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2 NORMAS

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«Un divorcio hace que te lo cuestiones todo de nuevo —contaba Sophie Blackman—. Porque cuando eres pequeña, lo único que sabes es esto: esta es mamá, este es papá, estos son tus hermanos, y así es como encajas. Cuando la situación cambia, te plantea la cuestión de quién eres y por qué existes. Rupert tenía trece años, así que lloró bastante, pero se adaptó. Yo tenía quince años, y a esa edad, cuando las cosas ya son raras de por sí, no sabía hacia dónde iba. Lucie tenía diecisiete años, era algo mayor. No es que Lucie se pusiera del lado de mamá: no había bandos. Pero Lucie empatizaba con mamá. Porque para Rupert y para mí, Lucie siempre había sido como una madre».

Sophie Blackman fue lo más cerca que estuve de conocer a Lucie Blackman en persona. Las dos se llevaban menos de dos años, y habían vivido juntas toda la vida. Todos los que las conocían señalaban su sorprendente parecido, en parte físico, pero sobre todo a causa de esos inconfundibles gestos y ritmos a la hora de hablar que suelen compartir dos hermanas.

Sophie era seca, cáustica y muy leal. De la gente que dejó Lucie al marcharse, habría otros que la necesitarían y dependerían más de ella, pero no creo que nadie la comprendiera como su hermana.

No obstante, tenían un temperamento muy diferente. Incluso de niñas, Lucie era femenina, conciliadora y materna, mientras que Sophie era tozuda, agresiva y algo masculina. De adolescente tenía tendencia a la polémica y los berrinches, pero a la vez era ocurrente, sarcástica y realista. Al igual que Jane, no soportaba a los idiotas, pero también era muy crítica con la «palabrería» de las supersticiones y de lo supernatural. Ella se sentía más próxima a Tim; con Jane solía discutir airadamente. Una de las consecuencias de la separación de sus padres fue que el conflicto entre madre e hija se volviera más agrio y más intenso.

El sueño de Jane de tener a toda su familia reunida en una cómoda casa eduardiana había muerto con su matrimonio, y al desaparecer el sueño se impuso un cambio en la familia. Jane, antes una madre estricta y protectora, se volvió liberal y permisiva. Dejaba que entraran novios y novias en casa, e incluso les animaba a que se quedaran a dormir; Rupert, aún adolescente, se quedó de piedra cuando su madre le dio un paquete de condones. Los amigos observaban la cercanía que había entre Lucie y Jane, más propia entre dos hermanas que entre una madre y una hija. Caroline Lawrence, que estudiaba con Lucie, recordaba: «Era el modo que tenían de hablar entre ellas: llamadas que le hacía a su madre, con risas y bromas. Solían intercambiar prendas de ropa. Incluso podían salir juntas por la noche. Yo puedo entenderlo porque tengo una relación muy estrecha con mi madre, pero no me iría de copas con ella».

En una casa con adolescentes, los conflictos eran inevitables; a menudo eran entre Jane y Sophie. En esas batallas, era Lucie la que ponía paz; algunos dirían que para Jane era algo más que una hermana. Val Burman, amigo de Jane, decía: «En realidad se convirtió en la figura materna de la casa. Cuando Sophie se ponía a gritarle a Jane, era siempre Lucie la que tenía que arreglar el problema. Tras la marcha de Tim creció a toda prisa. Se convirtió en la madre, y Jane era la niña».

Lucie no tenía una constitución menuda ni unos rasgos angulosos que le dieran una belleza clásica, pero lo primero que recordaba todo el que la conocía era su aspecto. Para Lucie era imprescindible ir meticulosamente arreglada; las amigas solían sonreírse al ver cómo se peinaba y se maquillaba para salir a comprar cualquier cosa o a correr por las mañanas. Cuando se reía, solía echar la larga melena hacia atrás y le temblaban los hombros. Con su altura y su cabello, Lucie destacaba entre las amigas de su edad; para Jane, «iluminaba la estancia». Val Burman dijo: «Me quedé hipnotizada la primera vez que la vi. Me encantaba oírla hablar. Tenía un modo fantástico de decir las cosas. Podía hablar de cualquier cosa, y te daban ganas de oírlo. Te podía contar una historia sobre un terrón de azúcar». Puntuaba el flujo de palabras con un movimiento rápido de los dedos y de sus cuidadísimas uñas. Caroline Lawrence recordaba: «Era todo cabello y uñas, como si hablara con las manos. Y no pasaba desapercibida. Ese cabello… Recuerdo que estábamos en un pub, el Dorset Arms, esperándola. Había una ventana, y ella cruzaba la calle y, no es broma, todo el pub se giró a mirarla. Hasta las chicas se giraban a mirar a aquella rubia explosiva que cruzaba la calle a paso ligero».

A Lucie le encantaba la ropa, y salir de compras; al igual que a Jane, le encantaba disfrutar del ambiente acogedor del hogar, y disfrutaba teniendo todas sus posesiones perfectamente ordenadas. El gusto por el lujo y la comodidad era una de las cosas que hacía que la vida de estudiante no le resultara atractiva. Aprobó la secundaria y siguió hasta los exámenes de acceso a la universidad, pero al igual que la mayoría de las chicas listas del Walthamstow Hall, no sintió la tentación de solicitar el ingreso en la universidad. Tras el bachillerato trabajó un tiempo en una pizzería, después como profesora auxiliar en una escuela privada local. Luego, a través de un amigo de la familia, consiguió un empleo en el Banque de Société Générale, o «SocGen», banco de inversiones francés en la City de Londres.

Lucie trabajaba como asistente de los corredores de bolsa, introduciendo las órdenes de compra y venta a medida que llegaban. Los corredores eran hombres jóvenes y competitivos que ganaban mucho dinero; el ambiente era frenético y agresivo. Nada más llegar —joven y rubia—, se convirtió en el centro de atención de los hombres, que la llamaban «Baps» en referencia a su busto. Tenía solo dieciocho años, pero disfrutaba de la emoción y del ambiente del flirteo; le encantaban las ropas y las joyas y el champán después del trabajo en los bares de la City. Caroline Lawrence, que también había dejado el Walthamstow Hall para trabajar en Londres, contaba: «Todos los demás estaban en la universidad, y nosotras estábamos trabajando. No ganábamos mucho dinero, pero para nosotras, que teníamos diecisiete o dieciocho años, aquello era como ser ricas. A Lucie le gustaba la SocGen, lo primero que veía fuera de Sevenoaks, y con todos esos chicos de la City. Nos considerábamos de lo más adultas, cogiendo el tren para ir al trabajo cada día. Solía verla, en plena hora punta, de pie, haciéndose la manicura francesa. La manicura francesa no es como una manicura normal. Te pintas las uñas de color neutro, y luego tienes que pintarte las puntas de blanco. No es fácil en circunstancias normales, pero ella podía hacerlo de pie. En el tren».

En la City, la gente ganaba y gastaba dinero sin parar, y a Lucie aquello también le gustaba. Se compró un coche, un Renault Clio, para hacer el viaje cada día de madrugada entre Sevenoaks y Londres y llegar a tiempo para la apertura de los mercados financieros. Los fines de semana iba de compras al Lakeside Shopping Centre de Thurrock; una vez, con una amiga, visitaron Rigby & Peller, tienda de ropa interior proveedora de la casa real británica, y sin pensárselo se compró diez de sus famosos sujetadores hechos a medida. Pero su sueldo, de unas 16.000 libras anuales, no era más que una fracción de lo que ganaban los hombres con los que trabajaba, y fue mientras trabajaba en la SocGen cuando por primera vez adquirió deudas. Las tarjetas de crédito, la tarjetas de cliente, los descubiertos y las compras a plazos eran parte de la vida de muchos trabajadores de la City, pero a Lucie le costaba acostumbrarse a aquello. Caroline Ryan, que trabajaba con ella en la City, contó: «Yo estaba infinitamente más endeudada que ella. Pero Lucie siempre sufría. Si tenía un descubierto de unas libras, se desesperaba».

Lucie trabajó un año en la SocGen, pero con el tiempo se cansó. El trabajo no la llevaba a ninguna parte; un romance con un joven corredor de bolsa acabó mal, dejándola triste y decepcionada. A Lucie le gustaba la idea de viajar, pero solo si podía hacerlo con un cierto nivel de comodidad y estilo. «Así era Lucie —recuerda Sophie—. Nunca mostró ningún interés en viajar de mochilera. Las mochileras no llevan secador ni maquillaje. A Lucie le gustaba llevar las uñas de manicura, y el cabello perfecto, y solía ponerse zapatos con un poco de tacón. Cuidaba su aspecto, y eso no encajaba con las mochilas y la suciedad de los albergues. Eso no lo quería, pero sí quería ver diferentes culturas y pueblos, y comer cosas interesantes, y hacerlo de un modo que le resultara cómodo». La solución llegó cuando llevaba un año trabajando en la City, después de que le aceptaran la solicitud para trabajar como azafata en British Airways.

Aquel era el trabajo perfecto para Lucie, guapa, de buen trato y con un nivel aceptable de conversación en francés. Empezó en mayo de 1998, con un curso de formación de veintiún días en el que aprendió, entre otras cosas, a asistir a un parto, a poner esposas y a reaccionar en caso de bomba (colócala en el extremo posterior de la cabina, cerca de la salida, y envuélvela con almohadas mojadas para que absorban el impacto).1 El primer año y medio que pasó trabajando en la aerolínea cubrió rutas cortas a ciudades británicas y europeas; su primer vuelo fue de cuarenta minutos, a la isla de Jersey. Jane Blackman decía: «No dejo de repetirme que ir en avión es más seguro que cruzar la calle, que el viaje al aeropuerto es más peligroso que el vuelo en sí. Pero cuando hizo su primer vuelo, sentí náuseas». Lucie tenía instrucciones precisas de llamar a su madre después de cada vuelo; durante el tiempo que trabajó para British Airways, Jane seguía las salidas y llegadas de los aviones de su hija en el teletexto y no se quedaba tranquila hasta ver que estaban en tierra.

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Quizá fuera consecuencia del tiempo que había pasado enferma en su adolescencia, y de aquellos meses de inactividad, pero Lucie era una joven obsesionada con el método y la técnica, y con disciplinar y ordenar su vida. Se hacía listados de tareas pendientes y de lo que tenía que lograr, como si fueran mantras que le ayudaran a no dejarse arrastrar por la inercia. Coleccionaba libros de autoayuda y de superación personal, y los hacía circular entre sus amistades: guías para la gestión de la deuda, para alisar el vientre o para potenciar la autoestima. Una página del diario de Lucie de 1999 recoge sus propósitos de principios de año en cuanto al cuidado del físico, la belleza, la salud y el dinero.

¡PROPÓSITOS DE AÑO NUEVO!

1 IR AL GIMNASIO 3-4 VECES POR SEMANA.

2 PROBAR + HACER OTRAS 2 ACTIVIDADES.

3 DEJAR DE USAR AMBOS TELÉFONOS.

4 A PARTIR DE MARZO EMPEZAR A AHORRAR.

5 SEGUIR LAS NORMAS.

6 PASAR MÁS TIEMPO CON W+G//H + J.

7 DORMIR MÁS.

8 APRENDER ITALIANO.

9 AHORRAR TODAS LAS COMISIONES.

10 EXFOLIACIÓN Y BRONCEADO DÍA SÍ, DÍA NO.

11 LOCIÓN LOS DÍAS INTERMEDIOS.

12 BEBER MÁS AGUA.

El propósito 5) hacía referencia no a «las normas» en general, sino a The Rules («Las normas»), exitosa guía de citas y relaciones para chicas que Lucie intentaba seguir. Las normas proponían una especie de dieta de choque emocional, el retorno a las formas prefeministas de cortejo, que imponían que el hombre se esforzara mucho y durante un tiempo prolongado antes de que pudiera obtener ninguna recompensa. En otro diario, Lucie puso por escrito su propio resumen de Las normas.

1 Mantente fría.

2 Deja que sea él el que haga todo el trabajo: las llamadas…, todo.

3 No desveles tus cartas: si quiere saber qué sientes, que pregunte.

4 No hables demasiado.

¡¡NO VAS A CAER A SUS PIES!!

Lucie atraía a los hombres, y a partir de la adolescencia era raro que pasara mucho tiempo sin novio. Pero al igual que las resoluciones que imponían gastar menos y hablar menos por teléfono, la reticencia y la frialdad que exigían Las normas iban en contra de la naturaleza de Lucie. «Cuando Lucie conocía a alguien se entregaba por completo, y por eso le partieron el corazón unas cuantas veces —recordaba Sophie—. Ella no ocultaba nada: “Así es como soy, esto es lo que tengo, tómalo o déjalo”. Y lo tomaban durante un tiempo, y luego lo dejaban». Los amigos de Lucie fueron acostumbrándose a los nuevos «colegas» que conocía, de los que se prendaba enseguida, hasta que ellos perdían interés. «De pronto estaba locamente enamorada —decía Sophie—, y luego, unos dos meses más tarde, no soportaba ni oír su nombre. Tenía unas ganas enormes de conocer a alguien con quien establecerse, tener hijos y vivir en el campo. Y eso suponía que para encontrar su príncipe azul, tenía que pasar primero por muchas ranas».

Estaba Jim, que se granjeó el odio de todas las amigas de Lucie por una acción imperdonable: dejarla el día de su decimoctavo cumpleaños. Estaba Robert, que vivía sobre la pizzería del barrio, y que la dejó por una de sus mejores amigas. Estaba Greg, que trabajaba en la SocGen; la ruptura precipitó su decisión de trabajar en British Airways.2 Y luego estaba el más glamuroso y peligroso de todos, Marco: guapo, indómito, italiano y sin ningún futuro.

Fue Sophie la primera que vio a Marco, mientras trabajaba como camarera en el Royal Oak Hotel de Sevenoaks. De inmediato lo identificó como el tipo de Lucie: alto, corpulento, «impresionante». «Marco era realmente guapo —recuerda Sophie—. Había trabajado como modelo. Tenía treinta años; a Lucie siempre le habían gustado los chicos mayores que ella. Sobre el papel era un gran partido, y Lucie quedó prendada de él. Pero luego resultó que todo lo que se veía sobre el papel era mentira».

En British Airways, Lucie tenía diez días de fiesta al mes, y pasaba la mayoría de ellos con Marco. Cuando ella no estaba, él cogía el coche de ella e iba a recogerla cuando aterrizaba en Heathrow. Solían irse a bailar al Ministry of Sound y al Club 9 de Londres, y tomaban copas en los pubs de Sevenoaks, el Vine, el Chimneys y el Black Boy. Lucie a veces dormía en el piso de Marco, y otras él se quedaba en casa de las Blackman. Marco sufría fuertes resfriados y pasaba mucho tiempo en la cama recuperándose; las noches que salía con Lucie, a menudo desaparecía a ratos con algún amigo. Una vez que no se sentía nada bien, Lucie recogió unas cuantas cosas y se fue a hacerle compañía a su casa: pastillas para la garganta Strepsils, Vicks Vapour Rub para el pecho, pañuelos de papel, caramelos, jarabe para la tos, revistas… «Ninguna sospechamos lo que pasaba —reconocería Sophie—. Fuimos unas tontas simplonas».

Sus amigas lo encontraban vanidoso y distante, pero Lucie se estaba tomando la relación con Marco cada vez más en serio. Un fin de semana la dejó en Heathrow y se fue con su coche, con la promesa de volver a buscarla cuando volviera, al día siguiente. Pero cuando aterrizó, Marco no estaba allí. «No fue a recogerla, no apareció, y Lucie se quedó bastante afectada —dijo Sophie—. No lo encontraba por ningún sitio. No sabía dónde estaba su coche, no sabía dónde estaba él…, no sabía nada. Al final llamó a un familiar, un primo o algo así. El primo dijo: “Esperaba que no volviera a ocurrir algo así. Es lo que suele hacer Marco. ¿Qué es lo que te ha contado?”. Resultó que era un cerdo mentiroso».

Luego se enteraron de que Marco nunca había sido modelo. Es más, era consumidor habitual de cocaína. Las desapariciones en el pub, esos «resfriados» recurrentes y los días que se pasaba en casa, recuperándose… De pronto todo tenía sentido. Enfurecida, Sophie se fue a casa de Marco. Estaba en la cama, colocado tras una larga borrachera de alcohol y drogas, incapaz de responder a las furiosas peticiones de explicaciones por parte de Sophie. Las llaves del Renault Clio de Lucie estaban en la mesita, a su lado. Sophie las recogió, le dio un puñetazo de despedida y salió dando un portazo. El coche tenía rayada la puerta y el maletero por alguna colisión.

Lucie cuidaba su coche tanto como se cuidaba el cabello y las uñas: aquel fue el fin de su relación con Marco. Se quedó muy triste, pero duró poco. Unos meses más tarde llegó una noticia inesperada: Marco se había suicidado —o, según otra versión de la historia, había muerto de sobredosis accidental—. Cualquiera que fuera el caso, el guapo exnovio de Lucie estaba muerto.

No es que Lucie gustara a todo el que la conociera; en otras chicas jóvenes, especialmente, a veces provocaba una reacción de hostilidad. Para algunas, más que una persona con una conversación agradable era una charlatana; veían en sus movimientos de manos y en el vuelo de su rubia melena unos gestos irritantes y afectados. «Yo creo que el personaje de la inocente niña buena que se había creado en la escuela primaria no se adaptaba tan bien a la secundaria —observó Sophie—. Cuando llegas a la edad adulta a la gente no le gusta ese tipo de personajes: son los que se convierten en empollones, repelentes, pelotas y lameculos. Lo que en una niña puede resultar encantador puede convertirse en algo que no gusta en el mundo de los adultos».

El carácter leal y agresivo de Sophie hizo que una vez se metiera en una pelea de bar para defender a su hermana. Una noche de viernes o sábado, las dos salieron a tomar algo en uno de los pubs de Sevenoaks. Sophie estaba sentada con amigos alrededor de una mesa que compartían con un grupo de extraños. Lucie estaba de pie junto a la barra, hablando con un hombre. «Estaba tomándose una copa, charlando con un tipo que conocía —dijo Sophie—. Era un amigo suyo, y además era gay, así que no es que estuviera echándole los tejos. Estaban charlando, la música estaba alta y de vez en cuando hacían como que bailaban un poco. Y de pronto una chica que estaba sentada en mi misma mesa empezó a meterse con ella. No a su cara, sino desde la mesa. “¿Quién es esa chica que se pavonea tanto? ¿Quién se cree que es, para ponerse a bailar así en un pub?”. Que si era esto, que si era aquello, bla, bla, bla… No conocía a Lucie de nada. Simplemente decidió que le caía mal, así, de golpe. Estaba siendo muy borde. Y no sabía que yo era su hermana. Y podrías pensar: ¿Qué es realmente lo que no le gustaba de Lucie? ¿Solo el hecho de que estuviera imponente, que estuviera en un pub y que no le importara bailar con un amigo suyo, que no le importara que la gente la mirara y pensara que aquello era un poco raro? Sí, es cierto, yo no lo haría, porque me daría un poco de vergüenza, pero Lucie no era así.

»Y esa chica seguía criticándola sin parar. Así que le dije: “Esa que estás despellejando es mi hermana; quizá deberías dejarlo”. Bueno, pues no lo dejó, y acabó tirándome algo. Me puse en pie y dije: “¿Qué demonios haces?”, y le tiré otra cosa, por supuesto, y volví a sentarme. Ella vino y me agarró de la camiseta, y la cosa fue a más».

Fue Lucie la que se acercó y separó a Sophie de su antagonista.

«¿Qué estás haciendo?», le preguntó a su hermana. «¡Defenderte!». «Lo siento mucho», se disculpó Lucie con la chica, y sacó a Sophie del pub.

Devoradores de sombras

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