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PRÓLOGO LA VIDA ANTES DE LA MUERTE
ОглавлениеLucie se despierta tarde, como siempre. Un hilillo de luz del sol se abre paso al borde de la ventana cerrada, penetrando en la penumbra de la habitación, un lugar atestado de cosas, sin color, de techo bajo. Hay pósteres y postales en las paredes, y blusas y vestidos sobre unos colgadores llenos hasta los topes. En el suelo, dos siluetas humanas sobre dos futones: una rubia, otra de cabello castaño. Duermen con camiseta, o desnudas bajo una misma sábana, porque incluso de noche hace demasiado bochorno como para dormir con nada más que una fina tela sobre la piel. En el exterior los cuervos graznan y revolotean sobre los cables de teléfono enmarañados entre los edificios. Se han ido a dormir a las cuatro de la mañana, y el despertador de plástico marca ya casi el mediodía. La cabeza morena sigue durmiendo sobre su almohada mientras Lucie se pone la bata y va al baño.
Ella llama a su casa de Tokio «el cagadero», y el baño es uno de los motivos de ese nombre. Lo comparten media docena de personas, más sus invitados nocturnos, y está hecho un asco, lleno de suciedad y basura. En los bordes del lavabo agonizan retorcidos tubos de pasta de dientes, el suelo de la ducha está cubierto de restos de jabón seco, y el desagüe está casi bloqueado por un tapón de pelos, restos de piel y uñas cortadas. Los cosméticos de Lucie, que son numerosos y caros, los lleva y los saca del baño a cada visita, junto con sus peines, cepillos y maquillaje. Su ritual de aseo es largo y exhaustivo, una sucesión de champú, aclarado, suavizante, jabón, toalla, secado, hidratación, tonificación, pinzas, cepillado, hilo dental y secador. Lucie es un claro ejemplo de la diferencia que hay entre darse una ducha por la mañana y arreglarse. Si un día tienes prisa, más vale que no te encuentres que tienes que pasar por el baño y ella está dentro.
¿Qué es lo que ve Lucie cuando se mira al espejo? Un rostro de piel clara, rodeado de una melena de un rubio natural que le cae por detrás de los hombros. Una barbilla marcada, incluso fuerte; dientes blancos; unos pómulos que se levantan y en los que aparecen sendos hoyuelos cuando sonríe. Una nariz de suaves curvas; unas cejas finas perfectamente depiladas y unos ojos pequeños, de un azul oscuro, algo arqueados. Lucie se lamenta siempre de sus «ojos caídos» y se pasa horas mirándoselos al espejo, deseando que fueran diferentes, pese a que resultan inesperadamente exóticos en una mujer de cutis tan pálido, de ojos tan azules y piernas y brazos tan largos.
Lucie es alta —175 centímetros—, y tiene buenas curvas en el pecho y las caderas. Siempre está atenta a cualquier variación al alza de su peso, que suele fluctuar bastante. En mayo, tras la odisea del viaje a Japón, la mudanza al cagadero y la búsqueda de trabajo, estaba más delgada que ahora, pero tras unas cuantas semanas de largas noches en el club, había recuperado todo el peso a base de alcohol. Si tiene un mal día, puede incluso desagradarle su aspecto, sentirse hinchada y fofa; se tortura por la marca de nacimiento que tiene en el muslo, y por el oscuro lunar entre las cejas. Un observador neutral podría describirla recurriendo a una definición tan anticuada y ambigua como la de «jamona» o «hermosa». La chica de cabello castaño con la que comparte colchón es la mejor amiga de Lucie, Louise Phillips, de una belleza algo más convencional: delgada, menuda y recatada. Pero la mayor parte del tiempo, al menos de cara a los demás, Lucie se mueve con confianza y desenvoltura. Su modo de reír, de mover las manos al hablar, de echarse atrás el cabello, su costumbre de tocar sin darse cuenta a las personas con las que habla…, todo ello le da un atractivo que perciben tanto hombres como mujeres.
Lucie sale por fin del baño. ¿Qué hace a continuación? Sé que no escribe nada en su diario, que ha dejado abandonado al menos desde hace dos semanas. No llama a Scott, su novio, que está de servicio en un portaaviones estadounidense en la ciudad portuaria de Yokosuka. Más adelante, entre sus posesiones personales, su familia encontrará una postal no enviada, dirigida a su gran amiga de casa, Samantha Burman. Quizá esté escribiendo esa postal ahora mismo.
Querida Sammy:
Solo unas líneas desde Tokio para decirte lo mucho que me gustó hablar contigo la otra noche. Estoy encantada de que hayas encontrado a un amigo/tío/pareja (sea lo que sea) tan encantador. Sé que para mí es fácil decirlo, ahora que ha cambiado tanto mi vida y que los domingos son tan diferentes, pero quiero que sepas que sin ti mi vida está incompleta y que —aunque no sepa aún muy bien cuándo— volveremos a vernos pronto, sea allá donde esté yo o en casa. Te quiero, te echo terriblemente de menos y lo haré siempre.
Todo mi cariño,
LULU
A la una y media suena el teléfono en el piso de abajo. Responde uno de sus compañeros de piso: es para Lucie. A diferencia de Louise, que tiene su propio teléfono móvil por cortesía de uno de sus clientes, Lucie tiene que recurrir al teléfono de pago compartido del cagadero. Es un voluminoso aparato de plástico rosa situado en la cocina que funciona con monedas de 10 yenes; y por supuesto cualquiera que esté en el piso de abajo puede oír la conversación. Pero Lucie no tendrá que aguantar esta situación tan incómoda mucho tiempo más; en solo unas horas tendrá su propio móvil.
Louise ya se ha levantado, y durante la breve conversación de su amiga está sentada en el salón de la casa. Era él, le dice Lucie después de colgar el auricular rosa: la reunión se ha retrasado una hora, hasta las tres; volverá a llamar y se encontrarán en la estación de tren. Comerán algo, pero Lucie tendrá tiempo para volver y acudir a la cita de las ocho con Louise y otra de las chicas del club para ir a bailar. Lucie se quita la bata y escoge el modelito para el día: su vestido negro, el collar de plata con el colgante de cristal en forma de corazón y el reloj de Armani. Las gafas de sol las tiene en el bolso negro. Llegan las tres, y sale. A las 15.20 el teléfono rosa suena de nuevo y preguntan por Lucie; él va de camino, y estará en la estación en diez minutos.
Los cuervos aletean y protestan cuando ven salir a Lucie, que experimenta el pequeño shock diario que supone para cualquier extranjero pisar la calle en Tokio. De pronto, se hace evidente la realidad, y el pulso se acelera: Aquí estoy, en Japón. Es algo que sigue sorprendiéndole cada mañana: la conciencia repentina de la profunda diferencia que supone. ¿Será el ángulo en que incide la luz, o cómo se transmiten los ruidos en el aire del verano? ¿O la actitud de la gente que camina por la calle, que conduce o que se sube a los trenes, anónima pero resuelta; educada, cortés, contenida pero decidida, como si siguieran órdenes secretas?
Aunque pasen años, o décadas, un extranjero nunca supera esa sensación, esa emoción diaria que supone vivir en Japón.
El cagadero —o la Sasaki House, que es su nombre real— es un mugriento edificio de paredes enyesadas situado al final de un callejón sin salida. Lucie sale, gira a la izquierda y pasa frente a otros viejos bloques de apartamentos, una zona de juegos para niños con estructuras de madera para trepar, y un restaurante anticuado que sirve tortillas de arroz y curry. Luego aparece una joya en medio de toda esa insipidez: un teatro clásico Noh que ocupa una moderna estructura de cemento, rodeado de setos tallados y un jardín de grava.
Lucie gira a la derecha, y de pronto el barrio experimenta una repentina transformación: ha dejado atrás un ambiente raído y suburbano y, en apenas cinco minutos, se encuentra recorriendo una calle principal de una gran ciudad. Por encima pasan los trenes, y una autopista urbana, en niveles superpuestos. Quinientos metros más allá está la estación de Sendagaya, donde se cruzan numerosos autobuses con líneas de metro y de tren suburbano. Los sábados por la tarde es un lugar muy concurrido, con un tráfico abundante y ruidoso, y con gente que entra y sale en estampida de la estación y del Gimnasio Olímpico, en el otro extremo, con camisas de manga corta y vestidos de verano. Él está ahí, esperando a Lucie, frente a la comisaría de policía; tiene el coche cerca.
Poco antes de que lo haga Lucie, Louise sale de la casa con otra misión: cambiar un par de zapatos en Shibuya, el gran barrio de compras al suroeste de Tokio. Toma el tren a la estación de Shibuya, donde nueve líneas diferentes depositan a 2,5 millones de pasajeros cada día, y donde Louise se pierde enseguida. Pasea, confusa, por entre la multitud, por calles llenas de tiendas y restaurantes que, a pesar de su vertiginosa diversidad, consiguen de algún modo distinguirse unos de otros. Emplea un buen rato, pero por fin consigue encontrar la tienda que busca; luego, agotada, vuelve a la estación.
Poco después de las cinco, le suena el teléfono. La pantalla muestra las palabras «usuario oculto». Pero la voz es de Lucie, que debería estar a punto de volver a casa para prepararse para la noche. Llama desde un coche en movimiento. Va en dirección «al mar», dice, donde almorzará con él (aunque desde luego es muy tarde para hablar de almuerzo). Sin embargo, no hace falta que cambien los planes para la noche, le dice a Louise; volverá a casa a tiempo, en un par de horas la llamará de nuevo para decirle cuándo. Parece alegre y contenta, pero mide las palabras, como si pudieran estar escuchándola. Está llamando desde el móvil de él, le dice a Louise, así que no quiere extenderse.
Más tarde Louise dirá que ese giro de los acontecimientos le había sorprendido, y que no era propio de Lucie subirse al coche de un hombre e irse fuera de la ciudad con él. Pero sí era propio de ella hacer esa llamada. Lucie y Louise se conocen desde que eran niñas, y así es la amistad que tienen. Se llaman solo por mantener el contacto, por reafirmar su cercanía y su confianza, aun cuando tengan poco que contarse.
Es una tarde de un calor húmedo y sofocante. Louise visita la tienda favorita de ambas, los grandes almacenes Laforet, y compra unas calcomanías brillantes y purpurina para decorarse el rostro cuando salgan a bailar. El sol va hundiéndose en el horizonte; está atardeciendo, y un manto de penumbra va instalándose sobre las viejas casas del extrarradio, encendiendo los neones de los restaurantes, los bares y los clubes, locales todos ellos de promesas y diversión.
Pasan dos horas.
A las siete y seis minutos Louise ya está de vuelta en casa, y suena de nuevo su móvil. Es Lucie, muy contenta y emocionada. Es muy majo, le dice. Tal como le había prometido, le ha dado un teléfono móvil nuevo y una botella de champán Dom Perignon que Lucie y Louise se podrán beber más tarde. No queda claro dónde está exactamente, y a Louise no se le ocurre preguntar. Pero volverá en menos de una hora.
A las siete y diecisiete, Lucie llama al móvil de su novio, Scott Fraser, pero le sale el contestador. Graba un mensaje breve pero alegre, prometiéndole que se verán al día siguiente.
Y entonces Lucie desaparece.
Cae la noche del sábado en Tokio, pero no van a salir a bailar, ni habrá encuentro con Scott. De hecho, no habrá nada más en absoluto. El mensaje de móvil de Lucie, almacenado en la base de datos digital del operador telefónico, será la última señal de vida de Lucie.
———————
Cuando Lucie no volvió a la hora prometida, Louise se alarmó de inmediato, tremendamente. Más tarde habría quien diría que eso resultaba sospechoso: ¿por qué iba a asustarse tanto Louise, tan pronto? Sus compañeros de piso, que estaban sentados en el salón fumando marihuana, no entendían su nerviosismo. Poco más de una hora después de la hora a la que se suponía que tenía que volver Lucie, Louise ya estaba llamando por teléfono a su madre, Maureen Phillips, en Gran Bretaña. «Le ha pasado algo a Lucie», le dijo.1 Luego se fue al Casablanca, el club de acompañantes del barrio de ocio Roppongi en el que servían copas y daban conversación a los clientes.
«Recuerdo ese primer día perfectamente, el 1 de julio —dijo un hombre que estaba allí en aquel momento—. Era sábado por la noche, y era la fiesta semanal de Lucie y Louise. Se suponía que ninguna de las dos tenía que trabajar. Pero de pronto apareció Louise diciendo: “Lucie ha desaparecido. Ha quedado con un cliente y no ha vuelto”. Bueno, no era tan extraño. Solo eran las ocho o las nueve. “Es normal, no es nada raro, Louise. ¿Por qué estás tan preocupada?”. Ella dijo que Lucie no era de las que no volvían a casa, y que si hubiera pasado algo la habría llamado. Y era cierto. Cuando una hacía una cosa, la otra siempre estaba informada. Tenían una relación muy intensa. Louise supo enseguida que algo iba mal».
Louise no dejó de llamar al club en toda la noche, preguntando si alguien tenía noticias de Lucie; pero no había noticias. Recorrió Roppongi a pie, visitando cada uno de los bares y clubes donde solían ir las dos: el Propaganda, el Deep Blue, el Tokyo Sports Café, el Geronimo’s. Habló con los tipos que distribuían flyers en Roppongi Crossing, y les preguntó si habían visto a Lucie. Luego tomó un taxi a Shibuya y se fue al Fura, el club donde tenían planeado ir juntas aquella noche. Sabía que allí no encontraría a su amiga; ¿por qué iba a ir Lucie por su cuenta, sin pasar por casa, o al menos llamarla? Pero no se le ocurría qué más podía hacer.
Llovió gran parte de la noche, una de esas cálidas lluvias de verano de Tokio, de las que hacen sudar. El domingo por la mañana, cuando Louise regresó a la Sasaki House después de pasarse por todos los bares posibles, ya había amanecido. Lucie no estaba en casa, y no había mensajes para ella.
Sin saber muy bien qué hacer, Louise llamó a Caz, un japonés que trabajaba en el Casablanca como camarero. Caz llamó a unos cuantos de los principales hospitales, pero ninguno de ellos tenía noticias de Lucie. ¿No sería mínimamente posible, le sugirió él, que Lucie hubiera decidido pasar la noche con su cliente «tan majo» y que simplemente se le hubiera pasado por alto o no hubiera podido informar a Louise? Ella dijo que aquello era impensable, y nadie conocía tan bien a Lucie como Louise.
Evidentemente, el paso siguiente era contactar con la policía. Pero esa perspectiva resultaba muy angustiosa. Lucie y Louise habían entrado en Japón como turistas, con visados de noventa días que les prohibían de forma explícita trabajar. Todas las chicas de los clubes —de hecho, la mayoría de los extranjeros que trabajaban en Roppongi— se encontraban en la misma situación. Tanto ellos como los clubes que les daban trabajo estaban infringiendo la ley.
El lunes por la mañana, Caz acompañó a Louise a la comisaría de Azabu, en Roppongi, y denunciaron la desaparición. Explicaron que Lucie era una turista de vacaciones en Tokio que había salido aquel día con un japonés que había conocido; no hicieron ninguna mención a su trabajo como acompañante en el Casablanca, ni a sus clientes.
La policía no se mostró muy interesada.
A las tres de la tarde, Louise se fue a la Embajada británica en Tokio. Habló con el vicecónsul, un escocés llamado Iain Ferguson, y le contó toda la historia. Ferguson fue el primero de muchos que se mostró asombrado ante las circunstancias en las que había salido Lucie aquella tarde. «Le pregunté qué sabía de aquel cliente, y me quedé de piedra al oír que no sabía nada —escribió en un informe al día siguiente—. Según Louise, las chicas del club iban dando tarjetas de visita a sus clientes, con el consentimiento de la empresa, con lo que en muchos casos tenían encuentros privados con los clientes. Yo manifesté que me resultaba difícil de creer que se les permitiera a las chicas salir con sus clientes sin el conocimiento del club. Pero Louise me lo confirmó. Desde luego, Lucie no le había dicho nada de su cliente, su nombre, ningún dato sobre su coche, o dónde habían ido, aparte de al mar…».2
Ferguson hizo muchas preguntas a Louise sobre el carácter de Lucie. ¿Era caprichosa, impredecible, informal? ¿Era cándida, o crédula? «Todas las respuestas de Louise trazaron una imagen inequívoca —escribiría— que definía a una persona segura, inteligente y de mundo, que tenía la experiencia y el sentido común suficientes como para no ponerse en situación de peligro». ¿Por qué se había metido, pues, en un coche con un perfecto desconocido? «Louise no…, no se lo explicaba, e insistió en que esa conducta era impropia de Lucie».
Nadie sabe mejor que los diplomáticos de una oficina consular las tonterías que llegan a hacer los británicos en el extranjero. Y nadie entiende mejor que ellos que la mayoría de las veces, cuando una persona joven «desaparece» suele haber una explicación perfectamente mundana: una riña entre amigos o amantes; drogas, alcohol o sexo. Pero Lucie había llamado dos veces durante la tarde para explicarle sus andanzas a Louise. Después de que llamara para decir que volvería en menos de una hora, resultaba difícil imaginar que no hubiera vuelto a llamar, aunque hubiera cambiado de plan. Iain Ferguson llamó a la comisaría de policía de Azabu y les dijo que la Embajada estaba muy preocupada por Lucie, y que lo consideraban no un simple caso de desaparición, sino un posible secuestro.
Louise salió de la Embajada. Las dos noches siguientes a la desaparición de Lucie casi no durmió. Le atormentaba la incertidumbre y la tensión. Le resultaba insoportable estar sola, aguantar un minuto en la habitación que había compartido con Lucie. Fue al apartamento de una amiga, donde iba a reunirse con otros conocidos de Lucie.
Justo antes de las cinco y media, le sonó el móvil, y respondió al momento.
—¿Diga?
—¿Hablo con Louise Phillips? —dijo una voz.
—Sí, soy Louise. ¿Quién es?
—Me llamo Akira Takagi. Llamo de parte de Lucie Blackman.
—¡Lucie! Dios mío, ¿dónde está? Estaba preocupadísima. ¿Está ahí?
—Estoy con ella. Está aquí. Está bien.
—Oh, Dios, gracias a Dios. Déjeme hablar con Lucie. Necesito hablar con ella.
Era una voz masculina. Hablaba bien inglés, pero con un marcado acento japonés. Parecía tranquilo, controlado y muy seguro en todo momento, casi amistoso, incluso cuando Louise se mostró agitada y disgustada.
—Ahora no debe ser molestada —dijo la voz—. Está en nuestro dormitorio. Está estudiando y practicando un nuevo modo de vida. Tiene mucho que aprender esta semana. No se la puede molestar.
Mientras tanto, Louise les decía a sus amigos, gesticulando con la boca: «Es él»; y pedía con gestos un bolígrafo y un papel.
—¿Usted quién es? —preguntó—. ¿Es el que salió con ella el sábado?
—Yo conocí a Lucie el domingo. El sábado conoció a mi gurú, al líder de mi grupo.
—¿Su gurú?
—Sí, mi gurú. El caso es que se conocieron en un tren.
—Pero ella…, cuando hablé con ella iba en un coche.
—Había mucho tráfico, mucho, y no quería llegar tarde a su encuentro contigo. Así que decidió tomar el tren. Justo antes de subir al tren conoció a mi gurú y tomó una decisión que le cambió la vida. El caso es que decidió unirse al culto esa misma noche.
—¿Un culto?
—Sí.
—¿Qué quiere decir con eso de un culto? ¿Qué…, dónde está Lucie? ¿Dónde está ese culto?
—Está en Chiba.
—¿Qué? Repita eso. ¿Puede deletreármelo?
—En Chiba. C-H-I-B-A.
—Chiba. Chiba. Y… ¿cómo se llama?
—Es la Nueva Religión.
—¿La qué? ¿Qué es…?
—La Nueva Religión —repitió el hombre, que le deletreó también este nombre con toda tranquilidad.
Louise tenía la mente desbocada.
—Tengo que hablar con Lucie —dijo—. Déjeme hablar con ella.
—No se encuentra demasiado bien —dijo la voz—. Además, ahora mismo no quiere hablar con nadie. A lo mejor te llama hacia el fin de semana.
—Por favor —insistió Louise—. Por favor, se lo ruego, déjeme hablar con ella.
Y se cortó la línea.
—¿Oiga? ¿Oiga? —dijo Louise, pero no había nadie al otro lado. Miró al pequeño teléfono plateado que tenía en la mano. Unos latidos de corazón más tarde, sonó de nuevo. Con dedos temblorosos, apretó el botón de respuesta.
—Lo siento mucho —dijo la misma voz—. Se debe de haber cortado la comunicación. El caso es que ahora Lucie no puede hablar contigo. No se encuentra bien. Quizá te llame el fin de semana. Ha iniciado una nueva vida y no volverá. Sé que tiene muchas deudas, 6.000 o 7.000 libras. Pero las pagará de un modo mejor. Solo quería que tú y S’kotto supierais que está bien. Ahora tiene planes para una vida mejor.
Dijo, con claridad, «S’kotto», que es el modo en que pronunciaría habitualmente un japonés el nombre inglés «Scott».
—Ha escrito una carta al Casablanca para comunicar que no va a volver al trabajo.
Hubo una pausa; Louise se puso a llorar.
—Por cierto, ¿cuál es tu dirección?
—Mi dirección… —dijo Louise.
—La dirección de tu apartamento, en Sendagaya.
—¿Por qué…? ¿Por qué quiere saber mi dirección?
—Quiero enviarte algunas de las cosas de Lucie.
El miedo de Louise, que hasta entonces había sido por su amiga, de pronto se volvió personal. «Quiere saber dónde vivo —pensó—. Ahora va a por mí».
—Bueno, Lucie la sabe. Sabe perfectamente su dirección.
—Ahora mismo no se encuentra demasiado bien, y no se acuerda.
—Oh, pues yo tampoco me acuerdo.
—Bueno…, ¿y no recuerdas nada que quede cerca?
—No, no recuerdo.
—¿Y la calle? ¿No recuerdas la calle?
—No, yo…
—Es que necesito enviar sus pertenencias.
—No recuerdo…
—Si es un problema, no te preocupes.
—Ahora mismo no la tengo por escrito…
—No pasa nada. No te preocupes.
Louise estaba fuera de sí por el pánico y la emoción. Llorando, le entregó el teléfono a un amigo, un australiano que llevaba años viviendo en Tokio.
—Hola —dijo él en japonés—. ¿Dónde está Lucie?
Al cabo de unos momentos, le devolvió el teléfono.
—Solo quiere hablar en inglés —dijo—. Solo quiere hablar contigo.
Pero Louise ya había reordenado sus pensamientos. Se daba cuenta de que era importante alargar la conversación, intentar descubrir dónde estaba Lucie.
—Hola —dijo—. Soy Louise otra vez. Y…, ¿yo podría unirme a su culto?
La voz pareció dudar un momento.
—¿Cuál es tu religión?
—Bueno, soy católica, pero Lucie también es católica. No me importa cambiar. Yo también quiero un cambio de vida.
—En fin, depende de Lucie. Depende de lo que diga ella. Me lo pensaré.
—Por favor, déjeme hablar con Lucie —dijo Louise, desesperada.
—Hablaré con mi gurú y le preguntaré.
—Déjeme hablar con ella —insistió ella, llorando—. Se lo estoy rogando, por favor, déjeme hablar con ella.
—En fin, ahora tengo que colgar —dijo la voz—. Lo siento. Solo quería comunicarte que no volverás a verla. Adiós.
Y la línea se cortó por segunda vez.
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Lucie desapareció el sábado 1 de julio de 2000, en el punto central del primer año del siglo XXI. La noticia tardó una semana en hacerse pública a nivel mundial. El primer artículo apareció el domingo siguiente, el 9 de julio, cuando un periódico británico incluyó una pieza breve sobre una turista desaparecida llamada «Lucy Blackman». Al día siguiente, en los periódicos británicos y japoneses hubo artículos más detallados. Mencionaban a Louise Phillips, así como a la hermana de Lucie, Sophie Blackman, que se decía que había volado a Tokio para buscarla, y a su padre, Tim, que iba de camino. Se hacían referencias a una llamada telefónica amenazante, y se sugería vagamente que podía haber sido secuestrada por una secta. Dos de los artículos hablaban del «temor» a que hubiera sido «obligada a prostituirse»; identificaron a Lucie como una exazafata de British Airways. Pero las noticias del día siguiente la presentaron como una «chica de barra» o una «acompañante en clubes nocturnos» del «barrio de luces rojas de Tokio». La televisión japonesa se hizo con la historia y las unidades móviles se pusieron a peinar Roppongi en busca de extranjeras rubias. La juventud de la desaparecida, combinada con su nacionalidad, el color de su cabello y lo que se suponía que implicaba su trabajo habían hecho que su historia traspasara el umbral que separa un simple incidente de una noticia; ahora era imposible pasarla por alto. A las veinticuatro horas, veinte reporteros y fotógrafos británicos y cinco unidades móviles de televisión habían volado a Tokio para unirse a la docena de corresponsales y periodistas independientes instalados en la ciudad.
Ese día se imprimieron 30.000 carteles que se distribuyeron por todo el país, sobre todo por Tokio y Chiba, la prefectura inmediatamente al este de la capital.
DESAPARECIDA, decía el texto de la cabecera, en dos idiomas, y abajo, LUCIE BLACKMAN (MUJER BRITÁNICA).
Edad: 21 años
Altura: 175 cm. Complexión media
Color de cabello: rubio
Color de ojos: azul
Vista por última vez en Tokio el sábado 1 de julio. Desde entonces está desaparecida.
Si alguien la ha visto, o si tiene información relacionada con ella, se ruega que contacte con la comisaría de Azabu o con el puesto de policía más cercano.
El cartel mostraba la fotografía de una joven con un vestido negro corto sentada en un sofá. Tenía el cabello rubio, y mostraba una dentadura blanca en una sonrisa nerviosa. La cámara la había fotografiado desde arriba, haciendo que el rostro pareciera más ancho e infantil. Con aquella gran cabeza, su larga melena y su barbilla puntiaguda, la chica del cartel era la viva imagen de Alicia en el país de las maravillas.
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Lucie Blackman ya estaba muerta. Murió antes incluso de que yo llegara a saber de su existencia. De hecho, fue precisamente porque estaba muerta —o desaparecida, que era lo único que se sabía en aquel momento— por lo que me interesé por ella. Yo era corresponsal de un periódico británico en Tokio. Lucie Blackman era una joven británica que había desaparecido en la ciudad: así pues, es evidente que en un primer momento fue para mí una historia.
Al principio, la historia era un rompecabezas, que con el tiempo evolucionó hasta convertirse en un misterio profundo. Lucie resultó ser la víctima de una tragedia, y acabó convirtiéndose en el motivo, en el tema de un duro debate en un tribunal japonés. La historia despertó un gran interés en Japón y en Gran Bretaña, pero era incoherente y estaba cargada de contradicciones. Pasaban meses en los que se perdía el interés por el caso de Lucie; luego se hacía algún avance y de pronto aumentaba de golpe la demanda de noticias y explicaciones. En rasgos generales era una historia conocida: chica desaparecida, cadáver hallado, hombre imputado…, pero examinándola de cerca resultaba tan complicada y confusa, tenía tantos giros extraños y tantos elementos irracionales, que era casi inevitable que cualquier información de tipo convencional resultara insatisfactoria, y que diera pie a más preguntas de las que conseguía responder.
El misterio que la rodeaba, que le daba un atractivo mayor al de cualquier otra noticia de ese tipo, la convertía en una historia fascinante. Era como un prurito que no se calmaba ni con artículos a cuatro columnas ni con piezas de tres minutos en los noticiarios de la tele. La historia se me coló hasta en los sueños; incluso meses después, me resultaba imposible dejar de pensar en Lucie Blackman. Seguí la noticia desde el principio y a lo largo de todas sus fases, intentando crear un relato coherente e inteligible a partir de todos aquellos elementos extraños, aquellos nudos y aquella violencia. Tardé diez años.
Llevaba viviendo en Tokio casi toda mi vida de adulto, y había viajado por toda Asia y más allá. Como reportero de desastres naturales y de guerra, había sido testigo de mucho dolor y oscuridad. Pero la historia de Lucie me puso en contacto con aspectos de la experiencia humana que no había visto nunca. Era como la llave de una trampilla en una estancia conocida, una trampilla que ocultaba secretos y unas vidas terribles, violentas y monstruosas que hasta entonces había pasado por alto. Este descubrimiento me provocó una vergüenza incómoda y me hizo sentir que había sido un cándido. Era como si yo, el reportero experimentado, me hubiera estado perdiendo algo extraordinario en una ciudad que me jactaba de conocer a fondo.
No empecé a pensar en Lucie como persona —en lugar de verla como una historia— hasta que empezó a caer en el olvido. Había conocido a su familia durante sus visitas a Japón. Como reportero del caso, al principio me habían recibido con prudencia y desconfianza. Más adelante la desconfianza dio paso a una amistad, pero seguían mostrándose prudentes. Empecé a viajar a Gran Bretaña, donde visitaba a la familia Blackman. Busqué a los amigos y conocidos de Lucie en las diferentes fases de su vida. A través de unos conseguí llegar a otros. A los padres de Lucie y a sus hermanos volví a verlos repetidas veces a lo largo de varios años. Esas entrevistas, combinadas, suman varios días de grabaciones.
Pensaba que descubrir los elementos básicos de una vida truncada a los veintiún años sería un trabajo fácil. A primera vista, no había nada evidente que distinguiera a Lucie Blackman de millones de otras personas como ella: una mujer joven de clase media del sureste de Inglaterra, con unos recursos económicos y una educación medios. La vida de Lucie había sido como tantas otras, «normal»; con mucho, lo más notable había sido el modo en que había llegado a su fin. Pero cuanto más a fondo miraba, más misteriosa me resultaba.
Debería de haber sido algo obvio, puesto que es algo que todos vemos en nuestras propias vidas, pero tras veintiún años, la personalidad y el carácter de Lucie resultaban demasiado diversos, demasiado complicados como para que alguien pudiera entenderla del todo, ni siquiera las personas más próximas a ella. Todos los que la conocían tenían una imagen un tanto diferente. A los pocos años su vida ya era una compleja combinación de lealtades, emociones y aspiraciones, en muchos casos contradictorias. Lucie era leal, honesta y podía dar una imagen equivocada. Era segura de sí misma, de confianza y vulnerable. Era directa y misteriosa; abierta y reservada. Sentí la impotencia del biógrafo al tener que filtrar y combinar todo aquel material para hacerle justicia a toda una vida. Me fascinó el proceso necesario para llegar a conocer a alguien a quien no había visto nunca, y que no habría podido conocer, a alguien que me habría sido indiferente si no hubiera muerto.
A las pocas semanas de su desaparición, muchísimas personas habían oído el nombre de Lucie Blackman y conocían su rostro, o al menos la versión que había aparecido en los periódicos y en la televisión, aquel rostro de Alicia en el país de las maravillas que figuraba en el cartel de búsqueda. Para ellos era una víctima, casi el símbolo de un cierto tipo de víctima: la joven que encuentra un fin terrible en un país exótico. Así que esperaba poder hacerle un favor a Lucie Blackman, o a su memoria, devolviéndole su estatus de persona normal, de mujer compleja y adorable en su normalidad, con una vida propia antes de la muerte.