplo, cuando me dijo algo así como: «Me alegra poder decirle que su labor informativa aquí no encontrará un futuro de sensaciones políticas... o militares, aunque quizás usted esperaba otra cosa». Con esta paradójica, pero clarísima, alusión al hecho de que el peligro grave de una invasión militar pertenecía al pasado, mi compañero rumano no hizo más que proseguir la línea oficial. Pero yo insistí con menos bizantinismo diciéndole que los checos y los eslovacos, que habían visto acercarse progresivamente el peligro de una invasión, habían preparado una cierta resistencia, un mínimo de medios para garantizar la información de la población. Le conté cómo con la ayuda de las emisoras clandestinas fue posible montar el Congreso Extraordinario, que seguramente salvó la vida de los dirigentes checos o, por lo menos, dio otro giro a las negociaciones con Moscú. Quise saber si los rumanos estarían en condiciones de montar un aparato semejante en caso de necesidad. Respuesta: «No tendremos necesidad de montar un aparato semejante». Nueva pregunta: «¿Y en el caso de una invasión real?». Respuesta: «No existe ningún peligro de una invasión».

Mi trabajo en Bucarest debió pisar callos, porque a continuación la dirección de correos y teléfonos informó que las comunicaciones por télex con España estaban interrumpidas por razones técnicas… pero pude pasar mis manuscritos con un intermediario a través de Viena.

Estuve por entonces también en Yugoslavia, un país cuyos corresponsales en Moscú gozaban de un estatuto muy especial y tenían acceso a informaciones reservadas, beneficios que no podían tener allí los corresponsales occidentales. Al leer las crónicas desde Moscú en los medios yugoslavos, me di cuenta de las grandes dimensiones de la irritación, la ira, y la furia de los “defensores de las esencias” en Moscú. Así se desprendía del tono utilizado por el diario del gobierno de la Federación Rusa dentro de la URSS. El corresponsal del diario de Belgrado Politika había escrito que en la prensa soviética persistían «informaciones tendenciosas, incorrectas e insultantes» sobre Yugoslavia y Tito, y sobre su punto de vista con respecto a la crisis checoslovaca.

Sovietskaya Rossia de Moscú acusaba abiertamente a Yugoslavia de apoyar la contrarrevolución. «Es de lamentar —se decía en aquel artículo, que era uno de los más duros que se habían escrito en Moscú contra Yugoslavia— que se perciban voces de Belgrado que juzgan con falta de realismo las negociaciones de Moscú. La prensa yugoslava, incluyendo el órgano de la Liga de los Comunistas (es decir, el periódico Borba) ha desencadenado una campaña para condenar las acciones de los países socialistas hermanos».

El periodista de Belgrado había escrito que el acuerdo firmado durante el secuestro de los dirigentes checoslovacos en Moscú era una “acuerdo desigual”, a lo que Sovietskaya Rossia recordaba a los dirigentes de Belgrado que el desarrollo independiente de Yugoslavia estaba garantizado, a fin de cuentas, por «la fuerza de los países del socialismo, que detiene la agresividad del bloque occidental», y se preguntaba: «¿No se han dado cuenta en Belgrado de que el acuerdo de Moscú sólo tiene una alternativa, que es la aventura de una guerra fratricida?».

La intervención en Checoslovaquia había bloqueado, o por lo menos frenado, dos grandes proyectos soviéticos de entonces: la convocatoria de una conferencia mundial de todos los partidos comunistas, y el intento de perpetuar la división de Alemania con fronteras internacionalmente reconocidas. Era lógico, por lo tanto, que una reunión preparatoria convocada para el primero de octubre en Budapest terminara a los diez minutos de haber comenzado. Y los cantos de sirena de Moscú sobre iniciativas de paz y seguridad en Europa habían cesado para dar paso a todo lo contrario: durante el Congreso del Partido Obrero Unificado de Polonia (noviembre de 1968) Brézhnev formuló claramente lo que a partir de entonces sería conocido como la doctrina de la soberanía limitada de los estados socialistas en los siguientes términos: «Cuando las fuerzas interiores y exteriores al socialismo tratan de orientar la evolución de un país socialista empujándolo hacia la restauración del capitalismo, esto no supone sólo un problema para el pueblo de ese país, sino que también es objeto de preocupación para todos los Estados socialistas».

La szalámitaktika (táctica del salami) es una expresión húngara acuñada por el dictador del comunismo estalinista húngaro Mátyás Rákosi (jefe del partido desde 1949 hasta 1956). Rákosi había definido esta táctica como el método de ir eliminando poco a poco a los partidos no comunistas «cortándoles rebanada tras rebanada como si fueran salchichón», es decir, removiendo poco a poco a los anticomunistas de sus posiciones, después a la izquierda no comunista, y después a los comunistas disidentes, hasta que los partidos de la oposición desaparecieran.

Esta táctica fue empleada muy consecuentemente en Checoslovaquia a partir del infausto agosto de 1968. Puesto que la “salchicha” del aparato del poder era muy grande, fue necesario cortar muchas “rodajas” durante varios años. Allí, en Checoslovaquia, recibió el nombre de “normalización”.

En 1974 continuaban aún las depuraciones (en noviembre fueron prematuramente jubilados diez generales). Pero para entonces estaba ya en marcha el segundo gran proyecto de la Unión Soviética de una conferencia de la paz, que desembocaría en la Conferencia de Seguridad de Helsinki de 1975.

Nunca pude imaginarme entonces que los siguientes decenios iban a ser para mí una intensa época de viajes nada fáciles. Después de la instalación de la residencia de estudiantes y de un centro para bachilleres, la Obra fue desarrollándose en Viena y fuera de Viena. Al principio yo había atendido regularmente a un grupo de estudiantes en la segunda ciudad de Austria y capital de la Estiria, Graz, algunos de los cuales habían entrado a formar parte de la Obra como supernumerarios (las personas del Opus Dei que ordinariamente se casan). Luego fueron otros los que viajaron a Graz hasta que llegó el momento en que fue posible abrir un centro del Opus Dei en la capital de Estiria, en otoño de 1968. Gracias a Dios había requerimientos desde muchos lugares, y personas que deseaban incorporarse, pero apenas dábamos abasto para atenderlas.

Fue entonces cuando un día le dije al delegado de Roma, José María Hernández-Garnica, que le dijera al Padre (como llamábamos familiarmente a nuestro fundador) que yo estaba dispuesto a dejar el periodismo, si era necesario, para dedicarme full time al trabajo de formación de la Obra, que estaba troceando cada vez más. Cuando regresó de su siguiente viaje a Roma, Hernández-Garnica me trajo una contestación clara: «El Padre me ha dicho que, si tú quieres, no hace falta que renuncies a tu trabajo profesional». Entonces empezó una vida multitarea que me llevaría a visitar 36 países con un total de 530 viajes de tres años de duración si se sumaran…

Un corresponsal en el frío

Подняться наверх