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Que no iba a encontrar un número en la guía de teléfonos a nombre de Benjamin Hoffmann era algo que a Olaf ya se le había ocurrido a él solo. Hoy en día prácticamente todo el mundo tiene un móvil. Por eso no hay ningún motivo para tener una línea fija de teléfono en una casa compartida. No iba a resultar sencillo encontrar un número de teléfono.

Consultó varias veces Google, pero enseguida averiguó que no había ninguna información sobre Benjamin Hoffmann y la calle Kaufunger. Tras ello se puso a consultar el perfil de Facebook del universitario, para ver si así llegaba hasta sus compañeros de piso. Tardó unos minutos hasta que, de una lista de Benjamines Hoffmann, dio con el Benjamin Hoffmann correcto. En la foto del perfil se le veía a él con una gorra de beisbol posando en una playa, una foto típica de vacaciones. La lista de amigos contaba con más de quinientos miembros. Olaf no iba a poder consultarlos todos.

A lo mejor podía averiguar quiénes eran los compañeros de piso de Benjamin Hoffmann a través de las historias en su Facebook. Le recorrió una sensación desagradable cuando se puso a ver las fotos: Benjamin Hoffmann con un grupo de amigos divirtiéndose, montando en bici por el campo, Benjamin Hoffmann riéndose, al lado de una chica, a lo mejor su novia: fotos salpicadas de la alegría de vivir de un chaval joven, a quien, en un momento dado, le encontrarían muerto a golpes en el Nidda.

Olaf siguió “hojeando”. Había viñetas de páginas de chistes con comentarios graciosos añadidos, también artículos compartidos sobre temas del espacio con fotos de Marte y Júpiter y de un autor de ciencia ficción. El estudiante compartía también webs de noticias. Parece que era de izquierdas y estaba en contra de la globalización. ¿Sería típico de un doctorando de Físicas?

Los stories en su Facebook arrojaban mucha información sobre la vida de Benjamin, pero ningún dato sobre sus compañeros de piso. Después de que Olaf intentara varias búsquedas en Twitter, se percató de que a través de internet no iba a conseguir averiguar el número de teléfono de la casa. En este mundo tan digitalizado, en el que todos están conectados con todos, tendría que hacer lo que se hacía antes de que se inventara el teléfono: tendría que ir a su casa y tocar el timbre sin cita previa. Conocía la calle Kaufunger, en el barrio de Bockenheim. Uwe, un amigo de su época de estudiante, vivía cerca de allí. Hacía años que no lo veía. Si no encontraba a nadie en la casa, podría intentar quedar con él


Olaf estaba a pocas paradas de metro de la calle Leipzig, cuando empezaron a sonar las ya familiares campanas de Navidad. El Virus mandó un nuevo mensaje. ¿Pero por qué precisamente ése? ¿Y por qué precisamente ahora?

Irritado miró a través de la ventana, clavando sus ojos en su reflejo opaco frente a la borrosa pared del túnel que pasaba por delante. Acababa de intentar encontrar en internet el nombre y número de teléfono de los compañeros de piso de Benjamin Hoffmann, sin ningún resultado y justo ahora le envía el Virus esos datos. ¿Sería una casualidad? Olaf lo había programado él mismo ¿Le estaba espiando el virus a él? Él sabía lo que el virus podía y no podía hacer. Igual que sabía los fallos que se habían colado. Por alguna razón se desconfiguraba constantemente. ¿Cuántas veces había apagado las grabaciones de llamadas telefónicas? El virus, en cambio, grababa todas las conversaciones y las enviaba al servidor. Y había más incongruencias. El virus tenía que notificar la fuente de datos de todos sus mensajes, el lugar de donde procedía la información. La mayoría de las veces funcionaba eso muy bien, sin embargo había veces que junto a entradas como “SMS”, “e-mail” o “archivo propio”, aparecía el valor “desconocido” como fuente. Olaf no le encontraba explicación. Esta noche tendría que echarle un vistazo otra vez al código fuente. A lo mejor el problema tenía que ver con un error de programación.

Pero de momento estaba encantado de haber conseguido los números de teléfono.


“Soy un tío de Benjamin”, con estas palabras se presentó Olaf al chico que le abrió la puerta. Se dieron la mano. Ümüt Öztürk tenía un nombre capaz de alcanzar el record en cantidad de diéresis, pero hablaba alemán con un acento cien por cien de Hesse.

“No recuerdo haber oído a Ben hablar de un tío de Darmstadt.”

“Hace muchos años era para él algo así como su tío preferido” añadió Olaf a sus fabulaciones “pero después me fui al extranjero y perdí el contacto.” Se esforzó en poner una cara de circunstancias “Ahora por desgracia ya es demasiado tarde para preocuparse por Benjamin.”

Ümüt apartó la mirada y carraspeó cortado, como si le hubiera parecido penosa la repentina exteriorización de sentimientos del viejo tío.

“¿Erais buenos amigos?”

“A menudo jugábamos a la Play.” Ümüt parecía estar visiblemente aliviado con las preguntas que le planteaba el viejo, más cómodo que con la idea de que se echara a llorar.

Le llevó hasta una de las puertas que estaban en el largo pasillo “Esta es la habitación de Ben.”

Entre las videoconsolas con toda clase de cables y controles lo primero que le llamó la atención fue la enorme cama doble. En la estantería al lado del cabecero había una caja de condones y al lado un frasco de aceite de masaje. Parece ser que la enorme cama no la usaba principalmente para dormir.

“¿Tenía Benjamin novia fija?”

Ümüt vaciló un instante “Tabea.”

“A lo mejor podrías darme su número de teléfono.”

“No lo tengo. Yo solo tengo su perfil de Facebook. Pero eso no le va a servir para nada” dijo Ümüt mirando de soslayo a ese anciano de la época de los teléfonos de disco.

“¿Y podrías darle mi número de teléfono a través de ese face..no sé qué“ Olaf seguía con su papel “y pedirle por favor que se ponga en contacto conmigo?” Le dio su número de teléfono a Ümüt, que lo anotó directamente en su móvil. Después, con la excusa de “buscar algún recuerdo” se puso a examinar más minuciosamente la habitación. Oía como Ümüt carraspeaba repetidas veces en otra parte de la casa, mientras él abría cajones, las puertas del armario y registraba las estanterías. Olaf no tenía muy claro qué es lo que estaba buscando. Cuando abrió por tercera vez el cajón de los calcetines, empezó a dudar de sus capacidades detectivescas. ¿Pero qué estaba haciendo allí? Quería aclarar un caso de asesinato pero ¿cómo se supone que se hace eso? La habitación no arrojaba ninguna clave que llevara a pensar en algo que no fuera habitual.

De nuevo volvió a examinar la estantería de los libros: libros de Física – era fácil de adivinar lo que estudiaba Benjamin- novelas fantásticas, novelas policíacas, Harry Potter.

“Esto es de Ben.” Olaf se asustó. Ümüt estaba de pie en la puerta y le enseñó una mochila.

“Estaba en la cocina. Probablemente por eso no se la ha llevado la Policía.” Dejó la mochila encima de la cama. “Seguro que les habría resultado muy interesante, porque ahí tiene su portátil.”

A Olaf le costó bastante no lanzarse con avidez sobre el ordenador. Le dio las gracias con tanta indiferencia como pudo. Solo cuando Ümüt salió de la habitación se atrevió a poner el ordenador encima del escritorio. Se puso a escuchar los sonidos de la casa. De donde antes venía el carraspeo de Ümüt, ahora se oía el traqueteo de un teclado.

Ahora o nunca.

Cuando Olaf apretó el botón de encendido se sintió como si se hubiera colado en el metro. El ordenador empezó a funcionar con una pequeña vibración. Empezaron a aparecer en la pantalla los avisos habituales hasta que abrió la pantalla de inicio. Contuvo el aliento de la emoción, cuando sacó el pincho y lo metió en el puerto USB. Se aseguró por un momento de que la lucecita del disco duro parpadeara antes de apagar la pantalla con el teclado. Calculaba que la instalación duraría unos quince minutos.

Ojalá no entre ahora Ümüt por la puerta

¿Y qué podría hacer en estos quince minutos? Como no se le ocurrió nada mejor, se puso a cuatro patas para mirar debajo de la cama. Un alargador, lleno de polvo, serpenteaba desde el enchufe de la pared al enchufe de una lamparita de noche. Un paquete de pañuelos de papel, que seguro que se había caído hacía meses y ahora estaba cubierto de polvo. De esta investigación solo se podía concluir que había necesidad de hacer una limpieza a fondo.

Olaf se puso a escuchar el casi imperceptible ruido del disco duro.

Estaba trabajando.

“¿Ha encontrado lo que estaba buscando?”

¡Mierda! Ümüt había vuelto. Justo cuando se estaba poniendo de pie, Ümüt estaba entrando. Al levantarse tan repentinamente se le nubló la vista por un momento.

“¿Se encuentra bien?” Estaba conmovedoramente preocupado por el viejo que estaba sentado en la cama tambaleándose.

Hizo un gesto de rechazo. “Ya estoy bien.”

“Le voy a traer un vaso de agua” decidió Ümüt, que probablemente pensó que lo que había ocurrido tenía que ver con su senilidad. Olaf le siguió a la cocina, alejándole del portátil y de la lucecita que parpadeaba sospechosamente. Se dejó caer pesadamente en una silla, como si no pudiera levantarse nunca más.

Virus-Cop: Muerte en el Nidda

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