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1. Interpretar y malinterpretar la Filosofía del derecho de Hegel

El Estado es la realidad efectiva de la realidad concreta; la libertad concreta, sin embargo, consiste en que la individualidad y sus intereses particulares tengan tanto su desarrollo completo y el reconocimiento de su derecho para sí.

(Hegel 1999: §260)

La antigua ortodoxia

Si Hegel fuera lo que sus críticos pensaban que era, un filósofo que creó argumentos sofisticados para justificar la sujeción del individuo al Estado, entonces no tendría mucho sentido rastrear su pensamiento político hoy, excepto que tuviésemos interés en saber cómo el espíritu moderno puede transformar la idea de libertad en su opuesto. Afortunadamente, sin embargo, este no es el caso. Hegel fue un filósofo del derecho, no del Estado, y es allí donde reside su contribución al pensamiento político contemporáneo. Dicho en breve, la imagen que a menudo se nos ofrece de Filosofía del derecho se parece poco a la que encontramos cuando leemos directamente el texto.

En sus Conferencias sobre Hegel y su época (1857), Rudolf Haym sentó las bases para lo que podríamos llamar la antigua ortodoxia, al describir Filosofía del derecho como una «guía para el conservadurismo político», cuyo propósito era proveer «una justificación académica del Estado policial y persecución política del Karlsbad». Fue Haym quien apodó al viejo Hegel «el dictador filosófico de Alemania» y quien vio en su obra tardía «la morada científica del espíritu prusiano de restauración». Haym describe Filosofía del derecho como una «doctrina perniciosa, aterradora» que «santifica lo existente como tal», pues eleva al Estado como objeto de culto divino y degrada al individuo a un «momento» superfluo y prescindible. Lo peor de todo, según Haym, es que Hegel mantuvo esta posición en nombre del derecho y la libertad. De acuerdo con esta lectura, la identidad de lo actual y de lo racional de Hegel era «completamente escandalosa», ya sea porque racionalizaba el orden político existente o porque era una mera tautología, disfrazada en el ropaje fino de la filosofía especulativa1.

Haym pavimentó el camino de las generaciones posteriores de académicos liberales que dirigieron juicios cada vez más hostiles hacia Filosofía del derecho, especialmente entre los testigos de la violencia de los Estados modernos en la Primera Guerra Mundial y el auge de los regímenes totalitarios. Después de la Primera Guerra Mundial, el sociólogo inglés L. T. Hobhouse calificó el hegelianismo como una «doctrina falsa y fallida» que utilizaba la así llamada «lógica dialéctica» para convertir la libertad del individuo en la libertad del Estado contra el individuo (Hobhouse 1918). La lógica de esta «teoría metafísica del Estado», como Hobhouse la entendía, era la siguiente: primero, la libertad puede lograrse solamente cuando pensamos y actuamos en conformidad con nuestra propia voluntad racional, de otra manera estamos dominados por nuestras pasiones; segundo, la voluntad racional del individuo es idéntica a la voluntad general, es decir, la voluntad que expresa el bien de la sociedad como un todo; tercero, la voluntad general está encarnada en el Estado racional. Hobhouse argumenta que, al final de este pobre menú dialéctico, nos encontramos libres solo cuando nuestras acciones y pensamientos están en conformidad con aquellas acciones y pensamientos que el Estado demanda. Aunque no hace falta decir que a Hobhouse no le impresionaba esta «lógica», sí debiésemos notar que su blanco principal no era Hegel mismo, sino las teorías «neohegelianas» del Estado promovidas por filósofos como James H. Stirling (1865, 1971) y Bernard Bosanquet (1918).

Con la evidencia de la experiencia del totalitarismo frente a sus ojos, la hostilidad del liberalismo inglés hacia la filosofía política de Hegel se hizo aún más fuerte. En 1945, Karl Popper sostenía que en dicha filosofía «el Estado es todo y el individuo es nada». Popper se hizo eco de la visión anterior de Schopenhauer de que «el viejo» degradaba la filosofía al convertirla en instrumento de los intereses estatales y sostenía que la «retórica rimbombante y mistificadora» de Hegel era influyente solo porque tenía la autoridad del Estado prusiano tras suyo. Popper veía en Hegel un vínculo importante entre el platonismo antiguo y el totalitarismo moderno (Popper 1966: 31). Su indignación era alentada por la insistencia de Hegel de que «la meta absoluta de la mente libre es hacer de la libertad su objeto, es decir, hacer la libertad objetiva» (1999: Prefacio 32). Este uso del lenguaje de la libertad para negar la libertad constituía el mayor crimen de Hegel. En 1946, Bertrand Russell siguió el ejemplo de Popper al escribir que Filosofía del derecho «justifica cada tiranía interna y cada agresión externa que pueda imaginarse» (Russell 1984: 768-769). El mismo año, Ernst Cassirer escribió que «ningún otro sistema filosófico ha hecho tanto para la preparación del fascismo y del imperialismo como la doctrina del Estado de Hegel» (Cassirer 1946: 273). Literalmente, uno podría dar cientos de otros ejemplos de este odio contra la filosofía política de Hegel.

Apoyo textual para esta interpretación de Filosofía del derecho se encuentra en la caracterización que Hegel realiza del Estado moderno, al que describe como: «la realidad efectiva de la idea ética, el espíritu ético como voluntad sustancial revelada, clara para sí misma, que se piensa y se sabe y cumple aquello que sabe precisamente porque lo sabe» (1999: §257); como «la autoconciencia particular elevada a su universalidad» y «lo racional en y por sí» (1999: §258); como «el absoluto e inmóvil fin último en el que la libertad alcanza su derecho supremo» (1999: §258); como «la marcha de Dios en el mundo» y «la fuerza de la razón que se realiza como voluntad» (1999: §258a). Hegel escribió que «uno no debería esperar nada del Estado excepto una expresión de racionalidad» y que, por lo tanto, deberíamos «venerar al Estado como una divinidad terrenal» (1999: §272a). Y sostuvo también que como individuos somos meros «momentos» en relación con el poder autosuficiente del Estado, que nuestro «máximo deber es ser miembros del Estado» (1999: §258) y que nuestra existencia es objeto de «indiferencia» comparada con la existencia del Estado (1999: §145a). A primera vista, ciertamente parece que la antigua ortodoxia estaba en lo correcto, es decir, que Filosofía del derecho santifica el Estado al tiempo que devalúa los derechos de los individuos. Sin embargo, hay más en Hegel de lo que aquí aparece.

La literatura secundaria ha identificado correctamente una dificultad importante en esta lectura de Filosofía del derecho: el hecho de que está basada en una interpretación unilateral y selectiva del texto que violenta la obra como un todo. El concepto crucial que Hegel utiliza para caracterizar el Estado moderno es el de «libertad concreta», que consiste en una libertad que combina los derechos de los individuos con la unidad del Estado. En un famoso pasaje, Hegel sostiene:

El principio de los Estados modernos tiene la enorme fuerza y profundidad de dejar que el principio de la subjetividad se consuma hasta llegar al extremo independiente de la particularidad personal, para al mismo tiempo retrotraerlo a su unidad sustancial, conservando así a esta en aquel principio mismo […] La esencia del nuevo Estado es que lo universal está unido con la completa libertad de la particularidad y con la prosperidad de los individuos […] la universalidad del fin no debe progresar sin embargo sin el saber y querer propio de la particularidad, que tiene que conservar su derecho. Lo universal tiene pues que ser activo, pero por otro lado la subjetividad debe desarrollarse en forma completa y viviente. Solo si ambos momentos se afirman en su fuerza, puede considerarse que el Estado está articulado y verdaderamente organizado (1999: §260-260a).

En otras palabras, para Hegel el principio del Estado moderno requiere la completa libertad del sujeto individual. Este derecho de libertad subjetiva no es solamente un logro del Estado moderno, es también lo que define la era moderna y sus efectos se sienten en todas las esferas de la vida social:

Este derecho ha sido enunciado en su infinitud en el cristianismo y convertido en efectivo principio universal de una nueva forma del mundo. A su más precisa configuración pertenecen el amor, lo romántico, el fin de la eterna bienaventuranza del individuo, etcétera, así como la moralidad y la conciencia moral, y también las demás formas que aparecerán posteriormente como principios de la sociedad civil y como momentos de la constitución política o bien que se manifiestan en general en la historia, especialmente en la historia del arte, de las ciencias y de la filosofía (1999: §124R).

Hegel argumenta que el derecho a la libertad subjetiva es la marca fundamental que indica la diferencia entre la época antigua y la moderna. En la polis antigua, «la universalidad estaba de hecho presente pero […] la particularidad aún no había sido liberada ni puesta en marcha» (1999: §260a). Es solo en la época moderna que por primera vez en la historia de la humanidad vemos el deseo de reconciliar lo universal y lo particular en la forma del Estado moderno.

Este aspecto de la filosofía del derecho de Hegel es ahora ampliamente aceptado. Por ejemplo, en la introducción a Filosofía del derecho editada por Cambridge University Press, Allen Wood señala que las instituciones que Hegel incluye en el Estado racional (los derechos individuales, el Estado de derecho, los juicios con jurado, una constitución escrita, un servicio civil profesional, una legislatura representativa, una sociedad civil relativamente autónoma, la separación entre Iglesia y Estado, etc.) no se encontraban presentes en la vida política prusiana, se correspondían estrechamente con las aspiraciones del movimiento de reforma democrática prusiana y no con los de la restauración, y anticipaba así, en gran medida, la política liberal democrática del futuro (Wood 1991: ix). En la idea hegeliana del «Estado racional», la monarquía era de tipo constitucional más que absolutista (1999: §273), el poder ejecutivo estaba en manos de la clase media educada en vez de la nobleza (1999: §297), la legislatura estaba basada en la representación popular (1999: §300), las clases terratenientes estaban acorraladas en una cámara alta con escaso poder (1999: §302 y 304), la autoridad religiosa estaba separada del Estado (1999: §270R), y la reforma era celebrada por inaugurar la individualidad autónoma y reflexiva (1999: Prefacio 22). Wood concluye que la imagen de Filosofía del derecho creada por la antigua ortodoxia es «simplemente equivocada» (Wood 1991: ix).

Hay abundante material en el texto para apoyar las críticas de Wood a la antigua ortodoxia. Primero, el comentario de Hegel sobre algunos de sus contemporáneos que querían privar a los judíos de derechos civiles y políticos –bajo el argumento de que pertenecían a una «nación extranjera»– puede servir para ilustrar el compromiso de Hegel con una concepción universal de los derechos humanos y su oposición a cualquier agenda política excluyente. Cuando hablamos de los judíos como seres humanos, escribía Hegel,

no es simplemente una cualidad superficial y abstracta (1999: §209); implica por el contrario que por medio de la concesión de los derechos civiles se alcanza el orgullo de valer como persona jurídica en la sociedad civil [...] Si no fuera así, la separación que se reprocha a los judíos sería mantenida y se convertiría con justicia en un motivo de reproche para el Estado excluyente (1999: §270, nota a).

Para Hegel, la idea de humanidad no era una «mera idea», sino el terreno sólido sobre el que se han de basar los derechos civiles y políticos.

Segundo, la lectura restauradora de Filosofía del derecho no da cuenta del feroz ataque de Hegel contra la principal figura del movimiento de restauración prusiana, Karl Ludwing von Haller, cuyo libro Restauración de la ciencia política (1818), aparecido dos años antes de Filosofía del derecho, proponía una versión particularmente dura de la doctrina de que «la fuerza hace la ley»2. Hegel formula el «principio» que guía la tesis de Haller del siguiente modo: «Así como en el reino de lo no viviente lo más grande oprime a lo más chico, lo poderoso a lo débil, etc., también entre los animales y luego entre los hombres se vuelve a repetir la misma ley en una forma más noble […] por lo tanto, el inalterable orden de Dios establece que el más poderoso domina, debe dominar y dominará para siempre» (1999: §258). Hegel continúa sin disimular su desdén:

En la ciencia del Estado de Von Haller […] no solo se renuncia conscientemente al contenido racional que constituye el Estado y a la forma del pensamiento, sino que además se ataca a ambos con un ardor apasionado. Esta Restauración debe parte del difundido efecto que según Von Haller tienen sus principios, a la circunstancia de que su autor ha sabido suprimir en la exposición todo pensamiento y mantener así la totalidad en una sola pieza carente de pensamiento (1999: §258, nota).

Hegel describe la aversión de Haller hacia el derecho, la ley y la legislación como el santo y seña «por el que se revelan y dan a conocer de modo indudable el fanatismo, la estupidez y la hipocresía de las buenas intenciones, cualquiera sea el ropaje que vistan» (1999: 258, nota.) Ahora bien, la antigua interpretación de Filosofía del derecho tampoco logra comprender el ataque que Hegel dirige contra la escuela histórica del derecho, cuyo principal representante, Friedrich Karl von Savigny, pretendía justificar las leyes existentes trazando sus orígenes en el derecho romano. Hegel afirma que tal intento de justificar las leyes del presente por referencia a sus orígenes sufre de una falacia genética, pues, dado que aquellas circunstancias históricas ya no existen, nada puede justificarse atendiendo a las condiciones presentes. Cuando el surgimiento de una institución se muestra, bajo ciertas circunstancias, como perfectamente adecuado y necesario, cumpliéndose así las exigencias del punto de vista histórico, si eso pretende valer como una justificación universal de la cosa misma, se sigue más bien lo contrario: puesto que tales condiciones ya no existen, la institución ha perdido su sentido y su derecho (1999: §3R).

Uno de los ejemplos que Hegel da es el intento de justificar la existencia de los monasterios en el mundo moderno refiriendo a sus servicios pasados «para el cultivo y colonización de tierras yermas y para la conservación de la cultura por medio de la enseñanza y la copia de libros». Debido a que estas circunstancias han cambiado, concluye Hegel, al menos en este sentido los monasterios se han convertido en instituciones superfluas. El punto fundamental es el siguiente: «Una determinación jurídica puede estar perfectamente fundada y ser consecuente respecto de las circunstancias […] y ser, sin embargo, en sí y por sí injusta e irracional» (1999: §3R). Existen numerosas determinaciones del derecho civil romano que se derivan de modo bastante consistente de las instituciones del patriarcado y la esclavitud, pero eso no las hace correctas. Para Hegel, el problema básico con la escuela histórica del derecho consiste en que hace posible «el perpetuo engaño del método de […] dar una buena razón para una cosa mala y opinar que con ello queda justificada […] Pero con esto, en realidad, ni siquiera se ha mencionado lo verdaderamente esencial: el concepto de la cosa» (1999: §3)3.

Hegel era igualmente crítico de los radicales que despreciaban el derecho, la ley y el Estado en nombre del pueblo. Para tal efecto, toma como ejemplo al nacionalista alemán Jacob Fries, cuya doctrina caracteriza así: «En el pueblo en que reine un auténtico espíritu común todos los asuntos de interés público recibirán su vida desde abajo, del pueblo; a las obras de educación y servicio del pueblo se consagrarán sociedades vivientes, inseparablemente ligadas por la cadena sagrada de la amistad» (1999: Prefacio 15).

De acuerdo con Hegel, la superficialidad de la autopresentación de la filosofía de Fries reside en que no se basaba en «en el desarrollo del pensamiento y del concepto, sino en la percepción inmediata y la imaginación contingente». Ella reduce «la compleja articulación interna de lo ético, i.e. el Estado, la arquitectura de su racionalidad […] a una amalgama de “corazón, amistad y entusiasmo”» (1999: Prefacio 16). Sustituye el trabajo de comprensión por el sentimiento, que se reserva hacer lo que le plazca, y por la conciencia, que identifica el derecho con la convicción subjetiva. Declara su desprecio por la razón y la ciencia sobre la base de que la verdad no puede ser conocida, mientras que al mismo tiempo declara esta verdad incontrovertible. Reduce la verdad y la ética a convicciones subjetivas con el resultado de que, puesto que la mayoría de los principios más criminales son convicciones, se les otorga el mismo estatus que a los principios democráticos y éticos (1999: Prefacio 19). Hegel describió este ensañamiento radical contra el derecho y la ley (que no es menos conservador que el ensañamiento expresado por Von Haller) como el «Shibolet con el que se distinguen los falsos hermanos y amigos del llamado pueblo» (1999: Prefacio 54)4.

La nueva ortodoxia

La conclusión natural que se desprende de estos argumentos es que Filosofía del derecho de Hegel está mucho más inserta en la tradición liberal de lo que aparenta a primera vista. Ciertamente, la imagen de Hegel como el filósofo de la restauración prusiana, o como el precursor del totalitarismo, desaparece una vez que leemos estos fragmentos del texto. Por lo tanto, no resulta sorprendente que la imagen que ha reemplazado a la antigua ortodoxia sea que, después de todo, Hegel era un liberal y que su filosofía estaba dirigida a mostrar la racionalidad fundamental de las instituciones liberales modernas. Desde la perspectiva de esta «nueva ortodoxia», Hegel es ahora celebrado como heredero de las teorías liberales clásicas del Estado, posiblemente como su intérprete más avanzado. Muchos comentaristas lo elogian ahora por tres logros importantes: primero, la superación de las concepciones ahistóricas y asociales del derecho natural presentes en las teorías liberales del derecho natural, así como la localización de la idea de derecho natural en la infraestructura de la vida política moderna; segundo, la superación del punto de vista unidimensional de un liberalismo «vulgar» que trata los derechos de propiedad privada como el todo y la intervención política en nombre del bien público como la nada; y tercero, por recordarle al liberalismo sus orígenes olvidados, cuando su objetivo no era afirmar el derecho privado por sobre el bien público, sino lograr una armonía, reconciliación y síntesis entre ambos polos. Desde esta perspectiva, Filosofía del derecho de Hegel era una crítica dirigida al liberalismo vulgar pero no al liberalismo como tal.

La nueva ortodoxia ha tomado muchas formas distintas. Por ejemplo, uno de los hitos dentro de la teoría social contemporánea fue la publicación, en 1972, del estudio de La teoría del Estado moderno de Hegel, de Shlomo Avineri. El argumento de Avineri es que Hegel rescató al liberalismo de sus propias limitaciones al radicalizar su concepción del Estado, anticipando así la ruta que el liberalismo tomaría de hecho. Su lectura de la idea del «Estado racional» de Hegel es la de un Estado de bienestar socialdemócrata, «libre […] de las cadenas del viejo absolutismo, basado en la representación, atendido por una burocracia racionalmente ordenada, dejando amplio espacio para las asociaciones voluntarias e intentando lograr un equilibrio entre el homo economicus y el zoon politikon» (Avineri 1972: 240). Para Avineri, el Estado socialdemócrata era «la actualidad de la idea ética»; sus ciudadanos estaban vinculados a este por una relación de «identidad» más que de «fe o confianza»; el sentimiento de patriotismo estaba basado en la conciencia de los ciudadanos de que sus intereses eran preservados en los intereses del Estado. Avinieri se hacía eco del comentario de Hegel de que cuando caminamos por las calles de noche, en condiciones de seguridad, a menudo no reparamos en que esto se debe solamente al funcionamiento de las instituciones del Estado (1999: §268A). Del mismo modo, asumía como propia la oposición de Hegel a las teorías del contrato social que confunden el Estado y la sociedad civil argumentando que el Estado no debía ser igualado exclusivamente con la protección de la sociedad civil y que los intereses privados de los individuos no deberían ser el fin último para el cual estos se unen. Avineri apoyaba la teoría del «Estado racional» de Hegel, pues tenía a su cargo la tarea no solo de garantizar la propiedad privada, sino de ofrecer una reconciliación exitosa de los conflictos de clase endémicos dentro de la sociedad civil y de encarnar la autoconciencia política de sus miembros (Avineri 1972: 181).

En algunas variantes de la nueva ortodoxia, la filosofía del derecho de Hegel es asociada a un republicanismo radical. En la introducción a la edición inglesa de los Escritos políticos de Hegel, por ejemplo, Lawrence Dickey y H. B. Nisbet interpretan Filosofía del derecho como una filosofía de la «vida ética» (Sittlichkeit) basada en una creencia metafísica en la esencia espiritual de la humanidad que, con la ayuda de Dios y nuestra propia determinación, podría ser cultivada y actualizada en nuestra vida social y política. Ellos leen el texto como crítica a un subjetivismo que, en su dimensión material, se enfoca exclusivamente en la búsqueda de intereses privados y, en su dimensión moral, se concentra únicamente en sentimientos de piedad internamente dirigidos. Lo ven como una crítica a una sociedad civil en que las personas están asfixiadas por sus preocupaciones inmediatas a costa de la vida pública y de una moralidad centrada en sí misma que ha perdido contacto con las preocupaciones comunes. La rehabilitación de Hegel como pensador político queda ligada aquí a su apoyo a una vida pública integral más allá de las instituciones políticas oficiales de gobierno y del mundo estrecho del derecho privado.

Esta lectura republicana del texto se reitera en el trabajo de Andrew Arato. Para él existen «dos Hegel» que libran una batalla interna en el texto: un Hegel étatist que trata al Estado como una deidad secular cuyas demandas sobre los ciudadanos son siempre incuestionables e irresistibles, y un Hegel social que identifica la universalidad con el conjunto libre de los ciudadanos. Para el Hegelétatist, el Estado debe imponer orden sobre la sociedad civil mediante la policía, el ejecutivo, la corona y otros órganos administrativos. El Hegel social postula «la generación autónoma de solidaridad e identidad» por medio de las asociaciones de la sociedad civil (clases y corporaciones), sus representantes en el parlamento (la asamblea) y la opinión pública. Arato nos llama a decidir en favor del Hegel social: el Hegel que ve la sociedad civil como un sitio para la participación efectiva de los individuos en la vida pública, el Hegel que reconoce que los ciudadanos solo tienen un rol restringido que jugar en los asuntos del Estado existente, pero que reconoce al Estado como esencial «para proveer a las personas con actividades de carácter general por encima de sus asuntos privados» (Arato 1991: 316). Como Arato la presenta, la contribución de Hegel al pensamiento político fue derivar la categoría de sociedad civil de la tradición republicana de forma de expandir la vida pública desde el nivel único del Estado político hacia una serie de niveles, incluyendo «los derechos públicos de las personas privadas, la publicidad de los procesos legales, la vida pública de la corporación, y finalmente la interacción entre la opinión pública y la deliberación pública de la legislatura» (Arato 1991: 318). En suma, Arato presenta Filosofía del derecho como un texto que contiene una teoría de la sociedad civil que exalta su vida asociativa, instituciones representativas y el imperio de la ley en contra del poder externo del Estado.

Comentaristas estadounidenses recientes interpretan la filosofía del derecho de Hegel como un «camino medio», o «tercera vía», entre las demandas conflictivas del libertarismo y comunitarismo, individualismo y colectivismo, liberalismo y marxismo, propiedad y comunidad. Por ejemplo, en la introducción al volumen Hegel y la teoría legal, Drucilla Cornell y sus coeditores interpretan a Hegel como un crítico tanto de un liberalismo estrecho que fetichiza el derecho a la propiedad privada, como de un socialismo igualmente reduccionista que fetichiza la autoridad del Estado. Sostienen que la fortaleza de Filosofía del derecho reside en su reconocimiento de que los derechos de propiedad son necesarios, puesto que hacen posible «las relaciones de reconocimiento y respeto mutuo entre actores sociales autónomos», pero a la vez son insuficientes debido a que «por sí solos no pueden generar el bien común» y que los individuos también deben ser educados en la vida ética de la comunidad. La tercera vía, ni liberal ni socialista, recibe el nombre de Hegel (Cornell et al. 1991: x).

En un libro titulado La crítica de Hegel al liberalismo, Steven Smith plantea, en un tono similar, que el Estado racional de Hegel combina «el antiguo énfasis en la dignidad, e incluso el carácter arquitectónico de la vida política, con la preocupación moderna por la libertad, los derechos y el reconocimiento mutuo», al punto de evitar tanto las concepciones individualistas como ahistóricas del derecho características del liberalismo moderno, así como las concepciones totalizantes de la comunidad características de la vida política antigua (Smith 1991: 6). Sin embargo, el título del libro de Smith es potencialmente equívoco dada la tendencia que él tiene a identificar el «Estado racional» de Hegel con el orden liberal existente. Smith celebra el hecho de que el viejo Hegel abandonara su entusiasmo «ingenuo» de juventud por la democracia de la antigua polis y que llegara a aceptar las instituciones políticas centrales del mundo cristiano-burgués. La fortaleza de la filosofía de Hegel, de acuerdo con esta perspectiva, consiste en que sirve para demostrar la racionalidad implícita que se esconde tras la apariencia arbitraria y características contingentes del Estado moderno (Smith 1991: 9). Michael Hardimon también sostiene que el propósito de la filosofía política de Hegel era reconciliar a sus contemporáneos con el mundo político moderno (Hardimon 1994: 1). Afirma que Hegel nos ensaña a sentirnos «en casa» en este mundo no porque las ideas de libertad y autonomía estén completamente realizadas, sino porque están realizadas al menos en un grado significativo (Hardimon 1994: 22). La «paz con el mundo» que tanto Smith como Hardimon encuentran en Filosofía del derecho da espacio para la reforma política, pero su mandato básico es aceptar las instituciones políticas modernas y aprender a disfrutar sus «aspectos afirmativos». Podemos ser críticos de tal o cual «desfiguración» del Estado, pero el juicio estándar que utilizamos para evaluar el Estado actual debe venir de la idea de «Estado racional». El rol de la teoría social que Hardimon obtiene de la filosofía del derecho de Hegel es el de una «ayuda indispensable» para revelar la racionalidad de instituciones políticas que a primera vista pueden parecer extrañas, arbitrarias y opresivas. Si el orden actual fracasa en exhibir su racionalidad subyacente, la dialéctica de Hegel está lista para venir al rescate, haciendo sonar trompetas, como en la carga final de la caballería, para mostrar que la experiencia de alienación puede ser disuelta desde un punto de vista filosófico más elevado.

Las limitaciones de la nueva ortodoxia

La dificultad principal de la nueva ortodoxia no es distinta a la dificultad con que se enfrenta la antigua: se basa en una lectura selectiva y unidimensional del texto. Así, para justificar su interpretación de Filosofía del derecho, Avineri se vio obligado a suavizar las aseveraciones más provocadoras de Hegel en relación con la «divinidad» del Estado y su indiferencia hacia los individuos. Ello se ejemplifica en la afirmación de que «el Estado es la marcha de Dios a través del mundo» (Es ist der Gang Gottes in der Welt, dass der Staat ist) que Avineri traduce como «el camino de Dios en el mundo es que hay Estado». A su juicio, la proposición de Hegel refiere a la idea y no a algún Estado realmente existente o incluso posible: «El Estado no es ninguna obra de arte, él está en el mundo y, por tanto, en la esfera de la arbitrariedad, de la contingencia y del error, y el mal proceder puede desfigurarlo en muchos aspectos» (1999: §258A). Avineri le resta importancia al carácter arcaico de algunas de las instituciones que Hegel incluye dentro de su Estado racional –las clases, las corporaciones, la monarquía y la Cámara de los Lores–, así como su aparente apoyo a la pena de muerte y la exclusión de las mujeres del derecho a voto.

Como hemos visto, Arato admite que existen dos Hegel luchando en el texto, uno estatista y otro social, y nos llama simplemente a elegir entre ellos. K. H. Ilting utiliza las clases del joven Hegel sobre Derecho natural y la ciencia del Estado para argumentar que su compromiso político básico era con un republicanismo en el que los individuos ya no se enfocan exclusivamente en sus derechos privados, sino que también reconocen que deben cooperar en la preservación de la comunidad política que garantiza inicialmente tales derechos privados. Sostiene que en dichas clases tempranas es claro que para Hegel era importante que los ciudadanos reconocieran conscientemente el «universal», puesto que solo de esta manera podría prevenirse que el orden político se dividiera en dos campos mutuamente hostiles: lo público y lo privado (Ilting 1984: 95). Esto implica una suerte de contrato: si el Estado ha de apoyar los derechos personales de los individuos, los ciudadanos deben en retorno apoyar al Estado que garantiza tales derechos y sin los cuales la así llamada libertad natural no tendría valor alguno. Ilting acepta que Filosofía del derecho tiene un carácter étatist comparada con el republicanismo de los escritos tempranos, pero explica que ello se debe principalmente a los compromisos personales y políticos de Hegel orientados a calmar a los censores estatales establecidos en los decretos de Karlsbad. T. M. Knox simplemente menciona las dificultades que Hegel tuvo para encontrar una ruta entre la Scylla del derecho individual y el Charybdis del despotismo estatal, y conjetura que es simplemente humano si, de cuando en cuando, se choca con alguna de estas rocas (Stewart 1996: 79). Aunque la nueva ortodoxia ha realizado un gran aporte al rehabilitar el aspecto liberal de Hegel, fundado en el derecho, ella pierde de vista la integralidad del texto de Filosofía del derecho como un todo. Por ejemplo, ¿cómo reconciliamos esta lectura republicana con la afirmación de Hegel de que el republicanismo de Kant «destruiría el principio absolutamente divino del Estado, junto a su majestad y autoridad absoluta», o su menosprecio de la doctrina de la soberanía popular como una «idea confusa»? (1999: §§257-268).

Fracturar la unidad del texto conlleva el costo adicional de fracturar también la unidad del sistema del derecho mismo. En efecto, mientras la nueva ortodoxia se enfoca en formas de asociación libre y solidaridad social dentro de la sociedad civil, Hegel presenta la sociedad civil como una esfera integrada de la vida social que conecta las corporaciones y otras formas de asociación con el sistema de necesidades y la policía. O mientras la nueva ortodoxia separa lo que ve como los aspectos democráticos del Estado –sus instituciones representativas y estructura constitucional– de los elementos «externos» que encuentra menos aceptables, Hegel presenta al Estado como un «organismo» que incluye la constitución, la corona, la legislatura y el ejecutivo como elementos de una totalidad más amplia. O mientras la nueva ortodoxia traza una línea entre la crítica de Hegel a los antagonismos sociales dentro de la sociedad civil y la resolución de estos por parte del Estado, Hegel muestra al Estado preservando tanto como superando las contradicciones de la sociedad, lo que queda expresado en el concepto de «sublimación» (Aufhebung). Lo que está en juego aquí no es solo la dificultad de distinguir aquellos aspectos de la filosofía política de Hegel que aprobamos de aquellos que no; tampoco se trata de la mera dificultad de preservar la integridad del texto como un todo, sino de la dificultad de enfrentar las equivocaciones de la propia vida política moderna. Creo que la dimensión perdida de Filosofía del derecho en la nueva ortodoxia queda ilustrada en el comentario de Walter Benjamin, en sus Tesis sobre la filosofía de la historia, de que «no hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie» (Benjamin 1968: 265), así como en el comentario de Thomas Mann de que no existen dos lados en una guerra, el malo y el bueno, sino solo uno que «mediante la astucia del diablo transforma lo bueno en malo». La «teoría crítica» alemana estuvo mucho más atenta a esta dimensión del trabajo de Hegel.

En cualquier caso, si fuese cierto que el mandato que Hegel formula en Filosofía del derecho es aceptar la racionalidad básica del orden político moderno, prohibir toda forma de crítica revolucionaria, transformar la idea del Estado racional en el único estándar de juicio para evaluar los Estados existentes, o tratar la teoría social como una ayuda necesaria para revelar la racionalidad de un mundo experimentado como opresivo, entonces la indignación expresada por la «antigua ortodoxia» bien podría ser más apropiada que la urgencia actual de rehabilitar la filosofía del derecho de Hegel. La fortaleza de la antigua ortodoxia reside en su indignación con la violencia del Estado moderno: aunque estaba equivocada en su evaluación de Hegel, su defensa del derecho individual no pierde por ello validez. La nueva ortodoxia, en tanto, expuso las limitaciones de las antiguas interpretaciones de Hegel, pero en cierto modo ha perdido el valor para indignarse contra la violencia del Estado. Tanto desde la indignación fuera de lugar de la antigua ortodoxia como en las declaraciones crecientemente acríticas de la nueva ortodoxia, el liberalismo permanece extrañamente incuestionado. Mientras uno declara que Hegel era enemigo de los valores liberales, el otro afirma que fue su defensor. Ambas posiciones ponen al liberalismo como el estándar respecto del cual debe juzgarse el texto; ninguna pone en tela de juicio la visión liberal del mundo. Podemos concluir que no ha existido un único camino de progresión en la lectura de este elusivo texto.

La teoría crítica

En la actualidad, las doctrinas que exaltan el Estado, especialmente el hegelianismo, han sido arrojadas por la borda […] La idea que Hegel tiene del Estado es básicamente incompatible con el mito racial alemán. Hegel afirmaba que el Estado era «la realización de la razón» […] La teoría de Hegel es racional; también defiende al individuo libre. Su Estado consiste en una burocracia que garantiza la libertad de los ciudadanos porque actúa sobre la base de normas racionales y calculables.

(Neumann 1986: 171-2)

Contra la acusación de que Hegel fomenta el totalitarismo, levantada por la antigua ortodoxia liberal en el periodo de entreguerras, la teoría crítica defendió a Hegel porque su concepto del Estado racional era incompatible con las ideas de Volk y Führer que imperaron bajo el nacionalsocialismo. Sostiene que Hegel y el fascismo eran aliados imposibles. ¿Por qué? Porque Hegel ofrecía una doctrina de la supremacía del Estado y esta doctrina fue abandonada en Alemania cuando las pretensiones del Estado entraron en conflicto con las pretensiones del movimiento nazi. Para los nazis, el Estado no representaba un fin en sí mismo, sino un medio para su movimiento; la idea de Estado estaba sometida a la autoridad de la «comunidad verdadera», que se mantiene unida por la sangre y la tierra y no está sujeta a normas racionales. De acuerdo con los teóricos críticos, se atacaba a Hegel porque la racionalidad y el derecho de libertad subjetiva eran las bases constitutivas de su visión del Estado. Para Hegel, como lo ha señalado Herbert Marcuse, el Estado gobierna la sociedad civil; para el nazismo, por el contrario, la sociedad civil (al menos sus componentes económicos y políticos más poderosos) gobierna el Estado.

La teoría crítica situó a Hegel firmemente dentro de la tradición liberal, pero su especificidad fue enjuiciar la tradición liberal misma. Reconoce que el objetivo de la filosofía del derecho no era subordinar al individuo al poder del Estado, sino, como plantea Karl Löwith en De Hegel a Nietzsche, «reconciliar el principio de la polis –la universalidad sustancial– con el de la concepción cristiana de la libertad subjetiva» (Löwith 1967: 240). Löwith interpretó Filosofía del derecho como un esfuerzo fundamental para lograr «moderación» de cara a ambos extremos. En Razón y revolución, Herbert Marcuse lee el texto de Hegel como un intento de construir una forma de Estado que preserve los derechos de los propietarios, resuelva los problemas sociales que aquejan a la sociedad civil y encarne la voluntad universal. Para Marcuse:

La anarquía de los propietarios que solo persiguen su propio interés es incapaz de producir con sus mecanismos un esquema social integrado, racional y universal. Al mismo tiempo, según Hegel, es imposible un sistema social adecuado si se niegan los derechos de propiedad privada […] La tarea de efectuar la integración necesaria recae, por tanto, en una institución situada por encima de los intereses individuales […] pero que preserva, sin embargo, sus posesiones y actividades (Marcuse 1979: 201).

Reconciliación, moderación, armonía, síntesis son las palabras clave que la teoría crítica asociaba con Hegel. Sin embargo, su convicción era que el intento de reconciliación de Hegel era espurio. De acuerdo con Löwith, ello se debía al fracaso en hacer frente a los problemas sociales que estaban determinando el futuro de la sociedad burguesa: «¿Cómo es posible dominar la pobreza que engendra la riqueza […] la división progresiva del trabajo […] la necesidad de una organización de las masas que pugnan por elevarse desde abajo […] el conflicto con el liberalismo […] la ambición creciente de la voluntad de la mayoría […] que ahora quiere gobernar con la fuerza de los números?» (Löwith 1967: 241). Löwith pensaba que Hegel despliega la ingenuidad característica del filósofo al creer que los antagonismos sociales podrían reconciliarse exitosamente por el Estado moderno ¡o incluso por el Estado prusiano! Franz Neumann y Herbert Marcuse fueron más duros en sus juicios. Neumann planteó que el Prefacio de Filosofía del derecho era un «elogio inexcusable» del Estado prusiano, «el Estado de las promesas rotas, de las esperanzas insatisfechas, un Estado al que no le importan las instituciones libres» (Neumann 1986). Marcuse también observó tendencias extremadamente autoritarias en Filosofía del derecho, aunque a su juicio estas eran un reflejo de la trayectoria del liberalismo. Su argumento era el siguiente: dado que en la sociedad capitalista las desigualdades y conflictos endémicos de clase se exacerban, la única solución dentro de las condiciones existentes era transformar al Estado en un poder crecientemente independiente. Para Marcuse, este imperativo práctico obligó a Hegel a traicionar su filosofía de la libertad, una traición que no podía revertirse en tanto la totalidad era concebida como «un sistema ontológico cerrado, idéntico en última instancia al sistema racional de la historia» (Marcuse 1979: 314). Así, pareciera que el error de Hegel no residía en su ingenuidad, sino en su realismo severo: él sabía qué había que hacer en una sociedad capitalista moderna para que el Estado lograse la necesaria integración.

La única vía de escape que Marcuse veía era ir más allá de «la expresión abstracta, lógica y especulativa del movimiento de la historia» de Hegel y separar la dialéctica de su base ontológica (Marcuse 1994: 308). Marcuse consideraba que el momento positivo del pensamiento político de Hegel era el descubrimiento de que la «posibilidad y verdad» inmanente en el Estado moderno es la de que «la humanidad se convierta en el sujeto consciente de su desarrollo» (Marcuse 1979: 315). Para alcanzar este fin, sin embargo, era necesario fomentar nuevas formas de individualismo (más allá del derecho abstracto), nuevas formas de asociación (más allá de la sociedad civil) y nuevas formas de autoconciencia humana (más allá del Estado). En contra del sistema existente de «negatividad universal», Marcuse planteó la idea de un «materialismo afirmativo» que privilegiase ideas de felicidad y satisfacción material por sobre el derecho (Marcuse 1979: 294).

La «solución» de Marcuse se basaba en destruir y superar el sistema actual de derecho que constituía al orden político moderno. Transformó los conceptos centrales asociados con el sistema del derecho (individualidad, asociación y autodeterminación) en ideales abstractos cuya realización requería de la destrucción del propio sistema. Su colega, Theodor W. Adorno, reconoció la imposibilidad de este tipo de crítica utópica al argumentar que en Filosofía del derecho la identidad especulativa entre lo racional y lo actual procedía del fracaso de todos los intentos de separación radical entre un «ser» totalmente irracional y un «deber ser» abstractamente racional. Adorno reconocía que el pensamiento utópico podía ser un «momento necesario» en la evolución de la conciencia crítica, pero argumentaba que ello dejaba al «deber» sin sustancia y al «ser» sin inteligibilidad (Jarvis 1998: 169). Lo que para Marcuse era una reconciliación genuina estaba basado en una oposición entre «lo que es» y «lo que debe ser» que deja a ambos lados igualmente vacíos.

Adorno radicalizó a Marcuse. En Dialéctica negativa hace ver con fuerza la irritación de la teoría crítica con la «traición» de Hegel y el texto resuena con frases que podrían haber puesto una sonrisa en el rostro de Popper. A juicio de Adorno, en Filosofía del derecho Hegel transformó al Estado en un objeto de adoración, degradó a los individuos a sus meros ejecutores, disolvió la experiencia cotidiana del poder opresivo y alienante desde un punto de vista filosófico supuestamente superior, asoció la búsqueda de errores políticos con una conciencia inferior, disfrazó las decisiones de Estado como procedimientos democráticos emanados de la voluntad de popular, identificó al individuo racional con la obediencia al Estado, y sostuvo que el individuo estaba equivocado cada vez que era «demasiado obcecado como para reconocer su propio interés en la norma objetiva del derecho» (Adorno 1984: 307). Adorno afirma que la doctrina nacionalista del «espíritu popular» de Hegel era reaccionaria, tanto respecto a la idea de Kant de un orden cosmopolita como a la idea temprana del propio Hegel del «espíritu mundial»; que su degradación del individuo correspondía a la indiferencia efectiva de los Estados modernos hacia la vida de los individuos; que su ideología de los «grandes hombres» se relacionaba con el culto real del líder en los sistemas políticos modernos. En un pasaje extremadamente evocativo, Adorno sostiene que el mundo que Filosofía del derecho santifica consistía en «una fila interminable de cautivos encorvados, encadenados uno a otro, incapaces de levantar la cabeza bajo el peso de lo que existe» (Adorno 1984: 343-344). Hegel era el filósofo que «con serena indiferencia […] opta una vez más por la liquidación de lo particular», que en ninguna parte de su trabajo duda de «la primacía del todo», y que pone la capacidad reflexiva de la filosofía al servicio del Estado.

Para Adorno, la fortaleza de Filosofía del derecho se halla en su reconocimiento de la creciente dominación de lo universal sobre lo particular en la sociedad burguesa y en su repudio de las ilusiones individualistas del pensamiento liberal. Su vicio fue mistificar la primacía política del Estado sobre el individuo, lo que traducido en el pensamiento especulativo es la primacía lógica de lo universal sobre lo particular. Sin embargo, la lectura que Adorno realiza del texto no es menos sesgada que aquella de la ortodoxia liberal. Esto se puede ilustrar con su impaciente descarte de aquellos pasajes en Filosofía del derecho donde Hegel evidentemente argumenta en favor de la libertad subjetiva. Por ejemplo, Hegel dice que «aquella conciencia –que basa el derecho en la convicción subjetiva– considera con razón como lo más hostil a sí misma. La forma del derecho, como obligación y como ley, es juzgada por esa conciencia como letra muerta, fría, y como un obstáculo». Adorno replica que la frase «con razón» fue algo que simplemente se le «escapó» a la «pluma» de Hegel «por un fallo filosófico» y que, en efecto, Hegel siempre estuvo del lado de la norma legal objetiva en contra de la conciencia individual (Adorno 1984: 307). Hegel dice que «para el punto de vista moral […] la manía de ser algo particular no se satisface con una noción de lo universal que demanda que los individuos deban hacer lo que les es prescrito hacer». Adorno responde que Hegel simplemente «denigra» los derechos de los individuos como un tipo de «narcisismo» tal y como «un padre que reprende a su hijo: “tú te crees que eres algo especial”» (Adorno 1984: 345). Adorno afirma que «el análisis social puede sacar incomparablemente más partido de la experiencia individual de lo que Hegel concedió», como si Hegel no concediera nada; pero fue el mismo Adorno quien expresa un equívoco real en relación con los derechos individuales cuando a regañadientes concede que «en vista de la conformidad totalitaria, que proclama directamente la eliminación de la diferencia como razón, es posible que hasta una parte de la fuerza social liberadora se haya contraído temporalmente a la esfera de lo individual» (Adorno 1984: 329). Para Hegel, el Estado no podría ser nunca una idea ante la cual los individuos se deben arrodillar y no podría haber nada de transitorio en la relación entre liberación social y libertad individual (1999: §182A).

No resulta sorprendente que Adorno, escribiendo bajo la sombra de Auschwitz, viera solo la «negatividad consumada» del sistema de derecho existente. Él no pudo ofrecer otra solución que enfrentarlo desde la «perspectiva de la redención», quizás más con la esperanza que la expectativa de que esta perspectiva contendría la «imagen invertida de su contrario». De manera característica, Adorno declara incluso la imposibilidad de esta «solución»:

puesto que presupone una ubicación fuera del círculo mágico de la existencia, aunque solo sea en un grado mínimo, cuando todo conocimiento posible, para que adquiera validez no solo hay que extraerlo primariamente de lo que es, sino que también, y por lo mismo, está afectado por la deformación y la precariedad mismas de las que intenta salir. Cuanto más afanosamente se cierra el pensamiento a su ser condicionado en aras de lo incondicionado es cuando más inconsciente y, por ende, fatalmente sucumbe al mundo (Adorno 1998: 250).

Pareciera no haber ninguna salida. El sistema de derecho estaba destinado a producir un mundo encadenado y figuras derrotadas, caminando por la vida social como por el patio de una cárcel y a representar su barbarismo en el lenguaje de la libertad. La superación del sistema de derecho era tanto una necesidad absoluta como algo imposible de lograr, ya que la superación estaría marcada por las mismas distorsiones de aquello que es superado. La relación de la libertad con la idea de «derecho» ya no tenía ninguna sustancia, pero el divorcio de la libertad del derecho no ofrecía ninguna salida. Adorno interpreta Filosofía del derecho como la reflexión sobre una sociedad totalmente administrada, en la cual el individuo se había convertido en algo superfluo y lo universal en absoluto, y como un reconocimiento de que el sistema moderno de derecho no podía escapar de esta fatalidad mientras él mismo permaneciera intacto. Lo que se revela en este análisis es el lado sociológico de la representación que Hegel hace del sistema de derecho como una realidad social, así como la potencialidad que él observó en su interior para el crecimiento del fanatismo y barbarismo. Lo que se pierde es cierto sentido de tensión, contradicción y la posibilidad de resultados diferentes.

La teoría crítica acepta que en su juventud Hegel fue un revolucionario tanto en términos políticos como filosóficos y que la Revolución francesa lo inspiró profundamente. En El joven Hegel, Georg Lukács fue el primero en destacar cuán lejos el joven Hegel anticipó formas de pensar que más tarde el joven Marx reproduciría (Lukács 1970). El consenso en la teoría crítica, no obstante, era que el Hegel maduro rechazó su propio radicalismo juvenil y que subsumió su filosofía de la libertad a la autoridad del Estado. En la actualidad esta es una opinión ampliamente compartida. Existe desacuerdo sobre el momento preciso de la ruptura. Algunos la ubican alrededor de 1800, cuando Hegel tenía cerca de treinta años, en su cambio de énfasis desde los individuos humanos y la acción política hacia un Geist cósmico en el que los seres humanos no poseen un rol activo (Taylor 1993: 74). Otros localizan la ruptura con posterioridad a 1800 y ven en Fenomenología del espíritu un eco de los temas radicales anteriores (Marcuse 1979: 173). Existe desacuerdo sobre las causas de este cambio: ya sea que fue resultado de compromisos meramente personales (donde la edad y el éxito académico, sin duda, juegan su rol), o del conflicto entre el «método revolucionario» y el «sistema conservador» de Hegel (Marcuse 1979), o de la naturaleza conservadora del método dialéctico mismo (Colletti 1973), o de las réplicas del terror revolucionario (Habermas 1974). Existe desa­cuerdo respecto de la dirección del cambio: si condujo a Hegel hacia la restauración prusiana, o a un totalitarismo prefigurado, o a lo que Jürgen Habermas llama, menos dramáticamente, un «institucionalismo enfático». Donde sea que se trace la línea divisoria, cualquiera sea la razón aducida para explicarla, y sin importar lo abrupto de estos cambios, el consenso es que los escritos políticos tardíos de Hegel –y en especial Filosofía del derecho– expresan un alejamiento del radicalismo juvenil, en el mejor de los casos hacia un liberalismo ingenuo y, en el peor, hacia un estado mental profundamente autoritario. Siguiendo a Gillian Rose (1981), si queremos descubrir lo que hay de valioso en Filosofía del derecho creo que necesitamos suspender estas visiones estereotipadas de un movimiento desde un radicalismo de la juventud a un conservadurismo de la edad madura y, en su lugar, observar la unidad de la oeuvre de Hegel.

La nueva teoría crítica

Jürgen Habermas, quizás más que cualquier otro teórico crítico, ha asumido el reto de poner la idea del «derecho» en el centro del pensamiento político contemporáneo. Su libro Facticidad y validez puede leerse como un comentario extendido de Filosofía del derecho de Hegel. Habermas sigue las huellas de Hegel cuando expresa su preocupación por la desintegración de la teoría política contemporánea en dos campos, que él llama «normativo» y «realista», que no tienen nada que decirse uno al otro. Los enfoques normativos de la filosofía política están en peligro de perder todo contacto con la realidad social y quedan abiertos a la crítica de que ponen insuficiente atención a los hechos que hace mucho tiempo contradicen la autocomprensión del Estado constitucional moderno. Los enfoques realistas de las ciencias sociales tienen la intención de prescindir de las consideraciones normativas y recomiendan una visión desilusionada, si no francamente cínica, del proceso político. Ambos enfoques solo se centran en aquellos lugares donde formas de poder ilegítimo se introducen con violencia en las formas de derecho constitucionalmente regulado y solo destacan aquellas tendencias en que el aparato administrativo se autonomiza del proceso de decisión democrática y une fuerzas con el poder social de intereses corporativos organizados. Si la abstracción normativa es el modo característico de la filosofía política, el derrotismo normativo lo es en el caso de la sociología política. El problema que Habermas plantea es cómo resolver la brecha entre la teorización normativa y la realista, entre la filosofía y la ciencia política, entre el idealismo y el empirismo, de modo de dejar espacio para la reconstrucción del pensamiento crítico.

El esfuerzo de Hegel por reconciliar los derechos individuales con una comunidad política universal le entrega a Habermas el punto de partida desde el cual reintegrar derecho privado, vida pública y democracia política como elementos de una totalidad coherente. Habermas argumenta que este proyecto involucra recuperar el eslabón perdido entre la tradición revolucionaria de la democracia participativa y la tradición liberal de la teoría del derecho natural que fue desbaratada cuando, por un lado, el marxismo desacreditó la idea de legalidad y, por el otro, el liberalismo impuso toda clase de trabas institucionales y constitucionales a la idea y prácticas democráticas5. Habermas espera lograr lo que él entiende como un nuevo reconocimiento: en la actualidad, los derechos individuales y el Estado de derecho no pueden pensarse sin la democracia radical, y la democracia radical no puede pensarse sin el Estado de derecho. Para decirlo de otra manera, los sujetos de derecho privado no pueden disfrutar libertades individuales si ellos mismos no participan en el proceso de decidir qué derechos deberían tener los individuos, y los ciudadanos no pueden participar públicamente en la toma de decisiones colectivas a menos que ellos mismos estén dotados con derechos privados y públicos defendibles legalmente.

Sin embargo, al tratar de avanzar en este proyecto, Habermas sitúa a Filosofía del derecho de Hegel firmemente al interior de la tradición del derecho natural. Al respecto comenta que «el derecho natural hasta [e incluyendo a] Hegel quería especificar normativamente el único orden social y político razonable». Para Habermas, Hegel solo agregó una dimensión histórica al repertorio conceptual del derecho natural del siglo XVIII, pero permaneció dentro de su modo de pensar. Hegel estaba todavía interesado en proveer «un modelo directo para una teoría normativa de la ley y la moralidad», y «permaneció convencido, así como Aristóteles, de que la sociedad encuentra su unidad en la vida política y la organización del Estado» (Habermas 1997: 1-5). Quisiera sugerir que existe otro Hegel, cuya especificidad puede leerse en Filosofía del derecho, un Hegel que Habermas no puede ni es capaz de ver.

No creo que Hegel haya incorporado la dimensión histórica al repertorio del derecho natural, dado que, tal como él mismo reconoció, tal dimensión ya había sido añadida por Adam Smith y la escuela escocesa de economía política. Después de todo, el «estado de libertad natural» de Smith se logra reflexivamente al final de la historia, no al principio. Segundo, no creo que Hegel intentase «especificar normativamente el único orden político razonable», puesto que el argumento central del Prefacio a Filosofía del derecho era reorientar la filosofía, alejándola del derecho natural y llevándola hacia un «tratamiento científico y objetivo» del orden político actual. Tercero, no creo que Hegel presente el Estado moderno como el principio último de unidad política, ya que el fondo de su argumento, en la Introducción de Filosofía del derecho, es que la violencia ya presente en las formas más simples del derecho abstracto es reproducida, y no superada, tanto en la constitución interna del Estado como en sus relaciones externas con otros Estados.

Este no es el lugar para criticar el inmenso logro de Habermas al reconstruir la filosofía del derecho de Hegel para nuestro tiempo, solo quiero indicar que Habermas lee a Hegel del modo en que lo hace debido a que él mismo permanece dentro del marco de la teoría del derecho natural del siglo XVIII. Sin duda, Habermas declara no tener interés en ofrecer un «modelo» para una teoría normativa del derecho, sino una «guía para reestructurar la trama de discursos que […] provee la matriz desde la cual emerge la autoridad democrática» (Habermas 1997: 5). Sin embargo, la diferencia entre un «modelo» y una «guía» es de grado antes que fundamental, y no puede ser de fondo en la medida en que la última todavía apunta a proveer aquello que la teoría del derecho natural siempre ha buscado: «un estándar crítico contra el cual las prácticas actuales –la realidad opaca y perpleja del Estado constitucional– podría ser evaluada» (Habermas 1997: 5). Cuando Habermas reconstruye Filosofía del derecho para nuestro tiempo, se aproxima al texto sobre la base de su propia herencia de derecho natural y es esta herencia la que hace difícil para él reconocer la relación mucho más crítica de Hegel con la tradición del derecho natural6.

Investigaciones políticas

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