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El vapor de las duchas se colaba en el vestuario y hacía que el ambiente estuviera húmedo. El marcador final había sido 14 a 3 y nadie estaba regando con champán a nadie. Me senté junto a Marty Rabb. Estaba inclinado, desabrochándose las botas de tacos. Cuando se incorporó, dije:

—Me llamo Spenser. Estoy escribiendo un libro sobre los Red Sox y creo que debería empezar con usted.

Sonrió y me tendió la mano.

—Hola. Encantado de poder ayudarle. ¿Qué le parece si no menciona el partido de hoy?

Y negó con la cabeza.

Debía de medir algo más de un metro ochenta y cinco. Era plano y anguloso al mismo tiempo. Tenía el pelo castaño, y lo llevaba corto con un flequillo que le caía sobre la frente. Tenía la cabeza alargada, rectangular, como una pala de jardín, y los pómulos eran altos y prominentes, por lo que sus mejillas parecían ligeramente vacías.

—Bucky Maynard dice que Stabile está demasiado gordo y que por eso ha tenido problemas —comenté.

—¿Vio usted a Lolich o a Wilbur Wood?

—Sí... y a Maynard también lo he visto.

Sonrió.

—Ricky no lanza con el estómago. Lo que pasa es que hoy la bola no ha querido hacer lo que le pedía.

—Y ayer, ¿quiso hacer lo que le pedía usted?

—Sí, ayer me hizo mucho caso.

Rabb se desvistió mientras hablábamos. Era musculoso, pero se le notaban los huesos. Tenía el cuerpo pálido en comparación con el tono bronceado que lucía en la cara, el cuello y los antebrazos.

—A mí me interesa la parte humana del juego, Marty. ¿Podríamos reunirnos esta noche y hablar un rato?

Rabb estaba completamente desnudo, con una toalla sobre el hombro. De hecho, la mayoría de los jugadores que había en el vestuario lo estaban. Me sentía como uno de esos que se lanza al campo en pelotas... pero vestido y en una colonia nudista.

—¡Pues claro! Espere, déjeme pensar... No, que yo sepa, esta noche no vamos a hacer nada. ¿Por qué no viene a casa, le presento a mi esposa y tomamos algo? ¿Qué le parece?

—Muy bien. ¿A qué hora?

—Pues... al chaval lo acostamos a eso de las siete... Venga a las siete y media. ¿Le parece bien?

—Sí. ¿Dirección?

—Church Park. ¿Sabe dónde está?

—Sí.

—Apartamento 612.

Consulté el reloj: las cinco menos veinticinco.

—De acuerdo, allí estaré. Muchísimas gracias.

—Nos vemos.

Y se encaminó a las duchas. Era alto y estrecho, y tenía el trapecio izquierdo tan desarrollado que el músculo destacaba una barbaridad en ese lado de la columna.

Me marché. Fuera había dos personas barriendo. Aparte de eso, el lugar estaba vacío. Subí por la rampa que había junto a los quioscos y miré el campo. Estaba vacío. Bajé y salté la verja de los asientos cerrados. No se oía nada. Caminé hasta el plato. La pared de la izquierda parecía estar al alcance de la mano y medir unos ciento cincuenta metros de altura. Aún brillaba el sol y su luz caía sesgada sobre las gradas de la tercera base. Las sombras de las torres de focos parecían representaciones gigantes de obras de Dalí. Una paloma voló desde las tribunas descubiertas de la zona central hasta las zonas de advertencia que quedaban más allá de los jardines y se puso a picotear la tierra batida. Me acerqué al montículo del lanzador y puse el pie derecho en la goma mientras miraba hacia el plato. Los sonidos del tráfico de la ciudad llegaban apagados. Me llevé la mano derecha a la espalda y dejé que descansara en el culo. Dejé la mano izquierda relajada sobre el muslo izquierdo. Miré el plato con los ojos entornados. «La última de la novena, dos fuera, tres dentro. Spenser observa la señal». Uno de los hombres que había visto barriendo salió del pasadizo y gritó:

—¡Eh! ¿Qué coño está usted haciendo ahí?

—¡Voy a eliminar a Tommy Henrich, tonto del culo! ¡No te enteras de nada!

—¡Se supone que no puede estar ahí!

—Lo sé. Nunca he estado.

Volví a las gradas y salí del estadio. Miré el reloj: eran casi las cinco. Bajé caminando Commonwealth Avenue y crucé el centro comercial hasta llegar a Massachusetts Avenue. Si Commonwealth Avenue es el yin, Massachusetts Avenue es el yang. Asadores a los que no iba nadie a quien conocieras, edificios de oficinas con las ventanas sucias, comida rápida, pitonisas, y salones de masaje. Crucé la calle y me dirigí a la taberna Yorktown. El lugar tenía cristaleras y linóleo marrón, el techo de hojalata pintado de blanco, mesas con bancos corridos de respaldo alto a la izquierda y una barra a la derecha. En una de las esquinas traseras había un televisor en color en el que se retransmitía un programa de bolos llamado Duckpins for Dollars. Nadie le prestaba la más mínima atención. Casi todos los taburetes y mesas estaban ocupados. Nadie llevaba corbata. Nadie bebía un Harvey Wallbanger. El especial de la casa era un chupito de whisky acompañado de una cerveza.

En la última mesa, solo, había un tipo llamado Seltzer que siempre me recordaba a una foca. Era elegante y regordete. Estaba delgado hasta la altura del pecho, pero a medida que su cuerpo bajaba hasta las caderas iba adquiriendo volumen. El pelo, negro y brillante, lo llevaba peinado con raya en medio y pegado a la cabeza. Bajo la nariz puntiaguda lucía un bigotito estrecho. Vestía un traje de rayas oscuro que debía de costar sus buenos trescientos dólares. La camisa era blanca y resplandecía por contraposición con el traje y el ambiente lóbrego del local. Leía el Herald American. Cuando me senté frente a él, deslizándome por el banco, pasó una página y dobló el periódico con suma delicadeza. Me fijé en el gran anillo de diamante que llevaba en el meñique y en las puntas de diamante de los enormes gemelos de plata. Olía a colonia y, cuando levantó la mirada y me sonrió, me fijé en que sus dientes eran blancos y regulares y que encajaban a la perfección en su pequeña boca.

—Buenas tardes, Lennie.

—¿Sabes, Spenser?, las cosas pequeñas te tocan los huevos. ¿Te has fijado alguna vez? Mira, antes leía el Record American, ¿vale? Del tamaño de una revista. Bien, manejable. Entonces compran el Herald y se deciden por el gran formato, y leer esto se convierte en algo parecido a consultar un puto mapa de carreteras. Pues me toca los huevos tener que hacer malabarismos para doblar esta cosa. ¿Te has parado a pensar en este tipo de cosas alguna vez?

—Cuando estoy ocioso.

—¿Quieres tomar algo?

—Sí, un brandy Alexander.

Seltzer se rio.

—¡Eh, Frank! —Llamó la atención del camarero levantando el dedo—. ¡Un chupito de whisky y una cerveza!

El hombre trajo las bebidas, dejó la cerveza sobre un posavasos de papel y volvió tras la barra. Me bebí el chupito.

—Puf, si tenía lombrices... —comenté—, yo diría que esto las ha matado.

—Sí, Frank no deja envejecer esa cosa mucho tiempo, ¿sabes?

Le di un sorbo a la cerveza. Estaba mejor que el whisky.

—Necesito descubrir una cosa sin que se sepa que estoy haciendo preguntas —dije.

Seltzer tenía una piel fabulosa: tersa, pálida y sin arrugas. No creía que le hubiera dado mucho el sol. Parecía mucho más joven de lo que era en realidad.

—Claro, muchacho, nunca he entendido de qué sirve hablar de algo si no es por una buena razón. ¿Qué es lo que quieres saber?

A continuación sorbió también su cerveza. Sujetaba el vaso con las yemas de los dedos y el meñique levantado. Cuando dejó el vaso de nuevo en la mesa, sacó el pañuelo que llevaba en el bolsillo de la solapa y se limpió la boca con esmero.

—Quiero saber si has oído algo de Marty Rabb.

Seltzer guardó el pañuelo en el bolsillo con diligencia. Colocó bien las tres puntas y se incorporó lo suficiente como para mirarse en el espejo que había en la pared de la barra y asegurarse de que estaban bien.

—¿Como qué?

—Cualquier cosa.

—¿Algo como que apueste de vez en cuando?

—Eso o cualquier otra cosa.

—Desde luego, conmigo no ha apostado nunca..., pero he oído una cosa muy curiosa que tiene que ver con él. Parece que las apuestas varían ligeramente cuando es el lanzador. Es decir, se invierte dinero de manera un tanto curiosa cuando es él quien lanza la bola. Nada gordo. De hecho, ni siquiera me habría llamado la atención de no ser porque alguien como tú ha venido preguntando por él.

—¿Crees que está haciendo trampas?

—¿Rabb? ¡No me jodas, Spenser! ¡Ni mucho menos! Es solo un rumor, algo que se dice; que no es oro todo lo que reluce, vaya. No dudaría en coger dinero cuando él lanza. No conozco a nadie que dudara. Pero... —Se encogió de hombros y levantó las manos con las palmas hacia arriba—. ¿Quieres tomar algo más?

Negué con la cabeza.

—El chupito ha hecho que se me caiga el esmalte de los dientes.

—Ay, Spenser... —dijo mientras agitaba la cabeza—, te estás volviendo muy exquisito. Hace veinte años estabas disputando las preliminares en el Arena y te habría parecido que esa mierda la importan de Francia.

—Tampoco recuerdo que tú vistieras como George Brent en aquella época.

Asintió.

—Tienes razón, las cosas cambian. Ahora, en vez de un periódico, te dan un puto mapa de carreteras, ¿eh?

Lo dejé desdoblando el diario y fui a comer algo. El whisky de aquel tugurio me había revuelto el estómago, así que tenía que rebajarlo con alguna cosa.

Apuestas mortales

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