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3 EL LARGO VIAJE
ОглавлениеLucie hacía amigos con facilidad, en la City, en British Airways y en los pubs de Sevenoaks. Pero las personas más cercanas a ella eran su madre, Sophie y un puñado de amigas, la mayoría del colegio. Conscientemente o no, Lucie tendía a mantenerlos separados; algunos de ellos conocían muy poco a los otros, o rara vez se veían. La mayoría compartían la experiencia de tener un padre ausente.
Estaba Caroline Lawrence, que había ido a la Granville School con Lucie y más tarde al Walthamstow Hall. Caz, como la llamaba todo el mundo, tenía una rizada melena pelirroja y un espíritu rebelde. Sus padres estaban divorciados, y era en la casa familiar de los Lawrence, cuando la madre de Caz no estaba, donde celebraban sus fiestas de adolescentes, con sidra y baile por las noches. Gayle Blackman conoció a Lucie en el Walthamstow Hall cuando ambas tenían catorce años (a pesar de la coincidencia de apellido no tenían relación de parentesco). El padre de Gayle también «se había ido», y durante su adolescencia ella también había sufrido enfermedades: asma y un grave eczema. Al igual que Lucie y Caz, al acabar el colegio no había solicitado el ingreso a la universidad, y había detectado un ambiente de reprobación en el Walthamstow Hall.
«Lucie no era una persona ambiciosa en el sentido que querían que lo fuéramos en ese colegio —contaba Gayle—. Ella quería un trabajo estable y luego quiso asentarse: en sus planes no estaba dominar el mundo entero. Pero yo encontraba que los profesores eran unos pretenciosos. Lo que les importaba era la calificación académica de la escuela, y daba la impresión de que no contaban con ello para las niñas de familias divorciadas. Si no querías ir a la universidad y estudiar ingeniería o medicina, daba la impresión de que no les interesabas».
La amiga más reciente que había hecho Lucie era Samantha Burman. Los hermanos de ambas iban juntos a clase, y la madre de Sam, Val, se hizo amiga de Jane Blackman. Ambas se habían divorciado hacía poco, tenían cuarenta y pico años e hijos adolescentes. De vez en cuando, Val y Jane se iban con Sam y Lucie a los clubes de Londres, combinación que a Sophie le provocaba una repulsa absoluta. «Las dos mamás divorciadas y sus hijas mayores: no sé, me parecía repugnante —recordaba—. Yo lo veía horroroso… Me daban ganas de decirles: “Actuad de acuerdo a vuestra edad. Salid con vuestras amigas, pero no os peguéis a chicas jóvenes”. Era algo falso, pretencioso, era horrible. No sé muy bien cómo definirlo… Me parecía odioso».
Unos días antes de la Navidad de 1999, Sam y Lucie salieron con un viejo amigo de Samie llamado Jamie Gascoigne. Jamie había oído hablar mucho de Lucie; tanto Sam como su madre, Val, llevaban semanas diciéndole que se la presentarían. Ya avanzada la noche, Lucie fue a buscar bebidas a la barra y un hombre se puso a hablar con ella de un modo bastante agresivo. Jamie se le acercó y, medio en broma y medio para protegerla, le dijo al tipo que Lucie era su esposa. «Ella se giró y me besó —recuerda él—. Y fue…, bueno…, eléctrico». Los tres volvieron a casa de Sam, donde Lucie y Jamie se quedaron hablando toda la noche. «No sé, era una mujer vibrante, excitante, divertida…, todo lo que quieres que tenga una chica, la verdad —dijo Jamie—. Cuando tocaba a la gente, te sentías vivo de pronto. Ella era así. Una de esas personas que atraen, era algo irrefrenable».
Ninguno de los novios de Lucie se había prendado tanto de ella como Jamie Gascoigne. De todos ellos, fue Jamie el único que intentó salvarla. Ella le cambió la vida, en un modo tal que parecía cosa del destino.
Se conocieron poco antes de fin de año. Jamie pasó aquellos últimos días del siglo embelesado. Era un joven corpulento y cariñoso, dos años mayor que Lucie, que trabajaba en la City para el banco de inversiones Lehman Brothers. Aquella Navidad, unos días después de su primer encuentro, agasajó a Lucie regalándole una joya; empezaron a salir inmediatamente. La víspera del nuevo milenio fueron a un baile de Año Nuevo. Jamie estaba muy resfriado y pálido; la mañana siguiente le llamaron para darle la noticia de que su abuela había muerto aquella madrugada.
«Lucie fue un gran apoyo —dijo—. Yo tenía una relación muy estrecha con mi abuela, pero Lucie se portó de un modo increíble, ayudándome a superar aquel período. Teníamos una relación intensa. Teníamos una canción, nuestra canción. Era una de Savage Garden que tocaban por todas partes: “Sabía que te quería antes de conocerte”. Llevábamos seis semanas juntos, y Jane y Val ya decían: “¿Cuándo es la boda? ¿Cuándo es la boda?”. Jane bromeaba y me llamaba yerno. Pasábamos juntos todo el tiempo posible, literalmente».
Jamie vivía con sus padres en Islington, en el norte de Londres, a dos horas por carretera de Sevenoaks. Cada fin de semana, y la semana al mes que Lucie pasaba en casa, iba en coche hasta casa de los Blackman para pasar la noche, y luego se levantaba antes del amanecer para volver a Londres a trabajar. «Decorar su habitación en Sevenoaks, salir a cenar… Todo, lo hacíamos todo juntos —explicaba Jamie—. Éramos tremendamente felices. Todo era perfecto, y teníamos la sensación de que todos los demás estaban con nosotros. Fue una época de mi vida que nunca olvidaré. Me cambió la vida, porque era una chica encantadora y yo estaba profundamente enamorado. Y es que era el tipo de chica de la que te gusta estar enamorado. De verdad. Porque era encantadora».
Empezaba a hacerse evidente que la vida de azafata no era la que quería Lucie; a principios del año 2000 tenía la sensación de que era una trampa de la que debía escapar con urgencia. A sus colegas les parecía inexplicable, porque acababa de conseguir el sueño de todo miembro de cabina de British Airways: pasar de los vuelos de radio corto que salían de Heathrow a los vuelos intercontinentales con salida desde Gatwick. Los vuelos largos eran más exóticos, más glamurosos y, sobre todo, se pagaban mejor. Como asistente de vuelo júnior, el sueldo base de Lucie era irrisorio: 8.336 libras brutas al año. Pero cobraba otro tanto de «dietas» que se añadían al sueldo según los destinos y el tipo de vuelos en los que trabajara. Los vuelos que salían muy temprano, o los largos, los vuelos de noche o los que tenían el regreso inmediato le suponían un extra. Había dietas por el desayuno, el almuerzo y la cena, calculadas según el coste en la moneda local de una comida de tres platos en un hotel de cinco estrellas. Se suponía que la mayoría de los empleados optarían por una comida más barata y se embolsarían la diferencia. Así que los vuelos menos deseables eran los cortos en el interior del Reino Unido; los que más salían a cuenta eran los que iban a ciudades caras de Asia y América: Miami, São Paulo y, el destino mejor pagado de todos, Tokio.
Tras pasar a vuelos intercontinentales, Lucie podía llegar a ganar un sueldo neto de 1.300 libras al mes. Pero por mucho que intentara controlar el dinero, seguía acumulando deudas. A finales de 1998, en el balance de gastos e ingresos de Lucie constaba un pago mensual de 764,86 libras, más de la mitad de su sueldo, con cargo a su tarjeta de crédito Diners Club. Luego estaba el pago mensual de 200 libras para el Renault Clio, un pago mensual de 47 libras para amortizar un crédito del banco, 89,96 libras de su tarjeta Visa, 10 libras de una tarjeta de crédito de Marks & Spencer así como 70 libras de alquiler a Jane, 32 libras de gimnasio y 140 libras de teléfono móvil. Sumando el maquillaje y la ropa que necesitaba para trabajar, Lucie gastaba unos cientos de libras más de lo que ganaba cada mes, y el interés de todas sus deudas hacía que cada vez le costara más pagarlas a tiempo.
Estaba cansada y enferma. Los largos vuelos nocturnos empezaban a agotarla, y ni siquiera eran divertidos. British Airways tenía 14.000 personas trabajando como personal de cabina; la mayoría de las veces, Lucie se encontraba en un vuelo con colegas que no había visto nunca y que no volvería a ver. Y el placer ocasional de trabajar con alguna amiga no compensaba la monotonía de verter una y otra vez zumo de tomate en jarras de plástico y pedir a los pasajeros que escogieran entre pollo o ternera. «Las habitaciones de hotel de todos los países se parecen mucho —contaba Sophie—. Podía estar en París por la mañana, en Edimburgo por la tarde y en Zimbabue al día siguiente. Pero no se movía del hotel, siempre con jet lag e incapaz de salir y disfrutar de la vida, de la cultura y de la comida, porque estaba destrozada. En los últimos tiempos se la veía bastante insatisfecha: cansada, triste…, nunca veía a las mismas personas dos veces».
Había algo siniestro en la dimensión del agotamiento de Lucie. «A veces dormía hasta quince horas seguidas —recuerda Sophie—. Se sentía fatal, empezó a estar realmente mal». Empezaba a recordar el alarmante período de ocho años antes, cuando había pasado tantos meses en cama por aquella afección posviral. Y fue en aquella situación de ansiedad y agotamiento cuando Lucie empezó a hablar de irse a Japón.
La idea se le ocurrió a finales de 1999 o principios de 2000; nadie recuerda muy bien cuándo o cómo. Pero estaba claro que tenía que ver con Louise Phillips.
Louise era la amiga más íntima de Lucie. Las dos se conocían desde que tenían trece años. Físicamente eran lo contrario: Louise era delgada, menuda, de cabello oscuro, con ese toque de belleza moderna que Lucie no tenía. Louise sabía lo que era vivir sin padre; el suyo había muerto de repente de cáncer cuando ella tenía doce años. Y los gestos y el modo de hablar de las dos, su afición por el maquillaje y el esmalte de uñas dejaba claro que eran íntimas; hasta sus nombres se parecían. Jane las veía como «almas gemelas»; Tim era más realista. «Louise podía parlotear hasta el infinito, igual que Lucie —comentaba—, así que las dos parloteaban sin parar y se encontraban divertidísimas la una a la otra».
Su proximidad se hacía evidente en la trayectoria de sus carreras profesionales; en cada fase de su vida, Lucie seguía el camino ya recorrido por su amiga. Louise había dejado el colegio a los dieciséis años y se había ido a trabajar a un banco de inversiones en la City, tal como haría Lucie dos años más tarde. Louise entró a trabajar como azafata en British Airways; Lucie la siguió. Y fue por iniciativa de Louise que ambas se fueron a Tokio a trabajar para conseguir pagar las deudas que tanto habían acabado pesándole a Lucie.
Los acontecimientos posteriores afectaron a la imagen de Louise, en especial entre las amigas y los familiares de Lucie; era difícil separar esas sensaciones de sospecha y desconfianza de la impresión que tenían todos de Louise antes de que se fueran a Japón. Pero Sam Burman siempre había desconfiado de ella: «Ella era amiga de Lucie desde mucho antes que yo, así que no dije nada. Pero Lucie siempre tenía la impresión de que Louise era la guapa y la segura de sí misma, que ella era la amiga fea que intentaba vivir a su sombra. Y no creo que Louise hiciera nada por cambiar esa sensación que tenía Lucie».
Las dos habían trabajado desde el momento en que habían dejado los estudios; muchas veces habían hablado de tomarse una pausa para viajar juntas por la ruta mochilera que atraviesa Tailandia, Bali y Australia. Pero a Lucie no le atraía viajar con lo mínimo, y tampoco tenía dinero para viajar, ni así ni de otro modo. Fue la hermana mayor de Louise, Emma Phillips, la que les habló de Tokio, donde había vivido dos años antes. Allí, les aseguró, podrían vivir en una ciudad emocionante y diferente y al mismo tiempo ganar mucho dinero. El resto de las amigas de Lucie nunca tuvo muy claro qué había hecho Emma en Tokio; parecía variar según a quién le contara la historia.
Sam Burman entendió que había trabajado en «bares». El novio de Lucie, Jamie Gascoigne, tenía la impresión de que Emma actuaba con una «compañía de baile». Sophie recordaba que alguien había hablado de un trabajo de «camarera». Gayle Blackman recuerda que Lucie no daba muchos detalles sobre lo que quería hacer; cuando Gayle insistía, «se mostraba bastante distante», lo cual le extrañó mucho. «Me tenía a oscuras —decía Gayle—. A mí me parecía un destino escogido al azar. Quiero decir, que Asia es muy diferente, ¿no? Australia o Nueva Zelanda es una cosa, pero nunca oyes que nadie se quiera ir a vivir a Japón».
En una carta de despedida enviada a sus amigos de British Airways, Lucie lo presentó como parte de un plan con el que ella no estaba demasiado vinculada. «Mi mejor amiga, Louise, va allí a visitar a unos parientes, y he aprovechado la oportunidad para ir yo también. No tengo planes precisos, quizá descubrir la cultura del país, aprender el idioma, ¡¡¡o convertirme en una geisha de clase alta, muy bien pagada!!! (es una broma). Solo quiero hacer un paréntesis de unos meses, algo diferente. Dicen que un cambio es tan sano como un descanso».
Según explicaron ambas, Louise tenía una tía en Tokio con la que podrían alojarse gratis; y eso hacía que el proyecto pareciera más seguro, más comprensible y más cercano. «Cuando se dio cuenta de que iba a dejar British Airways, no tuvo muy claro qué iba a hacer a continuación —decía Sam Burman—. Y lo que le atraía era la idea de irse lejos, ganar dinero, volver a casa, liquidar las deudas y empezar de cero. Además, eso le daría tiempo para pensar qué era lo que quería realmente».
Lucie solo le explicó a su madre lo que había hecho Emma Phillips en Tokio, y lo que ella y Louise pretendían hacer. «Dijo que pensaba irse a Japón con Louise para trabajar de azafata y pagar así sus deudas, y me dejó claro que todo iba a ir perfectamente. Lo único que sabía era lo que le había dicho la hermana de Louise. Dijo que no tenía más que servir copas a los clientes, escucharles, y que a veces querían cantar karaoke. A Lucie le encantaba cantar, así que le parecía pan comido».
Pero a Jane no le interesaban los detalles. Lo único que le preocupaba era evitar a toda costa que Lucie se fuera a Tokio. «No dejaba de insistir en que no haría ninguna tontería, que sería especialmente prudente. Pero yo sabía que le ocurriría algo horrible. No podía quitármelo de la cabeza. Nunca había pensado siquiera en Japón, ni siquiera como lugar. Pero en cuanto lo dijo, Japón, oí esa voz en el interior de mi mente que me decía: “Va a ocurrir algo terrible”. Quizá fuera más bien un pensamiento, no necesariamente una voz, un pensamiento que me vino a la mente. Estaba desolada. No lloraba delante de ella, pero a solas no paraba de llorar».
Jamie Gascoigne estaba casi tan desolado como Jane. En los pocos meses que habían pasado juntos se había enamorado profundamente de Lucie, y la idea de separarse de ella, aun cuando fuera por un tiempo, le resultaba difícil de soportar. «Desde luego, yo no soy nadie para impedir que la gente haga lo que quiera —dijo—, pero no quería que se fuera. Sin embargo, ella hablaba de aquel viaje como de la gran experiencia de su vida, ir a algún sitio, hacer algo diferente. El plan inicial era pasar allí tres meses, y no me parecía mal. Pensé: “Vale, genial; ve y diviértete. Pásatelo bien. Paga tus deudas, y vuelve. Con un poco de suerte, la relación dará un paso adelante”. Habíamos hablado de prometernos. Habíamos hablado de ello. No puedo describir cómo me sentía cuando estábamos juntos. Era como algo que tenía que ser, por el modo en que nos habían presentado, y porque todo el mundo quería vernos juntos».
Una noche, Jamie y Lucie decidieron ir a ver la película American Beauty. Mientras hacían cola en el cine, Lucie le dijo a Jamie que no quería sentirse atada a él mientras estuviera en Japón. «Me quedé absolutamente destrozado. Me dejé caer al suelo, con la espalda apoyada en la pared, sin saber qué decir. Estaba realmente triste. No me lo esperaba. Teníamos una relación estupenda. Yo no dejaba de ir arriba y abajo, de Londres a Sevenoaks. No habíamos discutido, no había habido peleas. “Hoy vamos al cine. Será una broma”, dije yo. “No, no —respondió ella—. Creo que deberíamos separarnos”. Yo no podía creerme que aquello fuera de verdad. No era Lucie la que hablaba. Ella no era así. En la última semana antes de cortar, había cambiado. No podía creerme lo mucho que había cambiado. ¿Sabes cuando tienes una relación muy estrecha con alguien y tienes la sensación de que te ocultan algo, que hay algo que no te cuentan? Era como si alguien le hubiera dicho que tenía que hacerlo. No podía creérmelo. No me parecía verdad. Era como si alguien le estuviera diciendo lo que tenía que hacer.
»Louise era una chica muy agradable. Desde luego, nunca tuve problemas con ella. Pero tenía ese poder sobre Lucie. Solo que no puedo demostrarlo. Todo lo que Louise decía era palabra de Dios. No era solo que admirara a Louise. Era como si pensara que Louise vivía una vida perfecta, todo risas y baile, como si lo supiera todo». Resultó que Louise estaba a punto de romper con su novio, Jay, con el que llevaba mucho tiempo. «Lo que Louise quería era que, ya que ella iba a romper con Jay, Lucie también se fuera a Japón con ella sin compromisos —concluyó Jamie—. Yo no podía entenderlo. En aquel viaje había un montón de cosas que no se explicaban, un gran secretismo sobre lo que realmente estaba pasando y sobre cómo iban a afrontarlo. No estaba bien planeado. Louise quería ir, así que iban. Fin de la historia. Y se fueron. Y yo me quedé destrozado, pensando: “Ya está; me toca seguir con mi vida”».
No fue el único que no entendía el comportamiento de Lucie en las semanas previas al viaje a Japón, y esa sensación iba en aumento a medida que se acercaba el día de la partida. «Se cerró en sí misma, al menos conmigo —recuerda Gayle Blackman—. Los últimos días casi no la veía. Parecía una persona diferente, muy introvertida». En casa, Lucie se embarcó en una limpieza a fondo, exagerada incluso para ella. «Lo revisó todo, eliminó cubos enteros de cosas —dijo Jane—. Viejas cartas, cosas personales. Tiró un montón de ropa. Era algo más que una limpieza, porque su habitación ya estaba limpia. No parecía que fuera a irse unos meses. Limpió su habitación como si no fuera a volver».
Lucie veía menos a sus viejos amigos, pero, hizo de todo para verse con otras personas con las que hasta entonces había pasado poco tiempo: primos, padrinos, tíos y tías lejanos. «Se esforzó mucho en verlos a todos, lo cual resultó algo raro, porque antes no era así —cuenta Sophie—. Antes de marcharse, quiso ver a un montón de gente. No nos habría parecido tan raro si hubiera vuelto. Pero precisamente porque no volvió había algo raro en todo aquello».
Entre las personas que Lucie buscó en particular estaba su padre. Tras la separación de Jane, en 1995, Tim Blackman había conocido a Josephine Burr, divorciada y con cuatro hijos adolescentes. Josephine era de Ryde, en la isla de Wight, donde había nacido Tim. Se fueron a vivir juntos. Tim no volvió a vivir con sus hijos, pero mantuvo el contacto con dos de ellos. Durante un período en que el enfrentamiento con su madre se endureció en especial, Sophie se fue a vivir un tiempo con él a Ryde; y Tim iba mucho a Kent para llevar a Rupert a los entrenamientos de rugby o para comer juntos en un pub. Pero a Lucie la veía mucho menos. El porqué y el cómo de todo ello formaba parte de la incesante batalla entre Jane y Tim por defender su verdad.
Jane insistía en que fue decisión de Lucie. «Lucie estaba muy decepcionada con su padre —dijo—. Pero yo nunca jamás le habría impedido que viera a sus hijos, nunca, porque son sus hijos. Lucie decidió no verle, pero yo nunca le dije que no lo hiciera. No puedes frenar a una hija adulta. Si hubiera sido pequeña, quizá sí. Lucie no lo vio durante unos años, porque no quería verlo, porque estaba enfadada con él. Y supongo que estábamos muy cerca la una de la otra, y que sentía la necesidad de protegerme».
No hay duda de que Lucie achacaba a su padre el dolor de su madre; así se lo había contado a varias de sus amigas. Pero Tim también detectó algo más sutil. Dijo: «A los niños no les habría hecho ningún bien que les intentara explicar o justificar mis acciones. No habría conseguido que se mostraran receptivos; solo podía decirles que antes de que ocurriera todo eso era muy infeliz. Acabé por pensar que el tiempo cambiaría las cosas, y que al final vendrían a verme. Y con Lucie empezaba a pasar. Había venido un par de veces en Navidad, y a hacer esquí acuático en verano. La había visto un poco en Sevenoaks; no se habían cortado los lazos por completo. Pero no era fácil. Los dos o tres primeros años fue muy difícil.
»Ahí es donde se complican las cosas. Conozco muy bien a Jane, y sé lo manipuladora que puede llegar a ser. Y estaba furiosa conmigo. Era imposible que no manipulara la situación. Por ejemplo, Lucie quedaba en que vendría a la isla, y que pasaría el fin de semana conmigo. Pero luego llegaba el jueves de esa semana, y de pronto surgían dificultades. Yo creo que la mayoría de las veces era porque tenía una situación en casa de la que no podía evadirse. Yo era el pequeño sacrificio que tenía que hacer para cumplir como hija mayor con el deber de dar apoyo a su madre destrozada. Estaba entre la espada y la pared. Y lo entiendo, pero no por ello me dolía menos».
Ante la inminencia de su viaje, disminuyeron todas las presiones que Lucie pudiera sentir por parte de sus padres. Jane insistió en que Lucie fuera a ver a su padre y, a mediados de abril, después de que fuera por última vez a British Airways a devolver su uniforme, se vieron en un pub fuera de Sevenoaks para cenar. Unos días antes, Lucie le envió un mensaje que Tim guardaría en su teléfono durante mucho tiempo tras su desaparición. Mucho más tarde, cuando los recuerdos de Lucie adquirieron un valor especial, lo transcribió letra por letra para conservarlo.
14-04-00 00.38 xxxxxxxxxxxxx ¡buenos días! mi papi guapo. Te quiero muchísimo & no veo la hora de ver tu carita sonriente el martes. muchos besos y abrazos… lula xx
Jane siempre había sido una sufridora, pero la ansiedad que le provocaba el viaje de Lucie a Japón, y su campaña para frustrarlo rozaban el absurdo; era algo parecido al miedo irracional que siente un niño o una niña ante la posibilidad de que a su padre o a su madre le pueda pasar algo. El motivo de Lucie para ir a Japón era pagar sus deudas, así que Jane empezó a recoger recortes de periódico sobre el mal estado de la economía japonesa, y los iba dejando sobre la cama de Lucie. Al ver que Lucie no hacía ni caso, pidió una cita con una médium en nombre de Lucie, con la esperanza de que la sabiduría de los espíritus triunfara donde sus propias artimañas habían fracasado. (Lucie canceló la cita). Al final, horas antes del vuelo a Tokio, se planteó una maniobra definitiva: ocultar el pasaporte de Lucie. Rupert Blackman recordaba ver a su madre de pie en las escaleras, con el pasaporte en la mano, gritándole a su hermana. «Pero pensé que si lo hacía obtendría otro, y se enfadaría conmigo —recuerda Jane—. Y no quería que se fuera a Japón enfadada conmigo».
Val Burman acabó molesta con Jane por el jaleo que estaba montando. «No entiendo por qué te comportas así —le dijo a su amiga—. Cualquiera diría que estás perdiendo a tu hija». Y Jane respondió: «Así es como me siento».
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Lucie no dejó de hacer lo que haría en circunstancias normales. En marzo aprovechó un viaje de trabajo a São Paulo para disfrutar de una semana de vacaciones con Sam. Pilló una gripe y se pasó gran parte de la semana en la habitación del hotel, pero ambas se consolaron con una salida de compras; cuando la tarjeta de crédito de ambas no dio más de sí, Lucie siguió comprando con una American Express que le había dado Jamie, vinculada a la cuenta de él. Poco después añadió 1.000 libras a su deuda al comprarse una inmensa cama de hierro en Marks & Spencer; este gesto, tan característico de Lucie, tranquilizó a sus amigas, dejando claro que al menos planeaba volver de Tokio. «La llamaba su “cama de princesa” —dijo Sam—. Era una gran cama doble con una estructura de metal, bastante clásica. Tenía un colchón grueso, estupendo, y bonitas sábanas a juego. Cuando Lucie volviera a casa, eso es lo que quería: poder acurrucarse en su cama. Siempre hablaba de ello».
De lo que no hablaba tanto era de su último fracaso, que condicionó en parte su conducta en los últimos tiempos: Alex, un joven australiano que trabajaba de barman en el pub Blackboy. Tenía dieciocho años, tres menos que Lucie; lo conoció a menos de un mes de irse a Japón. «Tenía el cabello castaño y rizado, y el clásico tipo de surfista —recordaría Sophie—. Tenía mucha energía. A Lucie le gustaba, le gustaba muchísimo». Años después de la muerte de Lucie, Jamie Gascoigne no tenía ni idea de que lo hubiera dejado por un nuevo novio, ni tampoco Sam Burman, la amiga íntima de ambos.
Entre los misterios de aquel período está el del 2 de mayo, martes, la última noche de Lucie en Gran Bretaña; entre sus amigos íntimos y familia cercana, todos guardaron un recuerdo diferente de cómo pasó aquel día, y con quién. Tim Blackman se mostró bastante seguro de que había pasado la tarde con Lucie, y de que habían cenado en un restaurante en Sevenoaks con Sophie y Rupert. Gayle Blackman pensaba que había tomado una copa con su hermana y con Lucie en un pub. Sophie recordaba claramente que Lucie había pasado gran parte de la velada con Alex, su nuevo novio. El recuerdo que le quedó a Jane de las últimas horas con su hija estaba nublado por su gran ansiedad, pero no incluía ni a Tim ni a Alex. Las amigas que mejor recordaban la última noche de Lucie eran Sam Burman y su madre, Val.
Ellas no tenían duda de que habían pasado la tarde con ella. «Lucie vino a casa de mi madre —dijo Sam—. Y lo que más nos sorprendió era que no se había hecho una lista de tareas pendientes. Había recogido unas cuantas cosas, pero no lo tenía ya todo organizado y empaquetado, como era habitual en ella. Y estaba un poco triste por su marcha, algo dubitativa. No dejaba de señalar los puntos negativos, pero luego volvía a convencerse a sí misma. Era como si no estuviera muy decidida, pero ahora ya estaba hecho y no había vuelta atrás. Se había comprometido con Louise, y yo creo que no quería decepcionarla».
Val recuerda que Lucie le habló de Jane, y del ambiente que había en casa. «En esa casa se gritaban —cuenta Val—. Había muchos gritos entre Jane y Sophie y entre Sophie y Lucie. Si se hubiera quedado, en unos años la situación se habría arreglado y todo sería algo más soportable. Pero Lucie era adulta y en aquella época Jane era la niña. Lucie me decía que aquello era una gran presión para ella. Discutían mucho sobre su marcha, y yo creo que eso hizo que Lucie estuviera aún más decidida. Porque quizá Lucie tuviera la impresión de que no tenía otra salida, y en ese momento irse a Japón era su manera de escapar… Necesitaba distanciarse, aunque ello supusiera dejar a Jane».
Tal como lo recuerda Sophie, Alex se presentó aquella tarde en casa, y Sophie les dejó a solas. «Después de que me fuera a la cama —dijo—, empecé a pensar en las cosas que quería decirle a Lucie antes de que se fuera, y pensé en escribirlas. Empecé lo que debía ser una nota de despedida, y se convirtió en algo intenso. Empecé diciéndole lo estupendo que era haber crecido contando con una hermana mayor que me protegiera y me cuidara, y que me había ayudado en los momentos difíciles de la vida. Acabó convirtiéndose en una carta de dieciocho páginas. Recuerdo que estaba escribiéndola y se me saltaban las lágrimas; no es que estuviera un poco triste, estaba hecha un mar de lágrimas. Me cuesta decir que era casi como si le estuviera escribiendo por última vez, pero fue una experiencia dolorosa. Se iba a ir por tres meses; ya había estado fuera otras veces. Pero había algo en esa carta que me rompía el corazón.
»Aquello tenía algo de definitivo. En los viajes de Lucie con British Airways, nos habíamos dicho adiós, pero a la vez hacíamos planes. Sin embargo, cuando Lucie hablaba de Japón, yo no me imaginaba qué pasaría cuando volviera. Me costaba crear una imagen mental de su regreso».
El vuelo a Tokio salía a mediodía. Fue la madre de Louise, Maureen Phillips, la que vino a buscar a Lucie antes del amanecer y llevó a las dos amigas en coche a Heathrow. Lucie entró en la habitación de Sophie a oscuras y le dio un beso de despedida. «Me dio una tarjeta, y yo le di mi carta y le dije: “No la abras hasta que estés en el avión”. Ella se estiró sobre mi cama y nos acurrucamos juntas. Ambas estábamos bastante emocionadas. Luego llegó el momento de irse. Le dije: “Te quiero”, y se fue».
Lucie tenía veintiún años cuando salió de la casa familiar por última vez. La querían mucho, tanto sus amigas como su atribulada familia: había hecho de hermana —o incluso de madre— a su propia madre, así como a sus hermanos. Había volado muchas veces antes, pero esta era la primera vez que iba tan lejos y que se apartaba tanto de todos los suyos, e iba a un país que para todos sus conocidos era en otro mundo, un lugar remoto y desconocido. Los que la querían estaban intranquilos. En las últimas semanas, Lucie —que siempre se había mostrado tan abierta y directa— se había vuelto misteriosa. Nadie, salvo Louise, quizá, conocía todos los detalles de lo que esperaban hacer las dos en Japón. Le hicieron preguntas, pero sus respuestas no eran claras ni satisfactorias. La verdad sobre Lucie Blackman ya iba enturbiándose.
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La última persona que habló con Lucie fue Jamie Gascoigne, apenas unos momentos antes de que subiera al avión. «La llamé, y estaba comunicando —diría después—. Era evidente que estaba hablando con otra persona. Así que seguí llamando, seguí marcando una y otra vez a intervalos de cinco minutos, y por fin conseguí línea. Le dije. “¿Estás bien, cariño? ¿Estás bien?”. Me resultaba natural decirlo así; para mí era como si aún estuviéramos juntos. Le dije: “Te quiero un montón: por favor, no te vayas. Nadie quiere que te vayas”. Ella dijo: “Lo sé, lo sé. No creo que sea lo correcto. No estoy demasiado segura”, pero luego dijo: “Tengo que subir al avión”.
»Estaba a unos pasos de la escalerilla y se le notaba en la voz: estaba haciendo algo que no quería hacer. Yo creo en el destino. Las cosas ocurren por algún motivo. Pero ¿sabes cuando tienes la impresión de que algo no está bien? Yo creo que ella por fin se había dado cuenta de que lo que hacía no estaba bien. Pero había llegado demasiado lejos, hasta un punto de no retorno. No podía girarse y decirle a Louise: “Mira, no puedo ir”. Oía el viento a su alrededor, y el ruido de los motores de fondo. Me dijo: “Estoy en la escalerilla. Estoy en la escalerilla”. Y yo quería decirle: “Pues baja. Baja, vete de ahí”. Pero no lo hizo, y se acabó. Subió al avión y se fue».