Читать книгу Superar los límites - Рич Ролл - Страница 6

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PREFACIO

La pájara llega cuando menos te lo esperas. En un momento dado estoy bien, pedaleando a buen ritmo, incluso bajo la lluvia, y en cuestión de un segundo percibo una leve sacudida y mi mano izquierda resbala del manillar mojado. Salgo volando por los aires lejos del sillín. Siento una pérdida momentánea de la gravedad y entonces ¡pum! Mi cabeza golpea con fuerza la carretera, mientras mi cuerpo se desliza unos seis metros por el húmedo pavimento. Los trozos de gravilla se me clavan en la rodilla izquierda y me dejan el hombro en carne viva, mientras, con el pie derecho todavía enganchado en el pedal, la bici me cae encima.

Un segundo después, estoy tumbado boca arriba con la lluvia golpeándome y el sabor de la sangre en los labios. Intento liberar el pie derecho y levantarme utilizando el hombro que parece no sangrar. De alguna forma, consigo sentarme. Aprieto el puño de la mano izquierda y el dolor sube hasta el hombro: tengo la piel completamente arañada y la sangre se mezcla con la lluvia formando pequeños riachuelos. La rodilla izquierda tiene un aspecto muy parecido. Intento doblarla... Mala idea. Cierro los ojos, y tras ellos percibo un intenso color morado y rojo, y un martilleo en los oídos. Respiro hondo para intentar calmarme. Pienso en las miles de horas que he pasado entrenando para llegar a este punto. Tengo que hacerlo, tengo que levantarme. Es una carrera. Tengo que volver a la competición. Y entonces lo veo: el pedal izquierdo se ha hecho añicos; trozos de carbono esparcidos por todo el pavimento. Hoy todavía quedan 217 kilómetros, algo bastante duro incluso con los dos pedales. ¿Sólo con uno? Imposible.

Apenas ha amanecido en la gran isla de Hawái, y estoy en una impoluta extensión de terreno conocida como Red Road [camino rojo], que debe su nombre a la escoria roja que la cubre, tro-citos de la cual están ahora profundamente incrustados en mi piel. Unos minutos antes era el líder de la general, tras unos 56 kilómetros de los 273 de la segunda etapa del 2009 Ultraman World Championship, un triatlón de tres días de 515 kilómetros, el doble de la distancia del Ironman. El Ultraman, una competición que rodea toda la Gran Isla, es un festival de resistencia en el que sólo se puede participar con invitación, limitado a 35 competidores en suficiente forma y lo bastante locos como para intentarlo. El primer día hay que nadar unos 10 kilómetros en el océano, más 145 kilómetros en bicicleta. El segundo día es una etapa ciclista de 273 kilómetros. Y el punto culminante llega el tercer día con una carrera de 85 kilómetros por los campos de lava abrasadora de la Kona Coast.

Este es mi segundo intento del Ultraman —el primero fue hace justo un año— y tengo grandes expectativas. El año pasado asombré a la comunidad de los deportes de resistencia al salir de ninguna parte a la avanzada edad de 42 años para ocupar un respetable undécimo puesto tras sólo seis meses de entrenamiento serio, y todo eso después de décadas de abusar temerariamente de las drogas y el alcohol que casi me matan a mí y a otros, sin otra actividad física que arrastrar comida a mi casa y, quizá, trasplantar alguna planta. Antes de esa primera carrera, la gente decía que para un tipo como yo intentar algo como el Ultraman era una locura, por no decir una estupidez. Después de todo, me conocían como abogado sedentario de mediana edad, con mujer e hijos y una carrera profesional en la que pensar, y que ahora andaba por ahí buscando una misión imposible. Además estaba entrenando —e intentando competir— con una dieta íntegramente basada en plantas. «Imposible —me dijeron—. Los veganos son enclenques larguiruchos, incapaces de hacer algo más atlético que dar una patada a una pelota de Hacky Sack. No hay proteínas en las plantas, así que no podrás hacerlo». He oído de todo. Pero en lo más profundo de mí, sabía que era posible.

Y lo hice, probando a todo el mundo que se equivocaban y desafiando no sólo a la «mediana edad», sino también a los en apariencia inmutables estereotipos sobre la capacidad física de una persona que sólo come plantas. Y aquí estaba otra vez, en mi segundo intento.

Un día antes había empezado la carrera en un gran estado de forma: terminé el primero con diez minutos de ventaja sobre el siguiente competidor los diez kilómetros a nado de Keauhou Bay. Fue el sexto mejor tiempo de los 25 años de historia del Ultraman, estaba teniendo un debut realmente increíble. A finales de la década de los ochenta, competía como nadador en Stanford, así que no era algo demasiado sorprendente. ¿Pero la bicicleta? Eso era otra historia. Hacía tres años ni siquiera tenía mi propia bicicleta, así que mucho menos sabía cómo competir. Y el primer día de carrera, después de haberlo dado todo nadando durante dos horas y media en fuertes corrientes oceánicas, la fatiga ya se dejaba sentir. Con los pulmones quemados por la sal del agua y la garganta en carne viva por haber vomitado el desayuno media docena de veces en Kailua Bay, me enfrentaba a 145 kilómetros de despiadada humedad y viento de cara con la fuerza de un vendaval camino del parque nacional de los volcanes. Hice los cálculos. Sólo era cuestión de tiempo que los especialistas en bicicleta recuperaran el tiempo perdido y me adelantaran en los últimos 30 kilómetros del día, una agotadora subida de más de un kilómetro hasta el volcán. Miraba hacia atrás esperando ver al tricampeón brasileño del Ultraman, Alexandre Ribiero, pisándome los talones, rastreando a su presa. Pero no le veía por ninguna parte. De hecho, durante todo el día no vi a ningún otro competidor. No podía creerlo cuando realicé el último giro en la rampa de llegada, y oí a mi mujer, Julie, y a mi hijastro Tyler gritando desde la furgoneta de equipo que había ganado la etapa del primer día. Julie y Tyler saltaron de la furgoneta y me abrazaron; me hundí en sus brazos con la cara cubierta de lágrimas. Y resultó todavía más sorprendente el tiempo que tardó el siguiente competidor en llegar: ¡diez largos minutos! ¡Estaba ganando el Ultraman con una ventaja de diez minutos! No era tan sólo un sueño hecho realidad, sino que también había hecho una marca imborrable en el ámbito de los deportes de resistencia, una para los libros de récords. Y para alguien como yo, un tipo de mediana edad que sólo come plantas, bueno, con todo lo que había vivido y superado, era algo simple y llanamente increíble.

Así que la mañana del segundo día, todos los ojos estaban posados en mí mientras esperaba con el resto de los atletas en la línea de salida del parque nacional de los volcanes, tenso y empapado por la fría y oscura lluvia de primeras horas de la mañana. Cuando sonó el disparo, todos los tipos importantes saltaron como jaguares intentando coger la delantera con rapidez y formar un pelotón de cabeza bien organizado. Sería un eufemismo decir que no estaba preparado para empezar la carrera de 273 kilómetros con un esprín a toda máquina de esos que te matan; no había calentado antes y no me esperaba un ritmo de carrera tan alto. Al acelerar colina abajo a una velocidad próxima a los 80 kilómetros por hora, busqué fuerzas en lo más profundo de mí mismo para seguir el ritmo y mantener la posición dentro del grupo de cabeza, pero mis piernas no tardaron en llenarse de lactato y caí a los últimos puestos del pelotón.

Durante los primeros 32 kilómetros de bajada rápida por el volcán, la situación fue lo que se suele llamar «ir a rebufo»; es decir, correr detrás de otros corredores y resguardarse de las rachas de viento. Una vez protegido por el grupo, puedes seguir el ritmo con poco consumo de energía. Lo último que quieres es «descolgarte» y quedar a tu propia suerte, un lobo solitario luchando contra el viento con la única ayuda de tu energía. Y eso era exactamente en lo que me había convertido. Estaba detrás del pelotón de cabeza, todavía a bastante distancia del siguiente grupo «perseguidor», sólo que yo me sentía más una rata canija que un lobo. Una rata mojada, helada y canija, cabreado y molesto conmigo mismo por mi mala salida, ya sin aliento y con ocho duras horas de carrera por delante. La lluvia lo empeoraba todo, además había olvidado cubrir las zapatillas, así que tenía los pies empapados y entumecidos por el frío. No hay nada que me moleste más que unos pies mojados y fríos, ni siquiera el dolor. Consideré la posibilidad de reducir para dejar que el siguiente grupo me cogiera, pero estaban a demasiada distancia. Mi única opción era no aflojar.

Cuando llegué al final de la bajada, hice el giro hacia la punta sudeste de la isla justo en el momento en que salió el sol. Por fin empezaba a sentir algo de calor cuando giré hacia Red Road. Ésta era la única parte de toda la carrera sin cobertura de equipo: no se admitían coches de apoyo. Durante 24 kilómetros, estás solo. No vi ningún otro corredor mientras cruzaba ese terreno ondulado y exuberante, aunque diabólico, con un pavimento lleno de baches y curvas cerradas y difíciles en el que la gravilla volaba de manera constante. Totalmente solo, me concentré en el zumbido y el impulso de la bicicleta, el silencio del amanecer tropical sólo interrumpido por mis propios pensamientos por lo empapado que estaba. También estaba enfadado porque Julie y el resto del equipo habían agotado el paquete de hidratación antes de la zona «sin coches», lo que me dejaba seco durante este trayecto solitario. Y de repente, me topo con un obstáculo. Me caigo de boca en Red Road.

Me desabrocho el casco. Se ha roto. Una grieta lo atraviesa por el centro. Me toco la cabeza y, bajo el apelmazado y sudoroso pelo, siento la piel dolorida. Aprieto los ojos, los abro y muevo los dedos delante de la cara. Están todos, los cinco. Me tapo un ojo y después el otro. Puedo ver bien. Con un gesto de dolor, pongo recta la rodilla y le echo un vistazo. No hay ni un alma, aparte de un pájaro que debería poder reconocer —tiene el cuello largo, amplia cola negra y pecho amarillo— picoteando la tierra junto a la bicicleta. Me paro a escuchar, esforzándome por oír al siguiente grupo acercándose. Pero no se oye nada excepto el graznido tranquilo de un pájaro, un crujido en un árbol cercano, el portazo de una mosquitera en la lejanía y, una y otra vez, el sonido del oleaje oceánico sobre la arena.

Las náuseas me invaden. Me pongo la mano en el estómago y durante un minuto me concentro en cómo sube y baja la piel bajo la mano, en inspirar y expirar. Cuento hasta diez y después hasta veinte. Cualquier cosa para olvidarme del dolor que ahora me llega hasta el hombro como todo un ejército al galope, cualquier cosa con tal de no centrarme en la piel carnosa de la rodilla. Las náuseas remiten.

Se me está paralizando el hombro, así que intento moverlo. Eso no es bueno. Me siento como el Hombre de Hojalata, pidiendo la lata de aceite. Muevo el pie hacia delante y atrás, el maldito pie mojado. Me pongo de pie con cuidado y apoyo la rodilla mala. Refunfuñando, levanto la bicicleta y monto, haciendo girar con el pie el único pedal que queda. No importa cómo, pero como sea tengo que hacer otro kilómetro más hasta llegar al final de Red Road, donde esperan los equipos, y allí Julie cuidará de mí y limpiará mis heridas. Pondremos la bicicleta en la furgoneta y volveremos al hotel. Mientras arranco tambaleante y empiezo a pedalear con una pierna, dejando la otra colgando con la sangre goteando de la rodilla, me zumba la cabeza. Junto a mí, el cielo se está abriendo en pleno día sobre el océano, con una losa grisácea que convierte el mar tropical en un manto de tonalidad verde oscura moteada por la lluvia. Pienso en las miles y miles de horas que he entrenado para esto, en lo lejos que he llegado después de haber sido un tipo con sobrepeso, adicto a las hamburguesas y en mala forma hacía tan sólo dos años. Pienso en cómo había conseguido cambiar, no sólo mi dieta, sino también mi cuerpo, toda mi vida, por dentro y por fuera. Echo otro vistazo al pedal roto y pienso en que todavía me quedan 217 kilómetros por delante: imposible. «Ya está», pienso, con pena y alivio a partes iguales. Para mí, la carrera se ha acabado.

De alguna forma consigo avanzar los casi dos kilómetros que quedan de Red Road, y pronto veo a los equipos esperando, los vehículos aparcados, con los suministros y las herramientas extendidas, preparados para ocuparse de los competidores que se aproximan. El pulso se me empieza a acelerar y me obligo a seguir hasta llegar a ellos. Tendré que enfrentarme a mi mujer y a Tyler, contarles lo que ha pasado, decirles que había fallado, no sólo a mí mismo, sino también a ellos, mi familia, que había sacrificado mucho para apoyar este sueño. «No tienes que hacerlo —susurra una voz dentro de mí—. ¿Por qué no te das la vuelta? O mejor, ¿por qué no te escabulles por la vegetación antes de que alguien te vea?».

Veo a Julie empujando a la gente para poder saludarme. Le lleva unos segundos darse cuenta de lo que ha pasado. De repente, la realidad le golpea, y veo en su cara la conmoción y la preocupación. Siento que las lágrimas brotan de mis ojos y me digo que tengo que mantener la compostura.

Por el espíritu de ohana, que en hawaiano quiere decir «familia», que es el alma de su raza, de repente me veo rodeado de media docena de miembros del equipo, de los equipos de otros competidores, todos corriendo para ayudarme. Antes de que Julie pueda hablar, Vito Biala, que hoy en día forma parte del equipo de relevos de tres personas llamado «Tren de noche», llega con un kit de primeros auxilios y empieza a tratar mis heridas.

—Vamos a hacer que vuelvas a la carretera —dice con total calma.

En cierta manera, Vito es una leyenda y un personaje ilustre del Ultraman, así que intento hacer acopio de fuerzas para devolverle su sonrisa irónica. Pero la verdad es que no puedo.

—Eso no va a pasar —le digo avergonzado—. Pedal roto. Se acabó.

Le señalo el lugar de la bicicleta en el que solía estar el pedal.

Y, en cierto modo, me siento un poco mejor. Justo en ese momento, cuando le estaba diciendo a Vito que había decidido abandonar, se me quita un peso de encima. Me siento aliviado por tener una salida fácil y elegante del atolladero en que me he metido y, además, una habitación caliente de hotel. Ya puedo sentir las sábanas suaves e imaginar mi cabeza sobre la almohada. Y mañana, en vez de correr un doble maratón, llevaré a la familia a la playa.

Junto a Vito está Peter McIntosh, el capitán del equipo de Kathy Winkler. Me mira y entorna los ojos.

—¿Qué tipo de pedal? —pregunta.

—Un Look Kēo —tartamudeo preguntándome por qué quiere saberlo.

Peter desaparece mientras un grupo de mecánicos de boxes cogen mi bicicleta y se ponen manos a la obra. Como si estuvieran intentando devolver a la carrera un coche de fórmula Indy 500, empiezan a realizar un diagnóstico comprobando el cuadro en busca de grietas, probando los frenos y el cambio de marchas, echando un vistazo a la alineación de las ruedas, con llaves Allen volando en todas direcciones. Frunzo el ceño. ¿Qué están haciendo? ¡No se dan cuenta de que se ha acabado!

Unos segundos después, Peter aparece con un pedal completamente nuevo idéntico al mío.

—Pero yo...

La mente me va a mil por hora intentando entender cómo es que esta situación ha cambiado tanto respecto a lo que ya tenía planeado. Ahora me doy cuenta de que la están arreglando. ¡Esperan que siga compitiendo! Hago un gesto de dolor mientras alguien me limpia las heridas del hombro. ¡Esto no es lo que tenía pensado! Ya me había hecho a la idea: estoy herido, la bicicleta está rota, se acabó, ¿no?

Agachada vendándome la rodilla, Julie mira hacia arriba. Sonríe.

—Creo que todo irá bien —me dice.

Peter McIntosh aparece de donde estaba ajustando el pedal. Mirándome directamente a los ojos y con un tono de general de cinco estrellas, exclama:

—Esto no se ha acabado. Ahora, vuelve a subir a la bicicleta y hazlo.

Me quedo sin palabras. Trago saliva y miro al suelo. Puedo ver que a mi alrededor todos los equipos me están mirando, esperando una respuesta. Esperan que escuche a Peter, que me suba a la bicicleta y que siga adelante. Que vuelva.

Quedan 217 kilómetros por delante. Sigue lloviendo. He cedido mi puesto y he perdido mucho tiempo respecto a mis competidores. Además de estar mentalmente exhausto, estoy herido, empapado y físicamente agotado. Respiro hondo para intentar calmarme. Cierro los ojos. El murmullo y el ruido que me rodean parecen disminuir, desvanecerse, y, de repente, todo desaparece. Silencio. Sólo el latido de mi corazón y un largo largo camino por delante.

Hago lo que tengo que hacer. Apago esa voz en mi cabeza que me dice que abandone y vuelvo a la bicicleta. Según parece, mi carrera no ha hecho más que empezar.

Superar los límites

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