Читать книгу Devoradores de sombras - Richard Lloyd Parry - Страница 13
4 HIGH TOUCH TOWN (UNA CIUDAD HUMANA)
ОглавлениеSe tardan menos de doce horas en volar de Heathrow al aeropuerto de Narita, pero pocos trayectos dan esa vertiginosa sensación de cambio. Lucie y Louise dejaron atrás los tejados de Londres, los campos de East Anglia y el mar del Norte. Para cuando les sirvieron el almuerzo y les pusieron la primera película ya estaban sobrevolando Siberia, donde pasarían siete horas. Una extensión inimaginable de espacio vacío las rodeaba por todas partes; 12.000 metros más abajo se extendía la tundra, con cordilleras montañosas cubiertas de nieve y anchos ríos oscuros que brillaban a la luz del sol. Era un viaje que trasladaba al viajero en el tiempo, no solo en el espacio. Las dos amigas salieron a mediodía, atravesaron una larga tarde y aterrizaron a una hora que sus cuerpos interpretaban como la de acostarse, solo que la mañana acababa de empezar en Japón.
«Son las 9.13 aquí, en Tokio, las 12.10 de la medianoche en Inglaterra», escribió Lucie en su diario, unos minutos después de llegar. «Estoy sentada sobre una maleta en el metro, absolutamente anonadada. Estoy muy cansada…, también asustada, nerviosa, perdida…, ¡y hace mucho calor! Solo espero que un día me acuerde de este día y me ría de mi inocencia, de lo poco que me imaginaba lo que me esperaba».
Pese a los meses que habían pasado volando como azafatas, ni Lucie ni Louise habían estado nunca en un país tan diferente y misterioso. Tras las torres de vigilancia del aeropuerto de Narita, rodeadas de alambrada, se extendían verdes arrozales, y en los tejados de tejas de las casas ondeaban banderolas rojas, amarillas y negras que representaban estilizadas carpas. Pero esos símbolos del Extremo Oriente enseguida dejaban paso a la periferia de Tokio, que rebasaba la frontera oficial de la ciudad, engullendo pueblos satélite como una ameba insaciable. El tren elevado atravesaba un paisaje monótono de edificios grises y plateados de oficinas, bloques de apartamentos con salidas de incendios metálicas, y hoteles de citas sin ventanas con nombres como Marie Celeste o Wonderland en rótulos de neón. Luego llegaron una serie de puentes que cruzaban anchos ríos estáticos, y por fin vieron la bahía de Tokio, con las islas artificiales ganadas al mar, cubiertas de edificios de cristal y de aluminio. Las nubes daban al agua un tono oscuro y satinado, y a los edificios un color apagado, mate. Con sol, aparecían reflejos plateados en las enormes torres, las inmensas esferas, las conducciones eléctricas y los grandes depósitos de energía y de combustible, y también en las sinuosas curvas del puente del Arco Iris.
En aquella megalópolis vivían treinta millones de personas. Salvo por las breves excepciones que suponía la vegetación de parques, santuarios, templos y del Palacio Imperial, el paisaje urbano se extendía sin cambios hasta los montes Okutama, 65 kilómetros al oeste. En un día claro, mirando desde lo alto del mayor rascacielos de Tokio, eso es lo único que se puede ver: Tokio, y luego más Tokio, gris, marrón y plateado, como una marea informe que se pierde en todas direcciones.
Y sin embargo, con tales dimensiones y tal densidad, la impresión que creaba era cualquier cosa menos caótica. Tokio era una ciudad limpia y con una imagen perfectamente definida, sin las miserias de muchas ciudades asiáticas. Oculta tras una pantalla de calma e indiferencia se escondía una energía irrefrenable y una eficiencia maquinal. A cualquier recién llegado le parecería algo inusitado; producía una sensación no de euforia inmediata, sino de extraña emoción ante sus misteriosas posibilidades. «Esto ya es tan diferente… —escribió Lucie en el andén de la estación del metro del aeropuerto de Narita, cuando apenas se había adentrado unos cientos de metros en Japón—. Acaba de salir el tren más impecable que he visto nunca, y en él iba un hombre diminuto vestido todo de azul marino, con unos guantes blancos inmaculados. Acabo de hacer mi primera compra: una botella de agua cubierta de arriba abajo de escritura japonesa… Estoy aquí sentada, sintiendo una cálida brisa procedente de algún sitio que me acaricia el rostro. Levanto la vista y rezo para que sea el viento del cambio que haga realidad todos mis sueños».
Llegar a Tokio suponía una transformación que sintió casi como una metamorfosis física. Para empezar, estaba el efecto debilitante del jet lag: lo que su cuerpo le decía que era plena noche en realidad era el día, y viceversa. Aún más incapacitante era la repentina privación del lenguaje: de un plumazo, el extranjero se volvía no solo incapaz de hablar o de comprender, sino también analfabeto. Que la gente fuera relativamente pequeña, que las puertas y los techos fueran más bajos, las sillas más estrechas, que hasta los platos fueran más pequeños creaba la ilusión de haber aumentado de tamaño, como Alicia en la madriguera del conejo. En el Tokio del siglo XXI, la gente casi nunca miraba a los extranjeros directamente a los ojos, pero aun así sentías que eras el objeto de una atención inusitada por parte de la población humana; no es que te contemplaran descaradamente, ni era una mirada de afecto o de desaprobación directa, sino simplemente el reconocimiento discreto de la diferencia. En Japón, te convertías en ciudadano de una nueva nación: la del gaijin, el forastero. Aquello te ponía en una situación estimulante, pero también resultaba agotador. Donald Richie, escritor estadounidense residente en Japón, escribió: «La vida aquí significa no dar nunca nada por sentado, no dejar de prestar atención. El forastero atento vive siempre con esa conexión activada: siempre está ocupado observando, evaluando, descubriendo o sacando conclusiones… Me gusta esta vida, en la que no puedo dar nada por sentado».1
Pero esa no fue la experiencia de Lucie y Louise. Sin ser conscientes siquiera de la opción que tomaban, dieron la espalda a la esencia japonesa de Japón. A Lucie le quedaban cincuenta y nueve días de vida, y los pasaría en unos cientos de metros cuadrados de Tokio diseñados para el placer y el beneficio de los gaijin: Roppongi.
De día, al menos, podías atravesar Roppongi en coche y no prestarle atención. Desde el interior de un coche, no era más que un cruce más concurrido de lo normal en la calle de ocho carriles que iba de Shibuya a los fosos del Palacio Imperial. La autopista elevada Shuto pasaba sobre Roppongi Avenue, creando un techo de cemento en plena calle y convirtiendo la calle principal en una oscura fisura.
Una pantalla luminosa gigante en lo alto de una esquina del cruce mostraba anuncios sin parar; el ojo se iba a un McDonald’s, a una cafetería rosa, a un banco, a un bar de sushi… Un peatón con tiempo para observar el entorno notaría las filas de edificios de ocho y diez plantas a los lados de Outer Moat East Avenue, la perpendicular a Roppongi Avenue. Cada bloque tenía un estrecho panel que lo recorría verticalmente desde la azotea al nivel de la calle, con los nombres de las decenas de bares, clubes y cafés del interior. Los edificios eran de cemento a la vista y azulejos color beige, con las fachadas cubiertas de tubos de neón apagados, sucios de polvo y de humo de los tubos de escape. Había numerosos pasos de peatones, entradas a pasos subterráneos y, en las paredes externas de la autopista, visible desde cualquier punto del cruce, de norte a sur, el misterioso lema de Roppongi, escrito en inglés: «High Touch Town».
En horario de oficina, Roppongi era dominio de la gente diurna: empleados de las tiendas y de los restaurantes, escolares con sus minúsculos uniformes y los funcionarios del Ministerio de Defensa de Japón que trabajaban en el complejo cercado al norte del cruce. La transformación llegaba cuando la tarde daba paso a la noche, y la población vestida de traje vaciaba las oficinas, llenando los trenes en dirección a la periferia. Al caer la oscuridad, empezaban a encenderse los neones a los lados de los edificios, y las jóvenes extranjeras empezaban a concentrarse en el club de fitness situado tras la comisaría de Azabu. Cuando salían del gimnasio, dos horas más tarde, se encontraban con un Roppongi que empezaba a despertarse de su sueño vampiro. Al anochecer, el sonido, el olor, el aspecto y el tacto del barrio ya eran otros.
Los primeros días de mayo, cuando llegaron Lucie y Louise, marcaban la transición de los meses fríos a los cálidos; con el paso de las semanas el aire de la primavera empezó a volverse cálido y húmedo. La noche apenas era más fresca que el día; en junio empezaba la estación de lluvias, un mes de tanta humedad que acababa mojando la piel. El verano traía el olor a heces de las cloacas de Tokio, poco profundas: un hedor inesperado del Tercer Mundo, que se mezclaba con el humo de las pizzas, el olor a pollo a la plancha, a pescado y a perfume. (El único olor que no se percibía en Japón era el de sudor humano). La pantalla gigante sobre el cruce brillaba con fuerza, inundando el barrio con cambiantes imágenes de coches, prendas de ropa, alcohol, comida y chicas. Y el machacón murmullo de la autopista quedaba eclipsado por el parloteo de las aceras, el tráfico humano que le daba a Roppongi toda su vida y su personalidad.
En un radio de unos cientos de metros desde aquel cruce se concentraba toda la caótica diversidad humana y étnica que faltaba en el resto de Japón. Roppongi no era un barrio especialmente de moda; por calidad, variedad o relación calidad-precio, en la ciudad había barrios de ocio mucho más interesantes: la elegante Ginza, con sus grandes almacenes a la antigua y su público educado de mediana edad; la vida callejera de vanguardia de Shinjuku, con sus gánsteres y sus espectáculos pornográficos; y Shibuya, dominio de los jóvenes maqueados a la última. Por supuesto, se veían extranjeros por todo Tokio, pero solo en Roppongi eran parte del paisaje. La mayoría de la gente de la calle sería japonesa. Pero los que destacaban no lo eran, y ese ambiente internacional era la característica propia y la marca de identidad de Roppongi.
Había extranjeros que venían a estar con otros extranjeros; había japoneses que acudían para estar con extranjeros; y luego estaban los extranjeros, sobre todo hombres, que acudían para estar con japonesas, sobre todo mujeres, que querían conocer a hombres extranjeros. En Roppongi conocías a gente que no encontrarías en ningún otro sitio; era el único lugar de Japón donde uno se quitaba de encima esa sensación excitante pero opresiva que producía ser algo tan diferente, un gaijin.
Por la salida del paso subterráneo y por toda la acera se sucedía todo un enjambre de caras de todo el mundo: camareros brasileños, albañiles iraníes, modelos rusas, banqueros alemanes, estudiantes irlandeses… Algunas razas monopolizaban determinadas ocupaciones: por algún motivo, un extranjero que intentara venderte una fotografía o un cuadro enmarcado (de una puesta de sol, un bebé sonriente o una bella mujer paseando con un perrito) resultaba ser casi siempre israelí. Frente a los salones de «masajes» había mujeres chinas y coreanas con largos vestidos que agarraban a los hombres que pasaban por delante de la manga y les susurraban. «Massāji, massāji, massāji…». Cuando el portaaviones americano USS Kitty Hawk estuvo atracado en el puerto de Yokosuka, los bares de copas se llenaban de torsos de marineros y marines estadounidenses. Y en esa época se registró una alta incidencia de otro fenómeno infrecuente fuera de Roppongi: las peleas de bar.
Tres grupos destacaban por encima de los demás.
El primero era el de los africanos. Los negros en Japón ocupaban una categoría propia de gaijin. Incluso en el centro de Tokio llamaban la atención, y en ningún otro lugar del país los había en tanta concentración como en el tramo de 400 metros de Outer Moat East Avenue al sur del cruce. Al igual que otros grupos étnicos, tenían una función especializada en la maquinaria de Roppongi: la de atraer a los transeúntes varones a los clubes de estriptis, a los bares con acompañantes y a los locales de danza del vientre. Un grupo más reducido de chicos japoneses acicalados y con el cabello engominado se preocupaban de los clientes nativos, pero los dueños de la calle eran los africanos, hombres de Ghana, Nigeria y Gambia. Muchos de ellos llevaban allí años; la mayoría hablaba bien japonés. No resultaban en absoluto amenazadores; al acercarse al paseante mostraban una sonrisa franca, le apoyaban una mano en el hombro y con la otra le entregaban un flyer obsceno. El parloteo se prolongaba durante varios cientos de metros, y pasaba de uno al otro con un suave murmullo de barítono: «¡Buenas noches, señor! —empezaba—. Club para caballeros, el mejor de Roppongi. Bar topless, señor, preciosas señoritas. Muy sexis, señor, en topless, bottomless. Tetas y culo, señor. Tetas y culo, tetasyculo, tetasyculotetasyculo. Venga, eche un vistazo. Siete mil yenes. Le doy media hora por tres mil yenes. Venga y verá».
A la policía les habría encantado detener y deportar a aquellos hombres, pero casi todos estaban casados con japonesas. En algunos casos aquellos matrimonios eran un montaje, renovado cada año a cambio de una cantidad fija en efectivo. Pero a los maridos les daba el derecho a residir y trabajar libremente en Japón, en el puesto que quisieran, y la policía no podía hacer nada al respecto.
La segunda tribu dominante era la principal atracción para la mayor parte de la población masculina de la noche de Roppongi: las chicas de Roppongi, esas mujeres japonesas con predilección por los hombres extranjeros. De vez en cuando, la escasez de tela de sus vestidos y su falta de inhibición las convertía en blanco de las críticas por parte de los medios japoneses; su aspecto fue cambiando con las corrientes de moda en la ciudad. A principios de los años noventa, una discoteca ya desaparecida llamada Juliana’s Tokyo dio origen al estilo conocido como bodi-con, unos modelos ajustados que dejaban poco a la imaginación y que las chicas lucían en las famosas tarimas elevadas de la discoteca. En la época de Lucie y Louise, el bodi-con había dejado paso al ganguro, un look muy estilizado que combinaba una piel bronceada artificialmente, de un naranja profundo, con un cabello teñido de color gris ceniza, maquillaje blanco y pintalabios blanco. Cada jueves, viernes y sábado se veían chicas ataviadas de esta guisa, caminando en parejas por Roppongi con botas de plataforma, como si fueran muñecas zancudas fluorescentes producto de alguna alucinación. Venían en tren o en metro de la periferia o de municipios de prefecturas colindantes. Pasaban la noche en clubes y bares con nombres como Motown, Gaspanic o Lexington Queen. Al llegar el amanecer, cada viernes, sábado y domingo, las menos afortunadas emprendían el melancólico camino de regreso al extrarradio y volvían a casa con el primer tren del día.
Luego estaba el tercer grupo de las tribus urbanas de Roppongi: jóvenes mujeres blancas que trabajaban como bailarinas, estríperes o acompañantes. Empezaban a aparecer en las calles a última hora de la tarde, con el cabello perfectamente brillante tras haber pasado por el gimnasio. Llevaban vaqueros y camiseta; antes de entrar en los bares, de vestirse y maquillarse, cargaban combustible para la noche en el McDonald’s o en KFC, o en el restaurante de sushi de la esquina. Se movían con decisión, sin la desconfianza de los turistas, y pese a tener orígenes muy diversos —australianas, neozelandesas, francesas, británicas, ucranianas— tenían algo en común aparte de la juventud y la belleza. Algo difícil de definir: un gesto en la boca o en los hombros, una mueca de desafío, de irritación, o incluso de resentimiento. A diferencia de las amistosas japonesas de Roppongi, eran inasequibles. Lucie y Louise habían venido para unirse a ellas.
Efectivamente, Louise tenía una tía japonesa, la esposa del hermano menor de su madre. Pero Masako vivía en el sur de Londres, no en Tokio; la idea de que fuera a acoger a las chicas en su casa de Japón no fue más que una mentirijilla destinada a tranquilizar a Jane Blackman. La hermana de Louise, Emma, aún tenía amigos en Tokio, y fue a través de una de ellas, una escocesa llamada Christabel, como encontraron la habitación de la Sasaki House. El viaje en tren desde el aeropuerto fue complicado y agotador; exigió varios transbordos y subir empinados tramos de escaleras. Las maletas que llevaban eran un peso muerto, los tacones altos resultaban poco prácticos, y cuando sacaron sus pertenencias del taxi —dolorosamente caro— con que cubrieron el último tramo hasta su nuevo hogar, estaban doloridas y cubiertas de sudor.
Esperaban encontrarse un sencillo albergue con sábanas almidonadas y una solícita encargada, pero lo que se encontraron era un tipo de alojamiento que en Japón se conoce como gaijin house, una casa con habitaciones alquiladas a una población itinerante de extranjeros compuesta por mochileros, profesores de inglés, vendedores ambulantes y trabajadoras de la noche. A la entrada había unos cuantos tiestos con plantas moribundas y bicicletas apoyadas contra la fachada. Sobre la maraña de cables que había en lo alto había unos cuervos enormes. «Era asqueroso —recordaba Louise—. Estábamos en shock. Miramos en dirección al salón y nos encontramos a dos personas colocadas en el sofá. Subimos a la habitación y allí estaba Christa, arreglándose el pelo. Se estaba poniendo un aceite espeso que parecía grasa. Y todos fumaban porros. La habitación apestaba. Apenas se veía nada con tanto humo».
La ventana de la minúscula habitación no tenía cortinas; Lucie y Louise tuvieron que cubrirla con sarongs para protegerse del sol de la mañana. Aunque no es que entrara mucha luz; la única vista que tenían era la de la pared de cemento del edificio vecino. Los futones no tenían sábanas; el espejo estaba roto y la letrina a la turca del baño era inenarrable. Su gran logro de la primera semana en Tokio fue transformar «el cagadero» en un espacio habitable —con pósteres, postales, velas y telas—. Era, con mucho, el lugar más diminuto en el que habían vivido las dos.
Casi todo el día siguiente lo pasaron durmiendo, atontadas por el calor y el jet lag. Aquella tarde, un viernes, fueron hasta Roppongi con unas bicis prestadas, bastante decididas a encontrar trabajo. Christa, que también trabajaba como acompañante, les había dado el nombre de varios clubes, pero aún no sabían muy bien dónde estaban cuando se les acercó un joven japonés de aspecto agradable y les preguntó si podía ayudarlas. ¿Estaban buscando trabajo, quizá? ¿Les interesaba trabajar como «azafatas»? Si le acompañaban, él podría presentarles a gente que podría ayudarlas.
No muy convencidas, siguieron al hombre hasta Outer Moat East Avenue y entraron en uno de los edificios con rótulos de neón. En el primer club no había puestos disponibles, pero en el segundo las acogieron calurosamente. Era evidente que el dueño, un hombre hosco llamado Míster Nishi, conocía bien a su joven guía. Las miró de arriba abajo, les hizo unas preguntas básicas —edad, nacionalidad, dónde se alojaban— y al momento les ofreció trabajo. A los pocos días de su llegada a Japón, Lucie y Louise ya trabajaban como acompañantes en un pequeño club nocturno de Roppongi, el Casablanca.