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HUELLAS DE ESCRIVÁ EN VIENA
DESCRIBIR EL TRAYECTO DE MI VIDA en Viena y desde Viena, solo puedo hacerlo con algo que se parece a una dramaturgia de peripecia triple.
Por una parte, ese trayecto ha sido el marco de mi maduración humana y profesional en condiciones verdaderamente excepcionales: siendo todavía un chaval aprendí a ser corresponsal del periódico que durante decenios había tenido la mejor sección internacional de España, aprendí a insertarme en una cultura muy distinta de la de mi origen, y experimenté la metamorfosis de la comunicación escrita a nivel mundial.
La segunda peripecia fue haber sido testigo de excepción de una transformación social y política europea que empezó con la guerra fría y terminó con la caída del telón de acero y de los regímenes comunistas en Europa.
La tercera parte de la dramaturgia ha sido la más hermosa y quizás la menos ruidosa de mi vida: haber podido contribuir a extender el mensaje de Cristo, a través de participar de alguna forma en el desarrollo de la labor apostólica del Opus Dei en la Europa Central y del Este.
Tengo plena conciencia de que mis recuerdos personales podrán parecer en algunos momentos un entresijo en el que se mezclan relatos sobre el ejercicio de una profesión absorbente, narraciones sobre el lento desmoronamiento del comunismo y alusiones a mi familia espiritual: el Opus Dei, que ha sido el trasfondo espiritual de toda mi vida. Para los que me han conocido personalmente es evidente que no se trataba de “materias mixtas”, sino de diversos niveles de una misma realidad que de alguna forma eran siempre un desafío para mi vida de cristiano, un reto al que hay que sumar mis naturales debilidades personales.
Yo no hubiera venido a Viena, si san Josemaría no me lo hubiera propuesto. Aquí continué mi vida profesional.
LA PREHISTORIA DE UNA AVENTURA
Viena había sido hasta 1918 la capital de Austria-Hungría y centro político y cultural de un gran imperio multinacional y multiétnico. Viena atrajo siempre a Escrivá. Yo me atrevo a decir que esta metrópoli tenía para él, respecto a la Europa Central y del Este, un significado en cierto modo semejante al que tuvo Londres, para todo el British Empire. El Opus Dei estaba presente en la capital británica ya desde 1946. Una perspectiva semejante debió de ver en 1949 en la antigua capital de imperio de los Habsburgo, que había sido la puerta a Europa central y oriental, a Rusia y a Asia.
Escrivá pisó por ver primera el suelo austríaco en noviembre de 1949. Lo hizo desde Italia, porque ya en 1947 había fijado su residencia en Roma. Entonces el Opus Dei estaba en plena expansión. La Obra se había asentado ya en Gran Bretaña (1946), Francia e Irlanda (1947), México y los Estados Unidos (1949), sin que el fundador hubiera tenido la oportunidad de conocer estos países personalmente. En cambio, Austria fue el tercer país que visitó (después de Portugal e Italia), y Alemania el cuarto, excepto por un desvío forzoso a Andorra y Francia (cuando huyó de la zona republicana en 1937).
El principal motivo que llevó a Escrivá a viajar al norte de Italia, a Austria y a Alemania a finales de 1949 era, lógicamente, su apostólico deseo de difundir el espíritu del Opus Dei en Centroeuropa y Europa del Este. Así lo indican unas líneas que envió desde Milán a los de la Obra que estaban ya en Portugal, fechadas el 25 de noviembre de 1949: «Cuando puse por primera vez el pie en suelo austriaco y alemán, pienso con emoción en mi primer viaje a Portugal. Rezad fervientemente para que Dios no mire nuestros errores sino nuestra fe y que pronto podamos empezar a trabajar en Europa Central».
En aquel viaje le acompañaban Álvaro del Portillo y un joven químico catalán, Ignacio Sallent, que conducía un Lancia-Aprilia negro y desvencijado, que les causó problemas en el camino. Sallent me ayudó a reconstruir algunos detalles de aquel trayecto.
Los viajeros llegaron el jueves por la noche a Bozen/Bolzano. Era el primer contacto de san Josemaría con el mundo germánico. Cuando alguien, en esta ciudad bilingüe, le preguntó si quería un hotel de ambiente alemán o italiano, Escrivá «se decidió por lo primero, como para prepararnos a esa segunda fase del viaje», cuenta Sallent.
Después de recorrer los 130 kilómetros que separan la capital del Sudtirol de Austria, el coche cruzó los Alpes por el puerto del Benner. El trazado de la frontera entre los dos países que divide el Tirol histórico era el mismo que después de la segunda guerra mundial: no se observaban pruebas de irredentismo, pero estaba en el aire que el tema de la provincia de Bolzano (por lo menos por la parte austríaca) no estaba definitivamente resuelto (se resolvió con el segundo estatuto de autonomía de enero de 1972). Habían transcurrido solo cuatro años desde el fin de la guerra y tanto Italia como Austria estaban relanzando sus economías. El tráfico no era muy intenso.
La iglesia local del Tirol estaba intentando restañar las heridas morales de la guerra. En primer lugar, el dolor de los perseguidos durante el régimen nazi: una quinta parte del medio centenar de sacerdotes tiroleses fue detenido por lo menos una vez. Una docena de católicos sufrieron el martirio por su fe (dos de ellos serían más tarde beatificados por Juan Pablo II: Otto Neururer y Jackob Gapp). Pero también había otra cara de la medalla: hubo también defecciones de católicos (unos 10 000) que habían abandonado formalmente la Iglesia. Innsbruck era entonces una administración apostólica, cuyo territorio correspondía desde 1921 a la parte austríaca de la diócesis de Bressanone/Brixen de la monaquía. El prelado de Innsbruck era el popular obispo Paulus Rusch.
Pero también había otros daños: el período 1939-1945 había sido un capítulo sombrío en la historia del Tirol. La guerra había causado 20 000 muertos, miles de soldados eran todavía prisioneros de guerra o figuraban como desaparecidos. La región tenía alrededor de 6000 inválidos por culpa de las contiendas, 2600 viudas de guerra y alrededor de un centenar de huérfanos de padre y madre. A partir de 1943, los bombardeos aliados causaron considerables daños especialmente en Innsbruck y sus alrededores. La capital del Tirol había sido la segunda ciudad austríaca más castigada por las bombas después de Wiener Neustadt. En 1945 vivían en el Tirol del Norte 480 000 personas, de las cuales entre 250 000 y 180 000 eran forasteros, porque después de la guerra el Tirol se había convertido en el refugio de familias sudtirolesas “optantes” (personas que en 1939 habían decidido emigrar al Tirol del Norte), fugitivos y personas desplazadas (austríacos y alemanes), excondenados a trabajos forzados, presos de guerra de los aliados y cerca de 20 000 soldados franceses de las tropas de ocupación. Cuando Escrivá entró en el Tirol, la población se había reducido a 384 000 personas, pero el trauma era visible.
Llegaron a Innsbruck a la hora del almuerzo. Después de haberse asentado en el Hotel Maria Theresia en el centro de la ciudad, Sallent recuerda que ya aquella tarde, en el cercano pueblecito de Igls, Álvaro del Portillo quería visitar a un catedrático de la Universidad de Innsbruck, amigo del profesor José María Albareda. Al día siguiente visitarían además al rector de la Universidad. Para san Josemaría fue una sorpresa encontrase con que aquel año precisamente el rector de la Universidad de Innsbruck era un jesuita llamado Hugo Rahner, hermano mayor de Karl Rahner. En una conversación, el prelado Echevarría me dijo que, cuando los viajeros pidieron la entrevista, lo más probable es que no supieran quién era el rector.
Las visitas hechas por el fundador en el Tirol muestran con claridad que estaba ya preparando de forma muy concreta la expansión de la Obra en Austria. Su biógrafo Vázquez de Prada se refiere expresamente a la situación política de Europa que ha sido descrita más arriba para destacar que «el fundador tomó sobre sí la responsabilidad de preparar los comienzos en Alemania, Austria y Suiza», una tarea previa a lo que Vázquez de Prada llama “trasplante”, es decir a la migración apostólica y profesional que suele acompañar el comienzo de la labor del Opus Dei en un país. Estos preparativos tenían dos vertientes: una menos importante, lo que hoy llamaríamos fact findung misión, y otra fundamental que Del Portillo describiría muy plásticamente dos meses después de la muerte de san Josemaría: «Muchas veces le he oído hablar de la prehistoria de la labor en un determinado país. La prehistoria consistía en que, mucho antes de que se estableciera el primer centro de la Obra en las distintas naciones, nuestro Padre, con muchísima anticipación —yo he sido testigo—, había fertilizado aquel terreno con rezos y mortificaciones; había cruzado ciudades, rogado en iglesias, tratado a la jerarquía, visitado tantos sagrarios y santuarios marianos, para que, al cabo del tiempo, sus hijas e hijos encontraran roturado el terreno en aquel nuevo país. Roturado y sembrado, porque, como solía decir, había lanzado a manos llenas por tantas y tantas carreteras y caminos de esa nación la semilla de sus avemarías, de sus cantos de amor humano que convertía en oración, de sus jaculatorias, de su penitencia alegre y confiada»[1].
El mismo san Josemaría dejó testimonio de su propósito en una carta enviada desde Milán a los de la Obra de México el 25 de noviembre: «Estamos (…) camino de Austria y Alemania, donde vamos a echar una ojeada con vistas a abrir un par de casas también, cuanto antes, con la ayuda de Dios. No dejéis de encomendar las cosas que ahora llevamos entre manos, porque importan mucho para toda la Obra»[2]. El mismo día escribía algo semejante a sus hijos en Portugal: «Rezad para que el Señor no vea nuestras miserias, sino nuestra fe, para que pronto podamos emprender definitivamente el apostolado en el centro de Europa»[3]. La intensidad de su deseo se pone de relieve al descubrir que escribió en los mismos términos a otras regiones. Por ejemplo, al día siguiente se dirigía en los mismos términos a los miembros de la Obra en Irlanda escribiéndoles ya desde Milán: «El lunes próximo vamos a Austria y luego a Alemania: encomendad esta labor que se inicia».
Los documentos de viaje de que disponían les autorizaban teóricamente a viajar por las cinco zonas de ocupación (de las cuatro potencias y la zona cuatripartita del distrito central de Viena) sin necesidad de ningún otro documento especial. Pero, según me dijo Javier Echevarría, Escrivá renuncio aquella vez a viajar a Viena «no por miedo, ni por una advertencia de otras personas, sino por la prudencia sobrenatural y humana con que siempre actuó».
En el acuerdo de control interaliado de junio de 1946 se permitía al Gobierno austríaco hacerse cargo de la administración de las fronteras (control de aduanas y viajeros). Puesto que Austria, a diferencia de Alemania (cuyo gobierno no ejercía el control de sus fronteras) podía ejercer ciertas funciones soberanas (siempre bajo la vigilancia de los aliados), el visado austríaco autorizaba, en principio, a los extranjeros a entrar en el país y acceder a todas las zonas de ocupación. Pero podía suceder que los soldados soviéticos de los puestos de control de la zona de ocupación consideraran insuficiente el visado austríaco y exigieran al viajero un permiso soviético de entrada. Hasta 1955 todos los ministerios austríacos estaban sometidos al control de los correspondientes departamentos del aparato de supervisión aliado (por ejemplo: el Ministerio del Interior estaba controlado por el departamento de Interior de la Comisión Interaliada). Por lo tanto, los soviéticos tenían siempre la posibilidad de saber a tiempo qué visados estaban siendo expedidos. La Cancillería Federal, los ministerios de Asuntos Exteriores y del Interior, así como la policía, estaban, por lo menos en teoría, obligados a hacer llegar estas informaciones a los órganos de control aliados.
Me he detenido aquí con detalle porque la investigación histórica de esta cuestión demuestra, a mi modo de ver, que san Josemaría no basaba la ejecución de las tareas apostólicas que Dios le había encomendado en complicadas estrategias o recursos humanos, sino fundamentalmente en los recursos sobrenaturales (intensificando su oración y ofreciendo sin resistencia y gustosamente su trabajo ordinario como fundador). Quería ir a Viena, pero en algún momento aceptó la situación de hecho y decidió que iría cuando el Señor quisiera[4].
A pesar de que tanto en el recorrido de ida como en el de vuelta, el tiempo era desapacible, la impresión que tuvo del país fue muy positiva. La gran cantidad de cuidados cruceros, capillitas y humilladeros que vio a lo largo del camino dejaron una agradable huella en su memoria. De la Spitalskirche le gustó la limpieza y el orden, a pesar de que eran todavía visibles las huellas de la guerra. También le gustaron las casas tirolesas que había visto en la ciudad y en el camino, bastantes de ellas decoradas con pinturas murales o grafitti de motivos religiosos. Quería visitar también Múnich, capital de Baviera, la región con más católicos de Alemania.
Los periódicos de aquellos días no registran temperaturas extremas. En cambio, sí reflejan un poco la atmósfera que debía reinar entonces, cuatro años después de la guerra. Pueden leerse anuncios para vender casas, con «daños causados por las bombas». En un periódico de Innsbruck se relata la llegada de prisioneros de guerra procedentes de la Unión Soviética.
El camino más corto para llegar a Múnich era una carretera que pasa por Garmisch-Partenkirchen y no es muy largo: 150 kilómetros en total, pero con una subida de 1110 metros. Todo un desafío para un coche italiano sin neumáticos de invierno y sobre una pista medio nevada.
En Reith bei Seefeld vieron, después de un recodo y junto a la carretera, la Rotes Kreuz (cruz roja), un crucero de madera de casi tres metros de altura con un bellísimo crucifijo tallado al estilo de la escultura tradicional del Tirol. La cruz estaba protegida por un techo y paredes laterales formando casi un rombo: una composición muy típica de la región, donde hay unas diez mil cruces que dan testimonio de la religiosidad del país. Las cruces que se encuentren en otras regiones de Austria están menos protegidas.
Como el tiempo no apremiaba, el fundador quiso rezar unos momentos delante del crucificado.
Sallent y don Álvaro sacaron unas cuantas fotos. Se encontraban en Reith, en los aledaños de Seefeld, un centro turístico importante. Reith había sido una de las localidades que más sufrieron durante los bombardeos aliados. Estos querían interrumpir la circulación ferroviaria de la que era una de las pocas vías de comunicación norte-sur todavía intactas. En marzo y abril de 1944, en el espacio de seis días cayeron sobre Reith 300 bombas que destruyeron casi totalmente la aldea, incluida la iglesia.
Muchos me han preguntado por qué el Opus Dei comenzó su apostolado en Austria y no directamente en los países comunistas, donde ser cristiano era bastante difícil. La respuesta a esta pregunta la dio san Josemaría en 1968 al austríaco Werner Litzka: «Iremos cuando haya un mínimo de libertad. Nuestro oficio no es ser mártires, sino confesores: ¿qué hago yo mandando a mis hijos para que les hagan un lavado de cerebro? A mí me han querido matar dos veces los comunistas, y don Álvaro estuvo otras dos veces en prisión; y don José María fue condenado a muerte solo por ser católico»[5].
Él hubiera querido llegar a Viena ya en 1949, pero se abstuvo por razones de prudencia: durante la ocupación aliada de Austria, varios centenares de viajeros que habían intentado cruzar la demarcación entre la zona americana y la rusa en el río Enns terminaron su viaje en Siberia. En aquella ocasión Escrivá estuvo solo en el Tirol.
A Viena vino por vez primera en mayo de 1955, cuando ya se sabía que en Austria se firmaría el Tratado de Estado que pondría fin a la ocupación aliada. En ese viaje recogió las primeras informaciones necesarias para empezar el apostolado del Opus Dei en el país.
FINALMENTE EN VIENA
El mismo año, durante un viaje más largo, vino de nuevo acompañado por Álvaro del Portillo y Javier Echevarría, que serían sus dos primeros sucesores al frente de la Obra.
San Josemaría visitó al arzobispo coadjutor de Viena, Franz Jachym —que administraba la diócesis en ausencia del enfermo cardenal arzobispo Theodor Innitzer— y al nuncio Giovanni Dellepiane. Las conversaciones se centraron en el futuro trabajo del Opus Dei en Austria. En una ocasión, san Josemaría me contó el enfado de Dellepiane contra los rusos, porque habían cerrado una parte de la Theresianumgasse (donde está la sede de la nunciatura), de forma que la sede diplomática de la Santa Sede estaba en un callejón sin salida frente a unos potentes altavoces que emitían constantemente canciones revolucionarias y eslóganes políticos.
El domingo 4 de diciembre de 1955 san Josemaría “descubrió” el icono de Mariapócs bajo un baldaquino de la catedral de San Esteban, donde él acababa de celebrar la misa, y allí compuso una jaculatoria que años más tarde repetiría mucha gente en todo el mundo: Sancta Maria, Stella Orientis, filios tuos adiuva! (Santa María, Estrella de Oriente, ¡ayuda a tus hijos!). En ese periodo yo estaba estudiando Historia de la Filosofía en un curso de estudios en Santiago de Compostela, y me había llegado la noticia de que el fundador nos pedía que todos repitiéramos aquella jaculatoria para rezar «por la labor en Austria y en el Este de Europa». No tenía entonces el menor presentimiento de que aquello pudiera tener algo que ver conmigo.
San Josemaría viajó a muchos países por razones pastorales, pero no hacía propiamente turismo. Solía patear las ciudades que visitaba rezando por la gente y entrando en las principales iglesias y santuarios. Algunos de los monumentos históricos se le quedaron grabados, como la columna/monumento dedicada a la Santísima Trinidad en el Graben de Viena, muy cerca de la catedral. Aquello, que era en realidad un exvoto para agradecer el fin de una epidemia de la peste, le impresionó porque nunca había visto un monumento de semejantes dimensiones dedicado a la Trinidad en medio de la calle. Pero lo que más le admiró no fue tanto la exuberante arquitectura del barroco obelisco de Fischer von Erlach cuanto el programa teológico del monumento, que era una profesión de fe con una dedicatoria que dice: Deo Patri Creatori, Deo Filio Redemptori, Deo Spiritui Sanctificatori, con la que el emperador daba las gracias a Dios trino creador, redentor y santificador. Allí, ante la columna, Escrivá quedó sumido en oración y apuntó en su agenda las palabras de la dedicatoria. Cuando regresó a Roma, encargó que se esculpieran en el retablo destinado al oratorio de la Santísima Trinidad, donde solía celebrar cotidianamente la misa, en la sede central del Opus Dei en Roma.
En algún momento Escrivá pudo comprobar que el trasfondo histórico de lo que estaba viendo no era tan solo un testimonio de fe de un pueblo, sino algo que de alguna forma tenía que ver con sus antecesores en Aragón. El emperador que hizo el monumento era Leopoldo I, el padre del archiduque Carlos que había sido pretendiente a la corona española antes de ser elegido emperador de Alemania, para ser más exacto, emperador del Heiliges Römisches Reich Deutscher Nation (Sacro Imperio Romano Germánico).
Más tarde, al preparar un estudio histórico sobre la “prehistoria” del Opus Dei en Austria me di cuenta de que muchos de los antecesores de la familia Escrivá habían sido “austriacistas”, es decir, eran familias que en la guerra de Sucesión española (1701-1714) habían apoyado al archiduque Carlos de Habsburgo. En el Österreichisches Staatsarchiv encontré más tarde documentos de once apellidos de emigrantes austriacistas españoles de principios del siglo xviii que también aparecen en el árbol genealógico de los antepasados directos de Escrivá. Eran nombres de personas que, por haber sido leales al archiduque Carlos de Austria, tuvieron que exiliarse cuando el ejército de los Borbones ganó la guerra en 1714. Entre estos apellidos encontré Bardaxí, Blanc, Copons, Corzán, De Vega, Escrivá, Minguet, Miró, Moragues, Navarro y Peralta. El propio Escrivá, que casi nunca hablaba de su familia, mencionó en una ocasión ante una persona de Viena que un antepasado suyo había formado parte de la hermandad que había construido la Peterskirche (iglesia de San Pedro). Lo dijo después de que el cardenal König confiara aquella colegiata a los sacerdotes del Opus Dei.
Estoy casi seguro de que Escrivá entonces no sabía que la construcción de la columna de la Santísima Trinidad (1693) había sido ordenada por el mismo emperador que había decidido trasladar a Viena (1697) el milagroso icono de Maria Pócs que acababa de inspirar en 1955 el celo apostólico de san Josemaría.
Escrivá tenía el don de descubrir testimonios de la piedad mariana en todas partes: sus hallazgos eran cruceros, fachadas, fuentes, tejados, ventanas, muebles, libros, celdillas, puentes y muros de las casas, con elementos que alentaban su devoción. La carretera nacional que utilizó en 1949 cuando entró en el Tirol pasa por la ciudad de Matrei, un lugar conocido por las vistosas fachadas de casas con pinturas murales y grafitti, semejantes a los muros de una catedral. Hace muy poco quise saber si aquellas casas habían quedado destruidas después de la guerra, fui a Matrei y me enteré de que, efectivamente, así había sido. Quise asegurarme y pregunté por el propietario de una de las fachadas más vistosas. Allí me confirmaron que aquella casa había sido destruida, pero que había sido reconstruida y restaurada en 1948… un año antes del viaje de Escrivá al Tirol. Esas carreteras y las calles de Viena en especial debieron constituir para él un filón de oraciones, pues el casco antiguo de la capital austríaca está repleto de representaciones de la Virgen. Pienso que una buena parte de las alabanzas que hizo de esta ciudad tenían este trasfondo.
Cuando en diciembre de 1955 regresó a Roma, calificó a Viena como “puerta de Oriente” y pidió al alemán Klaus Martin Becker que decorara una pared del oratorio llamado Stella Orientis con una gran panorámica mural de la capital austríaca.
ENTRE DOS MUNDOS
Después de haber llegado a Viena, en noviembre de 1958, no tardé en darme cuenta de que lo del apostolado “en los países del Este” iba para largo. Me bastó mi primera visita a un tramo de la frontera entre Austria y Hungría en Schattendorf, donde eran muy visibles las finezas técnicas del llamado “telón de acero”: una alambrada de doble filo con un hilo electrificado adicional fijado con soportes aisladores de porcelana, y a continuación una zona de tierra bien labrada para registrar las huellas, minas personales que funcionaban al pisarlas o al romper algún cable invisible de alarma a la altura de la rodilla; más allá, otra alambrada, una zona libre de vegetación para facilitar la vigilancia y torres de observación con potentes focos en las que los soldados montaban guardia día y noche. Además, perros adiestrados para perseguir eventuales fugitivos. Cuando me visitaban incrédulos de la generación del 68, yo solía llevarlos a Schattendorf…
Pero también me venía a la cabeza el futuro: ¿Cómo íbamos a difundir el espíritu del Opus Dei en los países donde la Iglesia y los cristianos eran perseguidos por su fe?
Todos conocíamos el ardiente deseo de san Josemaría de llevar el carisma fundacional a todo el continente y de forma especial —en la época de guerra fría en que nos encontrábamos— a los que sufrían una persecución tan cruel como la que él había padecido durante la guerra civil española. Este deseo se sentía reforzado por el interés de Pío XII por lo que pronto se llamó “la Iglesia del silencio”. El intento de la Santa Sede de consagrar obispos que pudieran sustituir a los ordinarios encarcelados no había funcionado.
El diálogo con los regímenes comunistas era entonces imposible y la comunicación de la Santa Sede con la Iglesia local no existía o era problemática. Escrivá sufría ante el padecimiento de los perseguidos (como lo manifiesta un telegrama suyo de 1949 dirigido al Papa a propósito del proceso contra el cardenal Mindszenty). Sabía que el Opus Dei solo podría establecerse en un país que gozara de un mínimo de libertad y que, por lo tanto, el tiempo de espera debería ser también un tiempo de preparación y de oración. A esto había que añadir las peticiones, recomendaciones y consejos que recibía de muchas partes. Según relata Álvaro del Portillo en su declaración para el proceso de beatificación del fundador, la actitud de Escrivá fue seguir «con vivo interés la situación de la Iglesia en los países de Europa Oriental, progresivamente subyugados por el dominio marxista, y desde el principio procuró que los católicos de otros países fueran conscientes de las dificultades con las que se enfrentaban sus hermanos en la fe y les ayudaran con sus oraciones». Josemaría no quería que sus hijos espirituales fueran mártires. Así lo escribió en los años treinta: «Quieres ser mártir. —Yo te pondré un martirio al alcance de la mano: ser apóstol y no llamarte apóstol, ser misionero —con misión— y no llamarte misionero, ser hombre de Dios y parecer hombre de mundo: ¡pasar oculto!» (Camino, 848). En el decreto de aprobación del Opus Dei de 1950 (Primum Inter) podía leerse sin embargo que los miembros estarían siempre dispuestos y preparados «para ir a las regiones en las que la Iglesia padezca persecución» o cuando la Iglesia solicite maternalmente en cualquier modo sus servicios o su trabajo. Al preparar el mencionado estudio histórico encontré un casi profético comentario de Escrivá en noviembre de 1956, es decir durante la represión soviética del levantamiento popular en Hungría, que decía: «Donde haya persecución, de la que sea, empezarán a entrar por todas las fronteras hombres y mujeres, profesores y periodistas y obreros y diplomáticos… a hacer un buen servicio».
En los últimos años de la década de los cincuenta, Antonio Samoré, entonces secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios de la Santa Sede, y más tarde cardenal, había pedido a san Josemaría que algunos estudiantes fueran a Moscú, para seguir los cursos en la universidad. Según me contó en 2008 en Roma el entonces prelado Javier Echevarría, Escrivá preguntó a Samoré si podría acompañarlos algún sacerdote. Ante la negativa de Samoré el fundador declinó aquella invitación, añadiendo que —puesto que la policía soviética estaría perfectamente informada de quienes eran esos hombres del Opus Dei— quizá les pusiesen trabas de todo orden, también moral, y por lo tanto no podía exponerlos al riesgo de no poder acudir a quien les atendiera sacerdotalmente.
Según Echevarría, san Josemaría no se habría opuesto a que hijos suyos fueran a los países en los que la Iglesia padeciera alguna persecución, pero «no programó una labor estable de los fieles de la Obra en esos países». No le importaba que hombres y mujeres del Opus Dei —con motivo de su trabajo profesional— fueran o permanecieran en países en los que se perseguía a la Iglesia, y él rezaba siempre por quienes se encontraban en esas circunstancias. Esto es lo que me sucedió a mí.
TESTIGO DE PRIMERA HORA
El grupo de los primeros de la Obra que vinieron a Austria en 1957 y 1958 era variopinto. Cuando yo llegué a Viena (1958) éramos cinco numerarios: tres sacerdotes ordenados poco antes (1956 y 1958) y dos laicos que habíamos estudiado Derecho. Solo dos (Joaquín Francés y Xavier Sellés) hablaban alemán.
El primer testigo austríaco contemporáneo es el Dr. Wolfgang Küng de Vorarlberg, hijo de un médico de Feldkirch. Wolfgang había venido a Viena en 1952 para estudiar Derecho. Tres años más tarde viajó con una beca a París, donde estudió en la École des Sciences Politiques durante dos semestres. Después, quiso permitirse una estancia lingüística en Inglaterra. A finales de junio de 1956, fue a Londres con una lista de direcciones que le había enviado su futuro cuñado de Múnich. Entre ellas figuraba una residencia de estudiantes llamada Netherhall House. Fue allí, pidió plaza, le gustó la residencia y se alegró aún más cuando le dijeron que podía hacer su curso de inglés directamente en casa. No podría haber sido mejor. Küng nunca había oído hablar del Opus Dei y el hecho de que la atención religiosa de la casa de estudiantes estuviera confiada a esta institución católica no le decía nada especial. Pero en el curso de las semanas fue dándose cuenta de que aquello no era un dormitory (residencia de estudiantes) cualquiera, sino una casa cristiana de estilo familiar y con ambiente de estudio. Según lo que Wolfgang me ha contado más tarde, allí se hizo amigo de un español llamado Gonzalo González, que se había especializado en «traducir palabrotas al inglés». Al final del curso (en 1956), un tal Smith (que más tarde se trasladaría a Nairobi) le anunció que el Opus Dei iba comenzar pronto el apostolado en Austria. Y le preguntó si podrían contar con su ayuda. Wolfgang estuvo de acuerdo.
En mayo de 1957 Wolfgang se alojaba en el Thomas-Kolleg de Viena, una pequeña residencia de estudiantes, en la calle Habsburgergasse, 7, en el primer distrito.
El hecho de que Wolfgang haya escrito regularmente extensas cartas a sus padres, y el hecho favorable de que esas cartas todavía se conservan, me ha permitido conocer varios detalles de aquellos primeros tiempos. En una de estas cartas informa de que, el 22 de mayo de 1957, la portera le avisó de que un clérigo español del Opus Dei había llamado desde la Estación de Ferrocarril del Oeste e iba a llegar pronto con otros dos. Y así fue.
Küng dio la bienvenida a los recién llegados y pudo asegurarles provisionalmente alojamiento en las habitaciones de huéspedes de la residencia. «Los recién llegados tenían grandes planes», recuerda Wolfgang. Entre otras cosas, le dijeron que querían levantar una residencia de estudiantes en Viena... Pero por el momento había algo inmediato que resolver, como encontrar un apartamento. «Son unos muchachos excelentes», escribió Wolfgang con entusiasmo a sus padres el mismo día. Y les dice que se hará cargo de la tarea de introducirlos en los círculos estudiantiles vieneses.
En verano de 1957 Escrivá tuvo que pedir a Josep Arquer (“mi” Pep Arquer de Girona), uno de los tres jóvenes sacerdotes españoles de la Obra que había ido a Alemania a principios de los años cincuenta, que se trasladara a Viena hasta nuevo aviso para que Joaquim Francés no estuviera solo, puesto que su acompañante, Remigio Abad, se había puesto enfermo.
Arquer llegó a finales de septiembre de 1957 a Viena y estuvo prácticamente un año, hasta que llegaron otros dos sacerdotes, así como Xavier Sellés y yo. Arquer y Francés habían decidido dejar cuanto antes la pequeña habitación subarrendada en la que estaban, y que por sus dimensiones habían bautizado como “Wagonlit”, y decidieron alquilar un piso de mayores dimensiones.
En Pascua de 1958 Joaquín pudo viajar a Roma con un grupo de estudiantes católicos y san Josemaría le regaló prácticamente todo el ajuar del oratorio de San Nicolás de Villa Tevere (casa central del Opus Dei), para que pudieran celebrar dignamente la misa en el nuevo centro. En septiembre y noviembre llegamos los demás a Viena. A los que iban a Austria, san Josemaría les hablaba de la unidad y de la necesidad de hacerse todo para todos, de no ser cuerpo extraño en el nuevo país y de deshacerse de la cáscara nacional. Muy pronto, en mayo de 1959, Austria era ya una circunscripción propia dependiente del Consejo General del Opus Dei de Roma y «en vista de estas circunstancias, nos pusimos a buscar un apartamento», escribió Arquer en el diario que llevaba.
El éxito no tardó en llegar: el futuro domicilio fue encontrado en el primer piso de la Favoritenstrasse, 24, lugar que hasta el año 2000 fue la sede de la comisión regional (así se llama uno de los dos consejos que asesoran al vicario regional en un país: las mujeres disponen de una asesoría regional). Arquer me describiría más tarde sus recuerdos de entonces: «Asocio la búsqueda de alojamiento con tres fechas distintivas que tenían algo simbólico: el 7 de octubre visitamos el apartamento, firmamos el contrato el 24 de octubre, nos mudamos y nos quedamos allí la noche del 1 de noviembre. También me pareció simbólico que la iglesia parroquial (la Paulanerkirche) delante de la que pasamos de camino para visitar el posible apartamento, estuviera consagrada a los santos ángeles custodios». La naturaleza “simbólica” de estos datos y hechos puede no ser igualmente clara para todos. He aquí la explicación: el 7 de octubre se celebra en la Iglesia la fiesta del Rosario, el 24 de octubre la fiesta de San Rafael (a quien san Josemaría había nombrado uno de los patronos de la Obra), el primero de noviembre, la fiesta de Todos los Santos. Por último, los Ángeles Custodios tienen un papel especial en la historia del Opus Dei, ya que el día de su fundación coincide con su fiesta, el 2 de octubre. No obstante, hay que señalar una pequeña incoherencia. Al escribir esto por vez primera descubrí que el contrato de arrendamiento tiene fecha del 26 de octubre (no del 24 de octubre), aunque para Arquer eso no era ninguna incoherencia, puesto que llegaron a un acuerdo con el administrador de la propiedad el 24 de octubre.
«Aquella primera noche —hoy hace cuarenta y nueve años— me sentí un poco mareado», dice Arquer al recordar sus primeras horas en su nuevo hogar. «Pálida luz de luna, largas sombras en las paredes, crujiente carpintería, inquietante vacío...». Solo tenían dos sofás y algunas mantas que les había regalado Mons. Ungar, el jefe de la Cáritas y buen amigo. «Frente a nosotros estaba el famoso Theresianum dañado por la guerra y ventanas en parte condenadas y aún en un estado bastante ruinoso, así que no nos importaba no tener cortinas en las ventanas».
Un año después de que los de Austria hubiéramos pasado a depender directamente del Consejo General de Roma, llegaron por su cuenta las primeras mujeres de la Obra, que yo no conocía de nada. Más tarde supe que era una psicóloga diplomada de Bonn, Käthe Retz, que llegó en mayo de 1960 a Viena en compañía de Josefina Elejalde, de Bilbao, y Marga Schramel, de Constanza. San Josemaría había pedido a uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, José María Hernández Garnica, que las ayudara con su aliento y consejo. En pocos meses las tres mujeres consiguieron convertir una villa semiabandonada en la zona residencial de Viena, en una agradable residencia de estudiantes que recibió el nombre de Währing. Como en la Obra hay separación entre la labor apostólica llevada a cabo por hombres y mujeres, supe que habían llegado cuando algunos de nuestros sacerdotes empezaron a atenderlas. Lo de la residencia Wahring lo supe porque en verano el principal diario austríaco le dedicó un reportaje de toda una página del dominical, titulado: Weltlich, aber nicht mondän (seculares, pero no mundanas).
ASENTAMIENTO PROFESIONAL
Los que íbamos llegando, hicimos desde el primer momento todo lo posible para salvar la barrera lingüística y asentarnos profesionalmente. Éramos jóvenes y procuramos entablar contacto con estudiantes que pudieran entender el mensaje espiritual del Opus Dei. El primer anfitrión de 1957, Wolfgang Küng, era un activo miembro de una de las tradicionales asociaciones estudiantiles, y se empeñó en que Xavier Sellés y yo le acompañáramos a las celebraciones y fiestas que organizaban. Entre nuestros primeros amigos figuraban también algunos austríacos que habían conocido la Obra en España o en otros países (como Wolfgang) y personas que conocimos con ocasión de las actividades profesionales de Xavier y mías. También aparecían parientes de los “niños austríacos”: así se llamaban a sí mismos aquellos jóvenes que, por mediación de Cáritas, habían sido acogidos siendo niños.
Xavier probó varios trabajos temporales hasta que consiguió un puesto estable en la embajada española. Lo primero que hice yo fue acreditarme como corresponsal de Europa Press en la cancillería federal y empezar una fase de freelance ofreciendo mis servicios a medios de lengua española. Monté lo que en alemán es conocido como Bauchladen (buhonero), es decir un periodista freelance que ofrece sus artículos en el mercado de los medios. Otra parte de mis ingresos procedían de las clases de castellano que daba a emigrantes procedentes de Yugoslavia en un campo de tránsito financiado por una agencia humanitaria de Estados Unidos. Hacía además traducciones al castellano, y lo pasaba bastante mal cuando no entendía el texto original en alemán.
Un sector que nunca cultivé intensamente fue el del periodismo deportivo, si bien publiqué declaraciones del campeón olímpico de esquí, el austríaco Toni Sailer (cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Cortina d’Ampezzo en 1956: “Mi novia es la nieve”). Entre mis primicias vienesas figuraba un poco de todo: crónicas “de sociedad” (los amoríos de la actriz austríaca Romy Schneider), la búsqueda de supuestos tesoros nazis hundidos en el Danubio o en el lago Toplitz, y cosas por el estilo. El interés de mis potenciales clientes por la política austriaca era limitado, pero había aspectos interesantes, aparte de las elecciones políticas, como por ejemplo los esfuerzos del gobierno por participar en un mercado europeo sin aduanas y sin violar la neutralidad impuesta por los aliados, o los intentos del archiduque Otto de Habsburgo (hijo del último emperador austríaco, expulsado por los aliados) de regresar al país donde nació. La recuperación económica del país también fue objeto de una de mis primeras crónicas. Entre otras cosas curiosas, cubrí el caso de una genial diseñadora austríaca condenada en Francia por haber cometido espionaje en el sector de la alta costura: tenía, por lo visto, una memoria fenomenal y reprodujo fraudulentamente por su cuenta 84 modelos presentados durante una semana de alta costura de París.
Los temas de interés humano eran bien recibidos por los clientes de Europa Press, incluso los más anodinos, como la desenfrenada afición de los austríacos por las condecoraciones de todo tipo y el rito de títulos y ceremonias que ello implicaba. No era infrecuente que tratara temas culturales, como la representación en Viena de Don Quijote de Jean Anouilh, o la presencia del Teatro Nacional Popular Francés con Jean Vilar (diálogo de los actores con el público), la crisis del cine austríaco y las actividades de la Orquesta Filarmónica de Viena (“la más cara del mundo”). En una época en que la enseñanza superior española era monopolio de Estado, yo intentaba modestamente aportar ejemplos de signo contrario, como el proyecto de reabrir la universidad no estatal de Salzburgo y el ejemplo de la KUL, la universidad católica de Lublin en la comunista Polonia.
Mis aficiones personales me llevaban a veces a buscar temas poco adecuados para periódicos de información general, como un largo artículo sobre el genial y entonces poco conocido arquitecto del modernismo anti ornamental austríaco Adolf Loos y otro sobre el portavoz europeo del iusnaturalismo, el profesor Johannes Messner.
Más fáciles resultaban otros temas generales como la aparición de Walt Disney en Viena para rodar una película sobre Beethoven. En 1962 escribí sobre el derribo de una iglesia prioral de la Abadía de Montserrat que había sido levantada en Viena en el siglo xvii por deseo de la emperatriz, la infanta española María Ana, hija de Felipe III y esposa del emperador Fernando III. Recuerdo que nadie (ni en Barcelona, ni en Viena, y mucho menos en Madrid) dijo entonces esta boca es mía, a pesar de que se trataba de una barbarie cultural de primer orden. Los arquitectos de la Comisión de Monumentos austríaca dejaron una fachada de tres metros de fondo y permitieron que se construyera detrás un horrible edificio moderno.
Años más tarde escribiría un largo reportaje sobre la asombrosa difusión que tuvo la devoción a la Virgen de Montserrat en la Europa Central, visitando todos los lugares en los que había una imagen de la Virgen morena (barroquizada de tal forma que era difícil descubrir en ella el modelo del siglo noveno que hay en la Montaña Santa). Esto tuvo lugar en una época en que Montserrat había sido muy castellanizada, y no precisamente por los Borbones. Había sido el Rey de Aragón, Fernando el Católico, quien había poblado el monasterio con monjes castellanos y la había sometido a la jurisdicción de la congregación benedictina de Valladolid. Esto explica que el difusor de la devoción a la Virgen de Montserrat fuera un tal Peñalosa, un trotamundos: procedente de Mondragón, había hecho su profesión religiosa en Nájera (Logroño), estudiado en Sevilla e incorporado finalmente a los benedictinos de Montserrat.
En aquella época trabajaba en la recién reabierta Embajada española de Viena (que durante el III Reich había sido degradada al rango de consulado) un flamante consejero de información y prensa llamado Ismael Herráiz. Había sido uno de los más brillantes periodistas españoles de los años cuarenta. Furibundo falangista, fue enviado especial del diario del partido Arriba en Berlín desde 1940. El momento decisivo de su carrera fue, sin lugar a dudas, su estancia en Roma, ciudad a la que se mudó en la primavera de 1942: desde la privilegiada posición de corresponsal en la capital fascista, Herráiz pudo testimoniar personalmente el declive y el derrumbamiento de la construcción mussoliniana, ofreciendo a sus lectores aquella visión de los dramáticos acontecimientos italianos que luego narró en el libro Italia fuera de combate (Ismael Herráiz, Madrid, Atlas, 1944), un best seller en la España de 1944. Era un libro escandalosamente italianófobo que recogía las experiencias vividas y le permitió desahogar libremente toda su amarga decepción y su frustración por el desastre del fascismo, sin tener en cuenta la censura romana. Herráiz vino seguramente a Viena para mejorar su presupuesto familiar, haciendo además lo que evidentemente no hubiera debido hacer un diplomático acreditado: continuaba escribiendo con pseudónimo para Arriba y con su nombre y apellido para La Vanguardia de Barcelona.
Durante la segunda guerra mundial Herráiz había escrito ya para La Vanguardia, pero con seudónimo. Al principio de los años sesenta entré en relación con él en Viena, aunque me llevaba 25 años; había perdido ya el gusanillo del periodista inquieto y no hablaba alemán. Como era lógico, Herráiz se convirtió pronto en un buen cliente de mi Bauchladen. Cada vez con más frecuencia me pedía ayuda para preparar sus crónicas, hasta el punto de que en muchas ocasiones él enviaba La Vanguardia y con su firma las crónicas que yo le escribía. Al mismo tiempo, ya en 1962 la redacción de Barcelona había empezado a comprar mis crónicas de Europa Press, que también suministraba al diario de la competencia de Barcelona, el Correo Catalán.
LOS PRIMEROS AUSTRÍACOS DE LA OBRA
Nuestra presencia secular (laicos con un trabajo profesional) y la actividad pastoral de los tres sacerdotes del Opus Dei no pasaron inadvertidas en el mundo eclesiástico de Viena. El cardenal Franz König, que tenía 49 años cuando en 1956 le nombraron arzobispo de una archidiócesis que no conocía, acababa de asentarse en Viena. Conocía y apreciaba a los sacerdotes de la Obra. No nos extrañó que muy pronto quisiera ver lo que estábamos haciendo en aquel piso alquilado del distrito cuatro, donde dábamos cursos sobre la fe católica, retiros espirituales, charlas de formación y actividades por el estilo. Y además habíamos empezado varias actividades culturales con conferenciantes invitados. Cuando fijamos la fecha para su visita invitamos a bastantes de nuestros nuevos amigos.
La visita del cardenal fue muy agradable. Acostumbrado al rígido estilo español que entonces se solía mantener en la relación con los obispos, me sorprendió que König fuera estrechando la mano y hablando con todos y cada uno de los asistentes. Cada apretón de manos se prolongaba en una animada conversación más personal: König quería saber simplemente quiénes eran los muchachos que venían a nuestro centro y de dónde procedían. Añadió que no quería dar ningún sermón, sino hacer una pregunta a los asistentes: «Acabo de darme cuenta de que venís de muchos lugares, ambientes, escuelas diversas. Conozco lo que es el Opus Dei, pero yo quiero que me lo digáis ahora vosotros. Decidme: ¿qué es lo que os atrae aquí, a esta casa del Opus Dei?». Yo sabía que nuestras invitaciones habían tenido un audaz “trasfondo evangélico”, porque los días anteriores habíamos salido «por los caminos y por los vallados (…) para que se llene mi casa» (Lucas 14, 23) y sabía que algunos de los presentes habían tenido poca relación con nosotros. Me sorprendió por tanto que precisamente uno de ellos diera un paso adelante y dijera al cardenal: «Eminencia, pienso que hablo en nombre de todos si le digo que lo que nos ha traído a este centro es que aquí hemos aprendido a rezar haciendo oración meditada».
A medida que fui conociendo el país comprendí mejor la pregunta del cardenal, porque Austria es no tan solo un país magnífico, sino que es un país con estamentos, regiones y grupos sociales bastante estructurados. En nuestra casa aquel joven prelado se dio cuenta de que los bachilleres, estudiantes y jóvenes profesionales con los que había hablado tenían procedencias bastante distintas: había algunos del tradicional distrito obrero de Favoriten, otros eran miembros de las tradicionales asociaciones católicas surgidas del Kulturkampf de mediados del siglo XIX; uno era hijo de un comerciante vienés que importaba corcho catalán; había estudiantes de facultades dispares (Medicina, Técnica, Música, Educación Física), incluso un aristócrata cuyo apellido le delataba. Era lógico, porque eran gente que habíamos conocido, por decirlo de alguna forma, en la calle.
Procediendo de un país no democrático y bastante clerical, yo no tenía clara conciencia del peso social e histórico que tuvo el período de entreguerras en toda Europa. Solo poco a poco fui comprendiendo muchas cosas. Después de la primera guerra mundial el catolicismo político había florecido en Europa. No solo en España. Austria había sido gobernada durante años por un prelado que había sido profesor de Teología Moral en Salzburgo (Ignaz Seipel). Después de él, el canciller Engelbert Dollfuss estableció un estado católico sin democracia parlamentaria. En Portugal, con el general Carmona y el profesor Oliveira Salazar, se estableció el Estado Novo, una dictadura conservadora y autoritaria. En Polonia surgió el Partido Democrático Nacional de Roman Dmowski, en Croacia se creó el Estado Independiente de Ante Pavelic, aliado con Hitler; en la desvalida Eslovaquia personalidades como Mons. Andrej Hlinka y el prelado Josef Tiso iban en la misma dirección. Un caso muy especial y extraño fue el de Eslovenia, donde el jesuita Anton Korosec no solo fue presidente del Partido Popular Esloveno, sino que —como representante de Eslovenia— también participó en el gobierno de Belgrado del “Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos”, recién creado en 1918. En 1928 y 1929 fue incluso el jefe del gobierno de Yugoslavia. También hubo movimientos integristas de inspiración religiosa en países sin tradición católica, como la “Legión del Arcángel Miguel”, de Corneliu Z. Codreanu en Rumanía.
Era lógico que los primeros de la Obra en Austria fueran jóvenes que reflejaban el ambiente multicultural de la Viena moderna, con horizontes abiertos y sin el corsé de ideologías superadas, como las que he enumerado antes. El segundo miembro austríaco era un joven estudiante de Medicina procedente de la ciudad de Krems, a orillas del Danubio, que luego se convirtió en un prestigioso neumólogo en Viena, el profesor Friedrich Kummer. Entre sus exámenes de Anatomía I y Anatomía II cultivaba su afición musical, cantando composiciones dodecafónicas de Arnold Schönberg. He escrito segundo, porque poco tiempo después de nuestra llegada a Viena, supimos que el “primer austríaco” había pedido ya la admisión a la Obra en Madrid. Se trataba de Hans Spalek, representante en Madrid de la Cámara de Comercio austríaca para desempeñar el cargo de consejero comercial anejo a la embajada.
Werner Litzka era un estudiante de ingeniería que fue ascendido muy pronto a asistente en la Universidad. Se encontraba muy bien entre nosotros y entró a formar parte de la Obra como numerario. Se especializó en cemento armado (que en alemán se llama Beton), y por eso le llamábamos Beton-Litzka.
Robert Bek, otro de los primeros numerarios, químico de profesión, era el típico vienés del distrito veinte de la capital (Brigittenau), territorio obrero. Hay una isla entre el canal del Danubio que rodea la parte vieja de Viena y el Danubio de verdad, que abarca la judería vienesa de la época de antes de Hitler, y una zona obrera con fábricas llamada Brigittenau, de donde proviene Robert. Xavier Sellés y yo íbamos a ese distrito a hacer deporte con Robert y sus amigos. Robert Bek era un caso muy típico de Viena: su padre de origen checo cayó durante la guerra y su madre procedía de Bohemia. En su casa, él y su hermana hablaban indistintamente en alemán o en checo con su madre.
Wolfgang Küng, al que he mencionado antes, señaló el 31 de noviembre de 1958 en una de sus cartas familiares que «uno de los periodistas españoles toca el acordeón». Se refería a Xavier Sellés, que también trabajó como periodista al principio, y que se había traído a Viena el acordeón Hohner que había venido usando en la tuna de Barcelona.
Wolfgang no perdió ninguna oportunidad de introducirnos en ambientes estudiantiles. Fuimos invitados a finales de 1958 por Wolfgang y un estudiante de economía Albert Slateff (que también acudía a las meditaciones semanales del Doktor Francés) a la celebración de la fiesta conmemorativa de la fundación de la asociación estudiantil Marco-Danubia. Aquellos fue una experiencia inolvidable. No tenía ni idea de lo que eran esas asociaciones y me sorprendió bastante el inesperado ceremonial: desde llevar banderas, botas y gorras de cuero (en una habitación cerrada) hasta usar indicaciones en lengua latina (Silentium!, etc.).
Xavier, que siempre había tenido debilidad por el séptimo arte, se inscribió en la Academia de Cine, y todavía recuerdo cómo nos habló de un director llamado Walter Kolm-Veltee, que después de la guerra tuvo un éxito asombroso con el filme Eroica (sobre Ludwig van Beethoven). Yo iba a trabajar a la asociación de la prensa extranjera (Presseclub Concordia), donde pude conocer a algunos colegas jóvenes. El cuerpo de prensa italiano en Viena era numeroso. Algunos de estos colegas podrían haber escrito las informaciones sobre Austria que san Josemaría leyó en la prensa italiana antes de visitar Viena dos veces en 1955.
El espectro de nuestros contactos era bastante colorido. Yo había sido un entusiasta montañero en los Pirineos catalanes, así que no me fue difícil encontrar compañeros alpinistas en Viena, a pesar de las dificultades lingüísticas iniciales. Una vez estaba en la antigua Matrashaus en el pico del Hochkönig (2941 metros) y pedí algo para comer a la casera. Cuando ella regresó a la cocina le oí como decía a su marido: «Anton, ahí fuera hay un español que parece uno de los nuestros» (er schaut aus wie die Unsrigen). Me imagino que era la primera vez que veía a un español con pantalones de montaña y sombrero tirolés.
Xavier se sintió atraído por otro deporte: empezó a jugar al fútbol en el parque Augarten de Viena los sábados, a través de amigos comunes. El campo de deporte estaba en uno de los más bellos parques de Viena, de 52 hectáreas. Xavier era un delantero bastante agresivo y temido.
He mencionado a Friedrich Kummer y a Wolfgang Küng. Movido por los beneficios que le proporcionaba la atención espiritual que él recibía de laicos y sacerdotes en aquel piso, Kummer invitó a un sobrino suyo, que estaba terminando el bachillerato. Se llamaba Ernst Burkhart. Sus padres eran músicos y él tocaba el violín. Fue otro de los primeros. Estudió Derecho, trabajó brevemente en un bufete de abogados y fue periodista hasta que se trasladó a Roma, donde recibió la ordenación sacerdotal en 1973. A principios de los años sesenta, Wolfgang me dijo que un hermano menor, que estaba estudiando Medicina en Innsbruck, había decidido pasar un “semestre cultural” en Viena: “kümmere Dich um ihn, bitte” (hazte cargo de él) me dijo. Así lo hice: se trataba de Klaus Küng que decidió entonces no regresar a Innsbruck, pidió la admisión como numerario, terminó Medicina y fue el primer director de la residencia universitaria Birkbrunn. Luego se trasladó también a Roma para prepararse al sacerdocio, y fue ordenado en 1970. Wolfgang Küng nunca fue del Opus Dei, pero es el patriarca de una gran familia de la que han salido vocaciones de hombres y mujeres del Opus Dei.
Tanto Klaus Küng como Ernst Burkhart serían sucesivamente vicarios regionales de la Obra en Austria y en los países que dependieron durante un tiempo del vicario en Austria. Küng fue, además, a partir de 1989, obispo de Feldkirch y después, de Sankt Pölten.
Los jóvenes profesionales que fueron pidiendo entonces la admisión como supernumerarios empezaron pronto a superar a los numerarios. Había de todo: médicos, impresores, juristas, campesinos, ingenieros, comerciantes, arquitectos, músicos, fontaneros, historiadores, militares, geógrafos, economistas… Otra vocación de la primera época fue la de un joven suboficial del ejército americano que había estado en Austria durante la época de la ocupación aliada. Se llamaba Bob T. Biddle. Cuando terminó la ocupación en 1955, Bob regresó con su unidad (que estaba en el campo de aviación militar americana de Langenlebarn) a los EE. UU. Pero muy poco después estaba de nuevo a Viena: había regresado por su cuenta a Austria, donde se estableció como comprador para una gran cadena de almacenes americanos. Cuando vino era miembro de una pequeña comunidad presbiteriana de Pennsilvania, pero se hizo católico en Viena. Hasta que un día apareció en casa diciendo: «Vengo de confesarme en la catedral y el sacerdote me he dicho que viniera al Opus Dei, porque seguramente este podría ser mi camino… y aquí estoy».
Un día un colega suizo/austríaco me llamó para preguntarme si tenía periódicos españoles para un estudiante de secundaria eslovaco, que había venido de Bratislava a Viena como autoestopista: el joven había cursado le enseñanza media en una escuela secundaria bilingüe (eslovaco/castellano) en Bratislava y deseaba leer prensa española. Nos conocimos, le di los periódicos y pronto nos hicimos amigos. No recuerdo cuántas semanas estuvo en Viena. Más tarde, solíamos encontrarnos cuando yo viajaba por razones profesionales a Bratislava o él se las arreglaba para conseguir un visado de turista. Hablamos de todo, y por supuesto de Dios. Pasó algún tiempo antes de que mi nuevo amigo descubriera su vocación al sacerdocio: ya era un profesional y había trabajado como matemático en los programas para la preparación de los planes anuales del gobierno eslovaco.
A petición suya, le ayudé a trasladarse a Austria para recibir aquí la formación sacerdotal adecuada. Para ello fue necesaria una operación complicada: primero fue a Yugoslavia, un país para el que los ciudadanos de Checoslovaquia no necesitaban permiso de salida. Pedí a un amigo austríaco si podía recoger al joven matemático en Yugoslavia y llevarle discretamente en su coche a Austria. No fue fácil, pero la operación funcionó. Mi amigo eslovaco se hizo sacerdote y más tarde fue el primer sacerdote diocesano de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz en Austria.
[1] Álvaro del PORTILLO, carta pastoral del 30 de octubre de 1975, Nr. 9, citada en C. ORTIZ en Josemaría Escrivá – Profil einer Gründergestalt, p. 18, Adamas Verlag, Colonia 2002.
[2] Carta en EF-491125-3, citada en Vázquez de PRADA, El Fundador del Opus Dei, tomo 3, Rialp, Madrid 2003, pág 332, nota 59.
[3] Carta a sus hijos de Portugal, desde Milán, en EF-491125-4.
[4] Javier ECHEVARRÍA, Auf Europas Straßen, en César Ortiz (ed.), Josemaría Escrivá – Profile einer Gründergestalt, Colonia, Adamas, 2002, p. 20
[5] Crónica de mayo de 1968, p. 545.