Читать книгу Superar los límites - Рич Ролл - Страница 10
ОглавлениеCAPÍTULO CUATRO
DE BAJO EL AGUA A BAJO LA INFLUENCIA
Desde el momento en que aquel día nevado en Míchigan, Bruce Kimball me dio mi primera cerveza, supe que el alcohol me traería muchos problemas. Quizá no a corto plazo, pero sí en algún momento. Aunque se convirtió en un bálsamo milagroso para mis incapacidades sociales, simplemente me gustaba demasiado. Yo no había crecido en un hogar de alcohólicos —de hecho, nada más lejos de la realidad—, pero sabía lo suficiente como para ser consciente de que una atracción magnética de ese calibre no podía ser buena. Mi caída en las gradas del estadio confirmó esa convicción subliminal. Eso no significaba que fuera a hacer algo al respecto; fue sólo una señal de lo que pronto se convertiría en una evidencia. Así que aparté la idea de mi mente. Si fingía que no había ningún problema, entonces no habría ningún problema.
Pero no pasó mucho tiempo hasta que una noche de borrachera a la semana se acabara convirtiendo en dos. En primavera de mi primer año, ya iba de fiesta entre cuatro y cinco noches a la semana. ¿Pero no se supone que la universidad va de eso? ¿Qué había de malo en pasar de estudiar un miércoles por la noche por un barril en la Pi Delta? Seguía sacando sobresalientes. Y cuando eres joven y fuerte, no tienes problemas para levantarte con resaca, ir a entrenar y presentarte en clase preparado. Evidentemente, sí que el aliento me olía a alcohol cuando mis pies desnudos se posaban en el cemento de la piscina DeGuerre a las seis de la mañana, pero no era el único. Y nunca me quedaba dormido.
En el Pac-10 Championship de la primavera de mi primer año de carrera, hice mis mejores tiempos, pero seguía quedándome corto con relación a los tiempos mínimos requeridos para poder competir en los campeonatos de la primera división de la NCAA. Estaba decepcionado, pero, hasta cierto punto, no creía merecer pasar el corte. Al mes siguiente, en Indianápolis, Stanford se aseguró su segundo campeonato de la NCAA, pero yo me quedé en casa, sin poder hacerme con el codiciado anillo de campeón. Además, jamás volvería a mejorar mis tiempos.
Durante mi segundo y tercer curso, seguí nadando, pero el amor se fue desvaneciendo hasta prácticamente desaparecer por completo. Por primera vez en mi vida, nadar se había convertido en una rutina. Estaba harto de sentirme agotado todo el tiempo. Recuerdo los entrenamientos de Navidad en mi segundo curso, un acontecimiento anual por el que el equipo volvía antes de las vacaciones de invierno a un campus dormido y se hospedaba en una casa de fraternidad vacía únicamente para entrenar, día tras día, durante dos semanas hasta que nos doliesen los ojos. Aparte de comer, lo único que hacía entre sesiones era dormir, sólo para despertar con una única emoción: pavor.
Así que, poco a poco, tanto dentro como fuera de la piscina, fui abandonando mis nobles objetivos. A medida que iba decreciendo mi interés por la piscina, también iba haciéndolo mi aprecio por todas mis demás aspiraciones, todo excepto salir hasta tarde, emborracharme y pasármelo lo mejor posible. Incluso dejé apartado mi amor declarado: la biología, lo que misteriosamente descartó mi ambición por la Facultad de Medicina. El único recuerdo que tengo de mis razones es: ¿quién necesita argumentos? Toda mi atención se redujo a aquello que tenía justo delante de mis narices. En otras palabras, ¿dónde está la siguiente fiesta? El alcohol obrará el milagro.
En segundo, mis tiempos en la piscina eran fiel reflejo de mi pérdida de concentración, un patrón que en tercero fue en aumento. Como era de prever, seguí sin clasificarme para los NCAA, volviendo a perder la oportunidad de participar en la victoria de Stanford (su tercer año consecutivo) y de hacerme con el anillo. Durante la preparación del Pac-10 Swimming Championship que tuvo lugar durante la primavera de mi tercer año, me prometí a mí mismo y a mis compañeros que no bebería nada durante el mes previo a la mayor competición del año, y tenía muchas esperanzas de formar parte del equipo para el NCAA. Tristemente no fui capaz de aguantar ni una semana. Huelga decir que mis tiempos de ese año para el Pac-10 fueron malísimos, de hecho, patéticos. A pesar de los miles de metros que había nadado desde mi llegada a Stanford, había nadado más rápido en el instituto que en esa competición. Pero en vez de intentar poner remedio a mi creciente dependencia del alcohol, simplemente dejé el deporte en general.
No puedo decir que la decisión fuera fácil. Le estuve dando vueltas durante semanas.
En el descanso de la temporada de primavera, me pasé por la oficina de Skip.
—He decidido dejarlo, Skip. No puedo seguir.
Esperaba que intentara disuadirme, calmarme y convencerme para que me quedara, que me dijera lo mucho que me necesitaba el equipo. Pero no, se limitó a encogerse de hombros, sin apenas levantar la mirada del periódico que estaba leyendo.
—Vale, Rich. Buena suerte.
Y entonces, el silencio. No tenía respuesta para su inesperada despreocupación. ¿Era una especie de táctica pasivo-agresiva? ¿Un truco mental Jedi? Como antiguo marine que sirvió voluntariamente como francotirador en Vietnam, Skip es un tipo rudo, de esos que no hace prisioneros, famoso por su dominio de los juegos mentales y con tendencia al puño y la pataleta; es una leyenda en los anales de la natación universitaria, pero lo cierto es que sabía que ya no me importaba. Entonces, ¿por qué debería importarle a él? Durante los últimos tres años había visto desde el borde de la piscina cómo había malgastado las innumerables oportunidades que se me habían presentado. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse que en mi autocompasión, como en el codiciado cuarto título consecutivo de la NCAA. Los auténticos atletas se entregan a su deporte y están totalmente decididos a ser los mejores. Y yo ya no era uno de esos. Él lo sabía tan bien como yo. ¡Adiós, muy buenas!
Al mirar atrás, me pregunto qué habría sido de mi carrera de nadador si hubiera decidido abordar mi problema con el alcohol, pero después de la batalla todos somos generales y, en aquella época, tenía poca capacidad de introspección. En retrospectiva, un análisis escrupuloso habría requerido un coraje y una capacidad de los que yo, simplemente, carecía. Y entonces empezó mi caída en picado a las garras de la negación, la característica definitoria del alcohólico. Culpaba de mis fallos a todo menos a mí mismo: a Skip por su actitud, a un programa que me había hecho entrenar demasiado, a mis padres por ser sobreprotectores, a los estudios por ser una prioridad y a Dios, en el que no creía, por haberme defraudado.
Tras mi breve conversación con Skip, me invadió una profunda sensación de tristeza y pérdida; era una especie de duelo. Desde que tenía uso de razón, la natación había sido todo para mí. Y ahora, sin más ni más, se había ido. No estaba preparado para las emociones que surgieron dentro de mí que no sólo me provocaban confusión, sino también vértigo, como si estuviera en caída libre. ¿Y ahora qué? Me di cuenta de que, en realidad, nunca había reflexionado demasiado sobre quién era yo, sobre lo que me interesaba realmente o sobre lo que quería hacer fuera de la piscina. Desorientado, me metí en mi viejo Volvo verde y me fui solo al condado de Marin, una preciosa zona rural al norte, al otro lado del Golden Gate de San Francisco. Sentado en la cima de una colina sobre el puerto de Sausalito, miré a Alcatraz y me di cuenta de que estaba perdido. Las lágrimas brotaron de mis ojos. No dejé de llorar durante como una hora.
Me gustaría poder decir que fue un momento de claridad en el que me di cuenta de que el alcohol había acabado con mi carrera de nadador y de que ya era hora de abordar mi problema con él y recomponerme antes de que las cosas empeoraran todavía más. Por desgracia, eso no fue lo que pasó. Cuando se me secaron las lágrimas y pasó la catarsis, simplemente me sentí aliviado, como si me hubiese liberado de una cárcel de cloro que me había aprisionado desde que podía recordar. Es curioso cómo funciona la mente humana y lo rápido que había podido olvidar mi amor por la natación y por lo lejos que me había llevado. Pero en ese momento suponía poco menos que un impedimento para mi felicidad. Así que volví al campus, donde me dediqué en exclusiva a pasármelo bien. Y para mí, pasármelo bien significaba emborracharme. Emborracharme mucho.
A duras penas si recuerdo algo de mi último año de carrera. Una continua luz cegadora de largas noches, fiestas, chicas y resacas. No voy a mentir: fui un temerario. Pero también fue divertido. Seguía a la fiesta e iba encantado adonde me llevara.
Pero sabía que antes de graduarme tenía que encontrar algún tipo de trabajo. ¿Y qué haces cuando no estás seguro de qué hacer? Pues empiezas a pensar en alguna facultad de derecho. Al menos ése fue mi caso. Por lo general, a mi padre parecía gustarle realmente su carrera. No puedo decir que me apasionara la jurisprudencia —de hecho, no tenía ni idea de lo que suponía ejercer la abogacía—, pero sí que parecía una ruta aceptable y respetada que seguir. Llevaría un bonito traje y, quizá, unas gafas molonas. Trabajaría en una oficina elegante con buenas vistas. Debatiría los temas del día en largas comidas en restaurantes sofisticados y, sin demasiado riesgo ni gasto de energía, encajaría en la corriente aprobada de la sociedad urbana. Dicho de otra forma, mi interés era totalmente insustancial. Pero ya era demasiado tarde para solicitar el ingreso en alguna facultad de derecho para el año siguiente. Quizá una corta temporadita en un bufete de abogados sería una buena forma de pasar un año viendo de qué iba ese mundillo. Pensé que podría poner un pie dentro, mantenerme a mí mismo y tranquilizar a mis padres.
Así que el otoño siguiente empecé a trabajar como asistente legal en Skadden, Arps, Slate, Meagher & Flom, un enorme bufete con sede en Nueva York que se había hecho un nombre durante el bum de fusiones y adquisiciones de los años ochenta. Estaba bastante lejos de ser un trabajo bien pagado, pero el programa ofrecía el pago de la matrícula de los asistentes legales que se matriculaban en la facultad de derecho, así que me dije a mí mismo que era un buen plan si al final iba en esa dirección. Antes de eso, sólo había visitado Nueva York brevemente cuando era muy joven. Parecía muy exótico porque, aunque estaba a tan sólo un par de horas de Washington, era un mundo por completo diferente de mi ciudad de estudios. Me dije que Nueva York sería el contrapunto excitante que necesitaba para contrarrestar lo que, sin duda, acabaría siendo un trabajo soporífero. Pero el principal pensamiento que empezó a rondarme la cabeza fue que en Nueva York no necesitaría coche, que no tendría que conducir y, por lo tanto, podría beber todo lo que quisiera sin tener que preocuparme de que me multaran. Así que puse rumbo a Manhattan, principalmente porque parecía un lugar estupendo para beber. Y así fue.
Llamo cariñosamente a Nueva York la Disneylandia para los alcohólicos, porque es una zona acelerada en la que nada está fuera de lugar. Además, me iba a mudar a un pequeño apartamento en el centro de la ciudad con un nadador de Stanford, Matt Nance, que había conseguido un trabajo de analista en Morgan Stanley. No podía esperar.
Pero cuando empecé a trabajar en Skadden, se confirmaron mis sospechas de trabajo soporífero. Había subestimado lo mundano, tedioso, disfuncional y desagradable que podía ser ese puesto. Hacía fotocopias durante horas hasta que me dolía la espalda. Me pasaba semanas encerrado en una sala de conferencias sin ventanas con montañas de cajas llenas de papeles que llegaban hasta el techo y organizaba los documentos en carpetas por fecha y tema. Si tenía suerte, me encargaban «redactar» información de los documentos. Esta excitante tarea consistía en tapar la información privilegiada con tiras de cinta blanca desde primeras horas de la mañana hasta las tantas de la madrugada, día tras día. Pero había un encargo que era todavía más alienante: algo llamado numeración Bates, una forma de catalogación de documentos para fines de investigación jurídica. Hoy en día, esto se hace con escáneres informáticos. En 1989 suponía sellar a mano con números consecutivos todas y cada una de las páginas de un documento con ayuda de una pesada máquina manual de sellar, metálica y arcaica de antes de la guerra. Parece simple, a menos que tengas que sellar cientos de miles de páginas. Alguien tenía que hacerlo, así que ¿por qué no un estudiante de Stanford?
Las jornadas eran maratonianas, así que nada de hacer planes para la noche o para los fines de semana. La mayor parte de mi existencia despierto se desarrollaba en el bufete, donde vendía mi vida por un salario anual de 22.000 dólares y el privilegio de ser explotado por abogados estresados y faltos de sueño que volcaban sus muchas frustraciones personales en sus subordinados. En innumerables ocasiones presencié cómo hombres adultos rompían a llorar o se exasperaban. Una vez, un abogado llegó a tirarme el pesado código federal a la cabeza.
No estoy intentando dar pena, no estaba trabajando en una mina de carbón. Simplemente es una instantánea de la vida en un gran bufete de abogados de Nueva York a finales de los ochenta, una realidad muy alejada de lo que se veía en televisión o se les decía a los ignorantes estudiantes de derecho, y mucho más alejada del mundo de caballeros en el que se había movido mi padre. Me gustaría poder decir que entonces ya sabía que la facultad de derecho no era para mí, que buscaría una vida con algo más de sentido. Pero, por desgracia, no fue eso lo que pasó. Fue mi primer trabajo de verdad, así que asumí que mi experiencia era normal, que eso era lo que suponía trabajar en el mundo empresarial estadounidense. Es lo que se supone que hombres con educación como yo deben hacer.
Dicho esto, yo no quería lo que tenían esos abogados, una vida que parecía ser miseria sobre una montaña de dinero. Y en realidad no quería su aprobación. Simplemente, no me importaba. Sabía que un trabajo bien hecho recibiría el único premio de un aumento en la demanda de mis servicios.
Así que cuando sonaba el teléfono, lo dejaba sonar. A continuación, esperaba una hora o así para devolver la llamada sabiendo que el abogado que necesitaba ayuda ya habría encontrado a otro que cumpliera sus órdenes. En muchas ocasiones, pasaba las resacas cerrando la puerta de la oficina, apagando las luces y echando una siesta. Otros días, sin que nadie se enterara me iba de la oficina durante horas para entretenerme con largas comidas, pasear por las calles del Midtown o mirar una película. Si alguien me hubiera preguntado dónde había estado, me habría inventado algo, pero nadie preguntó nunca. Era un lugar demasiado grande como para vigilar a un empleado de bajo nivel como yo, así que me aprovechaba de la situación.
Como solía decir Adam Glick, mi amigo y compañero de oficina: «Tío, oficialmente eres el peor asistente legal de la historia de Skadden». No puedo rebatir su afirmación, una percepción compartida por otros.
Pero mi otra predicción también se hizo realidad. La banalidad de mi existencia profesional se compensó con una fuerte vida social. Hice grandes amigos entre los compañeros asistentes legales y formamos un grupo muy unido de amantes de la juerga y adoradores de las fiestas nocturnas. Nos llamábamos a nosotros mismos los «Reyes de la escena social de bajo presupuesto».
Mi espíritu viajero de borracho me llevó a los bajos fondos de la vida nocturna de Manhattan, en una ruta de tantos bares del centro, clubes de vanguardia, veladas en lofts y fines de fiesta degenerados como pudiera encontrar. En una ocasión, terminé en el sótano de un edificio decrépito y medio vacío del centro viendo bolos con enanos, antes conocido como «lanzamiento de enanos», una horrorosa y ahora ilegal reliquia de la escena fiestera de moda en Nueva York en los años noventa, en la que personas bajitas con trajes acolchados de Velcro eran lanzados a paredes recubiertas de Velcro por asistentes a la fiesta que competían por el lanzamiento más rápido. Había leído sobre el tema en el libro American Psycho, de Bret Easton Ellis, pero había supuesto que se trataba de una licencia literaria. Pero entonces lo vi con mis propios ojos.
Por aquella época, mi compañero de piso Matt Nance había empezado a entrenar para la Manhattan Island Marathon Swim, una circunnavegación de 45 kilómetros de toda la isla de Manhattan.
—Deberías hacerlo conmigo, Rich —me dijo Matt.
¿Rodear nadando Manhattan? ¿Incluido el río Harlem? Sí, claro. No sólo me parecía imposible, sino que además no me interesaba lo más mínimo. No, estaba demasiado ocupado emergiendo de sopores etílicos en apartamentos extraños, deambulando por callejones vacíos del centro en plena noche y subsistiendo a base de cerveza, perritos calientes de Gray’s Papaya, hamburguesas de McDonald’s y pizzas de Ray’s Pizza. Aunque en esos momentos no tenía la suficiente conciencia de mí mismo como para darme cuenta, iba a la deriva, hacia el caos, destruyéndome lentamente a mí mismo.
Y entonces recibí la llamada. Un día antes de que empezaran las clases, me informaron de que había sido la última persona de la lista de espera de la Cornell Law School en ser aceptada. Tras un montón de cartas de rechazo, era mi última oportunidad de estudiar derecho. Teniendo en cuenta mi estelar experiencia en Skadden, suele sorprenderme que mordiera el anzuelo, pero en aquel momento me pareció lo correcto. Quizá algún tipo de instinto protector me había hecho darme cuenta de que me podría salvar de caer al abismo.
En menos de 24 horas de infarto, me encontraba en la curiosa aldea rural de Ithaca (Nueva York). Al entrar en un auditorio para escuchar al corpulento profesor Henderson amenizar a un grupo de entusiastas e inocentes estudiantes de primero de Derecho con los nada fascinantes principios del derecho de responsabilidad civil, sentí que privado de sueño me daba vueltas la cabeza. Al echar un vistazo a la habitación, me pareció más que obvio que todos los demás estudiantes se habían pasado todo el verano preparándose para ese día. Mientras yo estaba ocupado en las raras profundidades de Manhattan, mis compañeros de clase habían completado diligentemente la lectura de una larga lista de libros, por lo que llegaban más que preparados. La única cosa para la que yo estaba preparado era para la hora feliz. Seis mil solicitudes para tan sólo 180 plazas, y yo había sido la última persona en entrar. El absoluto fondo del barril. No pude evitar preguntarme si había cometido un grave error.
Sin embargo, resulta que me gustó bastante la Facultad de Derecho. Al seguir una trayectoria sólida, fuera la que fuera, sentí una especie de liberación. No puedo decir que los profesores de Cornell hicieran nacer en mí el amor por las leyes, pero me gustó volver a un entorno académico y a los retos que eso suponía.
Siempre había sido una persona sensible a las fluctuaciones del tiempo, y en un determinado día mi estado de ánimo dependía de si el sol brillaba o no. Llámalo «trastorno afectivo estacional» o, simplemente, carencia de vitamina D, pero al principio el frío de Ithaca me provocó un estado depresivo. Lo bueno es que tenía la cura perfecta para esa afección. Ya te lo imaginas, ¿no? Alcohol.
En esa época tenía la esperanza de que salir de Nueva York sería la forma perfecta de dejar atrás mis problemas con el alcohol. Pero en vez de admitir conscientemente que tenía un problema, tuve el impulso de controlar y disfrutar de la bebida.
Por supuesto, fuera donde fuera, siempre me llevaba a mí conmigo, así que no tardaba mucho en volver a mis antiguas costumbres. De hecho, al añadir un coche a la ecuación las cosas empeoraron. Me llevó a unos cuantos roces con la ley y al fantasma de un arresto por conducir bajo los efectos del alcohol, del que me salvé por poco en varias ocasiones. Y cuando el entorno pastoril empezó a aburrirme, volví pitando a Manhattan (las cuatro horas de coche eran un precio pequeño que pagar por un fin de semana perdido empapado en cerveza).
A pesar de todo, conseguí sacar unas notas decentes. No fueron sobresalientes, pero sí sólidos notables o notables altos como media. Bueno, vale, también saqué unos cuantos suficientes, pero no muchos e, incluso, de vez en cuando me ponían algún sobresaliente para equilibrarlo todo. «No está mal», pensé. En mi opinión, teniendo en cuenta que había sido la última persona admitida en la clase, todo lo que no fuera ser el último era una victoria. Nada que ver con mi desenfrenada ambición de juventud. Ese fuego en el estómago que me había definido años atrás no sólo estaba dormido, sino que ya se había extinguido.
En una ocasión me metí un paquete de seis cervezas Beck entre pecho y espalda sentado en mi Volvo antes de presentar un trabajo sobre constitucionalismo ruso. La clase empezaba a las dos de la tarde. Puedo ser idiota, pero no estúpido. Sabía que lo más probable era que fuese un total y absoluto desastre. Entonces, ¿por qué? No tengo una respuesta satisfactoria. De hecho, ni siquiera me hice la pregunta. Todo lo que recuerdo es la incapacidad de parar. Tras quince minutos de alocución, el profesor visitante de Moscú me llevó aparte.
—¿Tendría unos minutos para hablar después de clase? —me preguntó con serenidad con su fuerte acento ruso sacado de una película de espías de la KGB.
Con el alcohol corriendo por las venas, respiré hondo y aguanté la respiración. «Prepárate para el gulag», pensé.
Cuando el aula se vació, me acerqué, mentalizado y aterrorizado. Me puso la mano en el hombro y esbozó una extraña sonrisa.
—Richard, la presentación ha sido brillante. Sobresaliente. Con su permiso, me gustaría presentarla en Moscú en la convención rusa constitucional especial.
¡¿Qué?! Ese organismo especial de setecientas personas incluía a algunos de los líderes políticos y juristas más entendidos del mundo que habían sido reclutados para ayudar a la redacción de la Constitución rusa. En vez de la inevitable humillación, el castigo o, incluso, la expulsión para la que me había preparado, me premiaron. Por supuesto, el mensaje fue exactamente el que no necesitaba: beber es la solución, no el culpable.
En la primavera de mi tercer y último curso, recibí una oferta para trabajar como asociado en el bufete Littler Mendelson de San Francisco, especializado en derecho laboral. ¿Era un apasionado del derecho laboral? Pues no, pero la oficina era muy bonita y el salario, decente. Me valía. Conseguir el trabajo me tranquilizó y me preparó para lo que vendría después, permitiéndome dejar de preocuparme por las notas y disfrutar de los días que me quedaban en la Facultad de Derecho en una neblina etílica libre de preocupaciones.