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1 EL MUNDO CUANDO TODO IBA BIEN

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Incluso más tarde, cuando le costaba ver algo bueno en su marido, Jane, la madre de Lucie, reconocería que Tim Blackman le había salvado la vida a su hija.

Lucie tenía veintiún meses en aquel momento, y estaba con su padre y su madre en la casita que habían alquilado en un pueblecito de Sussex. Desde la infancia había sufrido graves ataques de anginas que le provocaban fiebre alta y una fuerte inflamación de la garganta. Para bajarle la temperatura, sus padres le aplicaban esponjas mojadas con agua, pero la fiebre solía durar, y cuando por fin se le pasaba, a las pocas semanas llegaba otra infección. Un día Tim había vuelto antes del trabajo para ayudar a Jane en el cuidado de su hija enferma. Aquella noche, lo despertó un grito de su esposa, que había ido a ver a la niña.

Cuando llegó a la habitación de la niña, Jane ya estaba corriendo escaleras abajo.

«Lucie estaba inmóvil a los pies de la cuna, fría y húmeda —recordaba Tim—. La cogí y la puse en el suelo, y vi que por momentos estaba poniéndose gris, de un color oscuro enfermizo. Era evidente que no le circulaba la sangre por el cuerpo. No sabía qué hacer. La tenía abrazada en el suelo, Jane se había ido a llamar a la ambulancia. Lucie estaba completamente inmóvil, no respiraba. Intenté abrirle la boca. Estaba cerrada con fuerza, pero conseguí abrirla usando las dos manos, y mientras la mantenía abierta con el pulgar de una mano, metí los dedos de la otra y le tiré de la lengua, poniéndosela hacia delante. No sabía si aquello valdría de algo, pero fue bien; luego la tendí de lado y le hice respiración boca a boca, le insuflé aire y le hice sacarlo, y volvió a respirar por sí misma. Estaba desesperado, nervioso y preocupadísimo, pero entonces vi que le volvía el color rosado a la piel. Llegó la ambulancia, y aquellos tipos subieron por las minúsculas escaleras, esos hombretones con todo aquel equipo, unos tiarrones tan grandes como la casa. Extendieron la camilla, la ataron, se la llevaron abajo y la metieron en la ambulancia. Y se recuperó».

Lucie había experimentado una convulsión febril, un espasmo muscular desencadenado por la fiebre y la deshidratación que le había provocado que se tragara la lengua, lo que le impedía respirar. Un rato más, y habría muerto. «En ese momento supe que no podía tener una sola hija —dijo Tim—. Lo supe. Lo había pensado antes, cuando nació Lucie. Pero en ese momento sabía que si le ocurría algo y no teníamos ningún hijo más, sería algo terrible, un desastre».

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Lucie había nacido el 1 de septiembre de 1978. Su nombre deriva de «luz», en latín, y su madre decía que incluso de adulta buscaba siempre la luz, y que se sentía incómoda a oscuras, que no paraba de encender bombillas por toda la casa y que se iba a dormir con la lamparilla de la habitación encendida.

A Jane habían tenido que inducirle el parto, y había durado dieciséis horas. Lucie tenía la cabeza contra la espalda de su madre, una «presentación posterior» que durante el parto a Jane le provocó un gran dolor. Pero el bebé pesó 3,600 kilos y estaba sano, y al nacer su primera hija sus padres sintieron una felicidad profunda aunque complicada. «Yo estaba feliz, absolutamente encantada — decía Jane—. Pero creo que cuando eres madre… Yo habría deseado que mi madre estuviera allí, porque me sentía muy orgullosa con mi hija… Pero no estaba allí, así que por otra parte me sentía triste».

Jane recordaba poco de su infancia, pero sí recordaba la tristeza. Su vida adulta también se había visto marcada por momentos de pérdida desoladora y aplastante que le habían generado un carácter sombrío que a veces le llevaba a una feroz autocrítica y otras a ofenderse y ponerse a la defensiva. Cuando la conocí, tenía casi cincuenta años; era una mujer delgada y atractiva con el cabello corto, rubio oscuro, rasgos marcados y expresión atenta. Iba bien arreglada y tenía unas pestañas largas y finas, pero el aspecto juvenil que podrían haberle dado quedaba compensado por una actitud severa y una profunda intolerancia a las tonterías y los esnobismos. En Jane entraban en conflicto el orgullo y la autocompasión. Era como un zorro, un zorro testarudo y elegante vestido con un traje chaqueta azul marino.

Su padre había sido ejecutivo en un estudio de cine, y ella y sus hermanos menores habían crecido en la periferia de Londres, llevando una vida de clase media, recta y bastante tediosa, con mucho trabajo, en la que todo funcionaba como Dios manda, con buenos modales a la mesa y las vacaciones de verano en agosto, en una población turística de playa del sur de Inglaterra. Cuando Jane tenía doce años, la familia se mudó al sur de Londres. La mañana de su primer día en el nuevo colegio, Jane fue a despedirse de su madre con un beso, y se la encontró durmiendo tras una noche de migrañas e insomnio. «Sentí que iba a pasar algo horrible —recuerda Jane—. Y le dije a mi padre: “No se va a morir, ¿verdad?”. Él dijo: “Oh, no, no seas tonta, claro que no”. Me fui al colegio, y cuando volví, aquel mismo día, se había muerto. Tenía un tumor cerebral. Y mi padre quedó destrozado. Era un hombre roto, roto por dentro, y no tuve más remedio que hacer acopio de coraje. Aquel fue el fin de mi infancia».

En el momento de su muerte, la madre de Jane tenía cuarenta años. «Mi abuela nos cuidaba durante la semana, y los fines de semana se ocupaba papá —cuenta—. Recuerdo que lloraba constantemente». Quince meses después de la muerte de su esposa, se casó con una mujer de veintitantos años. Jane estaba consternada. «Pero él tenía tres hijos, y no era capaz de reaccionar. Fue terrible. Lo cierto es que no recuerdo mucho de mi infancia. Cuando has sufrido un shock así y has pasado por tanto dolor, el cerebro te obliga a olvidar».

Jane dejó el colegio a los quince años. Tomó clases de secretariado y encontró trabajo en una gran agencia de publicidad. Cuando tenía diecinueve años viajó a Mallorca con una amiga y se quedó allí seis meses, trabajando como lavacoches. Fue antes de la época del boom del turismo británico en España, y las Baleares eran aún un destino selecto y exótico. George Best, el famoso futbolista del Manchester United, solía ir allí. «No lo conocí, pero recuerdo haberlo visto en los bares, rodeado de chicas guapas —contaba Jane— . Pero yo era muy prudente, iba con mucho cuidado. Tengo la palabra “prudente” grabada a fuego en mi interior. Cualquier otra persona habría estado todo el día de fiesta, pero yo no. Era una persona muy aburrida».

En Mallorca, un joven puso a prueba el virtuosismo de Jane, un hombre al que apenas conocía y que se presentó un día ante su puerta e intentó besarla. «Yo estaba mortificada, porque apenas le conocía, y era media tarde. Era sueco, creo. Yo no le había provocado en absoluto, y aquello me hizo ser más desconfiada a partir de entonces. Me gustaban el sol y el mar, me gustaba estar al aire libre, pero no puedo decir que fueran unos meses locos, porque soy una persona prudente. Antes de acostarme con mi marido no me había ido a la cama con nadie».

Cuando conoció a Tim tenía veintidós años, y vivía con su padre y su madrastra en Chislehurst, en el distrito londinense de Bromley. Tim era el hermano mayor de una amiga, y Jane ya lo sabía todo de él. «La gente me decía: “Ese Tim es un buen chico, un buen partido”», recordaría después.

Tim acababa de volver del sur de Francia, de unas vacaciones con una novia francesa. «Pero igualmente se puso a flirtear conmigo, y yo le eché una de mis miradas gélidas —decía Jane—. Creo que fui la primera persona que no cayó prendada de él sin más, de modo que me vería como un desafío. Pero la verdad es que yo no tenía ninguna confianza en mí misma. Tenía un montón de amigas guapas que estaban siempre rodeadas de hombres, pero en las discotecas yo siempre era la que me quedaba al cuidado de los bolsos. Tim no entendía por qué no había caído de cuatro patas en la red, y yo no entendía por qué iba a fijarse nadie en mí, y supongo que fue por eso por lo que me casé con él». La boda fue año y medio más tarde, el día en que Tim cumplía veintitrés años, el 17 de julio de 1976.

Tim gestionaba una zapatería en Orpington, un pueblo cercano. La zapatería era una reliquia de la menguante cadena de negocios que había tenido su padre por todo el sureste del país. Pero la tienda quebró, y Tim se encontró viviendo del paro durante seis meses. Acabó haciendo trabajitos para sus amigos, ganando cuatro chavos como pintor y decorador. «Vivíamos con lo mínimo —recordaba—. Eran tiempos muy complicados, a principios de los años ochenta, y no sabíamos de dónde íbamos a sacar las próximas cincuenta libras. Pero estábamos en un lugar precioso con nuestro bebé, esta casita de estilo Laura Ashley, y nos gustaba nuestra vida. Aquella época, cuando Lucie era pequeña, fue estupenda».

En mayo de 1980, apenas dos años después del nacimiento de su primera hija, Jane tuvo a Sophie y, tres años más tarde, a Rupert. Tim encontró un socio y pasó de la decoración al sector inmobiliario; en 1982, la familia se trasladó unos kilómetros al norte, a Sevenoaks, un tranquilo pueblo residencial. Allí, ya superados los tiempos difíciles, Jane pudo crear para su familia la infancia que siempre había deseado para sí misma, un mundo idílico de flores, bonitos vestidos y risas de niños.

Desde la casa en la que vivían, que Jane bautizó como Daisy Cottage, se veía una escuela primaria privada, la Granville School, o The Granville School, como insistían en presentarla. Era la culminación de todas sus fantasías, un mundo de tal afectación que todo el que estudiaba allí lo recuerda con una sonrisa. Las niñas, con solo tres años, llevaban un uniforme de cuadritos azules y unos gorros grises con pompones; en el festival de primavera, se ponían en el pelo unas diademas de flores llamadas chaplets. El programa académico del colegio incluía el estudio del protocolo y los bailes de las cintas alrededor de los mayos. «Nuestro dormitorio daba directamente al patio —recordaba Jane—. Era perfecto: a la hora del recreo, Lucie podía girarse y saludarme con la mano, y yo podía devolverle el saludo». Era un colegio de otro tiempo, como sacado de las páginas de un libro infantil ilustrado. «Como vivir en la-la land —contaba Jane—. No parecía en absoluto el mundo real».

Desde el principio, Lucie fue una niña madura y consciente con un entusiasmo infantil que hacía sonreír a los adultos. Cuando Jane la ponía a desenvainar guisantes, ella los examinaba uno por uno, y descartaba cualquiera que tuviera la mínima imperfección. Le encantaban las muñecas y a veces se sentaba junto a su madre, dando el pecho a una muñeca de plástico mientras Jane daba de mamar a Sophie. «Era muy meticulosa, ordenada y pulcra —recuerda Jane—. Como yo cuando era pequeña». Sophie, en cambio, era «insolente» y solía protagonizar rabietas que su hermana mayor desmontaba con tacto y gran habilidad. Las dos hermanas compartían una gran cama a la antigua, y un domingo de Pascua se pasaron todo el día viviendo bajo la cama, llevándose allí la comida, leyendo sus libros ilustrados y jugando con sus juguetes.

Los cuadernos del colegio de Lucie hacen pensar en el éxito que tuvo Jane creando un mundo de inocencia e ilusión para sus hijos.

Nombre: Lucy Blackman

Tema: Las noticias

Lunes 20 de mayo

Hoy papá va

a venir a recogerme

al colegio y vamos

a ir a casa y

voy a ponerme

mi vestido de Laura Ashley

y es azul y

gris y tiene

florecitas y luego

voy a ir a Tescos

cosas de casa y ropa

y voy a comprarle

un regalo a Gemma

pero no se que

comprarle para

su cumpleaños

y ella va a inbitar

a cuatro amigas

o sea yo y Celia

y Charlotte y otra

amiga de su colegio

y yo seré la única

de Granville

amigas amigas amigas amigas

Y de otro cuaderno de ejercicios:

Nombre: Lucy Blackman

Tema: Experimentos

Luz

Usé un gran espejo.

Y me miré.

Y vi mi reflejo.

Cerré un ojo.

Y me vi con un ojo cerrado.

Me toqué la nariz.

Y me vi con la mano derecha en la nariz.

Di una palmada.

Y vi mis manos dando una palmada.


Usé un gran espejo.

Puse el espejo a un lado.

Y vi el mundo tal como debía ser.

«Como mi infancia había sido triste, yo siempre había querido tener una vida familiar feliz y maravillosa —recordaba Jane—. Solía ponerles las zapatillas junto a la estufa para que estuvieran calentitas cuando llegaran del colegio. Cuando Rupert jugaba a rugby y le iba a buscar al colegio, me llevaba una bolsa de agua caliente y un termo con té caliente. Mi mayor temor era perderlos. Incluso cuando eran pequeños. Tenía unas pequeñas riendas de cuero con un dibujo de un conejito, y se las ponía a Rupert. Lo llevaba atado, y a las niñas les decía que se dieran las manos. Y en el supermercado, si perdía a una de vista, me sentía… Para mí era lo peor del mundo, la pérdida, por lo que me había ocurrido. Ese era siempre mi gran temor: perderlos. Como había perdido a mi madre, no podía soportar la idea de perder a mis hijos. Así que fui una madre muy protectora. Sobreprotectora».

Pero la realidad económica se interpuso en el camino del cuento de hadas de Jane.

El negocio inmobiliario de Tim empezó a flaquear, y la matrícula de Lucie y Sophie en la Granville School quedaba fuera de sus posibilidades. Las inscribieron en el colegio público del barrio, un lugar sin ningún encanto y atestado de niños, con los baños en el exterior, y sin diademas, protocolo ni gorritos con pompones. «El contraste entre aquella pequeña escuela idílica y el colegio público… me partió el corazón —recordaba Jane—. Aquella intensa sensación de pérdida volvió a hacer acto de presencia, y me llegó muy dentro. No era más que un colegio, pero para mí era tan… idílico… Sabía que allí nunca les habría pasado nada malo. Y pensaba que así era como debía ser la vida: cantar canciones, hacer guirnaldas de margaritas y ser ajeno a cómo es realmente el mundo exterior».

El problema de la matrícula del colegio se solucionó cuando Lucie ganó una beca para estudiar en el Walthamstow Hall, un instituto clásico de ladrillo rojo fundado en el siglo XIX para las hijas de los misioneros cristianos. Lucie era muy aplicada, y era de esperar que diera el máximo en el «Wally Hall», que se enorgullecía del número de chicas que enviaba a la universidad. Y sin embargo, Lucie nunca encajó del todo allí. «El Walthamstow Hall era un instituto bastante pijo —cuenta Jane—. A muchas de las alumnas les regalaban coches para su cumpleaños: era lo que solía regalarse en ese ambiente, y desde luego no era el nuestro». No obstante, la sombra más negra que acechó los años de adolescente de Lucie no fue el dinero, sino la enfermedad.

A los doce años contrajo neumonía atípica, una rara forma de la enfermedad que la dejó postrada varias semanas. «Estaba muy, muy enferma y nadie sabía qué le pasaba exactamente —decía Jane—. La teníamos sentada en la cama con muchísimas almohadas, y tenía que darle su tratamiento para liberar la mucosidad, darle palmadas en la espalda. Cuando respiraba emitía un ruido rasposo procedente de los pulmones». Después Lucie contrajo una afección que hacía que le dolieran tanto las piernas que apenas podía caminar, y eso le costó dos años de colegio. Pasaban semanas enteras en que no tenía fuerzas para nada; el esfuerzo necesario para bajar un tramo de escaleras la dejaba exhausta, y médico tras médico decían que no sabían cuándo se recuperaría, o si llegaría a hacerlo.

Jane Blackman creía firmemente en los poderes ocultos de la mente, y en su propia capacidad de predicción y de intuición. Trabajaba de reflexóloga, de masajista y terapeuta podal, y muchas veces, decía, se había sorprendido a sí misma prediciendo acontecimientos inminentes, como la muerte de un pariente anciano o el embarazo de una paciente antes de que la propia interesada lo supiera. «Mientras trabajo percibo sensaciones sobre cosas diferentes —contaba—. Se me metía una voz en la cabeza que me decía algo, y luego resultaba que tenía razón. Tiene que ver con mi percepción de la justicia: siento el dolor de la gente. La gente dice que soy muy empática, pero yo creo que si tú misma has pasado por muchas cosas, ese don te viene de forma natural».

Su madre cree que fue durante la larga enfermedad de Lucie, cuando se hizo patente el don de su hija, su capacidad de percepción sobrenatural.

Padre y madre por separado empezaron a notar un leve pero distintivo olor en el dormitorio donde descansaba Lucie: un olor a tabaco. En la casa no fumaba nadie; Tim incluso llamó a los vecinos para comprobar que no entrara humo por la pared medianera. Unos días más tarde, Jane le mencionó aquel extraño olor a Lucie. En aquella época, la niña estaba extremadamente débil, alternando momentos de sueño y de lucidez, pero les sorprendió a todos con su respuesta:

—Es el hombre que se sienta a los pies de mi cama.

—¿Qué hombre? —preguntó Jane.

—Por la noche, viene un anciano que suele sentarse a los pies de mi cama, y fuma puros.

—¡Puf! —diría Tim, al contar la historia más tarde—. Todos pensamos: «Ya está. Lucie ha perdido completamente la chaveta».

Mucho más adelante, ya algo más recuperada, Lucie visitó la casa del padre y la madrastra de Jane. En un estante vio una foto de un anciano, y preguntó quién era. Aquel día estaba allí la abuela de Jane, bisabuela de Lucie, y el hombre de la foto era su marido, Hollis Etheridge, que había muerto años atrás.

—Es ese hombre —dijo Lucie—. El que venía y se sentaba a los pies de mi cama.

El bisabuelo había sido fumador de puros toda su vida.

Lucie se recuperó de la enfermedad y volvió a clase. Pero los años siguientes fueron muy tristes para la familia de Jane. Su hermana menor, Kate Etheridge, era la tía favorita de los niños, una mujer urbana, joven y glamurosa, once años más joven que Jane, que trabajaba en Londres como redactora en una revista. A veces los fines de semana, Lucie, Sophie y Rupert viajaban a Londres y se iban con su tía a museos y galerías de arte; después ella se los llevaba a comer hamburguesas o pizza a King’s Road. En el verano de 1994, la familia empezó a observar un cambio en Kate, una extraña lentitud de movimientos y cierta tendencia a balbucear. Empezó a sufrir intensas migrañas y náuseas; le detectaron un tumor enorme en el cerebro. A los dos meses ya había muerto, anestesiada, durante una operación que en cualquier caso la habría dejado discapacitada para siempre.

El padre de Jane, fumador impenitente, había empezado a sufrir de trombosis, que le dificultaba la circulación. Hizo su aparición la gangrena, y tuvieron que amputarle el pie derecho y luego toda la pierna. El día del funeral de su hija Kate tuvieron que llevarlo en silla de ruedas a la iglesia, muy demacrado.

El año siguiente de la muerte de Kate Etheridge, Jane y Tim pusieron fin a sus diecinueve años de matrimonio.

La desaparición de Lucie Blackman, los largos meses de incertidumbre y el descubrimiento de su terrible fin no hicieron más que contribuir al mal ambiente entre sus padres. Pero era algo que venía de antes de su muerte. La banda sonora de los últimos cinco años de la vida de Lucie fueron las agrias discusiones y las versiones enfrentadas de la verdad.

Según Jane, la ruptura de su matrimonio se produjo en un momento preciso de noviembre de 1995 en la casa a la que se acababan de mudar, una gran casa eduardiana de seis dormitorios en Sevenoaks, el lugar donde por fin los sueños domésticos de Jane se habían visto cumplidos. «Era la casa donde iba a tener mi cocina Aga, y mis hijos estarían ahí, y luego mis nietos. Pero no acabó saliendo así».

Era un domingo por la tarde, y los cinco miembros de la familia estaban sentados en el salón. El fuego ardía en la chimenea. Jane había preparado lo que los niños llamaban «tostadas de colores», con tres bandas, una de salsa Marmite y otras dos de mermelada de albaricoque y de fresa. «Estábamos viendo Aquellos maravillosos años, una serie que me encantaba —recordaba Jane—. A todos nos encantaba. Tim tenía a Rupert en el regazo, y nunca olvidaré lo que dijo. Dijo: “Me encanta estar en familia”, mientras estábamos todos ahí. “Me encanta estar en familia”. Eso fue lo que dijo. Y al día siguiente todo se había acabado».

El lunes por la mañana Jane recibió la llamada de un hombre que le dijo que Tim se estaba acostando con su mujer. Aquella noche, al enfrentarse a aquella acusación, Tim primero lo negó, pero luego reconoció su aventura. Jane le exigió que se fuera de casa de inmediato. Hubo gritos y chillidos; en un momento estaba llenando bolsas negras de basura con ropa y otras pertenencias y tirándolas por la ventana. «Yo creía que Tim era un hombre bueno que quería a su familia —dijo Jane—. Pero tras diecinueve años de matrimonio, me di cuenta de que vivía con alguien que no existía».

Tim reconoció que había sido infiel a su esposa. Pero en lugar de hablar de un hundimiento repentino de un matrimonio aparentemente feliz, lo que él vio fue un largo y demoledor proceso de creciente falta de comunicación y de antipatía. «Cuando a Jane no le gustaba algo que yo hubiera hecho, simplemente hacía como si yo no existiera —contaba—. A veces se pasaba todo el fin de semana sin decir palabra, como una estatua de piedra. A veces se pasaba así semanas, y al final podía durar meses, meses seguidos. Yo era el culpable, según la ley y según todo el procedimiento estándar, y a nadie le interesaba especialmente si la ruptura venía de una historia previa. Estoy seguro de que para los niños, yo soy quien rompió la familia. No es todo blanco y negro, como entenderá cualquiera que haya estado en una situación similar».

Jane y los tres niños pasaron unas tristes Navidades solos en la gran casa eduardiana, entre los fantasmas de los futuros nietos. Tim no les enviaba casi dinero, ya que su empresa estaba en quiebra. Tras la venta de la antigua casa, Jane se alquiló otra pequeña, un lúgubre cubo de ladrillo en un barrio menos elegante de Sevenoaks. Era un lugar con historia: su anterior dueña había sido Diana Goldsmith, una alcohólica de cuarenta y cuatro años que había desaparecido inexplicablemente después de dejar a sus niños en el colegio. Cuando Jane y los niños se instalaron, en las ventanas aún había rastros del polvo que la policía había usado en la búsqueda de huellas dactilares. «Los niños y yo solíamos decir cosas como “Espero que no esté debajo de la bañera” —recuerda Jane—. Y era broma, pero no del todo».

Al año siguiente, el cadáver de Diana Goldsmith apareció enterrado en un jardín de Bromley; su examante fue acusado del asesinato, pero quedó absuelto. «Todo el mundo odiaba la casa —recuerda Jane—. Estaba mugrienta y tenía un pasado horrible. Yo no soy nada materialista, pero me gustan las cosas bonitas que da gusto ver, y aquello ofendía mi sentido de la belleza. Lucie odiaba aquella casa».

Fue su último hogar.

Devoradores de sombras

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