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5 UNA GEISHA MODERNA
ОглавлениеSi uno no sabe qué está buscando, podría pasar mil veces por delante del Club Casablanca sin mirárselo dos veces. El edificio en el que estaba era marrón y anónimo; desde la calle la única prueba de su existencia era el largo cartel vertical lleno de nombres de establecimientos, la mayoría de ellos más exóticos y sugerentes. Estaba el Raki Raki, el Gay Arts Stage y el Seventh Heaven. El «Séptimo Cielo» era uno de los clubes de estriptis más grandes de Tokio, y su llamativo neón destacaba en la fachada del edificio. El Casablanca estaba en el sexto piso. Al abrirse las puertas del ascensor te encontrabas una puerta de aspecto pesado forrada con cuero capitoné y una placa de latón con el nombre del club.
Tras la puerta se abría una sala de luces tenues, de quizá 6 metros por 18. A la izquierda, las botellas, dispuestas en fila, brillaban tras una barra baja. A la derecha había un teclado eléctrico sobre un soporte elevado, y la pantalla y los altavoces de un equipo de karaoke. Por todo el perímetro había sofás y sillones de color azul pálido, y doce mesas bajas; de las paredes colgaban grabados o pinturas apenas visibles.
Un hombre asiático de edad y nacionalidad indeterminadas guiaba al cliente a una de las mesas, provista de un complicado sifón de cristal que dispensaba agua. Traían un cubo de hielo, un par de pinzas de metal y un voluminoso decantador de whisky —herramientas e ingredientes para elaborar el mizuwari, la mezcla de whisky y agua que suelen tomar los ejecutivos veteranos—. A pesar de los detalles pomposos —la puerta tapizada, las pajaritas negras que llevaban el camarero y el barman— era un espacio sin ningún glamur. El whisky del decantador era barato y empalagoso; el teclado eléctrico tenía un sonido crudo y molesto; el sifón de agua pretendía impresionar, pero simplemente llamaba la atención. El club quería dar una imagen de lujo, pero el ambiente que habían creado era más acogedor que sofisticado, y algo pretencioso, como si fuera el salón de segunda clase de una línea barata de cruceros, o un casino en decadencia de Las Vegas, o de un salón suburbano de la Inglaterra de los años setenta. Uno casi se esperaba que el camarero apareciera con una bandeja de pinchos de queso cheddar con trozos de piña.
Pero era un local japonés, y a los ojos de ciertos japoneses presentaba un encanto crepuscular. El motivo estaba en las dos mesas más próximas a la barra, donde se sentaba un grupo de acompañantes extranjeras, la mayoría —aunque no todas— blancas. Hajime Imura,1 editor que visitó el Casablanca un par de veces cuando Lucie trabajaba allí, explicó: «Era un lugar bastante oscuro y transmitía una sensación algo extraña. Tenía un ambiente algo misterioso, sospechoso. Había chicas con un color de piel diferente, quizá israelíes, no sé. La sala estaba oscura, con tonos negros y azules. Sillas y mesas oscuras. Un cantante filipino, gritaba mucho. Un hombre de mediana edad que parecía ser el gerente, unos cuantos camareros, quizá filipinos: tenían cara de asiáticos. Y unas diez chicas».
Una vez que el cliente estaba cómodamente sentado con su mizuwari, el gerente solía hacer un gesto en dirección a la mesa de las chicas extranjeras. Dos se separaban del grupo y se acercaban, y empezaba su labor como acompañantes.
¿Qué era exactamente una acompañante? A oídos de un occidental, la palabra puede sonar a eufemismo, por no usar algún término más sórdido. El concepto no resultaba mucho más respetable que el de escort, que recuerda perfumes baratos y sótanos lóbregos en el Soho o en Times Square. Cuando Sam Burman recibió una llamada de Lucie unos días después de su llegada y se lo explicó, se quedó de piedra: «¿Qué significaba eso de “acompañante”? Parecía algo nerviosa diciéndomelo por teléfono. Tuve la impresión de que le daba vergüenza porque nos había contado una cosa, y al final iba a ser otra, e íbamos a estar preocupados por ella. Lo último que quería era que nos preocupáramos».
Sophie tuvo la impresión de que el trabajo implicaba «conversaciones vacuas y aburridas con gente a la que tendría que sonreír y reírles las gracias. No es que fueran a decirle: “Enséñanos las tetas” o “¿Cuánto cobras?”. No tiene nada que ver con eso». Más tarde, cuando el tema de qué significaba en realidad ser acompañante se convirtió en objeto de discusión en los tabloides británicos, Sophie encontró un modo de explicárselo a los periodistas más escépticos: «La única diferencia entre ser azafata en British Airways y acompañante en el Casablanca es la altitud», les dijo.
Meses más tarde, Tim Blackman recibiría una larga carta muy sentida de un amable caballero de edad llamado Ichiro Watanabe,2 cliente habitual del Casablanca, en la que expresaba su preocupación por la desaparición de Lucie. «El club no tiene nada que ver con esa imagen irresponsable que han dado los medios de comunicación con intención de crear vulgares cotilleos a partir de conjeturas sin fundamento —le escribió con perfecta caligrafía cursiva—. El trabajo de las señoritas solo consiste en encenderles los cigarrillos a los clientes, prepararles un whisky con agua, cantar con ellos en el karaoke y charlar con ellos para hacerles compañía. Eso es todo, nada más, tal como le dijo a su madre, “una especie de trabajo de camarera”. —Y añadió—: No le digo esto por proteger mi reputación. ¡Quiero que quede claro por el honor de ella!».
Y resultó que todo aquello era cierto.
El club abría a las nueve. Poco antes de esa hora, en un estrecho vestidor de la parte trasera, entre doce y quince chicas se maquillaban, se quitaban los vaqueros y las camisetas y se ponían vestidos. Aunque en el verano del año 2000 había un contingente relativamente grande de británicas, venían de todo el mundo. Aparte de Lucie y Louise estaba Mandy, de Lancashire, y Helen, de Londres. También estaban Samantha, australiana; Hanna, sueca; Shannon, estadounidense; y Olivia, rumana. En el club trabajaban tres hombres: Tetsuo Nishi, el encargado, un cincuentón con la cara marcada de viruela; Caz, el barman japonés; y un cantante filipino cuyo nombre no recordaba nadie. Caz y Nishi eran los que decidían qué chicas iban a sentarse con qué clientes, haciéndolas rotar estratégicamente por las mesas, y los que les daban unas instrucciones someras sobre sus obligaciones como acompañantes. En su mayoría eran prohibiciones: no permitas que el cliente tenga que servirse personalmente el whisky, ni que tenga que encenderse el cigarrillo. Pero una vez sentadas, el único trabajo que tenían era el de hablar.
Eso no era tan fácil como parece. Pocas de ellas eran capaces de decir en japonés algo más que «sí, gracias» o «disculpe», y aunque era raro que aparecieran clientes que no hablaran inglés, no todos lo hacían con la misma fluidez. Para algunos, pasar unas horas con una acompañante extranjera era como una clase de inglés. Algunos hombres incluso tomaban notas y, desde luego, una conversación informal, de las que pueden nacer de forma natural con un desconocido, quedaba fuera de toda posibilidad. Además, por ser cliente, al cliente nunca se le podía discutir, contradecir ni dejar solo. La novelista Mo Hayder había trabajado como acompañante,3 y lo comparaba con «tener que ser agradable con un compañero de trabajo que no te interesa. Les preguntaba de qué trabajaban, por qué vivían en Tokio… Les hacía algún cumplido, como “Me gusta su corbata”. ¡Cuántas corbatas me han gustado!».
Helen Dove,4 que trabajó en el Casablanca en la misma época que Lucie y Louise, contaba: «No haces más que hablar de tonterías con ellos, “¿Qué tal le ha ido el día?”. O intentabas hincharles el ego: “Es un hombre muy apuesto; cánteme algo”. Ellos te decían lo guapa que eras. Hablabas de Inglaterra, del viaje de negocios que él había tenido que hacer a Londres. A las pocas semanas empecé a aborrecer aquello. Era muy aburrido, te agotaba. Las mismas conversaciones noche tras noche, conversaciones aburridas con gente que no te importa. Algunas chicas eran muy buenas, eran realmente amables. A mí me costaba encontrar temas de conversación. ¡Todo era tan falso! Tampoco me ayudaba que no se me diera bien cantar, porque había mucho karaoke, y tenías que mostrarte encantada ante la posibilidad de cantar en dúo».
También había una buena dosis de lujuria pura y dura. «Supongo que muchos de ellos hablarían de sexo —contaba Helen—. Yo intentaba evitar el tema todo lo posible». Pero en cuatro semanas de trabajo en el Casablanca, su único encuentro alarmante fue con un hombre que tenía una obsesión con Audrey Hepburn. «Buscaba morenitas con esa imagen: piel pálida y ojos grandes —recuerda—. Había una chica que a las dos semanas se fue porque el tipo daba miedo. Se le sentaba al lado, y le decía cosas como “¡Ahora eres mía!” o “¡He pagado por ti, ahora soy tu dueño!”, y la agarraba fuerte del brazo. La chica se fue, y entonces el tipo empezó a preguntar por mí. Pero yo le planté cara; no le permití que me tocara».
Pero lo peor no eran esas escenas inquietantes, sino el aburrimiento. Todas las acompañantes se encontraban alguna vez metidas en conversaciones tan incongruentes o forzadas que si alguna otra persona hubiera asistido a la escena se habría echado a reír. Hajime Imura, el editor, recordaba haberle estado contando a Lucie sus hazañas pescando calamares. Me dijo: «Una vez pesqué una gran cantidad de calamares, y se lo conté. Nunca volví a saber de ella». Lucie también tuvo que oír una elaborada exposición por parte de un cliente sobre el funcionamiento de los volcanes, que culminó con la construcción de una maqueta a escala de un cráter activo usando las cosas que había en la mesa: una cubitera que hacía de montaña, el agua del sifón era la lava, y un cigarrillo servía para hacer el humo.
Tal como le reveló en su carta a Tim Blackman, el anciano señor Watanabe no tenía problemas para encontrar temas de conversación. A todas las chicas del Casablanca les caía bien por su edad, por su extrema amabilidad y por la regularidad de sus visitas. Le llamaban «Photo Man» por su hábito de tomar innumerables fotografías y llevarles copias al club en su siguiente visita, cuidadosamente dispuestas en álbumes como regalo a las chicas. Con Lucie amortizaba el dinero gastado: «Teníamos interesantes conversaciones muy ilustrativas, que a veces duraban tres horas». Recordaba una noche que había estado charlando con ella: «Hablamos de historia inglesa, de literatura, de arte, de escritores, de artistas, de la relación histórica entre Gran Bretaña y Japón, de los parecidos y de las diferencias de naturaleza y mentalidad entre ambos países y del sentido del humor típico de los ingleses, que me gusta y respeto enormemente, y de cosas así». Cabe imaginar el efecto que harían todas las atenciones recibidas a esta azafata de solo veintiún años.
El Casablanca podía resultar aburrido, y en ocasiones algo raro, pero también era un lugar extrañamente reconfortante. Encerradas en su pequeño universo de tenues luces azules, bajo la supervisión de Caz y del adusto Nishi, las chicas que trabajaban allí se sentían seguras.
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En Japón, donde todo tenía su sitio, las acompañantes y los clubes de acompañantes no eran una entidad aislada. La jungla de establecimientos nocturnos que se podían encontrar en Roppongi —baratos y de lujo, decentes y escandalosos— se incluían en un conjunto con una definición muy sugerente: mizu shōbai, literalmente, el «negocio del agua». La frase tenía su misterio. ¿Hacía referencia a las copas, parte esencial de la experiencia nocturna? ¿A la evanescencia de los placeres, que fluían como un arroyo? La imagen del agua hacía pensar en el sexo, en los partos y en la muerte por ahogamiento. En un extremo, el mizu shōbai incluía las geishas, acompañantes femeninas de excepcional habilidad y refinamiento que se encontraban solo en los barrios más tradicionales de Kioto y Tokio; en el otro extremo estaban los clubes hardcore de sadomasoquismo y de tortura, donde la degradación más extrema se pagaba con dinero. Entre un extremo y el otro se extendía todo un espectro de sordidez y elegancia, cutrerío y lujo, de apertura y exclusividad.
Algunos japoneses incluirían a los bares, pubs y locales de karaoke en el mizu shōbai, pero para la mayoría el concepto exige, al menos en teoría, la presencia de mujeres atractivas para los hombres. Podía ser simplemente la mama-san de un minúsculo «snack-bar» (en japonés, sunakku), un localito con cuatro sillas regentado por una dueña-camarera de mediana edad con un menguante poder de seducción. En algunos sunakku había camareras-acompañantes más jóvenes que charlaban y servían copas bajo la dirección de la mama-san. La frontera entre los sunakku más grandes y los clubes de acompañantes era difusa; estos últimos eran más frecuentes en grandes ciudades, donde se ofrecía compañía femenina, conversación y karaoke, por un precio fijo, con copas y tentempiés. Los «clubes de caballeros» eran los que contaban con acompañantes que charlaban en las mesas, pero que también hacían estriptis en el escenario, o en bailes «privados» en un reservado. La bailarina se movía sinuosamente subida a caballo sobre el cliente, que tenía permiso para tocarla y chuparle los pezones y los pechos y que, en algunos lugares, podía pagar por llegar más lejos. Así, del mismo modo que la camarera se convertía en acompañante, y que la acompañante podía convertirse en estríper, la estríper también podía acabar convirtiéndose en prostituta.
En respuesta a las leyes contra la prostitución del país, poco decididas e imposibles de aplicar, ninguna otra raza ha invertido tanta imaginación y creatividad como los japoneses en la presentación del sexo por dinero. Lo único que es estrictamente ilegal es cobrar por un coito convencional hombre-mujer. La felación y la masturbación en todas sus formas están permitidas. Por supuesto, es imposible demostrar que un orgasmo ha tenido lugar de forma legal y manual —y no ilegal y vaginal—. Y para disimular lo evidente, los negocios sexuales presentan sus servicios con una increíble variedad de nombres, tan numerosos y tan cambiantes que resulta difícil seguirles la pista.
En Roppongi hay salones de «masaje» en los que una friega superficial sirve como excusa para un final feliz administrado manualmente. También hay servicios de fasshyon herusu (fashion health) que ofrecen una amplia gama de servicios, siempre excluyendo el coito convencional. Todo eso se puede obtener en un sōpu rando (soap land), donde el pretexto es un lavado integral efectuado por una mujer que usa su cuerpo a modo de esponja. El deri-heru (delivery health) es un placer sexual a domicilio, en casa o en el hotel. El esute (pronunciado «es-te» y derivado de la expresión inglesa aesthetic salon) es un masaje sexual que puede adoptar formas muy diversas. Está el «salón estético coreano» (masaje y alivio manual) o el «salón estético de estilo coreano» (igual que el anterior, pero con la masajista desnuda). Hay muchas otras modalidades, cada una con alguna particularidad, desde el «salón estético chino» al «salón estético taiwanés», el «salón estético singapurense», los «sexy pubs», los pubs de lencería, los pubs para mirones, los cabarés de contacto o el «masaje de estilo coreano efectuado por un ama de casa japonesa». En los «coffee shops sin ropa interior», las camareras van casi desnudas, y proporcionan alivio a cambio de una propina preestablecida. En un «coffee shop-karaoke sin ropa interior», las mujeres semidesnudas hacen dúos con los clientes antes, después o durante el alivio. En un «shabu-shabu sin ropa interior», se sirve una cazuela de shabu-shabu en lugar del café.
Cuanto más caros, exclusivos y respetables sean los establecimientos de tipo mizu shōbai, más probable es que las mujeres sean japonesas; en el extremo más sórdido se encuentran más tailandesas, filipinas, chinas y coreanas.
Las mujeres «occidentales» —es decir europeas, rusas, americanas del norte y del sur y oceánicas— suelen encontrarse únicamente en el tramo intermedio del espectro, que va de las acompañantes a las estríperes, la zona en la que más que tocar, la principal atracción es hablar y observar. Hablo de un espectro, pero sería más preciso hablar de tonos diferentes, no de colores claros y luminosos, sino de gris.
En Japón, la práctica de pagar por la compañía femenina tiene una larga y noble historia. Las primeras referencias a las geishas —acompañantes con una gran formación en las artes de la danza, la música, el vestuario, el maquillaje y la conversación— datan del siglo XVIII; un abismo de éxito y respetabilidad las separaba de las oiran o cortesanas, y de las prostitutas comunes que frecuentaban tabernas y salones de té. Fue durante los agitados años veinte, cuando la occidentalización se puso de moda, cuando aparecieron las primeras acompañantes tal como las entendemos hoy: las bailarinas de pago de los nuevos salones de baile y las café girls cuya compañía podía comprarse, y a veces algo más, no solo café. En ese mismo período se hizo un experimento que duró poco imitando a las geishas seculares, pero con vestidos occidentales en lugar de kimonos, y tocando pianos y guitarras en lugar del shamisen. El estadounidense Edward Seidensticker, gran historiador de Tokio, escribió: «No todos están de acuerdo en que las mujeres que entretienen hoy en día a los clientes en los clubes nocturnos hayan alcanzado el nivel de las antiguas geishas, pero las geishas han ido cediendo terreno gradualmente. La historia del ocio del siglo pasado puede definirse como la retirada de unas y el avance de las otras».5
Las primeras participantes extranjeras en el «comercio del agua» fueron las prostitutas coreanas y chinas, víctimas del colonialismo del Imperio japonés de preguerra. En 1945 llegaron occidentales en gran número, durante los siete años de ocupación estadounidense, pero como clientes más que como proveedores de servicios. Fue la época en que Roppongi empezó a convertirse en barrio de ocio.6 Roppongi significa «seis árboles», y antes de la guerra había sido un barrio residencial anodino lleno de barracones del ejército imperial japonés. Tras la rendición, el ejército estadounidense se hizo cargo de los barracones, y junto a las entradas fueron apareciendo pequeños bares destinados a los soldados de permiso, con nombres como Silk Hat, Green Spot o The Cherry. Fue entonces cuando nació el curioso lema de Roppongi. Los lugareños observaron que los soldados estadounidenses se saludaban entrechocando la palma de la mano por encima de la cabeza. Podemos imaginarnos la escena, entrada la noche, cuando el barman japonés, intrigado, preguntaba a sus clientes por ese gesto, y las dificultades de los soldados borrachos para explicar la teoría y la práctica del high five. En japonés se transliteró erróneamente como hai tacchi o «high touch» (contacto en alto), y ese fue el origen del eslogan que se ve en las paredes de la autopista de Roppongi: High Touch Town.7
En 1956 se inauguró en Roppongi el primer restaurante italiano de Tokio, dando inicio a una pasión por cosas exóticas como la pizza y el chianti. Dos años más tarde, en el extremo sur de Roppongi se construía la Tokyo Tower, una inmensa torre de telecomunicaciones roja al estilo de la torre Eiffel. Cerca de allí, una cadena de televisión privada, TV Asahi, construyó sus estudios centrales, y en 1964 Roppongi tuvo estación de metro. Fue el año de los Juegos Olímpicos de Tokio, símbolo de la transformación de Japón, de la miseria de la posguerra a la riqueza y la influencia internacional. Para entonces, la ciudad ya contaba con numerosos bares de acompañantes, pero las mujeres que trabajaban en ellos eran japonesas. En 1969 apareció otro símbolo de riqueza en Roppongi, el primer club de acompañantes extranjeras, llamado Casanova.
Había muchos japoneses dispuestos a pagar por pasar un rato con acompañantes —generalmente con cargo a las empresas, puesto que los clubes eran considerados como un modo respetable de entretener a los contactos comerciales, de cerrar negociaciones y de recompensar a los empleados por su lealtad y su duro trabajo—. La inauguración del Casanova marcó el inicio de una nueva entidad demográfica del mizu shōbai: empleados de oficina con clientes extranjeros y dinero, y la educación y la confianza necesarias como para conversar en inglés con acompañantes extranjeras.
El Casanova era carísimo, pero en los treinta años siguientes inspiró a muchos otros clubes de kimpatsu —«rubias»— más baratos. Una hora en el Casanova costaba 60.000 yenes, pero el Club Kai, que abrió en 1992, y su sucesor, el Club Cadeau, costaban unos 10.000 yenes por hora. Los primeros clubes dieron empleo a mochileras que pasaban por allí; muy pronto los dueños de los clubes empezaron a poner anuncios en periódicos y revistas extranjeros y a enviar agentes a otros países para reclutar a jóvenes aptas para el trabajo. Pero el número de bares de acompañantes extranjeras de Roppongi —sin contar los de estriptis— nunca fue muy alto. En la época de Lucie, estaban el Casanova, el Club Cadeau, el Club Vincent, el J Collection, el One Eyed Jack’s (el mayor de todos; de los mismos dueños que el «club de caballeros» Seventh Heaven) y el Casablanca.
En el año 2000, Anne Allison era profesora de antropología cultural en la Universidad de Duke, en Carolina del Norte. En 1981, mientras preparaba su doctorado, pasó cuatro meses en un club de acompañantes de Roppongi donde era la única extranjera. Su trabajo de campo sirvió de base para su tesis doctoral, publicada posteriormente como libro: Nightwork: Sexuality, Pleasure and Corporate Masculinity in a Tokyo Hostess Club (Las trabajadoras de la noche: sexualidad, placer y masculinidad corporativa en un club de acompañantes de Tokio).8 En su mayor parte, la obra era un ensayo con un gran componente teórico muy bien argumentado en el que abundaban expresiones como «autoimagen falificada» o debates sobre conceptos japoneses como el jikokenjiyoku («el deseo de exponerse al público y sentir que esta exposición es bien recibida»). Pero también contenía escenas cómicas que la imperturbable y analítica antropóloga cultural asoció con los patrones de represión neurótica del Mundo Flotante. En Nightwork, la profesora Allison relataba:
Estaba sentada en una mesa con cuatro hombres, todos de cuarenta y pocos años. Hablaban pausadamente, y el discurso era interesante, sobre las relaciones entre Estados Unidos y Japón, las universidades, los viajes, etcétera. En un momento dado llegó la Mama, les preguntó qué tal les iba, y a uno de los hombres le dijo que cada vez que venía al club lo veía más guapo. Sonrió afectuosamente, les dijo a todos que se divirtieran y se fue a la mesa siguiente.
Uno de los hombres habló de cantar [karaoke] en un club como aquel: sostenía que no se trataba de si te gustaba o no, sino que era algo que había que hacer. «Es inevitable» (shōganai), dijo. Alguien me preguntó cuánto medía, y luego todos ellos me dijeron cuánto medían sus penes. Uno dijo que el suyo medía 50 centímetros. Otro hizo un movimiento con los brazos para indicarme que el suyo medía dos pies. Otro dijo que el suyo era tan grande que habría podido usarlo para saltar a la comba, lo cual resultaba muy incómodo.
Luego llamaron a otra acompañante, y a mí me asignaron otra mesa.
La profesora Allison describió —igual que otra antropóloga habría podido describir una ceremonia de iniciación en Micronesia— la dinámica de la llegada al grupo de un nuevo grupo de oficinistas. Primero, el silencio tenso, mientras los compañeros de oficina —jefes y subordinados, jóvenes y de mediana edad— se sentaban juntos para una velada de «diversión» organizada. Luego la sensación de liberación a medida que llegaban la cerveza y el mizuwari, y la tendencia de los clientes a comportarse como si estuvieran borrachos antes siquiera de acabarse la primera copa. Por último, la señal de que la noche había alcanzado su punto álgido: las inevitables risitas y referencias a los pechos de alguna de las acompañantes, en algunos casos acompañadas por lo que la profesora llamaba «el bop», una rápida palmadita en un pecho a la acompañante entre las risas de los presentes. La profesora Allison escribió: «La charla sobre los pechos era la señal de que empezaba la hora de la diversión. Inevitablemente, en cuanto oía que hacían un comentario sobre pechos, observaba la misma reacción: sorpresa, regocijo y liberación».
Sin embargo, y pese a todo esto, ella insistía en que la razón de ser del club no era la carnalidad. En un ensayo posterior escribiría: «Al empezar nos enseñaban tres cosas: cómo encenderles el cigarrillo a los clientes, cómo servirles las copas y a no apoyar los codos sobre la mesa. También se nos advertía que no debíamos comer delante de ellos: es señal de falta de sumisión. Pero aparte de esas normas, el trabajo consistía en dar respuesta a sus fantasías. Si te querían estridente, te mostrabas estridente. Si te querían inteligente, te mostrabas inteligente. Si te querían cachonda, te mostrabas cachonda. ¿Sórdido? Sí. ¿Degradante? Sí. Pero desde luego no era esclavitud sexual. Si hay algo que no tiene que ver con los bares de acompañantes, es el sexo».9
Las cabinas de teléfono de Tokio están llenas de anuncios impresos de prostitutas; lo que ofrecían los clubes de acompañantes era algo más especializado y más costoso. Curiosamente, cuanto más caro y más selecto era un club, menos tolerante era con los tocamientos y los manoseos. «Otros clubes del mizu shōbai proporcionan a los hombres servicios de masturbación, hasta hacerles eyacular —observó la profesora Allison—. En cambio, en los clubes de acompañantes, el único tipo de masturbación que se efectúa es la del ego».
Como la sociedad, en Japón el sexo tiene su orden y sus normas. A los hombres japoneses les gusta saber exactamente qué se espera de ellos y cómo se supone que deben actuar antes de involucrarse en cualquier situación. Y en los clubes de acompañantes, saben que lo único que se ofrece es una emoción… La Mama que dirigía mi club, la propietaria, dejaba una cosa muy clara: si había algún contacto esporádico con algún cliente no pasaba nada; el sexo era una falta que podía provocar el despido. Pero la mayoría de los clientes, al menos los japoneses, no esperaban ningún contacto sexual. Buscaban flirteo y halagos, y eso es lo que conseguían.
Teniendo esos parámetros en cuenta, ibas capeando todo lo que se te presentaba. Algunas conversaciones eran ofensivas, otras no, pero lo más importante era no quedarse callado. Una noche podías estar hablando de Chaikovski con un caballero cortés y encantador. La noche siguiente, el mismo hombre quizá te preguntara cuántas veces podías llegar al orgasmo en una noche, cuándo habías perdido la virginidad, y podía comparar tus pechos con los de las otras dos acompañantes de la mesa. Tu trabajo consistía en sonreír y fingir que te parecía entretenido. Le hacías creer que era el hombre más maravilloso y más importante del mundo, que estabas loca por meterte en la cama con él. Él se engañaba pensando que la mujer occidental guapa y alta que tenía delante estaba desesperadamente enamorada de él, que lo encontraba fascinante y que esa misma noche se convertiría en su amante. Les encantaba hablar de sexo y a veces las conversaciones se volvían explícitas o muy sugerentes, pero al final de la velada cada uno se iba por su camino. Aquello no era una sorpresa ni una decepción para ninguna de las dos partes, porque ninguna de las dos se esperaba otra cosa.
Tú le dices que te habría gustado que fuera tu amante. Él te dice que le gustaría llevarte a casa. Tú le dices que eso sería estupendo, pero añades: «Mi hermana está en la ciudad y tengo que llevarla a hacer turismo». Es el tipo de respuesta que espera; cualquier otra le habría provocado el pánico.
Los únicos que no entendían estas reglas y que no se avenían a seguirlas eran los extranjeros, hombres occidentales que no entendían la obsesión de los japoneses por el ritual y el juego de roles. Recuerdo a un francés que se enfureció cuando su acompañante se negó a ir con él al hotel. «¿Y para qué me ha seguido el juego toda la noche si no quiere acostarse conmigo?», estalló.
El concepto de fondo de Nightwork es que más que un entorno para el sexo, los clubes de acompañantes eran un mero trabajo. Animando y financiando a los empleados para que pasaran las tardes con sus colegas, clientes y acompañantes (en lugar de quedarse en casa con sus esposas e hijos), las corporaciones japonesas conseguían que liberaran estrés y frustraciones, lo cual resultaba positivo para los intereses de la empresa, al fortalecer los vínculos con los compañeros de trabajo y crear buenas relaciones con los clientes. El club de acompañantes era ocio y trabajo; al colonizar las horas posteriores a la jornada laboral, la compañía se aseguraba de que el empleado dirigiera su lealtad sobre todo al trabajo, y no a la familia. La profesora Allison escribió: «Cuando llegan están cansados, y lo último que quieren es tener que exprimirse la mollera para entretener a un cliente o a una mujer. La acompañante resuelve ese problema. Entretiene al cliente, adula al hombre que paga y le hace parecer importante e influyente ante los demás… Es probable que si ese mismo hombre fuera a una discoteca no conseguiría ligar con ninguna mujer, y se volvería a casa deshinchado y sintiéndose rechazado. Los clubes de acompañantes eliminan el riesgo de fracaso».
¿Cómo acabaron encajando en este engranaje las mujeres occidentales? Según la profesora, en realidad no fueron más que una novedad. «Sin duda, los hombres japoneses fantasean con las mujeres occidentales, pero la realidad de tener a una de ellas como esposa o como amante les asusta —escribió—. Les intrigamos, sí, y sin duda llevar a una mujer occidental del brazo da puntos, pero también saben que las mujeres occidentales tienen opiniones, y que no son obedientes ni sumisas». Era una fantasía que se mantenía viva con el consentimiento de todas las partes solo durante una velada, y solo en el entorno del club. Y a su vez el club estaba supervisado de cerca por un encargado, por los camareros o por la mama-san que lo dirigía todo. Anne Allison escribió: «No puedo decir que disfrutara el tiempo que pasé haciendo de acompañante. El trabajo era duro, y en muchas ocasiones era degradante. Cuando tienes que quedarte ahí sentada sonriendo educadamente mientras un hombre te pregunta si se te escapan los pedos al hacer pipí, cuando tienes que mantener la sonrisa mientras él insiste y te lo pregunta por décima vez… acabas harta. Pero nunca me sentí amenazada, nunca me sentí en peligro, y nunca tuve la impresión de perder el control de la situación. Y si hubiera tenido problemas, la Mama habría acudido en mi ayuda. Incluso en este barrio de luces rojas, en Tokio me sentía mucho más segura que en Nueva York».
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Si el trabajo de acompañante hubiera quedado realmente confinado al interior del club de acompañantes, Lucie Blackman estaría viva. Pero la cosa era más complicada que todo eso. Fuera consciente de ello o no, la mujer que entraba en el mizu shōbai se veía sometida a presiones y tentaciones que marcaban su vida en Japón.
Arraigaban en lo que en japonés llaman el shisutemu —el «sistema»—, la lista de tarifas e incentivos que imponía cada club a sus clientes y a sus acompañantes. En el Casablanca, un cliente pagaba 11.700 yenes por hora (en aquella época, equivalente a unas 73 libras), que incluían barra libre de cerveza o mizuwari, y la compañía de una o más chicas. De ese dinero, una acompañante nueva como Lucie recibía 2.000 yenes (unas 12,50 libras) por hora. Trabajando cinco horas por noche, ganaba 10.000 yenes; si lo hacía seis noches por semana, la cifra alcanzaba los 250.000 yenes al mes, unas 1.600 libras. Pero eso era solo la base de un sistema de extras y cargos obligatorios.
Una chica que hubiera impresionado a un hombre una noche podía ser «requerida» por el mismo hombre al día siguiente; por ello, el hombre pagaba un suplemento y ella recibía un suplemento de 4.000 yenes, por considerar que generaba negocio. Si un cliente pedía champán o una «botella del cliente» —una botella de un whisky o un brandy caro que, una vez comprada por el cliente, se conservaba para su consumo privado—, las acompañantes del cliente se llevaban una comisión. También se les animaba para que accedieran a salir a algún dohan, una cena con los hombres que se encaprichaban con ellas, y que posteriormente volverían al club para verlas de nuevo. El cliente disfrutaba de una cita con una mujer joven y atractiva, ella se libraba del trabajo por una noche y cenaba gratis, y el club hacía más negocio.
Los dohan no eran opcionales. En algunos clubes, una docena de dohan al mes suponían una comisión extra de 100.000 yenes, más de 600 libras. En la mayoría de los clubes —el Casablanca entre ellos—, cualquier chica que fuera a menos de cinco dohan al mes, y tuviera menos de quince «peticiones», se enfrentaba a la posibilidad de despido. Para muchas acompañantes, asegurarse los dohan suficientes acababa convirtiéndose en una obsesión y en una fuente de profundo estrés. No era solo cuestión de acceder a salir a cenar con hombres que no les gustaran; cuando se acercaba el final del mes, las acompañantes que no alcanzaban la cota se apuntaban a un dohan con cualquiera que se lo ofreciera. A veces buscaban incluso a amigos varones que les ayudaran a alcanzar el número; a veces, ante un peligro inminente de despido, una acompañante podía pagar el dohan ella misma.
«En el vestuario, junto al váter, había una tabla en la pared con el nombre de todas las chicas y el número de peticiones y de dohans que habían registrado ese mes —recordaba Helen Dove—. Si junto a tu nombre había un cero, era una vergüenza. A mí se me daba fatal; siempre estaba hacia el final de la lista. Llegó un punto en que dejó de importarme. Había perdido el entusiasmo por completo. Prefería hablar con las otras chicas que fingir interés por aquellos hombres japoneses. Ese mes solo había salido a uno o dos dohan, y había tenido pocas solicitudes. La cosa se puso tan mal que acabé pidiéndole a mi casero que me hiciera el favor y fingiera ser mi dohan».
Fue despedida igualmente, la semana antes de que Lucie desapareciera.
Aquel ambiente competitivo del Casablanca podía fomentar tanto la rivalidad como la amistad entre las acompañantes. Pero Lucie y Louise se llevaban bien con casi todo el mundo. «Eran muy buenas amigas. Lo hacían todo juntas —recordaba Helen Dove—. Vivían juntas, venían juntas en bici al trabajo, salían con las mismas personas. Se llevaban muy, muy bien. Me parecían…, no sé…, algo cándidas, jovencitas, un poco alocadas, algo niñas. Solían besarse cada vez que se encontraban, aunque solo hubieran pasado unas horas sin verse. Eso me parecía muy tierno». A Helen le sorprendió —como a casi todo el mundo— la atención que prestaba Lucie a su cabello, a su ropa y a su maquillaje. «Yo no diría que era una chica imponente, pero tenía una personalidad muy dinámica que la hacía muy atractiva —dijo—. No me pareció insegura. Era alta, tenía un pelo estupendo, una personalidad estupenda, y era encantadora».
También gustaba a los clientes: «Era diferente a las canadienses o estadounidenses, que se reían sonoramente, mujeres demasiado animadas y expansivas —contó el señor Imura, el editor que pescaba calamares—. Su conversación no era nada extraordinario». El señor Watanabe, el hombre de las fotos, quedó impresionado al instante: «Nada más verla, deduje que era de buena familia. Era educada, elegante, refinada, con encanto… Me di cuenta de que estaba bien educada, de que tenía cultura y mucha sensibilidad».
«Desde luego no es el trabajo de mis sueños, pero me resulta muy fácil —le escribió Lucie a Sam Burman en un correo electrónico—. Estoy ganando un buen dinero y el ambiente es muy diferente al del Reino Unido. Los hombres son de lo más respetuosos. Siempre hay alguno rarito, pero de momento he dado siempre con gente de lo más agradable». Con lo del «rarito» quizá se refería al cliente no identificado que le había ofrecido el equivalente a 10.000 libras por acostarse con él. En la versión de la historia que contó a su madre y a su hermana, ella se rió de su oferta. Tal como lo recordaba Louise, «se puso furiosa y le pidió al encargado que sacara al tipo de allí».
A las acompañantes también se les animaba a que se hicieran con una tarjeta de cada uno de sus clientes y que luego les llamaran o les escribieran por correo electrónico para animarles a volver al club. Se han conservado unos cuantos de los correos electrónicos de Lucie, en los que juega con el perfecto equilibrio entre un flirteo casto y un coqueteo nada comprometedor.
De: lucie blackman@hotmail.com
Para: Imura, Hajime
Fecha: miércoles, 21-06-2000, 3.01
Querido Hajime:
Solo quería escribir para saludar. Soy Lucie, del Casablanca, la chica de Londres, con el cabello rubio, con la que tan bien se llevó…
Fue un placer conocerle la otra noche en el club, me lo pasé muy bien con usted, y tal como planeamos me encantará quedar un día de estos para cenar.
[…] Le llamaré el miércoles entre las 12.00 y las 16.00 para hablar y hacer planes para nuestra cita. ¿Qué le parecería la semana que viene?
Bueno, ahora tengo que irme, pero quería dejarle este mensaje para que lo recibiera la mañana del miércoles. De este modo podrá organizarse la tarde para que cuando le llame pueda hablar con mi nuevo amigo especial.
Espero que pase un día estupendo; yo sé que para mí lo será, ya que voy a hablar con usted muy pronto.
Cuídese,
LUCIE X
De: Imura, Hajime
Para: lucie blackman@hotmail.com
Fecha: miércoles, 21-06-2000, 17.30
¡Hola! Gracias por tu e-mail.
¿Cómo estás hoy, Lucie, chica guapa con larga melena rubia? Siempre me han gustado las chicas con cabello rubio y también con falda corta. Espero que todo vaya bien.
¿Qué cocina te gusta más? ¿Francesa, japonesa, china, etc.? ¿Por favor escoge una e iremos a un restaurante a cenar conmigo? ¿Qué tal el martes próximo? ¿Tienes tiempo libre? […]
Por cierto, ¿sabes hablar inglés americano? Yo no hablo muy bien el inglés de la reina, porque como arroz y sopa de miso todos los días. Supongo que no entendiste muy bien lo que dije la otra noche. Pero yo entendí lo que dijiste. Así que, por favor, susúrrame al oído lo que quieras decirme.
En todo caso, disfruta tu vida en Tokio…
HAJIME IMURA
El secreto del éxito de las acompañantes era crear una cartera de clientes fieles para los que la principal atracción fuera la chica, y no el bar, y que regularmente les hicieran solicitudes especiales, haciéndoles ganar comisiones por las copas o por los dohan.
Sin un puñado de «clientes habituales», resultaba difícil sobrevivir. Pero en ese sentido Lucie empezó bien. «Tengo un amigo […] que ha venido todas las noches los últimos ocho días —le escribió a Sam Burman—. Es estupendo, porque habla muy bien inglés, no es feo y es aristócrata, ¡así que está forrado! […] Me ha dicho que si alguna vez necesito ayuda para alcanzar la cifra [de peticiones], vendrá en cuanto se lo pida». Era Kenji Suzuki,10 el cliente más fiel de Lucie, su salvación profesional y su carga emocional.
Ken tenía más de cuarenta años y era soltero. Llevaba unas gafas grandes con montura de metal, tenía los pómulos altos y un flequillo ondulado. No sabemos si su familia descendía de la vieja aristocracia feudal japonesa, abolida tanto tiempo atrás, pero sin duda tenía dinero. Dirigía con su anciano padre una empresa de electrónica, pero en el año 2000 el negocio familiar pasaba por un momento difícil. En sus muchos correos electrónicos a Lucie, tras una fachada de alegría y risas asomaban la preocupación y la soledad. Hablaba de reuniones difíciles con clientes, de pesados viajes de negocios a Osaka. Algunas noches se quedaba en la oficina hasta las once de la noche, y a las seis de la mañana siguiente tenía que tomar un tren bala. El alcohol y Lucie eran su consuelo. «No te he explicado mi complicada situación y el entorno de mi negocio —le escribió, en un inglés algo impreciso—. Puedes imaginar que es un asco. Podría beber para olvidar, pero no conseguí SONREÍR hasta que te encontré. ¡Oh, pobre de mí, hohohohohohohoh!».
Conoció a Lucie a las dos semanas de llegar ella al Casablanca; solía escribirle y visitaba el club casi a diario, salvo durante sus viajes de negocios a otras ciudades. La fascinación que le creó Lucie —no una pasión de adolescentes, sino prácticamente infantil— resultaba evidente solo con ver la frecuencia de sus visitas. Pero sus mensajes de e-mail la hacían aún más patente.
«Gracias por la paciencia de anoche —decía su primer mensaje—. Lo único que te puedo decir es que desde luego envidiaré a tu futuro novio en la Ciudad Loca, Tokio».
El día siguiente pedía disculpas: «Ayer estaba muy borracho, como siempre, así que quiero charlar contigo ahora que estoy sobrio. Puede que te resulte muy aburrido, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja».
Tres días más tarde: «Me interesas porque eres tú misma. Sé que eres la chica más ENCANTADOOOOOORA de este planeta… ¡Nos vemos pronto! Kennnnnnnneeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee».
Lucie le había dicho que una de las cosas que echaba de menos en Japón eran las aceitunas negras; en su primer dohan, llegaron al restaurante y se encontró con que siguiendo instrucciones de Ken en la mesa había un cuenco con aceitunas. Observó que el cristal del reloj de Lucie estaba agrietado; se encargó de que se lo reparan, y le dio un reloj de Snoopy para que llevara mientras tanto. «Es encantador —le escribió Lucie a Sam—. El viernes de la semana pasada volvió a llevarme a cenar y me recogió con su deportivo Alfa Romeo. Me llevó a un bonito restaurante en un hotel, en un doceavo piso, con vistas a la ciudad. Fue fabuloso. Luego volvió conmigo al club, lo que me supone una comisión extra de 4.000 yenes».
«Mañana tengo que levantarme de madrugada para la reunión importante —le escribió Ken a Lucie el 24 de mayo—. Pero pasaré por el CB para verte la cara aunque esta noche no puedo charlar».
Menos de dos horas más tarde: «Supongo que es demasiado pronto para que me prometas que la cena no será solo mañana por la noche. Cenar conmigo a lo mejor es demasiado aburrido o desagradable. Solo quería advertirte. Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja».
Una semana más tarde:
A decir verdad, no he dejado de pensar en ti ni un segundo. […] Por supuesto, me interesa mucho conocerte más. No obstante, siento que ya te conozco muy bien. Probablemente quieras conocerme más más más È ¿Qué te parecería? ¿Qué te parecería? ¿Sí? Te recomiendo mucho que trates con cuidado a este hombre amable. Es dulce, listo y sexy, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja , , , , ,
Y el 5 de junio:
Querida y dulce amiga Lucie:
Me has salvado la vida. Acabo de volver de la reunión de hoy, pesada y de mierda (upppps). Aunque es lunes, casi tengo la sensación de que es jueves. Mi tanque de bromas (otros dicen que es un «cerebro») está medio muerto. Hoy de algún modo está muy animado pero agotado. A media tarde he escalado hasta la cima del Everest y a última hora había caído al fondo de la sima de las Marianas en el Pacífico, no son los simples altibajos de un día. No obstante, ahora estoy flotando en la superficie porque tu dulce e-mail ha sido como un salvavidas. […] Por favor, perdona los errores del inglés de mi mensaje. Estoy seguro de que a veces tienes la impresión de que te escribes con un papuano de Nueva Guinea o con un niño de siete años.
«[Ken] esta noche estaba hecho polvo, así que ha sido bastante duro», escribió Lucie en su diario. Unos días más tarde: «[Ken] … absolutamente hecho polvo; para mí, ¡¡la peor noche hasta ahora!!». Pero no se mostraba demasiado preocupada por la relación. Era un hombre que le doblaba la edad, con una dependencia del alcohol, aparentemente sin otros amigos o relaciones, colado por ella. En un momento de crisis de su empresa, estaba despilfarrando miles de libras para pasar todas las noches con ella. Y ella, en lugar de desanimarlo, se mostraba como una novia emocionada, encantada y reconocida. Y eso, para alguien en la posición de Lucie, era normal. Más que normal, era su deber profesional. Ken, vacilante, decente, enamorado y forrado, era el cliente perfecto. Si ella no le hubiera animado, habría perdido su empleo.
Las acompañantes de Roppongi, los encargados y los camareros que gestionaban los bares, e incluso una antropóloga como Anne Allison, decían lo mismo: que el negocio de las acompañantes era un juego, gobernado por unas reglas claras y vinculantes, y que todo el mundo —tanto los clientes como las chicas— comprendían de forma instintiva dónde estaban las fronteras y en qué momento las estaban traspasando. Pero ¿y si alguno de esos hombres empezaba a confundir las cosas, a causa de la soledad, del alcohol, del amor o de la lujuria? ¿Y si una de las partes dejaba de reconocer las reglas?
«Yo no estoy de acuerdo en que sea un loco, pero muchas personas lo dicen —escribió Kenji Suzuki—. Muy bien. Aunque esté loco, no me porté como un loco anoche contigo ni lo haré en un futuro próximo. ¡No te preocupes! Probablemente muy pronto seas tú la que estés loca y enfadada conmigo a veces… Jajajajajajajaja».