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La cola en la zona de control no era larga. Gottfried tendría tiempo después de tomar alguna cosita. Sonrió cuando se acordó de Olaf. ¡Vaya cencerro que estaba hecho! Olaf era el único padre en el mundo entero que le había colocado un virus al teléfono de su hijo ¡y además siendo un antiguo experto en ciberseguridad de un consorcio internacional! Podría citar todas las leyes que se había saltado, aunque fuera el móvil de su hijo. O precisamente por eso. A Gottfried no se le ocurriría jamás cometer tal abuso de confianza.

Se quitó el cinturón de las trabillas. Ya estaba en la cola del control de seguridad. El hecho de que el móvil fuera de un policía, al que lo estuviera espiando, hacía que el asunto fuera más delicado. ¿Qué consecuencias tendría si le pillaran?

La llegada a la estricta cinta del control de seguridad acabó con las cavilaciones de Gottfried. Lo que seguía ahora era el rígido ritual, gracias al cual la aviación se presuponía que era más segura: el control de seguridad. Gottfried dejó encima de la cinta, dentro de una bandeja de plástico, todo lo que pudiera ser metálico. Y la ceremonia seguía: poner el equipaje de mano encima de la cinta, abrir la cremallera para sacar el portátil. La mayoría de las veces ya estaba listo, antes de que el empleado de seguridad le dijera “¿lleva algún portátil?” No había abierto todavía la cremallera cuando escuchó “Do you have a laptop?”. El tono sajón no sonaba muy “sajón”, por así decirlo.

No hacía mucho, unos periodistas habían logrado pasar armas por los controles, cosa que había levantado cierto revuelo. Estaba claro que las personas inteligentes podían lograrlo. Así que los controles de seguridad atraparían solo a terroristas estúpidos.

Gottfried colocó en la cinta la bolsa transparente con la crema de dientes y la loción de afeitado. Después tenía que pasar por el control del escáner corporal: los brazos extendidos con humildad hacia el cielo hasta que se abriera la puerta de plástico para depositarlo de nuevo en este mundo. Hoy le había agotado más mantener los brazos hacia arriba. Una persona del servicio de control le indicó que no se moviera constantemente, primero en alemán y después en un balbuceante inglés. Le temblaban los brazos y parecía que pesaban toneladas. Finalmente se abrió la puerta y un controlador, con una expresión de pocos amigos, le pidió que le acompañara para someterle a otro control. Cacheado por delante, cacheado por detrás, zapatos fuera y esperar a que los zapatos pasaran por el escáner.

No podía disimularlo: el cáncer había conseguido colarse en el día a día de Gottfried. Cada vez se sentía más débil y agotado. Muchas de las cosas que hacía, a las que hasta ahora no había dado ninguna importancia, tenía que acometerlas actualmente con mucha más lentitud que hace unas pocas semanas. La quimioterapia tenía que arreglarlo. La próxima semana empezaría con las sesiones. Si la terapia no conseguía eliminar el cáncer de su cuerpo, tendría que aceptarlo. A Martina y a los chicos no les faltaría de nada, ya se había preocupado de comprar acciones y hacerse un seguro de vida.

Por fin le devolvieron los zapatos. Parece que no le encontraron ninguna sustancia sospechosa. Ahora era el momento para la siguiente y ¡ojalá! última fase en el control de seguridad. Estaba al final de la cinta, esperando a que salieran sus cosas, que en esos momentos estaban pasando por el escáner, en busca de explosivos, drogas y botellas grandes de enjuague bucal.

Se asustó cuando vio que el personal de seguridad, alarmado, se daba la vuelta. Varios hombres uniformados miraban sorprendidos la bandeja de plástico que salía del escáner.

“He´s crazy like a fool.” Su móvil. “My my Daddy Cool!” La tensión se transformó en unas carcajadas cuando todos se dieron cuenta de dónde salía ese sonido inesperado. El estribillo de un éxito de los años 70 volvió a sonar hasta que un sonriente empleado de seguridad le pasó la bandeja a Gottfried. Justo cuando Gottfried alcanzó el móvil en la mano, éste dejó de sonar.

Le llamaba Phil Bromley. En Texas, donde vivía el amigo de Gottfried, era de noche y por eso él no esperaba una llamada suya a estas horas. Cuando llegó a la sala de espera marcó el número de Phil.

“I thought you were in Austin.” Se enteró de que Phil ahora estaba en París. Su amigo americano quería recordarle la cita para cenar que tenían hoy con la dirección. Irían a un restaurante en la zona de Little Italy. Además a los abogados les preocupaban ciertos aspectos. Tenían que darle una vuelta más de lo esperado para que el contrato estuviera listo para su firma. Pero no habían aplazado la excursión a Napa Valley por eso.

Cuando acabó de hablar por teléfono, Gottfried miró a una de las pantallas de información de vuelos: ya se podía embarcar en su vuelo. Decidió permitirse diez minutos más en la sala de espera. Tiempo suficiente para jugar a los detectives. Aunque no le entusiasmaba la idea de cómo Olaf había conseguido la información, estaba encantado con la idea de participar en la condena a un asesino.

Olaf le cogió la llamada al primer tono.

“El virus ha enviado más información. La Policía está interrogando a gente del mundillo de gestión de cobros.

“Cómo me sorprende lo ingenua que puede ser la policía.” Gottfried bebió de su Coca Cola.

“A lo mejor tiene algo que ver con la teoría de una deuda.”

“Tú mismo lo has dicho. A este estudiante le hicieron una encerrona. Un cobrador de deudas jamás actuaría así.”

“Podría ser que la Policía tuviese información de la que nosotros carecemos y que apunte hacia algún usurero.”

“¿Eso qué significa? ¿Qué a lo mejor al lado del cadáver se encontraron la tarjeta de visita del asesino? Esas tarjetas pueden desaparecer rápidamente si se le da un golpe a alguien en la cabeza.”

Gottfried oyó como Olaf se reía en bajito. “No tenemos ninguna información policial sobre la escena del crimen. A lo mejor hay un montón de información que nos falta.”

“¿Y cómo es posible que tu fantástico virus no haya enviado ese documento?”

“No puede transferir más información que la que tenga Tobías en su móvil. Es probable que no haya descargado el informe del servidor.”

Gottfried se quedó pensando en lo que le acababa de decir.

“Es raro que se haya bajado las fotos de la escena del crimen a su móvil. ¿Qué querrá encontrar? ¿Qué se supone que hace con semejantes fotos en el teléfono?”

“No tengo ni idea. Tú también te llevas trabajo a casa.”

“¿Crees que quería analizar las fotos de la escena del crimen más tranquilamente? ¿Quizás para dar con algo sorprendente?”

“Esa podría ser una razón.” Olaf no sonaba realmente convencido

“Tobías tiene problemas en el trabajo. Sus compañeros de trabajo no le aceptan. A lo mejor quiere lucirse delante de ellos con un descubrimiento espectacular.”

A Gottfried no se le ocurrió nada para rebatir esa teoría. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Todavía tenía un ratillo. “Tenemos que hablar con la gente que conocía a la víctima: familiares, vecinos, compañeros de estudios, el profesor que le estaba dirigiendo el doctorado.”

“La Policía ya ha hablado con algunos de ellos.” Gottfried oyó el clic de un ratón “A saber: los padres, la novia y los compañeros de piso. La víctima vivía en un piso compartido.”

“¿Tienes los atestados policiales de las entrevistas?”

“Sí. La Policía solo ha podido hablar con los padres por teléfono.

Viven en Sudamérica y como es más que comprensible están en estado de shock con la muerte de su hijo, pero no pueden aportar nada para esclarecer los hechos.”

“¿Y qué pasa con la novia?”

“Contó algo sobre un hombre que amenazaba a Benjamin, nuestro funesto cobrador del frac. El resto de lo que dijo no arrojó ninguna luz sobre los motivos del asesinato.”

“Al menos sabemos algo más del muerto, a través de estas pesquisas “¿Qué les parecía a los que le rodeaban? ¿A qué se dedicaba en su tiempo libre?”

“De eso no he podido leer nada. Me volveré a leer los documentos.” Olaf hizo una breve pausa “Tendremos que hablar nosotros mismos con esa gente.”

“Como ya te he comentado, será mejor que dejemos a la Policía que siga trabajando en la teoría de los cobros y pongamos el asunto en manos más competentes, las nuestras.”

La carcajada de Olaf fue tan sonora que le provocó un desagradable tirón en el tímpano.

“Hoy voy a dejarme caer por la casa del difunto y me haré pasar por su tío.”

“Muy buena idea. Intenta sacar toda la información que sea posible sobre Benjamin Hoffmann: el nombre de sus amigos, aficiones, vicios, dónde trabajaba en la universidad.”

“Te mantendré al día.”

“Pero acuérdate de la diferencia horaria entre San Francisco y Bornheim.”

“No te preocupes. Ya la sé conozco hace tiempo. No te voy a sacar de la cama con mis llamadas.”

Cuando Gottfried colgó, oyó un mensaje por megafonía de su vuelo: todos los pasajeros tenían que ir inmediatamente a la puerta de embarque. Terminó de beber. Al irse se despidió de Judith, la empleada que hoy, como casi todos los domingos, estaba trabajando en la recepción. Era lo suficientemente educada como para no quedarse clavada mirándole por el aspecto que tenía.

“¿Para qué tendrá las fotos en el móvil?” iba pensando mientras se dirigía a la puerta de embarque.

Virus-Cop: Muerte en el Nidda

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