Читать книгу La Larga Sombra De Un Sueño - Roberta Mezzabarba - Страница 11

SEGUNDA PARTE

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Durante años había estado alejada de casa

y ahora, delante de la puerta,

no me atrevías a entrar, por miedo a que un rostro

que nunca había visto

mirase estúpidamente el mío

y me preguntase qué quería.

“Sólo una vida que he dejado

¿Quizás me ha quedado aquí?”

Me apoyé en el temor,

dejé pasar el tiempo,

el instante se infló como un océano

y se rompió contra mi oído.

Reí con una risa rota

que habría podido temer una puerta

yo que conocía la consternación

y nunca la había remontado.

Acerqué a la manilla la mano

de manera temblorosa por el miedo

a que la puerta terrible se abriese de par en par

y me dejase en medio del suelo

luego saqué los dedos

con cuidado como si fueran cristal,

me tapé las orejas, y como una ladrona

respirando con fatiga huí de la casa


Emily Dickinson

7

El lago estaba oscuro.

La orilla transitada por el viento tenía un color plateado mientras que el resto de la superficie era de un azul intenso, intercalado aquí y allá por el blanco de alguna ola perdida. No hacía sol aquella mañana, al menos no de manera visible, y el aire era fresco. Greta subió, como hacía cada mañana desde hacía años, a aquella parte, en el autobús de estudiantes que voceaban, pero esa mañana aquella situación, aunque sin quererlo, le causó tristeza: tristeza por saber si algún día volvería.

Se había despedido de Giacomo con pocas palabras pidiéndole que le entregase la carta a Ernesto en cuanto volviese de pescar. Aquel hombre anciano le había aconsejado, le había ayudado casi como si fuese la hija que tanto había deseado.

En cuanto llegó a Viterbo bajó del autobús, fue a la oficina y depositó en el buzón, que ella misma había abierto mil veces, la carta que había escrito para el notario. Había puesto dentro de la carta también las llaves de la oficina, casi como si quisiese sacarse de encima algo que le pesaba mucho. Dudó todavía un momento dentro de aquel portal oscuro, luego cruzó el umbral y se alejó a grandes pasos con un nudo en la garganta debido a las lágrimas.

En poco tiempo llegó a la estación: Viterbo todavía dormía en el gris insólito de una mañana veraniega. El tren finalmente partió: Greta tenía la impresión de que si se hubiese parado un minuto de más en la estación, hubiera bajado para no subir a él de nuevo.

El ruido del paso de las ruedas sobre los raíles la acunaba con su cantinela repetitiva, siempre igual en el tiempo y en el espacio. Los kilómetros corrían veloces, acercándola cada vez más al momento en el que debería bajar de aquel vagón, coger otro tren y luego embarcarse en un trasbordador que la devolvería en poco menos de una hora a Sicilia, tierra de los cíclopes, después de seis años de exilio voluntario.

En un cierto sentido con aquel viaje quería reconstruir viejas costumbres, reencontrar viejos olores y sabores de una vida de la que había escapado hacía tantos años, y que ahora, a lo loco, intentaba recuperar.

Se quedó adormilada durante un tiempo que no podría haber definido, y en su duermevela soñó con Ernesto, con la Bisentina, soñó que nunca partiría: soñó con el rostro calmado y tranquilo de Giacomo que la observaba sin decir nada, sonriéndole.

Mirando fuera de la ventanilla se sentía emocionada: todo era al mismo tiempo distinto e igual a lo que recordaba. Sentía los olores penetrarle en las narices y correr directamente al cerebro, evocándole recuerdo agridulces de su infancia. El tren se paró bruscamente, haciendo rechinar los frenos sobre las vías, y de repente Greta notó la superficie del inmenso espejo de agua emergiendo desde un desnivel del terreno, apareciendo ante sus ojos como una superficie tranquila, plana, casi inmóvil.

Otra vez el mar.

De repente recordó el lago, encantador pasaje que la había acogido en su vagabundear acunándola en sus orillas: aquel lago a menudo era una extensión de aceite inmóvil sobre la que las nubes vanidosas se miraban como en un espejo, apenas molestadas por cualquier pequeña encrespadura cerca de un exuberante cañaveral..

Aquel día también el mar estaba tranquilo.

Mucha gente adora las aguas calmadas. Greta, en cambio, las prefería batidas por las corrientes, con las olas grandes descomponiendo aquel prado azul, inconmensurable e iridiscente, agitándolo como si fuese la nostalgia de florecer la que la volvía inquieta.

Quizás la poca atracción que sentía por las superficies planas, inmóviles, era debido también, y sobre todo, al hecho de que se reconocía, si queremos hablar de una especie de identificación, en una superficie en movimiento, en una realidad que debía, de todos modos, luchar contra un elemento desestabilizador, como en una eterna batalla: como el viento con las nubes, el sol con la lluvia, el agua con el fuego, la verdad con la mentira.

Verdad y mentira, pensaba Greta acurrucada al calor de sus pensamientos: ella prefería, antes que otra solución, conocer siempre la verdad de sus dudas, en cada uno de sus aspectos, por muy feo que pudiese ser, porque el lado verdadero existe en cada discurso, en cada acción. Incluso en la mentira más profunda existe siempre un poco de verdad que ha sido entretejida tan bien que resulta invisible en una trama demasiado tupida para poderla distinguir.

Durante su vida había comprendido que, mentira o no, existen de todos modos personas que no quieren creer en los cambios, que no aceptan el hecho de que una persona pueda cambiar su aspecto exterior, que pueda cambiar en su interior, en sus hábitos.

La Larga Sombra De Un Sueño

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