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LAS GRIETAS DEL MONOLITO
EN 1962 LLEVABA YA CUATRO AÑOS EN VIENA. Había aprendido alemán con bastante facilidad y me di cuenta de que, si quería transmitir a los medios españoles una imagen de la realidad en los países que habían quedado al otro lado del telón de acero, tendría que viajar a esos países.
Y todo surgió de una forma bastante lógica. Muy pronto tuve la suerte de conocer a un periodista austríaco de primera fila, Otto Schulmeister, redactor jefe del diario Die Presse. Yo le había invitado a dar una charla a los estudiantes que Xavier Sellés y yo habíamos empezado a reunir en nuestro centro. Y ya en 1959, él me invitó a colaborar en una especie de ofensiva ideológica al Festival Mundial de la Juventud (comunista), que se iba a celebrar en Viena.
«Queremos contrarrestar esa campaña de propaganda ante una juventud que a lo mejor puede dejarse seducir por los cantos de sirena del comunismo», me dijo —así, de repente— Schulmeister. Yo creo que no lo dijo por la juventud austríaca, sino porque a semejantes congresos acudían jóvenes de todos los países en desarrollo, que por vez primera eran reunidos en un país neutral. Es decir, y sin querer ofender a nadie, venían sobre todo jóvenes de Asia, África y Latinoamérica, poco familiarizados con la civilización europea, que habían conseguido que les pagaran el vuelo y la estancia en Austria.
Para tratar de minimizar los efectos que podía tener la propaganda ideológica y la desinformación organizada sobre aquellos jóvenes que habían crecido en buena parte bajo regímenes coloniales, los Estados Unidos, el gobierno austríaco, organizaciones eclesiásticas y otras instituciones decidieron publicar durante el Festival un diario de noticias en siete lenguas: yo tenía que ser el segundo redactor de la edición española. Acepté la invitación, entre otras cosas, por curiosidad. Personalmente me consideraba simpatizante de la izquierda, pero no de los comunistas. Trabajé por lo tanto en la edición del diario en castellano, que se llamaba Noticias de Viena. Recuerdo que me sentí de nuevo como si estuviera en la redacción de Los Sitios de Girona, pero esta vez con un compañero alemán, von Prellwitz, ex piloto de la segunda guerra mundial que vivía en Argentina, y trabajando en los austeros pasillos de la redacción de Die Presse, sita en un típico edificio en Jugendstil austríaco, en el Fleischmarkt.
Hacíamos el periódico por nuestra cuenta y en un lenguaje familiar para los lectores. Hasta que von Prellwitz me avisó, yo no sabía que el verbo “coger” no debía utilizarse en Argentina. Publicábamos noticias normales de las agencias internacionales, y reportajes del Festival escritos por nuestros colaboradores, y, naturalmente, también noticias de deportes que podían interesar a los jóvenes. Fastidiábamos a los organizadores de los festejos, porque nuestro periódico suministraba las noticias diarias normales de las agencias mundiales, y además reportajes sobre las manipulaciones de la secretaría del Festival. Durante esos días hubo enfrentamientos, boicoteos y palizas.
Además, jóvenes activistas del partido comunista austríaco iban contra los que hacíamos el periódico. Uno de los barrios en lucha era el de la casa en la que yo vivía, en el distrito cuarto. Durante la ocupación, los rusos habían confiscado bastantes edificios en los alrededores de lo que iba a ser mi primer domicilio en Austria. A dos pasos, en la Brahmsplatz, tenía su sede la agencia soviética de noticias Tass, junto con una serie de instituciones de la URSS, y en otra plaza cercana el “Instituto Internacional por la Paz”. En un momento muy crítico tuve que pedir a un policía que me acompañara a casa.
Los organizadores de la contrapropaganda habían traído al hermano del Dalai Lama, que describía la brutalidad de los comunistas chinos en el Tíbet, y a una disidente húngara cuyo nombre he olvidado. También fue invitada la socialdemócrata Anna Kéthly, que había sido la vice jefe del gobierno húngaro de Imre Nagy después del levantamiento anticomunista de 1956 en Budapest. Aquel gobierno duró solo dos semanas, hasta que los carros de combate soviéticos aplastaron la protesta.
EL TRASFONDO DE LA GUERRA FRÍA
Gracias a aquel congreso pude penetrar en el trasfondo de la guerra fría. Quise saber quién estaba de una parte y quién de la otra en el asunto del Festival.
El propietario del diario Die Presse era Fritz Molden, un burgués austríaco antinazi casado con Joan Dulles, hija del jefe de la CIA, Allen W. Dulles, y sobrina de John Foster Dulles, por entonces secretario de Estado de los Estados Unidos. Otro de los que apoyaron la iniciativa anticomunista era un joven sacerdote austríaco, Leopold Ungar, judío converso antes de la guerra, que tuvo que huir de los nazis y regresó en 1957 de la emigración en Francia, siendo ya sacerdote. Una de sus primeras actividades caritativas en Viena había sido organizar —a través de Cáritas— vacaciones para niños austríacos afectados por la penuria de la postguerra (envió entonces 6000 niños y niñas a España). Aquel trasfondo me bastó para entender a los que querían contrarrestar la propaganda comunista.
Pero lo que quizá me enriqueció más fue ir descubriendo el engranaje de las organizaciones comunistas a ambos lados del telón de acero. Aquel Festival era la continuación de una serie de festivales de la juventud que se celebraron después de la guerra cada dos años en las capitales de los países comunistas. Entonces aprendí mucho.
No puedo continuar mi narración sin describir la génesis del horizonte político en que me encontraba. El germen de aquellos encuentros había sido el séptimo congreso de la II Internacional y el I Congreso de la Juventud Socialista (agosto de 1907, en Stuttgart), en los que participó el propio Lenin. En vísperas de la primera guerra mundial, el movimiento se había escindido. Leyendo la documentación que encontré entonces, empecé a adentrarme en la terminología del partido (familiarizándome con palabras como “oportunistas”, “revisionistas”, “centristas”, etc.) y me di cuenta de que todo tenía su razón de ser, de la misma forma que habían tenido su razón de ser las milicias que se mataban delante de la casa donde nací.
Dicho de forma sencilla, vi que la historia del movimiento comunista mundial (y el de la juventud en especial) se movía alrededor de los fallidos intentos de integración de socialistas democráticos en un mismo bloque con los bolcheviques que habían tomado el poder en Rusia en octubre de 1917, y creado la llamada III Internacional (abreviado: Komintern) en marzo de 1919, de la que dependía la Internacional Comunista de la Juventud.
Especialmente después de la Gran Depresión de 1929, el movimiento comunista de la juventud a nivel mundial siguió el camino de las sectas que pierden el contacto con las masas. La organización comunista juvenil fue aislándose socialmente y perdió el entusiasmo revolucionario de los años 20. La presión del Komintern para que los jóvenes participaran en actividades de espionaje en favor de la URSS completó el resto.
En 1935 el Komintern puso en marcha un nuevo proyecto político: olvidar el internacionalismo y propagar la consigna del Frente Popular en diversos países: el proyecto triunfó en las elecciones de 1936 en España, y terminó con la caída de la República en 1939. En Francia la idea del Frente Popular logró conquistar importantes sectores intelectuales, pero no tuvo éxito, y cayó en 1938.
Todo aquello terminó durante la segunda guerra mundial con la liquidación del Komintern en 1943, decidida por Stalin para no perder el apoyo de los aliados occidentales (Estados Unidos y Gran Bretaña). Después de la guerra, Stalin fomentó la creación de la Federación Mundial de la Juventud Democrática (FMJD), fundada en Londres en 1945 y reconocida por la ONU. Pero, cuando empezó la guerra fría, las organizaciones de los países occidentales se retiraron de la federación en el momento en que la URSS intentó utilizarla como cobertura de propaganda y subversión política.
Gracias al Festival de Viena pude estudiar los métodos de manipulación. Teóricamente una comisión de una quincena de funcionarios de la FMDJ y una secretaría (ambos en manos de comunistas) habían elaborado las listas de los participantes. De hecho, el Festival estaba al servicio de la política soviética. Tenía el objetivo de profundizar contactos internacionales, infiltrar organizaciones no comunistas, y propagar el papel dirigente de la URSS.
Todo estaba muy bien organizado, en tres etapas a lo largo de cinco o diez meses. Se trataba de aumentar la influencia comunista en los países occidentales, coloniales y semi-coloniales, y de impresionar a la juventud y a la población de los países comunistas con una presunta superioridad del comunismo y de la URSS. Al mismo tiempo, era un instrumento de la política exterior soviética (descolonización).
Guardé algunas consignas dadas por los organizadores a los activistas de Checoslovaquia: «Oponerse a cualquier signo de tendencias burguesas (...), a la falsa admiración por el estilo de vida occidental, a la influencia del oscurantismo religioso». En una instrucción del comité organizador (comunista) de Montevideo figuraba lo siguiente: «Durante las reuniones se tomaron varias medidas relacionadas con el próximo festival de la juventud. Se anunció que la propaganda anticlerical y antirreligiosa más o menos directa desempeñaría un papel importante durante el festival. Los expertos rusos enseñarán a los jóvenes comunistas cómo pueden intensificar la campaña antirreligiosa en sus respectivos países». La última fase, pensada para después del festival propiamente dicho, consistía en trabajar los contactos y evaluar las informaciones obtenidas por activistas y por agentes disfrazados de activistas. Aquella evaluación fue utilizada después por los correspondientes servicios de la KGB para seleccionar a los jóvenes a los que se les ofrecería becas de estudio en la URSS o en algunos de los países del bloque soviético. La KGB era el potente “Comité para la Seguridad del Estado”, una de cuyas misiones era la de reclutar agentes en países extranjeros para el propio servicio de inteligencia soviético con fines de subversión.
Una parte de los jóvenes del tercer mundo reclutados en Viena fueron los primeros alumnos de una nueva universidad fundada en 1960 en Moscú: la “Universidad de la Amistad de los Pueblos”, que un año más tarde sería rebautizada con el nombre del líder nacional del Congo asesinado en 1961, Patrice Lumumba. Aquella fundación formaba parte de una campaña cultural y diplomática de la Unión Soviética relacionada con el proceso de descolonización, que dio paso a docenas de nuevos estados. Durante la guerra fría, la URSS se esforzó por explotar los sentimientos antioccidentales de las colonias y excolonias.
Moscú aplicó un cierto pragmatismo en sus contactos con regímenes muy distintos del suyo para conseguir que las élites de los países en fase de descolonización formaran una nueva nomenclatura local más afecta a la URSS. Por ejemplo, a diferencia de las demás universidades soviéticas, en la Universidad Lumumba no se cursaban las asignaturas de marxismo-leninismo ni de la historia del partido comunista soviético, ni Economía Política o Filosofía. En cambio, se acentuaban las materias que tenían más interés para los países de origen de los estudiantes.
El objetivo era que los jóvenes académicos regresaran a sus países con una imagen positiva de la URSS. Para “socializar” a los huéspedes, era admitido un diez por ciento de estudiantes de la Unión Soviética, y eran invitados conferenciantes de prestigio del extranjero como el chileno Pablo Neruda, Paul Robeson (cantante americano), Sarvepalli Radhakrishnan (presidente de la India), Sirimavo Bandaranaike (primer ministro de Sri Lanka) o el presidente cubano, Osvaldo Dorticos.
Con el tiempo me he dado cuenta de que en aquel momento subestimé la importancia que aquello podía tener para el tercer mundo. Una somera búsqueda en internet revela que en la Universidad Lumumba se formaron muchas personas que posteriormente han desempeñado importantes papeles en el mundo actual: uno de los casos más llamativos es el del terrorista Carlos (Ilich Ramírez Sánchez), así como el líder del movimiento de liberación SWAPO de Namibia, Hifikepunye Pohamba. Otro de los exalumnos fue el líder revolucionario sandinista de Nicaragua Henry Ruiz, alias Modesto. En su época de estudiante de la Lumumba, otro de sus alumnos era el cofundador del PLO y del movimiento Fatah, Mahmud Abbas, actual presidente del Estado de Palestina.
MÁS ALLÁ DE LA FRONTERA
Los medios de la capital austríaca seguían con gran interés los acontecimientos al otro lado de la frontera. Era lógico porque, durante la monarquía, Viena había sido meca de la población de los países vecinos y menos vecinos al este. El listín de teléfonos de la capital austríaca era un asombroso registro de nombres checos, eslovacos, polacos, ucranianos, húngaros, rumanos, búlgaros, croatas, serbios, etc.
En uno de los diarios de Viena leí con bastante detalle la narración de la liquidación política de un tal Rudolf Barák, que había sido el fiscal que por orden de Stalin organizó el juicio y la ejecución del secretario general del Partido Comunista Checoslovaco, Rudolf Slansky. Lleno del entusiasmo del que yo era capaz a mis 25 años, pensé que aquello podría ser una tímida señal del deshielo político, idea de la que dejé constancia en una crónica para Europa Press en 1962. El mosaico de movimientos en lo que hasta entonces era un monolito intocable fue lo que me impulsó a escribir una serie de artículos sobre las posibilidades de una liberalización del comunismo. No he buscado la serie, pero estoy seguro de que la escribí, y de que, por lo menos, uno de los capítulos fue publicado en Barcelona.
Años más tarde conocí a una funcionaria catalana de la embajada española, casada en Varsovia con un economista polaco, y nos hicimos muy amigos. Me contaron que, antes de la boda, aquella serie les había causado serios problemas, porque el padre de la novia era suscriptor de La Vanguardia y, cuando apareció el pretendiente polaco en Barcelona para pedir la mano, el padre —enarbolando el periódico— pretendió convencer al futuro marido de que no era conveniente que el nuevo matrimonio se asentara en Polonia.
INESPERADA INVITACIÓN DE BARCELONA
Durante la primera mitad de los años sesenta continué orientándome profesionalmente, y a la vez me esforcé por entender mejor el mundo en el que iba a moverme, con el fin de ser lo que nos había recomendado san Josemaría: como la sal, que nadie ve, pero que condimenta los ambientes en que nos encontramos. Es decir, ayudar a los demás sin que se note, renunciando a la alabanza, nada fácil para un periodista… Un pensamiento de san Josemaría que en su momento me ayudó mucho a enfrentarme a este difícil desafío fue el que leí en 1987, cuando se publicó la primera edición póstuma de su libro Forja: «Te ha de urgir la caridad de Cristo y, al sentirte y saberte otro Cristo desde el momento en que le has dicho que le sigues, no te separarás de tus iguales —tus parientes, tus amigos, tus colegas—, lo mismo que no se separa la sal del alimento que condimenta» (n. 450).
En mi caso tuve que ampliar mis actividades para «mejorar el presupuesto familiar», como comentaría con una cierta socarronería en una ocasión mi inolvidable compañero y amigo Francisco Eguiagaray (falangista desilusionado, sucesivamente corresponsal de PYRESA, EFE, ABC y RTVE).
Una importante fuente de ingresos que tuve fue la de… mecanógrafo. El Organismo Internacional de la Energía Atómica necesitaba mecanógrafos para reproducir los textos internos en español, que es una de las lenguas oficiales de esa agencia de la ONU, y pagaba con “sueldos internacionales”. Cuando aquello terminó, empecé a traducir textos por escrito. Uno de mis más importantes clientes fue la Organización Internacional de Entidades Fiscalizadoras Superiores (INTOSAI), otra agencia internacional con sede en Viena. Haber estudiado Derecho me facilitó el trabajo. Fue más tarde una de las traductoras de INTOSAI quien me introdujo en otra profesión tan exclusiva y exigente como bien pagada: la de los intérpretes simultáneos. Antes, había aprendido a hacer lo que se conoce como traducción o interpretación consecutiva, cuando el orador hacía una pausa en su discurso. Pero el factor que me permitió pasar de la “consecutiva” a la “simultánea” pienso que fue el hecho de haber crecido en un mundo bilingüe, lo que me permitía interpretar simultáneamente con cierta facilidad.
Y yo continuaba vendiendo crónicas, artículos y comentarios a quien quería comprarlos. Uno de los clientes de mis crónicas distribuidas por Europa Press era el Correo Catalán de Barcelona. Pero también las compraba La Vanguardia, que, sin saberlo, publicaba de vez en cuando crónicas de Ismael Herráiz, que yo había escrito por encargo suyo como su ghostwriter, con la ventaja de que los honorarios eran para mí. Cuando él fue destinado como Consejero de Información a Lisboa y dejó Viena, yo tenía claro que aquello se había acabado…
Hasta que, de forma inesperada, recibí en 1964 una carta del director de La Vanguardia Española, Javier Echarri. Por lo visto Herráiz, sin que yo lo supiera, me había recomendado a su amigo el falangista Echarri para que ocupara la plaza vacante.
Y hete aquí que un día recibí una carta del director del periódico, con membrete repujado y muy bellamente mecanografiada, en la que me preguntaba si me interesaba trabajar de corresponsal para ellos: Tengo el gusto de preguntarle si a usted le interesaría ser nuestro corresponsal en Viena. Yo tenía 27 años, y la redacción de información internacional de La Vanguardia era la mejor o una de las mejores de España. Me imagino que lo que me facilitó la entrada en el periódico fue el hecho de que después del fracasado y sangriento levantamiento de 1956 en Budapest, la neutral Viena se había convertido no solo en un observatorio sobre el Este de Europa, sino también en un canal y fuente de noticias.
No es fácil entender todo esto a la distancia de tantos años. La Vanguardia era y es un diario de la burguesía liberal de Catalunya, era el diario que yo estudiaba todos los días cuando iba a la Escuela Oficial de Periodismo. Fue fundado al margen de lo que sería el catalanismo político en el siglo XIX, en un momento en que en España gobernaban “los partidos de turno”. Gaziel, el mejor director que tuvo La Vanguardia en toda su historia, describiría en 1971 desde el exilio de París el ambiente político de 1881, año en el que dos hermanos, comerciantes de yute de Igualada, fundaron La Vanguardia como «diario político y de avisos y noticias, órgano del partido constitucional de la provincia». Cito a Gaziel: «Los partidos de turno procuraban imitar o parodiar la majestuosa rotación de los tories y los whigs, piezas fundamentales del sistema británico durante el esplendor de la época victoriana. Los tories o conservadores españoles tenían como jefe al político más inteligente del país, Cánovas del Castillo, verdadero autor de la restauración monárquica (…), y los whigs o liberales eran liderados por una especie de bondadoso y astuto pastor llamado Práxedes Mateo Sagasta (…). Para mantener su asombroso equilibrio, los dos partidos gubernamentales habían extendido por toda España una acreditada red de representantes exclusivos (…)».
Gaziel describe cómo en Barcelona los conservadores solían durar más porque eran más ricos y bien organizados, y disponían de lo mejor de la prensa local: el Diario de Barcelona, que, para los burgueses y el artesanado, y en general para toda la gente bien situada en Catalunya, era como una edición del Evangelio del día.
Los liberales de Barcelona no sabían cómo oponerse, hasta que dos hermanos mencionados, Carlos y Bartolomé Godó, decidieron fundar un nuevo diario, que fuera el órgano del partido liberal y canal de propaganda… y de acceso a las influencias políticas. Los Godó se habían establecido en Barcelona procedentes de Igualada, y se habían hecho ricos explotando una fábrica de textiles de cáñamo en Poble Sec, que gracias a influencias políticas se convirtió de hecho casi en un monopolio del yute. Seis meses después de la fundación del periódico en Barcelona, los liberales de Práxedes Sagasta ganaron las elecciones con una mayoría del 76,52 %.
El día de las elecciones el editorialista de La Vanguardia estaba exultante: «El día de hoy, 21 de agosto de 1881, será una efeméride notable en los fastos españoles. Hoy la nación, en uso de su libérrima y espontánea voluntad, declarará que entra gozosa en el camino del progreso. Al propio tiempo inferirá mortal herida al ultramontanismo, quedando consolidada la libertad en nuestro país».
El periódico había tenido déficit desde el principio, como todos los diarios de partidos políticos, hasta que dejó de ser un órgano de los liberales. Gaziel narra que los Godó habían superado aquella etapa compensando las pérdidas editoriales con la influencia política del partido liberal y gracias al control que ejercían sobre el feudo del distrito de Igualada.
La historia del periódico es un reflejo de la historia de Catalunya y de España al compás de los cambios políticos, todo ello enmarcado en la trayectoria de cuatro generaciones de la familia que lo fundó. Ya en 1888, un periodista andaluz que debió ganarse el favor de la familia hizo de él un diario de nuevo tipo, bien escrito, vivo e independiente, a saber, que no dependía de nadie más que del propietario. La familia propietaria, que ostenta los títulos de Grandes de España y Condes de Godó, era rica, no apoyaba el catalanismo, era monárquica y abierta al progreso tecnológico. Pero la redacción había seguido siendo más o menos liberal.
Antes de la guerra civil, el diario se llamaba simplemente La Vanguardia. Pero el sábado 28 de enero de 1939, un día después de la entrada de las tropas nacionales en Barcelona, pasó a llamarse La Vanguardia Española. La siguiente “reconversión” del título tardó años en llegar: fue el 16 de agosto de 1978. Yo estaba entonces en Bucarest cubriendo la visita oficial del jefe del partido comunista chino Hua Kuo Feng a Rumanía. Nadie lo comentó y yo mismo, que recibía el diario de papel por correo, no me di cuenta del cambio hasta más tarde.
Cuando fui nombrado corresponsal, el director del diario era un falangista, y el “calzador” que me metió era otro falangista, pero el periódico lo hacía la redacción. Nunca supe cómo fue la operación: en todo caso mi tarjeta de visita profesional mostraba entonces a las claras que mi familia ideológica estaba muy lejos del régimen. Además, las cosas habían cambiado mucho: después de una protesta pública provocada por la desfachatez de un director impuesto entonces por el gobierno, el propietario (de la tercera generación de los Godó) tuvo que pedir en Madrid el cese del interfecto… cuando el diario había perdido en pocos días 20 000 suscriptores. La nueva dirección reanudó la tradición liberal, se abrió a las corrientes catalanistas moderadas, y demostró gran sensibilidad ante todo tipo de tendencias políticas.
Allí yo me sentía como en casa.
APRENDIENDO A SER COMUNICADOR
Aquello me obligó a cambiar algo mi forma de vida. Alquilé un despachito en un viejo palacio reconvertido en una especie de centro de prensa, en el que los corresponsales podíamos tomar oficinas en subarriendo. Hasta entonces era un freelance bastante capaz de organizar mi propia vida familiar sin estar condicionado por cierres de redacción.
En mi caso, puesto que no estaba casado, mi vida familiar consistía en hacer la vida más agradable a quienes vivían conmigo y con mis mismos ideales. Otro aspecto era fomentar todo tipo de iniciativas formativas para jóvenes y mayores interesados por cuestiones de la fe, y en conocer y dar a conocer el espíritu de san Josemaría entre mis compañeros. Una de las experiencias más interesantes que hice entonces fue observar la simpatía con que se recibía el mensaje de la santidad en la vida cotidiana en todos los ambientes.
Para ilustrar lo de todos los ambientes, quiero aportar un botón de muestra.
Al escribir estos recuerdos he intentado repasar mi libro de direcciones: allí he encontrado por ejemplo los nombres de tres prominentes comunistas austríacos con los que tuve algún tipo de contacto relacionado con la Obra.
Uno de ellos es Hans Maršálek (miembro de la resistencia en Bohemia, superviviente del campo de concentración de Mauthausen en Austria, y presidente del Comité Austríaco Mauthausen). Xavier Sellés, siendo funcionario de la Embajada española, había hecho todo lo posible en la época de Franco por reconstruir la memoria de los casi 6000 exiliados españoles que habían sido asesinados por los nazis en aquel campo de concentración. Fue entonces cuando debió conocer a Maršálek. Después de que Sellés sufriera una embolia cerebral, recibí la llamada de un amigo común diciéndome que Maršálek, que estaba ya ciego, quería visitarle. Nunca olvidaré aquella visita en la habitación del sanatorio: el veterano comunista, que no podía ya ver, rindiendo un emocionado homenaje de amistad y respeto a un amigo, cristiano del Opus Dei, que solo podía hablarle con los ojos.
Otro de ellos fue Heinrich Dürmayer (combatiente de las brigadas internacionales en España, internado en el campo de concentración de Mauthausen, y abogado del Partido Comunista Austríaco) con el que tuve bastante contacto cuando yo editaba la revista Analyse.
Y, finalmente, Gerhard Hoffmann, un comunista austríaco que había estado en la resistencia checa, en las brigadas internacionales, y en la resistencia francesa. Nuestra amistad empezó en un debate público en el Instituto Cervantes de Viena, pero continuó y se fortaleció durante años hasta su muerte. Yo le llevaba Camino, el libro de espiritualidad cristiana escrito por Josemaría Escrivá, y él me entregaba a cambio algún polémico artículo suyo de historia contemporánea. Nos pasábamos horas hablando de todo. Junto a su esposa visitó conmigo la casa de retiros de la Obra en Hohewand y era divertido oírle a él cómo explicaba a su mujer (no creyente) lo que era el sagrario, esa “cajita” que había encima del altar, en el oratorio.
Un grupo de recién ingresados en la universidad que solían acudir al centro de la Obra para recibir formación quiso les impartiera algunas charlas sobre Periodismo a algunos de sus amigos. No sé cómo me las arreglé: hice un programa siguiendo los consejos de un profesor de Filosofía sevillano (Jesús Arellano) que había pasado un verano en Austria. Él no sabía mucho de periodismo, pero era filósofo y tenía un gran sentido común.
La verdad es que el que más se benefició fui yo mismo, porque aprendí de aquellos muchachos, por ejemplo, una cultura del debate y del diálogo que no había conocido en España. En aquella época fundamos un informal Arbeitskreis für Publizistik (grupo de trabajo para publicistas). Teníamos sesiones en las que estudiábamos un libro muy completo sobre la Zeitungslehre (doctrina del periodismo) de un profesor bávaro, y luego, por turno, uno de los asistentes resumía un capítulo de “Derecho Natural”, del profesor austriaco Johannes Messner. Yo solía analizar con ellos noticias de la prensa cotidiana o de las agencias, que traía de mi despacho. Les hacía ver, por ejemplo, la diferencia entre el valor de una fuente original y una “noticia refrito”, es decir, una noticia copiada de otro lugar y aderezada para que parezca original. Recuerdo que una de nuestras reuniones tuvo lugar el mismo día en que fue asesinado el presidente americano John F. Kennedy (un viernes, el 22 de noviembre de 1963). Más tarde aquel Arbeitskreis sería la base de una revista mensual que fundaríamos en 1965. Que yo recuerde, uno de los participantes llegó a ser un conocido corresponsal de la Televisión austríaca, y otro terminó sus estudios de Derecho y se hizo jesuita.
TRANSPARENCIA EN EL MOMENTO DE COMUNICAR
También me ocupaba de atender las peticiones de información sobre el Opus Dei que venían de los medios. Esto me permitió conocer a muchos periodistas y apreciar la importancia de la transparencia informativa. Una editorial que había sido fundada por algunos fieles de la Obra que habían llegado a Alemania cinco años antes que nosotros a Austria, fue publicando las obras de san Josemaría en lengua alemana, que naturalmente eran leídas también en Austria. Me alegraba mucho siempre que conseguía una buena recensión en un medio austríaco.
Aprendí, por ejemplo, que las simples apologías solo solían convencer a los que ya estaban de acuerdo con el apologeta, o que la acumulación de adjetivos positivos no mejora para nada la calidad del producto. También aprendí a escuchar para entender mejor la motivación y el trasfondo del que preguntaba.
En varios momentos de mi vida me encargué también de los asuntos de comunicación del Opus Dei en Austria. Este trabajo no era precisamente mi oficio, porque lo que yo había aprendido era buscar y recoger información, pero no darla.
Con el tiempo fui aprendiendo. El principio fue algo duro, porque no era un trabajo de periodista, sino que se trataba más bien de responder a peticiones de información de los medios, contestar a preguntas, facilitar la comunicación con obras de apostolado colectivo del Opus Dei o con personas determinadas, explicar aquella Obra fundada 23 años antes en la lejana España… y con frecuencia responder a preguntas impertinentes.
Uno de los problemas que tenía que desbrozar era la maleza informativa que surgía a consecuencia de la tendencia que tenían inicialmente algunos de mis compañeros a identificar el Opus Dei con una institución semejante a las fundaciones de grandes santos españoles como Ignacio de Loyola, Domingo de Guzmán, Teresa de Jesús… Más trabajoso era explicar además que el asombroso crecimiento del Opus Dei en la España de la década de los cuarenta y cincuenta no tenía nada que ver con la dictadura de Franco.
Otra de las dificultades era presentar un diseño informativo del Opus Dei que respondiera tanto a su auténtica naturaleza pastoral como al marco jurídico eclesiástico que tenía entonces (instituto secular). Si en castellano ya era difícil de explicar lo que significaban las palabras “instituto secular”, en alemán el término Säkularinstitut no decía nada o casi nada al público en general. Hasta que, en una ocasión, hablando en Roma con periodistas de la Obra de varios países, san Josemaría nos dio este consejo: «No os metáis en precisiones jurídicas, que de poco servirá, y describid en cambio con garbo la realidad que veis en todo el mundo: el fenómeno pastoral de la Obra que se traduce en apostolado personal y la santificación del trabajo ordinario de sus miembros».
Quiso que empezara a publicarse una detallada documentación sobre el largo camino jurídico que tuvo que recorrer el Opus Dei en el seno de la Iglesia. Ahora hay muchísimos estudios, pero entonces todo eso no existía: algunas veces, después de haber pasado mucho tiempo describiendo la Obra a periodistas, el rostro de mi interlocutor se iluminaba y me decía: «Ahora lo entiendo: sois como monjes, ¡pero con corbata!». Y yo tenía que empezar de nuevo: «No, no, tan monjes como tú». Al mismo tiempo era necesario hablar del afecto que san Josemaría tenía a los religiosos. San Josemaría explicaba que el Opus Dei no era un eslabón más de una evolución del estado religioso, que empezaba con los padres del desierto y recorría toda la gama de órdenes y congregaciones religiosas a lo largo del tiempo hasta el siglo XX. «No, no es eso», y continuaba explicando que habíamos salvado un paréntesis de siglos, inexplicable y muy largo, que empezaba con las primeras comunidades cristianas de la iglesia primitiva. También decía que en el momento de la fundación «no había nada» y esperaba que el derecho de la Iglesia se reformara de tal forma que cupieran los miembros del Opus Dei sin dejar de ser fieles normales como todos los demás.
Pero a san Josemaría le pasó lo que a Moisés: murió antes de entrar en la tierra prometida. Sería su fiel sucesor, el beato Álvaro del Portillo quien lo conseguiría después de que el Concilio Vaticano II abriera la posibilidad que luego se promulgó un nuevo código de derecho canónico, en el que figuraba la institución de las prelaturas personales.
EL ASUNTO URS VON BALTHASAR
Uno de mis primeros asuntos “serios” en la oficina de comunicación del Opus Dei fue un largo artículo del teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, dedicado al tema del “integralismo religioso”, en que dicho sacerdote había dedicado párrafos muy negativos a la Obra y a su fundador. El artículo fue publicado en diciembre de 1963 en una prestigiosa revista mensual de Viena llamada Wort und Wahrheit. Luego me enteré de que el artículo había aparecido poco antes en una revista de poca relevancia en Suiza. El director de la revista vienesa, Otto Schulmeister, vino a decirme que «tuvimos que publicarlo» para compensar el descontento que había provocado entre los jesuitas —así me lo dijo entonces él— un crítico artículo del ex jesuita Balthasar en la misma revista sobre Teilhard de Chardin, otro jesuita que intentaba sintetizar la teoría de la evolución con la historia de la salvación, y estaba bastante mal visto en la Congregación del Santo Oficio.
Von Balthasar venía a decir que el Opus Dei quería restaurar una unión del poder civil y religioso (“trono y altar”). La peripecia y las repercusiones del asunto eran teológicamente muy importantes, pero finalmente todo terminó bien… aunque algo más tarde: la revista publicó enseguida una declaración oficial de Álvaro del Portillo y un sólido artículo de un conocido periodista bávaro especializado en integralismo, rebatiendo a von Balthasar. Cinco años más tarde el mismo Urs von Balthasar calificaría las críticas al Opus Dei —en una carta dirigida al Neue Zürcher Zeitung— en general de «falsas y escritas en el estilo del Kulturkampf». Finalmente, en un largo artículo póstumo del autor sobre “Integralismo, hoy”, Urs von Balthasar no mencionaba ni directa ni indirectamente el Opus Dei.
Hoy día esto es historia, pero entonces tuve que trabajar bastante. El director de la revista era un muy conocido periodista austríaco con el que yo había trabado una desigual amistad (yo tenía un par de años más que uno de sus hijos). Pero hubo que explicar todo al cardenal de Viena, calmar a los amigos, etc. Sonrío cuando pienso que muchas de las personas con las que tratábamos pensaban que éramos una organización muy extendida en Austria, siendo así que el número de los miembros de la Obra sería entonces de dos o tres docenas… y que la “oficina de comunicación” la llevaba un periodista de 26 años que al escribir en alemán tenía que luchar con los dativos y acusativos...
No es este libro el lugar más adecuado para repetir las cosas que llegó a escribir Urs von Balthasar sobre san Josemaría y sobre la Obra. Fue entonces cuando aprendí del fundador cómo había que reaccionar ante tales contradicciones. Lo primero que nos dijo fue que «la única pena es que haya personas así, que se obstinan sobe todo en hacerse daño a sí mismas». Nos recomendó que «siguiéramos trabajando, como hasta ahora, con mucha ilusión y cariño, con mucha comprensión para todos», y nos pidió que dijéramos al causante que él «le disculpa, le perdona y reza por él». También aprendí de él a exigir una rectificación con la delicadeza que requiere el amor al prójimo. Álvaro del Portillo escribió —como antes me refería— una aclaración de treinta líneas corrigiendo con exquisita cortesía las incongruencias del autor suizo, que fueron publicadas en el número siguiente. El manuscrito de quince o veinte páginas que otros y yo habíamos preparado durante largas veladas de trabajo quedó en la nevera.
Von Balthasar se había preguntado entonces cuál era el mensaje teológico del Opus Dei, porque «el manualito para boy-scouts de rango superior» como Camino no podía bastar «para alimentar espiritualmente a una elite tan numerosa». Un año más tarde me encontré de nuevo con san Josemaría en Roma. En una charla con numerosos profesionales de la información de la Obra y hablando de los medios en general dio una clave para la respuesta: «El mensaje teológico vendrá después. Ahora hay un fenómeno pastoral».
Y efectivamente vino… y además de la pluma de un coautor vienés. Se trata del libro Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, un tratado de teología de tres volúmenes, que ha escrito en 2010 el mismo Ernst Burkhart que vino a la Obra en 1963, junto con el teólogo madrileño Javier López Díaz. Es respuesta detallada a la antigua pregunta de Hans Urs von Balthasar, que había fallecido en 1988 y no pudo ya leerlo.
Hoy, en el momento que escribo estas líneas es más fácil de entender el trasfondo del asunto Balthasar.
En la extensísima biografía de Peter Seewald sobre Ratzinger (¡1149 páginas!) se describe muy detalladamente cómo un grupo de obispos, sobre todo alemanes, consiguieron que en la primera sesión del Concilio (clausurada el 8 de diciembre de 1962) se rechazara un ya existente proyecto de documento sobre las Fuentes de la Revelación, para sustituirlo con otro proyecto de documento sobre el mismo tema preparado fundamentalmente por Ratzinger.
Ratzinger es quien dice ahora en el libro de Seewald que aquello fue el «punto de inflexión» del Concilio Vaticano y que en la rebelión «contra la continuación unilateral de la espiritualidad antimodernista» los padres conciliares «optaron por un nuevo camino de pensamiento y de palabra» (JRGS, Obras Completas de Josef Ratzinger en alemán, tomo 7/1).
En el mismo libro se cita una carta del teólogo Karl Rahner a su hermano en la que le cuenta como él y Ratzinger «en un panfleto de integralistas franceses» estaban siendo duramente insultados y acusados de «herejía, de negar la existencia del infierno y de ser peores que Teilhard y los modernistas».
Pienso que estas citas de Seewald sobre los integralistas y Teilhard de Chardin indican que los dos artículos de Wort und Wahrheit eran un reflejo del trasfondo real de los debates conciliares, y que los integralistas que supuestamente atacaban a Ratzinger y a Rahner no tenían nada que ver con el Opus Dei. Lo que pasó es que Balthasar no lo sabía.
Después de la aventura de Wort und Wahrheit empecé a comentar con más precisión algunas de las críticas de carácter superficial que alguien me planteaba. Quiero mencionar aquí los términos usados por Escrivá en Camino, como la “santa intransigencia”, la “santa coacción” y la “santa desvergüenza”. Antes, yo me limitaba a decir que se trataba de una metáfora o de una alegoría. Hasta que un famoso actor de teatro alemán, con el que hablé sobre la posibilidad de suavizar la traducción alemana de estos términos, me abrió los ojos diciendo: «¿Por qué te preocupas? No toques nada: empobrecerías el riquísimo lenguaje del autor. Lo que está escrito son tres magníficos oxímoron, es decir, palabras juntas de significado opuesto que se utilizan para designar una idea nueva, muy típico de autores clásicos». Algo así sucede cuando se habla de un “elocuente silencio”. Más tarde mi amigo dramaturgo me trajo una larga lista de oxímoron utilizados por Ovidio, Lukas von Hildebrand, san Jerónimo, san Juan de Ávila, Goethe, Ignacio de Loyola, Paul Celan, san Juan de la Cruz…
CÓMO SE PROTESTA EN MOSCÚ
Otro caso de emergencia lo tuve en Moscú. Por lo general por la mañana yo solía dar junto con mi intérprete un vistazo a la prensa diaria. Un día descubrí en el semanario que editaba el Ministerio de Asuntos Exteriores, Novoye Vremia, un artículo difamatorio sobre el Opus Dei. Poco antes yo había participado en una excursión al norte de Rusia organizada por el Consejo gubernamental para Asuntos Religiosos. Visitamos el monasterio ortodoxo Snetogorski y la catedral de la Natividad en la ciudad de Pskov, donde empezó la cristianización del norte de Rusia en el siglo X. Pienso que la intención de los organizadores era mostrarnos un ejemplo de libertad religiosa en la URSS. Uno de los acompañantes oficiales era un joven funcionario llamado Anatoly T. Bondar, con quien mantuve más tarde una relación cordial.
Cuando vi el artículo de Novoye Vremia pensé que no tenía mucho sentido protestar en la redacción. El semanario se editaba en varias lenguas. Al autor no le conocía nadie. Yo quería sin embargo que quedara documentado que el responsable en la redacción había metido la pata empeñándose en una lucha supuestamente ideológica contra un fantasma inventado por ellos. De repente me acordé de Anatoly y pensé: a fin de cuentas, el Consejo para Asuntos Religiosos debería ser el lugar competente para depositar una protesta. Llamé a Anatoly, que se alegró de que yo quisiera verle y me dio una cita para el mismo día. Me recibió con la habitual hospitalidad (un vaso de vodka) de quien tiene el encargo de ser amable. En realidad, lo que yo quería era no tan sólo que él transmitiera mi protesta, sino que quedara grabada en los aparatos de escucha que con seguridad existían en semejantes oficinas. La conversación debió de ser más o menos así:
—¿Como estás, Ricardo?
—Fatal, estoy hecho polvo.
—¿Qué te ha pasado?
—Tengo miedo de salir a la calle en Moscú.
—Pero ¿por qué?
—Porque, si la gente que va conmigo en el metro descubre que yo soy uno de los peligrosos conspiradores agentes fascistas del Opus Dei que describe Novoye Vremia, a lo mejor me linchan… Tú sabes muy bien que yo soy del Opus Dei.
—Pero ¿qué escribe Novoye Vremia?
Yo llevaba el semanario en la mano y se lo mostré. Hicimos una pausa para que él mismo lo leyera.
Después de la lectura, me di cuenta de que estaba algo desconcertado y me dijo «Dime: ¿qué es lo que no te gusta del artículo?».
Con calma le fui enumerando una por una las burdas falsedades que contenía, hablando con la claridad suficiente para que quedara bien registrado. En un momento dije algo así como: «Lo que más me ha irritado es la falta de profesionalidad de mis colegas en la redacción de Novoye Vremia, no se han tomado ni la molestia de buscar fuentes propias. Todo son malos refritos de cosas falsas y además mal ensambladas. Si uno quiere calumniar, tendría que hacerlo más profesionalmente».
La entrevista con Anatoly terminó con la cordialidad de siempre.
Pero yo no estaba del todo satisfecho: llamé a la redacción del semanario preguntado por el señor L. Velikovic. No le conocían…, me dijeron. Insistí explicando que en la página 29 del número 13 de marzo de 1982 figuraba un artículo de ese señor. Tuve que hacer varias llamadas hasta que me dijeron que se trataba de un colaborador que no trabajaba en la redacción y que no tenía teléfono. Insistí, hasta que me dieron su dirección postal. Y allí fui. No fue fácil, porque las calles tenían montones de nieve y yo iba con un Lada (un todoterreno licencia Fiat) cuya batería se descargaba cuando la temperatura bajaba de -2º: Velikovic vivía en uno de los silos prefabricados muy lejos del centro y le encontré en casa. Era una persona de 72 años y quedó muy sorprendido cuando me vio. Tardó bastante en comprender quién era y qué quería. Finalmente, el veterano periodista me dijo que había recibido el encargo de escribir un artículo sobre el tema con una documentación ya escrita que alguien le había proporcionado. Pero él no sabía quién había hecho aquella documentación. Le pregunté qué más sabía del Opus Dei: «Sólo lo que he escrito». A la pregunta de si había leído alguna obra de Escrivá me dijo: «No, nunca». Pienso que quedó muy aliviado cuando salí del modesto apartamento.
Otro asunto del que me ocupé en 1984 tenía que ver con una increíble emisión de una de las televisiones estatales alemanas en las que se afirmaba que el Opus Dei se dedicaba al comercio de armas, y se sugería que se hacía para financiar sus actividades.
Ruthard von Frankenberg, el jefe de la Oficina de Información del Opus Dei en Alemania, no podía creer lo que veía y oía en el programa Monitor del WDR (West Deutsche Rundfunk) el 13 de noviembre este 1984. Un supuesto príncipe francés llamado Borbón declaraba ante las cámaras con convicción que él «había servido al Opus Dei», que «ayudó al Opus Dei a cumplir ciertas tareas» comerciando con armas, y cosas por el estilo. El moderador Klaus Bednarz y el editor Volker Happe, que presentaron al Príncipe como «uno de los mayores traficantes de armas de Europa», le calificaron cinco veces de miembro del Opus Dei.
Al papa Francisco le gusta crear neologismos, como por ejemplo primerear: una palabra-metáfora que significa enfocar algo de la periferia para situarlo en el centro. En otra ocasión utilizó el termino snakenews, es decir una mentira como la de la serpiente del Génesis, para caracterizar enfáticamente lo que hoy se llama fakenews.
Pues aquello fue un snakenews germánico. Después de la emisión, el diario Die Welt me pidió que les escribiera un artículo sobre el asuntillo de las armas. Me pasé una semana entera en Colonia para demostrar que el Opus Dei no estaba llevando a cabo negocios de armas con fines siniestros.
Las afirmaciones hechas en el pasado por el cardenal Höffner de Colonia, según las cuales en el Opus Dei no se puede encontrar ningún punto de vista contrario a la fe cristiana, no se podían aplicar a «a las actividades prácticas del Opus Dei», afirmaba Bednarz, porque «después de meses de investigación por parte de Monitor parece claro que los miembros del Opus Dei están incluso involucrados en negocios de armas». Según los redactores, su periodismo de investigación ya había tenido consecuencias trágicas: uno de los traficantes de armas murió dos días antes de la entrevista acordada de manera inexplicable.
Estas cosas no son nada fáciles, porque demostrar que uno es algo es fácil, pero demostrar que uno no es algo es más difícil.
No quiero juzgar la intención de los periodistas que hicieron aquel programa, diseñado para probar que el Opus Dei participaba en el comercio de armas. Parecía como si quisieran demostrar que la misma institución que tanto promovía Juan Pablo II estaba haciendo negocios particularmente sucios.
No era el Príncipe de Borbón, “el traficante de armas de Dios”, quien, en el programa, afirmaba ser miembro del Opus Dei, sino la redacción: de esto me di cuenta cuando en el vídeo escuché el tono original francés sobre el que se había superpuesto una traducción falsa. Tardé algo, pero finalmente pude encontrar la pista del testigo principal del WDR, un tal Michel da Moreira, alias Principe Miguel de Bourbon Conde de Ipanema Moreira, condenado en Francia por delitos comunes.
Más tarde intenté estudiar la supuesta licencia española para el comercio de armas del “Príncipe”, presentada por los productores del programa. Aquello era en realidad el documento autenticado de un “Cronista de Armas”, es decir, de un heráldico licenciado, un especialista en genealogía y heráldica, no de un comerciante de armamento.
Y así todo el resto.
Die Welt publicó el 14 de diciembre de 1984 un extenso análisis de todas las falsedades y me consta que finalmente el Opus Dei presentó una denuncia y un tribunal alemán o bávaro dio la razón al demandante.
En enero de 1992, poco antes de la beatificación de Josemaría Escrivá (el 17 de mayo del mismo año), la revista norteamericana Newsweek publicó unas declaraciones de Vladimir Felzman bajo el título A Questionable Saint. En ellas, este explicaba que le había quedado muy marcado en su mente un comentario escuchado a Escrivá, de que Hitler había sido acusado injustamente de matar a seis millones de judíos, cuando en realidad había matado a cuatro. (Literalmente, Felzmann afirmaba: ‘He told me that Hitler had been unjustly accused of killing 6 million Jews,’ Feltzman says. ‘In fact, he had killed only 4 million’. That stuck in my mind).
Felzmann fue miembro del Opus Dei y conoció a Escrivá en 1965. Fue ordenado sacerdote en 1969. Dejó de pertenecer al Opus Dei en 1982: en ese momento, Vladimir Felzmann no tenía nada contra el fundador de la Obra, a quien admiraba, aunque mostraba distancia con su sucesor, pues consideraba que había fosilizado el espíritu original. Solo algún tiempo después afirmaría que Josemaría Escrivá minimizaba el holocausto.
Aunque aquello no tuvo un gran eco en los medios de comunicación, algunas veces tuve que ocuparme de lo qué pensaba san Josemaría sobre Hitler y el nazismo. Los testimonios de personas que habían convivido san Josemaría en los años setenta revelan el juicio negativo de san Josemaría sobre Hitler y el holocausto. Uno de ellos recuerda haberle oído decir a Escrivá, con un vocabulario muy crudo que consideraba que el pueblo alemán tenía la gran desgracia de haber sido gobernado durante unos años por “el mayor bastardo que la tierra haya conocido”. (pie de página: el link a Temes d‘Avui: https://www.temesdavui.org/node/6985?lang=es&
EN UNA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES
Otro de los “asuntos familiares” que me (y nos) ocuparon en aquella época era conseguir en Austria una residencia de estudiantes o un centro académico de mayores dimensiones que el piso alquilado en la Favoritenstrasse, es decir, algo semejante a los colegios mayores que yo había conocido en Barcelona (Monterols), en Santiago (La Estila), y en Madrid (Moncloa). Aquello facilitaría la labor de formación tanto de las primeras vocaciones como de los jóvenes que se sentían atraídos por la actividad de una institución entonces poco conocida.
Pero, como siempre, se nos adelantaron las mujeres con el Studentinnenheim Währing, que he mencionado en el capítulo anterior.
Aquí debo dejar constancia de que tanto aquello como nuestro proyecto de residencia/colegio mayor, sin el empeño de don José María Hernández Garnica, no hubieran salido tan pronto.
Hernández Garnica era uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, muy estrechamente ligado a Escrivá. Conviví con él en total durante algo menos de un año, entre 1960 y 1964: como delegado formaba parte simultáneamente del Consejo General del Opus Dei y de nuestra Comisión Regional en Austria.
Tardamos bastante tiempo en comprender la urgencia que tenía san Josemaría para que ampliáramos la labor en Austria. De forma más o menos consciente, esperábamos a que nos llegara un regalo del cielo que nos permitiera abrir una residencia de estudiantes: recuerdo que habíamos puesto muchas esperanzas en la ayuda de un determinado sacerdote, bien conocido en la archidiócesis de Viena, que había mencionado varias veces la posibilidad de obtener un terreno en buenas condiciones.
Aquello no salía, pero llevábamos el resto de las gestiones con cierta lentitud. Con paciencia y constancia ejemplares, Hernández Garnica venía una y otra vez a Viena con el recado de nuestro Padre de que abriéramos cuanto antes una residencia de estudiantes. Revisando el epistolario, en enero, abril, junio, agosto, octubre y diciembre de 1962, estuvo en Viena con la misma intención. Hay que darse cuenta de la situación de entonces para valorar la fe de don José María: tenía que animar al reducidísimo equipo de numerarios y supernumerarios (todos los austríacos eran todavía estudiantes) para que tuvieran la suficiente confianza en el Señor y pusieran los medios humanos con el fin de poder abrir una nueva residencia, a pesar de la evidente falta de medios materiales.
El primer domingo de junio de 1964 Hernández Garnica apareció en Viena con un encargo muy concreto del fundador: «El Padre quiere que la sección de varones en Viena tenga una residencia que pueda empezar a funcionar en octubre». Venía de Colonia, Londres y Dublín, y tenía el propósito de quedarse solamente una semana. Lo que entonces no sabíamos es que su madre estaba gravemente enferma.
A pesar de ello, en aquella ocasión estuvo en total casi cien días seguidos en Austria. Lo primero que hicimos con él fue pasar revista a las ofertas de terrenos que habíamos estudiado. Con su ayuda y más visión sobrenatural que antes, con prudencia y audacia, conseguimos escoger un edificio adecuado y poner las cosas en marcha: la búsqueda de la financiación, la forma de llevar a cabo las adaptaciones necesarias, la convocatoria para llenar las plazas de estudiantes, y los trabajos materiales. Nos repartimos los encargos de forma adecuada a las capacidades de cada uno. Cuando regresé de un curso de formación en Graz, me fue confiada la tarea de dirigir las obras de adaptación. Durante muchas semanas hacíamos todos los días él y yo la oración de la mañana, y le ayudaba después a celebrar la Santa Misa en casa, para salir ambos disparados en tranvía hacia Birkbrunn —así llamamos a la nueva residencia— con el fin de organizar, planear, distribuir, y coordinar los trabajos de adaptación. A pesar de que él tenía entonces 50 años y una salud precaria, no dudó ni un momento en acometer personalmente todo tipo de tareas, aun las más duras y pesadas.
El contrato de compra se firmó a mediados de agosto, de forma que nos quedaban seis semanas escasas hasta que se abriera la residencia. Con la garantía de un fondo en el que había depositado su patrimonio uno de los que habían venido a Viena, fue posible asumir el crédito necesario para la compra. Nunca se me olvidará la imagen de don José María con pantalones de deporte, bajo un calor infernal, descargando materiales de construcción de un camión: sacos de cemento, ladrillos, maderas, paneles prensados.
Lo hacía con tanta naturalidad, que de momento no me admiré, hasta que poco a poco me fui dando cuenta del esfuerzo que estaba haciendo sin quejarse nunca. Al contrario, procuraba dar la impresión de que estábamos haciendo la cosa más divertida del mundo. Es muy posible que la gente que nos conocía, viendo aquel espectáculo, pensara que estábamos locos: reformar una casa como aquella en el plazo de un mes y medio sin disponer de una empresa adecuada era una aventura. Para colmo de males, descubrimos que en los sótanos había una plaga de hongos: un especialista un poco raro al que llamamos nos aconsejó que rascáramos todas las fugas de los ladrillos y las impregnáramos de una determinada sustancia química. Y el ingeniero, teólogo y doctor don José María se pasaba las horas rascando cemento.
Algunos días él no acudía a Birkbrunn, pero esto solo sucedía cuando se dedicaba a comprar muebles viejos, a restaurar otros, o a preparar objetos de decoración en casa. Recuerdo que un día empezó a buscar entre los escombros de Birkbrunn hasta que encontró dos maderos que yo había tirado. Se los llevó a Favoritenstrasse y allí los limpió, serró, ensambló, pulió, pintó y doró, hasta convertirlos en una magnifica cruz. Aquella cruz, con una imagen de Jesús crucificado, ha presidido durante muchos años el altar del oratorio de estilo modernista de Birkbrunn.
La madrugada del jueves al viernes (era un 2 de octubre, aniversario de la fundación de la Obra) me pilló barriendo la acera de las dos calles que delimitan el edificio: la casa estaba dispuesta. Mientras hacíamos las adaptaciones necesarias, Klaus Küng, que aquel semestre iba a terminar la carrera de Medicina, había anunciado por todas partes la apertura de la nueva residencia, y había recibido y examinado las solicitudes de los candidatos: todas las plazas estaban ocupadas. Él fue el primer director de la residencia, que hoy día, después de una ampliación, continúa siendo un punto de referencia de la vida universitaria en Viena.
Durante las obras, algunos días tenía que dejar antes el trabajo y quitarme el yeso de encima para asistir a alguna conferencia de prensa…
En cuanto a La Vanguardia, no recuerdo cuándo entré por vez primera en aquella redacción de la Calle Pelayo. Primero los departamentos o “jaulas” (gàbies, separadas por muros de cristal transparente). Más tarde aquello se convirtió en una sala común con las diversas redacciones agrupadas en mesas vecinas. Muy pronto congenié con los sucesivos jefes de redacción de internacional, empezando por la generación de los Nadal (Santiago y Carlos). Entonces hice algo que muchos recuerdan: de entrada, explicaba a mis compañeros no solo que yo era de Girona, sino también cuál era mi familia espiritual. Aquello cayó muy bien, especialmente a Myriam Josa, una redactora de la sección de internacional con ideas muy distintas de las mías. Nos hicimos muy amigos y varias veces hemos trabajado juntos.
Al terminar aquella primera mitad de la década de los sesenta, empezó para mí una nueva época que me colocaría en el punto de inflexión del mundo bipolar de la guerra fría.