Читать книгу Investigaciones políticas - Robert Fine - Страница 9
ОглавлениеIntroducción
Este libro es un estudio sobre el pensamiento político de G. W. Hegel, Karl Marx y Hannah Arendt. En su centro se ubican tres obras: Filosofía del derecho de Hegel, El capital de Marx, y Los orígenes del totalitarismo de Arendt. Todos ellos son textos «clásicos» del pensamiento social y político cuya lectura disfruto. Pero más allá del entusiasmo personal, creo que son libros que están unidos por consideraciones mucho más de fondo. La tesis central del presente trabajo es que abordar la lectura de estos autores en su conjunto, como una unidad, revela más sobre ellos mismos, y la realidad política que buscaban comprender, que si los leyésemos de manera independiente o en oposición entre sí. Estos pensadores pueden parecer muy diferentes a primera vista, sin embargo sostengo que sus obras se asemejan, complementan y suplementan de modos sorprendentes. Si nos mantenemos aferrados al contraste tradicional entre el «idealismo» de Hegel, el «materialismo» de Marx y el «antifundacionalismo» de Arendt, no solamente estamos congelando su pensamiento en categorías filosóficas estáticas, sino que la filosofía política misma devendría en un asunto de mera elección entre presupuestos filosóficos. En vez de trascender el entusiasmo subjetivo del intérprete, simplemente lo reproduciríamos bajo la apariencia de trabajo intelectual.
En su precioso libro Por qué leer a los clásicos, Italo Calvino sostiene que una de las cosas que convierte a un trabajo en «clásico» es el hallazgo de elementos «originales e inesperados» que sobrepasan nuestras concepciones previas sobre su contenido. Lo fundamental de aquello que encontramos «original e inesperado» en Hegel, Marx y Arendt puede ser diferente para cada lector, e incluso puede cambiar cada vez que abrimos alguno de sus libros, pero el asunto crucial es que cada vez que los leemos no podemos sino que cuestionar las imágenes que ya poseemos de ellos. Los textos parecen no agotar lo que nos quieren decir, por lo que el uso común de términos como «hegeliano», «marxista» o «arendtiano» parece irremediablemente inadecuado en relación con lo que efectivamente leemos. Para descubrir lo que anima a estos autores, y lo que puede hacerlos clave una vez más en nuestro tiempo, necesitamos deshacernos de lo que Calvino llama «el incesante polvillo del discurso crítico» (Calvino 1999: 9). Filosofía del derecho, El capital y Los orígenes del totalitarismo son textos que llevan la pesada carga de interpretaciones anteriores y que, por lo mismo, dejan tras sí toda clase de huellas en la cultura. Pero lo que convierte a estos libros en clásicos es su capacidad de sorprendernos cuando los leemos y comparamos con las imágenes que teníamos previamente de ellos.
¿Por qué deberíamos leer hoy a estos clásicos de la filosofía política y la teoría social? A juzgar por el número de libros recientes sobre el pensamiento político de Hegel y Arendt, la impresión de que ambos autores aún nos interpelan es ampliamente compartida. Marx puede parecer estar bastante más agotado, pero las afirmaciones sobre su «muerte» son prematuras. Si alguien cuestiona el hecho de que los escritos de estos pensadores son difíciles de leer (y algunas veces en efecto lo son), que no vale la pena el esfuerzo pues el largo tiempo que requiere leerlos es incompatible con el ritmo de la vida actual (incluso en la academia), o que su relectura puede llegar a no cumplir ningún propósito útil, podríamos responder haciendo referencia al placer de la misma lectura y decir que «servir un propósito» no es el único criterio para leer un libro. En cualquier caso, debiésemos dejar espacio, como indica Calvino, para leer libros que puedan producir descubrimientos sorpresivos. La teoría social no puede contentarse con imágenes petrificadas.
En este libro intento reinterpretar lo político en Hegel, Marx y Arendt de una manera que los haga relevantes para nuestro tiempo. También trato de analizarlos en relación con las preocupaciones comunes que ellos enfrentan –los fantasmas de la libertad y la barbarie que habitan el mundo moderno–. No podemos leer ningún «clásico» en el vacío, ni podemos nosotros aislarnos de nuestra experiencia contemporánea. Incluso si consideramos que la cultura política actual es banal y embrutecedora, este sigue siendo el contexto necesario en el que debemos situarnos. Cuando leemos un «clásico» debemos establecer desde dónde estamos leyéndolo, pues de otro modo nos perderemos en una «oscuridad atemporal». La evocativa imagen de Calvino es que un texto clásico es aquel «que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo», aquel que «persiste como ruido de fondo incluso allí donde se impone la actualidad más incompatible» (Calvino 1999: 6). Esta imagen captura muy bien mi propia relación con Hegel, Marx y Arendt. Solamente agregaría a lo dicho por Calvino que no debiésemos cometer el error inverso de transformar los presupuestos contemporáneos en un estándar absoluto respecto del cual medir la validez de lo que estos autores escribieron. Si tiene sentido retornar al pasado, no es para oír algo que es meramente un eco de nuestras propias voces, sino que para hacer frente de nuevo a nuestros supuestos políticos y abrir nuevas posibilidades. Debemos permitir que las diferencias entre «ellos» y «nosotros» se hagan visibles o audibles sin asumir que, cuando una diferencia emerge, «ellos» están equivocados y «nosotros» estamos en lo correcto. No sirve de mucho establecer un estándar contemporáneo –sea este la «sociedad abierta», el «reconocimiento de la diferencia» o la «democracia deliberativa»– como el punto arquimídico respecto del cual juzgar el valor y los errores de escritores anteriores. Después de todo, Hegel, Marx y Arendt debatieron críticamente con la mayoría de las principales corrientes políticas de su tiempo, y también con algunas de menor importancia. Continuar el espíritu de sus trabajos significa leerlos en una relación crítica con nuestros prejuicios actuales.
Permítanme establecer las orientaciones metodológicas que informan mi lectura de estos libros. Primero, lo político es una parte de nuestro mundo, pero no el todo. No es sorprendente que quienes se especializan en el estudio de la política a menudo tomen la parte por el todo; confundan las formas de la subjetividad, la libertad y la disciplina que constituyen la modernidad política con la modernidad como tal. Pero para entender el núcleo de la política moderna necesitamos abordar su lugar dentro del todo, no equipararla con él.
Segundo, no debiésemos asumir la separación de la política como una esfera distinta de otras áreas de la vida social como algo natural. El mundo no ha estado siempre dividido de esta forma; la separación de la política en la sociedad en general es un resultado histórico, no un hecho de la naturaleza. Necesitamos preguntarnos qué es lo particular de la era moderna que da lugar, y mantiene, tales divisiones.
Tercero, necesitamos preguntar cómo se constituyó la separación de la política de las otras esferas de la vida social. Comprendo su emergencia como un producto de los modos actuales en que el mundo social está organizado. No podemos separar nuestras formas de mirar de aquello que se observa, ni podemos tratar el surgimiento de determinadas divisiones disciplinarias en la academia con independencia del tema sobre el cual estas disciplinas reflexionan y al que responden.
Cuarto, en la búsqueda de cerrar la brecha entre una tradición de teoría social que ignora o devalúa la política y una tradición de pensamiento político que ignora o devalúa lo social, creo que necesitamos mantener nuestros pies firmes en la tierra. Lo que ha ocurrido en la práctica es que el antiguo olvido de la política al interior de la teoría social ha sido ahora «remediado» mediante toda clase de discursos compensatorios, ya sea introduciendo la política en cada rincón de la vida social o transformando lo político en una ontología de la libertad. En este sentido, al menos, deberíamos seguir un camino intermedio.
Finalmente, Jürgen Habermas ha argumentado que el pensamiento político contemporáneo tiende a dividirse en dos campos: por un lado, una filosofía política normativa que pierde contacto con el mundo y habla de «lo político» en un espíritu de desprecio por la política real; por el otro, una ciencia política realista que se contenta con describir el mundo desde un punto de vista decididamente no-normativo y acepta las cosas tal y como son, o bien dice que nada mejor puede esperarse. Entre quienes nos dedicamos a este trabajo, a pocos nos agradaría pensarnos a nosotros mismos en uno de estos campos, pero la observación de Habermas es ciertamente reconocible. Para cerrar esta brecha adhiero a un tipo de pensamiento político cuya tarea es comprender el mundo como algo externo y que, sobre esta base, abre un espacio para el juicio reflexivo y la acción voluntaria. Comprender es una actividad que en sí misma se resiste al adoctrinamiento y a la obediencia ciega, que une nuestra subjetividad con el mundo que nos rodea y que no requiere mayor justificación.
Por supuesto que existe un elemento subjetivo en mi elección de estos autores y sus trabajos, pero mi argumento central es que estos tres pensadores, leídos en conjunto y liberados del peso de interpretaciones anteriores, continúan iluminando la vida política y nuestras formas de entenderla. Comienzo mi texto con Hegel, pues es él quien pone la idea de derecho al centro de su filosofía política y porque su concepción de una ciencia del derecho rompe radicalmente con el derecho natural. Luego me dirijo a Marx, no porque él entendiese bien a Hegel, sino porque nadie mejor que el Marx de El capital ha iluminado lo que Hegel estaba llevando a cabo en su Filosofía del derecho, y porque leer Hegel y Marx juntos nos permite dar cuenta de manera más completa y fructífera de la modernidad que si los leyésemos por separado. Esta lectura nos permite mirar la relación entre las formas subjetivas del derecho y las formas objetivas de la mercancía como dos lados del mismo orden social. Finalizo con Arendt, no porque tuviera una comprensión profunda de Hegel y de Marx, que no poseía, sino porque nadie ha elaborado más sutilmente que ella, en Los orígenes del totalitarismo, el potencial de barbarismo y las posibilidades de libertad que emergen en la vida política moderna. Arendt continuó la posta de Hegel y Marx mucho más de lo que se reconoce en la actualidad.
No podemos comprender ninguno de los textos clásicos de la filosofía política de manera aislada. Los autores escriben en relación con otros autores y en relación con los grandes eventos políticos de su tiempo, y es esta doble relación, con el pensamiento y con la realidad política y social, la que otorga significado y dirección a su obra. El significado de las palabras no puede aislarse de su uso, pues toda clase de confusiones emergen si abstraemos los conceptos políticos de las relaciones teóricas y sociales en las cuales se encuentran insertos. Como teóricos sociales, a menudo reivindicamos la originalidad de los eventos que buscamos entender y de las formas de pensamiento que ofrecemos para hacer posible la comprensión. Tenemos un interés profesional en destacar el carácter innovador de nuestros descubrimientos conceptuales, el alejamiento de nuestro pensamiento de la tradición que nos precede, la pertinencia peculiar de nuestras formas de pensar los problemas que dominan nuestro tiempo. Hegel, Marx y Arendt no son una excepción. Ellos también enfatizan el carácter revolucionario tanto de su época como de su propio pensamiento en relación con ella. En efecto, todos correctamente ubicaron la idea de revolución como la más importante de la vida política moderna.
Es una paradoja del pensamiento social y político moderno que cuanto más perdemos de vista la idea moderna de revolución, superada por la desilusión de las promesas rotas, más nos enamoramos de lo novum; una sensación de originalidad que milagrosamente escapa de cualquier complicidad con el pasado. Si hoy decimos, como muchos lo hacen, que debemos finalmente romper con la idea de una ruptura radical, no es para abandonar la idea de revolución que, después de todo, provee la única posibilidad de escapar de la injusticia y el desaliento, sino para renunciar a una forma de pensamiento conceptual que mistifica la idea de revolución, que la eleva muy por encima del mundo terrenal y que pierde de vista el hecho de que ella misma es producto del mundo que busca cambiar. La tendencia de la revolución a reproducir el poder que destituye, a veces de la manera más irracional, no es una razón para bajar los brazos en señal de desaliento, sino más bien para hacer frente al peso de los eventos cualquiera sea el mensaje que entreguen, explorar las dinámicas de nuestra propia desilusión, y considerar la noción de un «comienzo absoluto» por lo que es: el mero aspecto conceptual de una vida política divorciada de su actualidad. La filosofía que ubica la idea de lo político en oposición a la política realmente existente olvida que el ideal es en sí mismo unilateral, ficticio, y a veces la expresión amenazante del mundo que necesitamos comprender y cambiar.