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ОглавлениеEstudio introductorio
La dialéctica del universalismo. La teoría social heterodoxa de Robert Fine
Daniel Chernilo1
Robert Fine es uno de los teóricos sociales británicos más originales de los últimos treinta años. Mi objetivo en este ensayo no es hacer una introducción a Investigaciones políticas, sino ofrecer una evaluación sistemática de su contribución intelectual. Al momento de su deceso prematuro en 2018, Fine dejó una cantidad significativa de textos, sobre variados temas, que fueron publicados durante sus cuarenta años de carrera. Su trabajo incluye siete monografías, nueve volúmenes editados y alrededor de cien artículos, muchísimos de ellos escritos de forma colaborativa. Sus intereses de investigación transitaron desde Sudáfrica durante el Apartheid, el sindicalismo, al Holocausto, el cosmopolitismo y los derechos humanos. Su obra es también una conversación constante con distintos pensadores y teóricos sociales, tanto clásicos como contemporáneos: Kant, Hegel, Marx, Arendt, Adorno y Habermas.
Hay buenas razones intelectuales para explorar el trabajo académico de Fine, sobre todo la forma en que toma distancia de varias de las corrientes principales de las ciencias sociales contemporáneas. Su trabajo toma distancia de la así llamada «política de los métodos» (por ejemplo, en los estudios sobre ciencia y tecnología y la denominada crisis de la sociología empírica), el giro hacia la posicionalidad radical (por ejemplo, el poscolonialismo), o las repetitivas investigaciones sobre estratificación (por ejemplo, mediante el uso y abuso de las ideas de Bourdieu). Por su parte, Fine insistía en la importancia de hacer preguntas normativas como parte del mundo social que la sociología debe explicar. Las preocupaciones normativas no son preguntas derivadas que surgen a partir de reflexiones sobre método, cultura o clase; por el contrario, son centrales para nuestra habilidad humana de imaginar formas distintas y mejores de vivir juntos (Chernilo 2017). Hay también razones políticas relevantes que justifican una reconsideración de sus escritos: en la actualidad, la política global está marcada por una oleada populista que reniega de las ideas y valores que son centrales para la teoría social de Fine: la necesidad de defender el Estado de derecho tanto local como internacionalmente, una idea fuerte de solidaridad cosmopolita, la importancia del antisemitismo –particularmente del antisemitismo de izquierda– y las relaciones entre distintos tipos de discriminación. En relación con Investigaciones políticas, está además la pregunta por la representación política, la crítica a la representación y el rol de la constitución en la configuración de sociedades genuinamente democráticas.
El compromiso central de la teoría social de Fine se refleja directamente en los ataques contemporáneos, tanto de izquierda como de derecha, al potencial emancipatorio del universalismo. Una idea universalista de humanidad –una concepción que incluya a todos los seres humanos sin importar nuestra nacionalidad, religión, clase o género– es la intuición normativa más importante de la modernidad, una que la humanidad ha de sacrificar poniéndose ella misma en riesgo. Para Fine, no hay duda de que el horizonte universalista de la modernidad es su logro fundamental. Si bien ese universalismo se expresa siempre de manera imperfecta y contradictoria en las instituciones, prácticas y valores modernos, él sigue siendo el ideal regulativo más importante de la modernidad: la humanidad es una sola; todos los seres humanos tienen igual valor, y su igualdad fundamental puede ser capturada, usando la expresión de Hannah Arendt, en su derecho incondicional a tener derechos. Los derechos humanos son precisamente aquellos derechos que poseemos y nos garantizamos mutuamente porque somos distintos y particulares, pero que asimismo se justifican independientemente de esas particularidades. Como parte de un proceso dialéctico, este universalismo se encuentra atravesado por dos tensiones fundamentales. Primero, el universalismo puede fácilmente transformarse en un «ismo» ideológico, mediante el cual un grupo particular (el hombre, Occidente, la cristiandad, los blancos) es hipostasiado como la única posibilidad de universalidad, convirtiendo con ello a cualquiera que no se ajuste a ese estándar en un «otro» que es menospreciado, discriminado o incluso asesinado (las mujeres, los asiáticos, los judíos, los negros). La igualdad fundamental de todos los seres humanos y el potencial emancipatorio de esta orientación universalista coexisten con las deficiencias, inconsistencias y contradicciones de sus aplicaciones siempre restrictivas, imparciales e imperfectas. Aun si no hay necesidad conceptual para esta hipostatización, las experiencias históricas no nos permiten relajarnos respecto de la capacidad y poder excluyente del universalismo: es una tendencia que nunca es superada completamente. Segundo, la realización concreta del potencial emancipatorio se expresa siempre mediante luchas históricamente situadas cuyo resultado es contingente antes que necesario y su elucidación normativa es en sí misma parte de las luchas políticas. Tal y como no hay teleología que pueda garantizar la progresividad de movimiento político alguno, Fine rechaza toda clase de pensamiento esencialista en el que los grupos humanos son tratados como conjuntos homogéneos, y sospechaba también de los dogmatismos que repiten verdades consagradas en vez de cuestionarlas constantemente. Fine está interesado por comprender cómo la tradición de la teoría social había entendido y contribuido a dar forma a las promesas modernas por autonomía, libertad y progreso. Al mismo tiempo, esta tradición nos ayuda a comprender sus prácticas de exclusión y dominación: sobre todo, como dijimos, su objetivo es capturar el horizonte normativo universalista de la modernidad en la multiplicidad de sus particularidades.
La estructura de este estudio introductorio es la siguiente. Parto por situar el trabajo de Robert Fine dentro de lo que el historiador y filósofo Michael Löwy ha denominado la tradición de pensadores judíos heterodoxos, para después desplegar lo que a mi juicio son los tres ámbitos centrales de su trabajo: una teoría social crítica que presta especial atención al problema del Estado de derecho, un programa teórico centrado en la idea de solidaridad cosmopolita, y su análisis del antisemitismo moderno –particularmente de las aporías del antisemitismo de izquierda–. Estas tres dimensiones, a su vez, permiten dar contenido sustantivo y más preciso a la tesis de la dialéctica del universalismo de la modernidad.
La tradición de pensadores judíos heterodoxos
En una serie de ensayos escritos originalmente entre 1970 y 2000, Michael Löwy (2015, 2016) estudió las interconexiones entre el contexto cultural judío en Europa Central del último tercio del siglo XIX y el desarrollo de la teoría social crítica en la primera parte del siglo XX. La estupenda reconstrucción que Löwy hace de la educación, aspiraciones y preocupaciones de este periodo y grupos es digna de atención por méritos propios, pero la originalidad teórica de su trabajo se encuentra en la búsqueda, por decirlo de alguna forma, de aquel «ingrediente secreto» que hizo de este tipo particular de experiencia judía –en una etapa relativamente corta y un área geográfica más bien reducida– un momento central para la aparición de tantos pensadores influyentes para la izquierda y la teoría social en general: Walter Benjamin, Ernst Bloch, Martin Buber, Franz Kafka, Georg Lukács o Gershom Scholem.
De acuerdo con Löwy, este grupo tan diverso tiene en común una actitud ambivalente hacia la modernidad. Su progresismo político los hacía favorables a las promesas emancipatorias de la época moderna –la ciencia y la revolución, la autonomía individual y las vanguardias culturales, los movimientos de renovación nacional y el sindicalismo–. Pero que ellos considerasen seriamente sus promesas emancipatorias no significó que adoptasen acríticamente sus conceptos más relevantes, menos algunas justificaciones de sus estilos de vida. Independientemente de aquello que veían como positivo de la época moderna, la modernidad no constituía el mejor de los mundos posibles, puesto que crónicamente daba lugar a formas de violencia, pobreza y discriminación. Esta actitud ambivalente para con el desarrollo histórico de la modernidad se hace más patente cuando la reconstruimos en términos de sus trayectorias biográficas. En relación con sus experiencias durante la niñez y formación temprana en el periodo de cambio de siglo, todos vivieron en alguna clase de contexto tradicional judío, a la vez que se encontraron igualmente expuestos a las nuevas experiencias de emancipación y asimilación judía. Fueron criados en la idea de que el pasado judío es una tradición cerrada, remota y poseía características cuasi-esenciales, y aun así les tocó presenciar de primera mano la transformación, disolución y eventualmente incluso su destrucción cruel. Respecto del presente, el mundo contemporáneo de las primeras décadas del nuevo siglo les presentaba crisis políticas y sociales por doquier: guerras mundiales, revoluciones socialistas, migraciones masivas, el colapso de la monarquía de los Habsburgo, así como el nacimiento de las naciones de Europa Central y del Este. Todos estos eventos marcaron su paso de la juventud a la adultez. Una vez más, no era para nada claro si sus identidades judías iban a lograr adaptarse a este mundo cambiante y, de lograrlo, cómo habrían de hacerlo (el caso más dramático, sin duda, es el suicidio de Benjamin en 1940 cuando buscaba escapar de la persecución nazi). Finalmente, sus ideas y convicciones sobre el futuro estaban dirigidas a ofrecer alguna clase de redención. Su imaginación utópica no provenía de las fuerzas evolutivas de la tecnología industrial o la mano invisible del mercado, sino que del poder de las propias convicciones normativas: un mundo distinto, mejor y más humano tenía que ser posible. Así, Löwy caracteriza a esta fantástica generación como judíos heterodoxos en relación con sus cosmovisiones religiosas y las experiencias de sus propias familias: no adoptaron el judaísmo acríticamente, pero tampoco estaban interesados en asimilarse en la sociedad burguesa convencional. Eran judíos heterodoxos de un modo que no tenía precedentes históricos: se sentían tan lejos de la vida tradicional judía como de la nueva modernidad nacionalista, capitalista y aparentemente liberal.
Nacido en Londres en 1945 de madre británica y padre inmigrante, el contexto cultural de Robert Fine era más cercano al del propio Löwy que al de estos pensadores de principios del siglo XX que Fine también admiraba tanto2. Sus padres eran típicos judíos del periodo de entreguerras. Más que particularmente religiosos o devotos, sus convicciones religiosas eran las tradicionales de una respetabilidad burguesa conservadora. De niño tuvo una situación económica sin lujos pero relativamente acomodada, y la educación privilegiada que recibió fue en parte posible debido a que la secundaria del norte de Londres donde estudió había recientemente terminado con la política de cuotas que restringían la admisión de estudiantes judíos. Su progresismo político, una relación complicada con su origen judío, así como su interés en el cosmopolitismo y el antisemitismo, nos permiten leer el trabajo de Fine como parte de esta tradición heterodoxa. De hecho, la idea de heterodoxia de Löwy nos permite hacer sentido de los tres temas centrales de los escritos de Fine3.
Primero, Fine fue un teórico social crítico y heterodoxo. Su pensamiento siempre fue cercano a Marx sin, no obstante, rendir tributo ni a la persona, ni al movimiento, ni menos a idea alguna del canon marxista (2021, 2002, 2013). Al contrario, su vinculación con los diversos «marxismos» era más bien abierta y dialógica antes que dogmática o doctrinaria. En específico, su interés en Marx se concentra en sus ideas sobre el derecho y la ley, temas que el canon marxista había considerado innecesario tratar. Uno de los resultados centrales de sus lecturas de Marx fue su apoyo y promoción activa de las nociones de libertad y autonomía que dicen relación con un enfoque progresista hacia la pregunta por el imperio de la ley (the rule of law); para Fine, estos valores poseen un núcleo racional que no puede ser reducido a mera ideología. Más allá de Marx, Fine desarrolló un modo de leer en conjunto a un grupo de autores clásicos desde los que explícitamente buscaba develar conexiones imprevistas y trascender posiciones establecidas. Esta es sin duda una de las intuiciones principales de Investigaciones políticas.
Segundo, Fine fue un pensador cosmopolita heterodoxo. Su trabajo tuvo un rol clave en el desarrollo del giro cosmopolita de la teoría social a comienzos del siglo XXI (Delanty 2009, Turner 2006) y la idea misma de cosmopolitismo le permitió refinar y clarificar sus principales argumentos teóricos y normativos (2003b, 2006a, 2006b, 2007, 2012a). Sin embargo, Fine se separa de las versiones convencionales de esa tradición en su rechazo a comprender su llegada como una nueva etapa de la modernidad –en eso se diferencia, por ejemplo, de las conocidas tesis de Ulrich Beck–. Contra Beck, si el cosmopolitismo ofreciera de verdad ventajas conceptuales o normativas para comprender el presente, deberíamos entonces entenderlo como parte integral del proyecto moderno más que como su momento definitivo o final. La preferencia de Fine por la idea de solidaridad cosmopolita subraya la naturaleza tentativa y de hecho problemática de la política cosmopolita y se ofrece como un antídoto ante la idealización y el elitismo con los que habitualmente se lo acusa. Como se muestra en los capítulos finales de Investigaciones políticas, las nociones arendtianas de comprensión y juicio están destinadas a abrir nuevas perspectivas tanto para la imaginación como para la acción política cosmopolita.
Por último, pero no por ello menos importante, Fine es él mismo un pensador judío heterodoxo (2009b, 2010b, 2014). Como hemos dicho, en su caso el judaísmo cuenta más como una forma de identidad política y cultural que como un conjunto de creencias sobre lo divino o prácticas religiosas cotidianas. De hecho, el judaísmo apenas le interesó como tema de investigación en sí mismo. No obstante, las particularidades de la historia judía moderna, y sobre todo las experiencias modernas de antisemitismo, son para Fine centrales para comprender las contradicciones internas del proyecto moderno: la estrechez del nacionalismo, la forma en que distintos tipos de discriminación se intersectan y refuerzan entre sí, la omnipresencia de estereotipos raciales o religiosos, la importancia de instituciones estatales imparciales y del imperio de la ley. La relevancia del antisemitismo viene justificada tanto por ser una característica única y particular de la historia judía, como por conducir nuestra atención hacia otras formas de discriminación y persecución que son propias del mundo moderno.
Un teórico social heterodoxo. Marx y el imperio de la ley
El vínculo de Fine con el canon de la teoría social es una constante de su trabajo y aparece ya muy temprano como elemento central de sus escritos. Su deuda fundamental con Marx es visible en su modo de comprender la política moderna siempre en un contexto de lucha de clases, su perspectiva internacionalista para conceptualizar la solidaridad de clase (Fine y Davis 1990), la importancia crucial de la distinción entre Estado y sociedad civil (1997b), y el poder de la crítica inmanente como método intelectual –lo que él llama la crítica de la crítica–. Así, Fine rechaza tanto las críticas irreflexivas a Marx como las lecturas apologéticas o dogmáticas de sus textos (2021, 2002, Fine y Spencer 2017).
De hecho, hay al menos un sentido fundamental en el que el «Marx» de Fine no era marxista: su Marx no está sobre o más allá de la tradición del pensamiento social y político, sino que pertenece decididamente a ella. No tendría mucho sentido leer a Marx si lo ubicamos como el punto final de la teoría social y, de ese modo, separamos radicalmente al marxismo de la tradición liberal o burguesa de la teoría social (Clarke 1991). Las interpretaciones de este tipo son inadecuadas en relación con la forma en que tratamos la crítica del propio Marx a otros pensadores –particularmente Hegel– a la vez que socavan la posibilidad de extraer de su trabajo lecciones valiosas para el presente. En Investigaciones políticas, por ejemplo, Fine discute explícitamente la interpretación incorrecta que Marx hace de Hegel, consciente de que la suya era una lectura heterodoxa:
Si hay una manera en la que no debemos leer la relación entre Hegel y Marx ¡es siguiendo la explicación que el propio Marx hace de ella! No solo nos ofrece una caricatura distorsionada y unilateral de Hegel, sino también una visión disminuida de sí mismo […] Marx interpretó mal lo que Hegel estaba haciendo en Filosofía del derecho, pero al comprender mal a Hegel se tergiversó también a sí mismo (2021: 165).
Una implicación crucial de la mala interpretación que Marx hace de Hegel se expresa en las dificultades que la tradición marxista ha tenido para abordar el derecho y la ley (2002: 134-188). Un claro ejemplo de ello en el marxismo es la visión heredada de que los derechos y la ley tienen una importancia secundaria en la comprensión de la economía y sociedad capitalista. Fine plantea que la adopción que el marxismo del siglo XX hizo de la crítica de Marx al derecho, como si ella estuviese completa, no le ha permitido comprender cuánto se complementan entre sí la crítica del derecho burgués-liberal de Hegel y la crítica de la mercancía de Marx. Fine critica la tradición marxista, en primer lugar, por su falta de investigación detallada sobre las relaciones entre las ideas legales y las ideas morales y de justicia; segundo, rechaza la visión que el marxismo tiene del derecho como algo meramente formal y carente de contenido sustantivo, ya que ello ha implicado una negación de la importancia o la validez del derecho y, sobre todo, de su potencial contenido emancipador. Pero el argumento más importante de Fine a este respecto no va dirigido a la tradición marxista, sino que al propio Marx:
El foco de Marx sobre el carácter ilusorio del derecho conlleva un descuido de sus aspectos fetichizados. Esto es importante dado que el fetichismo del sujeto dentro del sistema moderno de derecho está a la base de todas las tendencias totalitarias al interior del sistema moderno del derecho (2021: 185).
Así, la tesis central de la teoría social de Fine es que solo podemos comprender las ideas de derecho, justicia y autonomía moral como partes de e internas al moderno sistema derecho, así como partes de e internas a la especificación funcional de las distintas esferas de validez jurídica: el derecho civil, el derecho público, el derecho administrativo, etc. Además, una articulación integral del sistema jurídico moderno debe a su vez incluir la noción de un Estado de derecho internacional. Si la arquitectura doméstica del Estado de derecho es siempre parcial y contradictoria, este déficit es aún más pronunciado a nivel internacional y global. Pero aun frente a las dificultades de concebir e implementar la idea de un Estado de derecho internacional, no debemos caer en el derrotismo. Para ello, la noción de derechos humanos juega un rol central, aunque no unificador. Los derechos humanos son centrales porque su existencia y exigibilidad práctica son ya hechos establecidos de la condición moderna:
Los derechos humanos no solo existen en el pensamiento, sino que también son una forma social determinada: son externos a nuestros sentimientos subjetivos y opiniones sobre ellos. Poseen un estatus legal al interior del derecho internacional y se han desplegado en otras áreas del derecho internacional y doméstico (incluyendo el derecho penal, humanitario, civil, de bienestar, así como los derechos de inmigración y familia). Son resultado de luchas desde abajo y de la legislación desde arriba (2009a: 17 y 20).
Si bien Marx ocupa un lugar de privilegio en su pensamiento, Fine discute también con un conjunto amplio de otros autores. Llama la atención que haya fijado su atención en teóricos que produjeron sistemas de pensamiento más bien «cerrados» o «autocontenidos» –Hobbes, Kant, Habermas, Hegel y el mismo Marx–, pero al mismo tiempo su interés y capacidad para leerlos de forma conjunta. Fine no plantea que las ideas centrales de estos autores necesariamente converjan y que pueden ser reunidas dentro de un marco conceptual unificado –en la tradición sociológica, esto es más bien lo opuesto a lo que Parsons (1968) perseguía en La estructura de la acción social–. Más bien, Fine piensa con, contra y a través de una variedad de obras y autores como una forma de clarificar tanto sus propias ideas como las reflexiones más fundamentales que esos pensadores nos ofrecen respecto de las tendencias destructivas y emancipadoras que han dado forma al mundo moderno.
Un rasgo constante de la vinculación de Fine con la tradición de la teoría social es su capacidad de entregar nuevas luces, ideas heterodoxas, sobre textos y pensadores clásicos. Más que un teórico del poder y del Estado, el Hobbes de Fine es un teórico del Estado de derecho. Su interés por Hobbes se justifica en la preocupación del autor de Leviatán por los límites y limitaciones al poder del Estado (2002: 22-27). Su Rousseau era un pensador profundamente democrático antes que un precursor del totalitarismo, alguien que entendió tempranamente, y con más profundidad que la mayoría, los dilemas y desafíos de la soberanía y la representación moderna: cómo un gobierno de mayoría ha de relacionarse con las minorías (2002: 27-37). Kant era para él un pensador dialéctico antes que formalista, un filósofo con un claro sentido del potencial emancipador de las ideas de autonomía y autolegislación a través de las cuales los seres humanos aceptan, pero buscan trascender, las limitaciones propias en el pensamiento y la acción (2003a, 2011). El Hegel que nos presenta es un pensador cosmopolita, alguien para quien la autoridad estatal y su poder solo eran legítimos si se basaban en el Estado de derecho, en la separación entre Estado y sociedad civil (y en la diferenciación interna de la misma sociedad civil [2021: 53-61, 2012c]). Como ya hemos visto, su Marx prestaba atención a las ideas de libertad y Estado de derecho de un modo que podríamos describir como republicano o incluso, aunque con reservas, «liberal» (2021, 2013). Si la mayoría de estos planteamientos resultan inicialmente contraintuitivos, tal vez ello se deba a que Fine no entendía a estos autores a través de sus propios términos –«marxismo», «kantismo», «hegelianismo»– ni menos aún aceptaba separaciones rígidas entre las dimensiones «morales», «jurídicas», «políticas» o «sociales» de sus teorías.
Ciertamente no cuento aquí con el espacio para ofrecer apoyo textual para la mayoría de estos planteamientos, pero quisiera ilustrar la metodología de lectura heterodoxa de Fine mediante la pregunta por las relaciones entre la teoría social y la tradición del derecho natural moderno (Chernilo 2013). Este es un interés que va desde su temprano Democracy and the Rule of Law (2002 [1984]), pasando por Investigaciones políticas, hasta un volumen coeditado donde se discutían estas conexiones desde distintos ángulos (Chernilo y Fine 2013). Esta es, por ejemplo, la afirmación con la que Fine cierra el capítulo 1 de Investigaciones políticas:
Habermas lee a Hegel del modo en que lo hace debido a que él mismo permanece dentro del marco de la teoría del derecho natural del siglo XVIII […] Cuando Habermas reconstruye Filosofía del derecho para nuestro tiempo, se aproxima al texto sobre la base de su propia herencia de derecho natural y es esta herencia la que hace difícil para él reconocer la relación mucho más crítica de Hegel con la tradición del derecho natural (2021: 76).
Este es un planteamiento heterodoxo en el sentido de que la tradición del derecho natural se asocia por lo general a una comprensión cristiana del derecho y la moral, mientras que Habermas pertenece a la tradición crítica, cuyas raíces se remontan a Marx. Aun así, Fine propone que no podemos entender ni el derecho natural ni la teoría crítica si nos enfocamos solo en aquello que separa ambas tradiciones. Pero si en lugar de ello nos centramos en las transformaciones modernas que experimentó el derecho natural entre Hobbes y Hegel, lo que Fine llama la teoría del derecho natural racional, entonces su rol en el surgimiento del pensamiento moderno se hace visible por medio de las ideas de la autonomía individual y el Estado de derecho (2013). El comentario de Fine sobre la deuda de Habermas con el derecho natural se hace así relevante, incluido el hecho de que es una deuda que crecientemente el propio Habermas ha reconocido4. El derecho natural no es solo una tradición intelectual compleja y diversa, sino que su importancia radica en la orientación fundamentalmente universalista que trae consigo: «La demanda por universalismo es el vínculo que une a la teoría social con el derecho natural» (Chernilo y Fine 2013: 192).
Su versión heterodoxa del canon de la teoría social en general, y de la teoría crítica en particular, le permite a Fine aunar historia, sociología, derecho, filosofía e incluso literatura. En sus mejores versiones, la teoría social es este extraño género intelectual que ofrece un diálogo abierto entre distintas tradiciones, a la vez que proporciona argumentos sistemáticos sobre cómo se llevan a cabo las conexiones entre ellas. En su caso, es un tipo de trabajo intelectual de inspiración normativa y explícito en su compromiso con las promesas universalistas de justicia, igualdad y autorrealización de la modernidad.
Un pensador cosmopolita heterodoxo. La idea de la solidaridad cosmopolita
La idea de cosmopolitismo juega un doble rol en la teoría social crítica de Fine. Por un lado, ayuda a enfocar de manera más nítida la orientación universalista de su pensamiento. El pensamiento de Fine (2006b) busca desarrollar una perspectiva que nos pueda ayudar a evaluar si las prácticas, normas e instituciones modernas son consistentes con las intuiciones normativas que promueven explícitamente. En ese sentido, el cosmopolitismo es siempre una forma de imaginar, y busca crear en la práctica, un sentido más amplio de pertenencia humana. Desde el otro lado, la historia del cosmopolitismo está también asociada con expresiones despectivas y discriminatorias, por ejemplo el epíteto «judío cosmopolita sin raíces» (2009b). En vez de descartar como anécdotas sin importancia teórica expresiones como esa, Fine las usa como recordatorio necesario tanto de la centralidad del antisemitismo en la constitución de la modernidad europea como de su dialéctica fundamental entre inclusión y exclusión. En esta sección me concentraré solo en este primer sentido del cosmopolitismo, el positivo. Volveré sobre el segundo sentido, el negativo, en la sección siguiente dedicada al problema del antisemitismo.
Una perspectiva cosmopolita ofrece un sentido de pertenencia humana explícitamente inclusiva y esa orientación universalista está en el centro de la tradición de la teoría social.
La teoría social cosmopolita entiende las relaciones sociales a través de una concepción universalista de la humanidad y por medio de herramientas analíticas y procedimientos metodológicos igualmente universalistas. Su propuesta es sencilla pero en ningún caso trivial: a pesar de todas nuestras diferencias, la humanidad es efectivamente una y debe comprenderse como tal (2007: xvii).
A medida que distingue entre distintas tradiciones cosmopolitas –tanto antiguas como modernas (Fine y Cohen 2002)–, Fine escoge la idea de solidaridad cosmopolita para reunir en ella las distintas implicaciones de su perspectiva. De modo similar a lo que decíamos que ocurría con la idea de derechos humanos, la solidaridad cosmopolita importa no por su carácter meramente ideal, sino porque ya es parte del mundo social en que vivimos: «La solidaridad cosmopolita no es nunca propiedad de un individuo; pertenece a la sociedad y se construye en la lucha» (2012a: 384). Fine la define del siguiente modo:
La solidaridad cosmopolita se construye a partir de una comprensión relacional de los derechos: el derecho de cada uno es dependiente del derecho de todos. Sin embargo, reconocemos que el sistema de derechos es contradictorio. Nos resistimos a la tentación de fetichizar una forma de derecho como superior o absoluto por sobre todos los otros derechos […] Nos resistimos a la instrumentalización de los derechos por parte del poder y nos resistimos a la hostilidad hacia los derechos que es un rasgo persistente de la vida política moderna […] Nos resistimos a una reducción de la universalidad de los derechos que los entiende nada más que como una ideología del poder, o como una expresión cultural específica de su presunto lugar de origen (2012a: 380).
Esta comprensión del cosmopolitismo difiere de las ideas más comunes que se plantearon sobre el tema durante el cambio de siglo. A diferencia de propuestas como la de Ulrich Beck (2006), Fine buscó reconstruir la tradición cosmopolita del pensamiento social y político y con ello rechazó la visión del cosmopolitismo como una nueva era que venía a superar la modernidad nacional –o que era incluso una nueva etapa de la modernidad misma–. Más importante aún, Beck corre el riesgo de convertir la idea de una Europa cosmopolita en una versión renovada y ampliada de aquello que en el siglo XIX había sido conseguido por medio de las ideas de identidad y solidaridad nacionales: en última instancia, mediante una comprensión potencialmente regresiva y chauvinista de estas identidades. Al sugerir un vínculo demasiado estrecho entre Europa y el cosmopolitismo, el peligro de traicionar al universalismo que define el proyecto cosmopolita se encuentra demasiado presente, aun a pesar de las mejores intenciones de Beck (Boon y Fine 2007, Fine 2007, Fine y Chernilo 2004). Un enfoque genuinamente cosmopolita debe evitar la reificación que emerge cuando lo convertimos en un absoluto con la habilidad putativa de reconciliar, teológicamente, la vida social como un todo. Para Fine es crucial mantener viva la naturaleza histórica, incluso contradictoria, del cosmopolitismo contemporáneo; esa es justamente su invitación a pensar el «cosmopolitismo» sin su «-ismo» (2003b). Una perspectiva cosmopolita debe ser capaz de jugar un rol reflexivo en el pensamiento y la acción; dice relación con la obligación de revisar constantemente, con genuino sentido de autocrítica, si nuestras palabras, juicios y acciones cumplen con los estándares con los cuales están comprometidos explícitamente.
Fine puso a prueba este enfoque en un asunto altamente controvertido: las intervenciones militares humanitarias en las que la protección de poblaciones civiles que se encuentran bajo peligro inminente debe prevalecer no solo por sobre la soberanía nacional, sino también por las deficiencias del derecho internacional. Intervenciones de este tipo son siempre una decisión difícil y equívoca: se puede argumentar que las evaluaciones para justificar las intervenciones están erradas y, por cierto, ideas aparentemente «humanitarias» pueden desplegarse cínicamente y con afanes imperialistas. A pesar de ello, un enfoque genuinamente cosmopolita requiere que estemos preparados a ayudar a quienes están siendo acosados debido a sus características humanas específicas, más aún cuando son perseguidos por sus propios gobiernos y Estados. Los desafíos que enfrenta esta posición son genuinos y no se prestan para formulaciones generales; en lugar de ello, requieren juicio, compromiso y prudencia. No son ficticias las ambivalencias a que nos enfrentamos «al realizar observaciones cosmopolitas sobre los extremos de la violencia organizada en condiciones totalmente no ideales […] La perspectiva cosmopolita es tanto un rechazo a perder nuestro sentido del asombro de cara a esta violencia, tanto como comprender que no nos hemos quedado sin defensa alguna» (2006a: 58 y 64).
Un enfoque cosmopolita no nos exime de realizar juicios morales y políticos complejos. En lugar de ello, hace más significativa la necesidad de enfrentar las complejidades de la vida política sin recurrir a la comodidad de cinismo (todo es política del poder y nada bueno puede resultar de tales intervenciones) o al idealismo (¿quiénes somos nosotros para juzgar si existe un derecho genuino a intervenir?) Como lo discute ampliamente en los capítulos finales de Investigaciones políticas, una perspectiva cosmopolita es una actitud humanista que depende de la «comprensión» y el «juicio», es decir, de nuestras capacidades humanas que nos permiten comprender aquello que es correcto o injusto en el mundo (Arendt 1978). La interpretación que Fine hace de estas nociones arendtianas implica que, aunque nunca estamos seguros de haber comprendido correctamente, esto no nos debe llevar a la parálisis. La ambivalencia es una experiencia humana crucial que el propio juicio reflexivo saca a la luz: «No hay ninguna facultad de la mente, ni siquiera algún juicio reflexivo, que no cree tantas dificultades como las que resuelve cuando ingresa a la arena pública. El juicio sin pensamiento es arbitrario, el juicio sin voluntad es ineficaz» (2008: 159-160).
Aunque seamos incapaces de despejar de una vez y para siempre todas estas ambivalencias, tener conciencia de la posibilidad de entender algo incorrectamente deja espacio a la habilidad humana de separar lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo (2008: 166). El juicio reflexivo requiere tanto de la empatía localizada del aquí y ahora como de la mentalidad ampliada del ciudadano del mundo; es un intento activo por dar sentido a las circunstancias actuales que se encuentra tan lejos del adoctrinamiento ideológico como del sentido común acrítico (Fine 2008: 167). De hecho, una sensibilidad cosmopolita puede ayudarnos a evitar un peligro que por desgracia se ha vuelto demasiado común en la vida política contemporánea: la deshumanización de los deshumanizadores (Fine 2010a). Con esta expresión, Fine deja en claro su rechazo a un sentido autocomplaciente de certeza moral que parece permitirnos sentirnos justificados al tratar a nuestros oponentes políticos no solo como totalmente equivocados, sino también como menos que humanos; nunca hemos de rendirnos frente a la tentación de «despreciar a las personas que acusamos de despreciar a otros» (2012a: 383). Fine examina este asunto en el capítulo final de Investigaciones políticas, al reflexionar sobre el escándalo que siguió a la publicación de Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt (1992). Entre los muchos puntos de polémica durante esa controversia, Fine destaca la insatisfacción de Arendt con la demonización de Eichmann como la encarnación de mal puro y absoluto –el «mal radical»–. El asunto no radica en desarrollar o no simpatía alguna hacia los crímenes atroces de Eichmann. Arendt no mostró remordimiento por el hecho de que Eichmann fue secuestrado desde Argentina, ya que de otro modo simplemente habría escapado a todo juicio y castigo: Eichmann debía ser juzgado y sentenciado incluso a la pena de muerte. Aun así, la incomodidad de Arendt, que Fine comparte, se debe al hecho que, dada la horrorosa naturaleza de sus crímenes, Eichmann dejó de ser caracterizado como un verdadero ser humano: si Eichmann era total e inequívocamente malo, entonces nosotros hemos de estar agradecidos de que verdaderamente no somos como él. Un sentido autocomplaciente de certeza moral va de la mano con la visión de que tenemos derecho a tratar a nuestros adversarios políticos no solo como totalmente equivocados, sino que también como menos que humanos. Desde cualquier punto de vista, ello es justamente lo contrario a la solidaridad cosmopolita.
Un pensador judío heterodoxo. El antisemitismo y la izquierda
El judaísmo no fue nunca un tema explícito en el trabajo de Fine, pero la última década de sus escritos estuvo dedicada al tema del antisemitismo. Como hemos dicho, una forma de comprender el antisemitismo es entenderlo como lo opuesto del proyecto normativo del cosmopolitismo: sus orígenes históricos, sus múltiples facetas, su lógica excluyente, su política del odio, sus implicancias deshumanizantes; todas ellas dan lugar a una imagen perversa e invertida de las ideas cosmopolitas de solidaridad, integración cívica, derechos humanos universales e igualdad ante la ley. En ese sentido, las particularidades de la historia judía moderna y, sobre todo, las experiencias modernas de antisemitismo fueron cruciales para dar forma definitiva a la reflexión de Fine sobre las contradicciones de la sociedad moderna5.
El punto de partida de las reflexiones de Fine sobre el antisemitismo moderno es la consciencia de las dificultades a las que nos enfrentamos en su estudio. De hecho, un primer apunte crítico al respecto es que ya durante el siglo XVIII, la expresión la «cuestión judía» no se usaba como una interrogación genuina ni refería tampoco exclusivamente a los judíos. Más bien, el uso de esta formulación expresa ya el tipo de inversión que tiene lugar cuando las víctimas del odio y la discriminación son culpadas por las causas de su propia miseria; es una expresión que intenta hacer responsables a los judíos de la antipatía que generan. Al usar la expresión «cuestión judía», la atención se desvía del problema sociológica y normativamente más importante, a saber: comprender las condiciones sociohistóricas que han de explicar por qué el odio a los judíos se desarrolló en la época y del modo en que lo hizo (Fine 2014). En realidad, como lo muestra Italo Traverso (1995), la cuestión judía es siempre, en realidad, una cuestión sobre el antisemitismo: ¿cuáles son las circunstancias que permiten al antisemitismo convertirse en una posición política «razonable» y «respetable»? Lo crucial aquí es poder desentrañar su lógica retorcida y, a partir de ello, utilizar las contradicciones que allí se develan para reflexionar sobre las aporías y dificultades del pensamiento normativo moderno: «La lucha entre la emancipación judía y la cuestión judía ha sido una lucha sobre el espíritu mismo del universalismo» (Fine y Spencer 2017: 2, cursivas mías). La prevalencia del antisemitismo en la sociedad ofrece la posibilidad de evaluar la integridad normativa de los órdenes sociales modernos: «[e]l retorno de la cuestión judía es un síntoma de la crisis actual de aquellos valores universales que, aunque de manera incompleta, inspiraron los desarrollos éticos progresistas de la posguerra y sin los cuales estos desarrollos éticos no pueden sostenerse» (Fine y Spencer 2017: 12).
En términos históricos, la narrativa del antisemitismo europeo puede resumirse de la siguiente forma: desde la Ilustración en el siglo XVIII hasta el periodo de entreguerras en el siglo XX, la cuestión judía se asoció principalmente a si era posible, y de qué forma se habría de conseguir, la emancipación cívica y legal de los judíos de modo que se les permitiese participar de las nuevas formas de vida política democrática en calidad de ciudadanos nacionales. En otras palabras, garantizar la igualdad de derechos para los judíos, incluyendo la posibilidad de ser parte de la vida social y cultural de la nación (por ejemplo, de convertirse en oficiales del ejército, o de ingresar sin problemas a las profesiones liberales), se habría de convertir en un indicador de una cultura política más tolerante en la que se garanticen los derechos de distintas minorías. Esto es central a la tensión que observa Marx (1978 [1844]) en su texto temprano sobre la cuestión judía: el antisemitismo adquiere notoriedad en la vida política moderna porque hace evidente la distancia crítica que hay entre el estatus legal del ciudadano de una comunidad política específica y el estatus moral, universal, del ser humano. Esta versión temprana de la cuestión judía puede caracterizarse como una tensión entre la integración judía e incluso su asimilación al interior de la comunidad nacional, los prejuicios tradicionales y de larga data contra los judíos como un grupo extranjero, secreto e indigno de confianza, y el surgimiento del nacionalismo judío en la forma del sionismo6.
Por supuesto, el Holocausto judío durante la segunda guerra lo cambia todo. Al formar parte de la ideología oficial nazi, el antisemitismo de esa época devino en un intento sistemático de eliminar todo vestigio de vida judía. De hecho, un conjunto muy amplio de ideas y prácticas antisemitas se hicieron dramáticamente evidentes, incluida la forma en que el antisemitismo era potencialmente compatible con la ciencia, la tecnología y la burocracia estatal modernas. Desde el punto de vista de la historia de la teoría social, ese es el momento en que la reflexión sobre el antisemitismo hizo su ingreso en las teorías generales de la modernidad, como resulta evidente en trabajos tan distintos como La dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer (1997 [1944]), Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt (1976 [1951]) y, más tarde, en Modernidad y Holocausto de Zygmunt Bauman (1990). Si bien estos libros difieren en sus conclusiones sustantivas, la clave para Fine es que ahora el antisemitismo se ha convertido en un componente integral de nuestra comprensión de la modernidad: no es el aspecto más importante de la modernidad, ni da cuenta de ella en su totalidad (2012b), pero la segunda no puede conceptualizarse ya en ausencia del primero. El antisemitismo juega un rol fundamental en nuestra comprensión conceptual e histórica de la modernidad (Fine y Turner 2000). La clave aquí es que una concepción explícitamente racial de los judíos hoy parece menos significativa de lo que llegó a ser un siglo atrás, pero las ideas contemporáneas de que los judíos pertenecen a la modernidad «blanca» y «occidental» (Schraub 2019) no tienen más de cincuenta años y representan un cambio radical en relación con la racialización de la religión e identidad judía, que tradicionalmente estuvo definida como «oriental» o «semita» (Heidegger 2014). Esta transformación, lejos de señalar el fin del antisemitismo, simplemente demuestra que es capaz de reaparecer con distintos ropajes. De hecho, una de las dificultades centrales para comprender el antisemitismo contemporáneo es justamente la visión de que es una forma de racismo atávico; un remanente de un pasado oscuro que tiene poca o nula influencia en la modernidad global contemporánea. En términos más precisos, Fine se interesó especialmente por tres versiones del antisemitismo del presente.
La primera es la forma en que el antisemitismo se ha apoderado del discurso explícitamente antirracista de la izquierda (Hirsh 2018, Rich 2018). Allí, aún se mantienen vivos los antiguos prejuicios contra los judíos como esencialmente conservadores y contrarios a cualquier clase de política progresista: los judíos tienen una relación especial con las grandes fortunas, establecen acuerdos secretos con las elites en contra de la gente común, son parte de una red mundial de relaciones que compiten y de hecho operan en contra de las naciones que los acogen (Cohn-Sherbok 2009). A su vez, esto se vincula directamente con el complejo asunto sobre si las críticas a Israel y su política contra los palestinos son intrínsecamente antisemitas, sobre si el sionismo es una ideología explícitamente racista y sobre si el Estado de Israel tiene el derecho a existir tal y como cualquier otro Estado. Si bien este es uno de los temas más sensibles dentro del discurso político de la izquierda, la observación de Fine es simple pero certera: las acciones de un Estado no son las de su pueblo y, como discute largamente en los capítulos 3 y 4 de Investigaciones políticas, la distinción entre Estado y sociedad civil es fundamental para dar sustento a las voces disidentes al interior de cualquier comunidad política. De igual forma, observa la constante superposición de expresiones como «sionista» o «israelí», en lugar de judío, lo que tiene como consecuencia hacer aparentemente aceptables afirmaciones que están construidas sobre los tópicos más tradicionales del discurso antisemita y, por tanto, debiesen ser interpretadas como abiertamente racistas. Aquí, el asunto que Fine pone bajo la lupa presenta una lógica que
caracteriza a Israel como un Estado especialmente ilegítimo, al sionismo como una ideología especialmente nociva, a los partidarios de Israel como un lobby especialmente poderoso, y al Holocausto como una referencia especialmente autorreferente al pasado. Bajo la superficie de este argumento político [...encontramos aquí...] ecos de los viejos temas del antisemitismo: teorías conspirativas, libelos de sangre, traición a la nación y un poder global secreto (2009a: 466, cursivas mías).
Esta caracterización está construida alrededor del repertorio de estereotipos antisemitas tanto del mundo cristiano antiguo como de la propia modernidad.
Un segundo tema dice relación con una dificultad que incluso encontramos en los textos de críticos muy perceptivos del antisemitismo contemporáneo. En paralelo a su crítica al nuevo cosmopolitismo de Beck, que planteaba que vivimos en una época cosmopolita nueva que ha dejado atrás a la modernidad nacional, Fine sostiene que estamos en presencia de una nueva forma de comprender el antisemitismo que, si bien está incuestionablemente comprometida con su crítica y rechazo, se equivoca al confinar el problema del antisemitismo a periodos anteriores de la modernidad. Para Fine, esta es una trampa que ni siquiera un pensador tan agudo como Jürgen Habermas es capaz de evitar del todo (2010b). En la Europa actual, que se ve a sí misma como posnacional, la islamofobia juega el rol que tuvo el antisemitismo durante los siglos XIX y XX, en que las sociedades europeas nacionales estaban en construcción: si en ese entonces los judíos eran aquel «otro interior» de las sociedades nacionales, hoy ese rol lo representarían comunidades musulmanas (Achinger y Fine 2017). Fine explica de la siguiente manera lo problemático de esta forma de abordar el asunto:
El problema ya no es si los judíos pueden ser buenos ciudadanos alemanes o franceses, sino si los musulmanes pueden ser buenos europeos. La transición de los nacionalismos europeos al posnacionalismo de la Unión Europea daría cuenta de la insignificancia que hoy en día tiene el antisemitismo (y también de la reconfiguración filosemita de los judíos como «los europeos más antiguos») y, al mismo tiempo, de la creciente importancia de la islamofobia (Fine 2009a: 470).
El tercer tema tiene que ver con las conexiones entre el antisemitismo y otras formas de racismo: en qué medida el antisemitismo se asemeja, pero es también distinto de otras clases de racismo. A este respecto, Cousin y Fine (2012) enfatizan la necesidad de reconocer la violencia de la lógica homogeneizante de tratar los grupos como todos indivisibles, por un lado, y la lógica odiosa de hacer «competir», por así decirlo, distintas formas de discriminación por simpatía o solidaridad política. Por ello, es fundamental comprender qué separa las distintas formas de racismo y discriminación tanto como reflexionar sobre aquello que las conecta. A partir de los trabajos de pensadores clásicos como Frantz Fanon y William E. Du Bois, y más recientemente Paul Gilroy, Fine y Cousin trabajan a partir de la premisa de que comprender, y por cierto combatir, una forma de racismo debe permitirnos entender de mejor forma y combatir con mayor decisión todo racismo. A partir de observaciones que Fine (y Davies 1990) desarrolló en primera instancia en relación con el régimen del Apartheid en Sudáfrica, una solidaridad genuinamente progresista hacia los grupos oprimidos no puede comprenderse como un juego de suma cero, es decir, como si hubiese una cantidad limitada de solidaridad que solo puede distribuirse hasta cierto límite. Los valores universalistas no solo deben defenderse en todos los casos, sino que pueden también aprender y, a partir de ello, apoyarse mutuamente. No obstante, en la actualidad lo opuesto parece ser el caso y distintas formas de racismo tienden a ser vistas, y comprenderse ellas mismas, como opuestas entre sí. Sobre todo, y para continuar con el tema principal de este estudio introductorio, esto pareciera expresar un «escepticismo inadecuado hacia las formas de razonamiento universalista» (Cousin y Fine 2012: 174). Las lecciones históricas, políticas y morales del Holocausto judío solo pueden ser honradas si comprendemos, al mismo tiempo, su posición particular dentro de la historia judía y europea tanto como su legado universalista en términos del deber de prevenir, en todo momento, en todo lugar y para cualquier grupo humano, este tipo de masacres (2009a).
Conclusión
El título de este estudio introductorio resalta la tesis de que la fuerza motriz del pensamiento social crítico y heterodoxo de Robert Fine es una dialéctica del universalismo. Se trata de una verdadera dialéctica porque no hay tal cosa como universales genuinos sin particulares desplegados integralmente: ambos momentos se presuponen, necesitan y complementan entre sí. De hecho, la actualización de ideas universalistas es siempre imperfecta e incompleta, la elucidación normativa de las ideas universalistas es siempre histórica y dialógica antes que trascendente y autoritaria, y toda posible implementación de sus principios es siempre una cuestión que se despliega en conflictos sociales y disputas políticas. De modo fundamental, para la realización del potencial emancipatorio de esta dialéctica, debemos mantenernos conscientes de los modos en que las que formas de inclusión exitosas no solo contribuyen a hacer visibles dinámicas de exclusión previas, sino que también pueden crear nuevas prácticas discriminatorias como resultados de su propia operación.
Asimismo, podría decirse que la heterodoxia en el pensamiento de Fine proviene de las contradicciones y tensiones de su propia biografía. Su lectura heterodoxa del canon de la teoría social parece haber sido fomentada por una firme motivación por trascender clivajes intelectuales y políticos, por enfrentarse paciente pero firmemente con el desacuerdo –para él, la crítica exhaustiva y sistemática era, sin duda, la mejor forma de elogio–. El deseo y capacidad de Fine es pensar mediante el trabajo de otros para ir más allá de lo que ellos decían, no está inspirado en un deseo por corregir o completar su trabajo. Implicaba más bien un profundo sentido del diálogo que a su vez le permitía desarrollar su propia escritura y pensamiento. Independientemente de lo abstracto que pueda parecer un argumento, él siempre buscó evaluarlo en razón de sus implicaciones para la política progresista.
En tiempos de crisis políticas parece un buen consejo seguir la oposición roussoniana de Fine a la democracia directa debido a los peligros de la retórica populista, su oposición hegeliana a la retórica populista debido a los peligros que plantea al Estado de derecho, su defensa marxista del Estado de derecho debido a las amenazas de discriminación que van más allá de la clase, su oposición cosmopolita a las formas de antisemitismo que se disfrazan de política progresista, y su compromiso arendtiano con una política progresista en defensa de la libertad humana.
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