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PRIMERA PARTE
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Cuando Greta y el Príncipe, de regreso desde la pequeña mesa donde se habían puesto de acuerdo en los últimos detalles de los documentos notariales, se encontraron de nuevo delante de la villa sombreada y perfumada por los tilos, los pinos, las mimosas, era ya la hora de comer. El Príncipe insistió para que Greta se quedase al almuerzo con él, para luego dar la vuelta a la isla que le había prometido a primera hora de la tarde.

La muchacha estaba indecisa: por una parte deseaba ardientemente visitar la isla, pensando que una oportunidad parecida no se le presentaría en toda su vida y, por la otra, creía que no daría de ella misma una buena impresión aceptando una invitación a comer de un perfecto desconocido. Pero, de todas formas, el quedar bien con la gente no había sido nunca su fuerte.

Aceptó.

Mientras esperaba al Príncipe, que se había ido a resolver unos asuntos a su casa, había vislumbrado, sobre el techo de la villa, pequeñas ramas de aquella planta que se llamaba Corona de Cristo: parecían reptar desde la puerta de lo que debió de ser el refectorio hasta la cima de la villa, para gozar del panorama que, desde aquella altura, debía de ser magnífico.

En aquella pequeña isla había todo tipo de flores y, por desgracia, Greta observó que las rosas todavía no habían florecido. Probablemente en el mes de mayo se abrirían por todas partes, con sus corolas variopintas y perfumadas, reunidas en bosquecillos, alineadas en setos, escalando muros, troncos de árboles o las estructuras de las pérgolas. Quizás quien las había plantado en gran número pensaría, seguramente, que el viento pudiese llevar su perfume hasta las orillas de Capodimonte o de Marta.

Continuando con su investigación alrededor de la villa Greta llegó a las ruinas del claustro del siglo XVI: los cinco arcos de cada uno de los lados de la figura rectangular estaban cubiertos también por un bonito manto de glicinas, jazmín y madreselva. Bastante cerca, al lado de los pinos y cedros, surgía majestuoso quizás el árbol más famoso de la isla: un inmenso plátano, alto, rugoso, viejo y lleno de nudos. A pesar de que estaba sujeto por muletas tendía a asomar sus ramas sobre la orilla como si quisiese protegerla con una sombra fresca: cuatro siglos de historia tenía aquel viejo tronco, cuatro siglos de diálogos mudos e indescifrables había convertido al lago en su único e inmortal amigo.

Mientras observaba el lago Greta se acordó de Ernesto que la estaba esperando con su pequeña barca motora blanca amarrada al muelle de la isla, para llevarla de nuevo a tierra: debería advertirle enseguida del cambio de programa, excusarse con él y, a lo mejor, pedir al Príncipe que lo invitase también a comer. Había sido realmente descortés al olvidarse completamente de aquel muchacho tan amable y tan dispuesto a explicarle todo sobre el Lago, sobre las islas.

Se sentía decepcionada también por el hecho de que él no podría participar en la excursión a primera hora de la tarde para ver todas las hermosas cosas que escondía la isla, entre el verde de sus plantas. Sentía que tenía una deuda con aquel muchacho que la había llevado hasta allí, permitiéndole que entrase en el interior de un sueño.

El Príncipe estaba de nuevo saliendo de su casa y Greta le salió al encuentro y con el rostro enrojecido por el calor del aire del mediodía, le preguntó:

«Príncipe, querría volver a bajar hasta el muelle para avisar a mi barquero que me quedaré también por la tarde. También querría invitarle, si a usted le parece bien, a comer con nosotros, ha sido tan amable conmigo».

Mientras pronunciaba estas palabras Greta se estaba preguntando por qué motivo se interesaba tanto en aquel joven pescador…

«Por supuesto. Mandaré enseguida a Gastón para que avise a ese pescador y, desde luego que no le faltará un puesto en la mesa de la servidumbre. Ahora, si quiere seguirme, he hecho preparar una mesa para nosotros a la sombra del gran plátano».

El Príncipe era un tipo que no admitía que se le contradijese en lo que decía, así que Greta no mostró su disgusto por el hecho de que Ernesto no pudiese sentarse a la mesa con ellos sino que fuese relegado entre la servidumbre de la isla.

Pocos minutos más tarde Ernesto remontaba la pequeña cuesta que desde la dársena llevaba hasta la villa: en cuanto llegó al espacio donde, a poca distancia, estaban sentados Greta y el Príncipe, ya en su mesa, pareció querer ir hacia los dos, pero el mayordomo, rápidamente, le explicó que no había sido invitado a la mesa del Príncipe, sino que debería comer con la servidumbre de la isla.

«Perfecto, entonces vuelvo a mi barca si su majestad al Príncipe Giovanni Fieschi Ravaschieri del Drago no le es grata mi presencia en su mesa. Pero entonces me pregunto: ¿cuál ha sido el motivo de su llamada? ¿Quizás quería que limpiase sus sobras? No gracias. Gracias, de verdad, pero prefiero, con diferencia, estar en mi barca y esperar a la sombra de sus árboles que no rechazan dar su frescor a un honesto trabajador».

Ernesto había hablado con un tono de voz bastante alto con el propósito de que sus palabras llegasen incluso hasta la mesa donde estaban sentado Greta y el propietario de la isla. Por consiguiente, se volvió a ir por la misma calle que poco antes había subido, lanzando una mirada a la muchacha y cruzándose con sus ojos que, a pesar de estar lejos, lo miraban con intensidad.

Y mientras pasaba del sol de la plazuela a la sombra del sendero herboso que lo devolvía al muelle, sintió un escalofrío recorrerle sus miembros. Se había sentido feliz al ver a Greta mirar con disgusto al Príncipe: estaba convencido en que si hubiera sido por ella en aquella mesa estarían sentados los tres.

* * *

Eran las dos de la tarde, alguna que otra cigarra dejaba oír su monótona cantinela mientras que Greta y el Príncipe ya habían salido para hacer la excursión de la isla. El Príncipe comenzó contando que el Cardenal Farnese, más tarde Papa Pío III, después de haber hecho edificar sobre la isla Bisentina la Iglesia de S. Giacomo e Cristoforo, concedió a los fieles que visitaban los oratorios de la isla las mismas indulgencias que eran compradas por aquellos que visitaban las iglesias dentro y fuera de Roma. Esta indulgencia particular, la práctica de la caza que en ese tiempo estaba muy difundida en la isla y la fascinación de la naturaleza sin contaminar, convirtieron esta pequeña tierra en bastante famosa bajo el dominio de la familia Farnese, tanto que estos nobles señores la escogieron para acoger, entre su paz y su encanto, los sepulcros de la familia. Mientras hablaban sobre esto llegaron al escollo que forma la punta más aguda hacia poniente de la Bisentina: esta garra de tierra estaba coronada por un templo dedicado a S. Caterina, llamado la Rocchina. El Príncipe contó que muchos hombres atravesaron a golpe de pico la roca inferior para crear un ancho y cómodo pasaje, muy sugestivo, para quien rodea toda la isla con la barca. Las paredes de la derecha de la roca caían a pico en el lago mientras que en la cima había una melena de árboles que, en la parte izquierda del acantilado descendía hacia el lago con la vehemencia de un alud.

«Se dice que la Rocchina fue llamada de esta forma porque surgía sobre los restos de un pequeño fuerte o porque se encontraba justo enfrente de la Rocca de Capodimonte, o incluso a causa de la planta parecida a la de la misma Rocca. Este pequeño templo es un minúsculo y valioso conjunto de gracia y pureza de líneas, único en su simplicidad».

Realmente, el Príncipe adoraba aquel pequeño oratorio, que también Greta encontró encantador. Volvieron a bajar el promontorio de la Rocchina, después de lo cual Greta siguió al Príncipe subiendo, esta vez, por el difícil sendero del Monte Tabor, donde hallaron el oratorio del Monte Calvario, llamado también el Crucifijo, con el bosque enfrente y el acantilado a sus espaldas, desnudo, oscuro, moteado de líquenes, de musgo del color del óxido, cuyo enrojecimiento parecía, a sabiendas, hacer contraste con el verde esmeralda del agua cubierta por su sombra, proyectada por el sol de la tarde. La Chiesetta del Crocifisso no era otra cosa que una simple celda con techo a dos aguas que se prolongaban hacia delante, en la parte anterior, hasta formar una especie de atrio sujeto en la entrada por un gran arco.

«Mire, señorita Capua, debajo del crucifijo, la roca cae derecho, es más un poco hacia adentro, de hecho se pueden ver todavía los rastros de los cinceles con los cuales se marcaron fosos y surcos para extraer la piedra que sirvió para la edificación de la Rocchina que hemos visto hace poco y de la iglesia mayor, la que está al lado de la villa. Basta ir un poco más adelante, hacia la punta más septentrional de la isla para encontrar trozos enormes de roca que se han separado espontáneamente del declive del acantilado, que fueron arrastrados sobre el dorso inclinado de la isla parándose en un cierto lugar, casi como si hubiera ocurrido un milagro».

Greta miraba hacia el agua desde la cima de aquel acantilado y el miedo de que la roca sobre la que apoyaba los pies se deslizase hacia el agua, unido a la satisfacción al conocer todas aquellas cosas, la embriagaba hasta tal punto que casi había olvidado el episodio de la comida con Ernesto furioso que apostrofaba al Príncipe por haberlo hecho invitar por el mayordomo para que se sentase en la mesa de la servidumbre. El camino prosiguió hasta que encontraron la capilla dedicada a S. Gregorio Papa. Un poco más adelante llegaron al oratorio del Monte Tabor, llamado también de la Transfiguración.

«Este pequeño templo», explicó el Príncipe a Greta «llevaba este nombre en recuerdo del Monte Tabor de Galilea donde ocurrió la Transfiguración de Jesucristo, que es justo el tema del fresco que decora la celda de su interior. El oratorio del Monte Tabor ha sido edificado en el punto más elevado de la isla y está conectado con otros dos templos, que todavía tenemos que ver, con un recorrido que, por una parte desciende y por la otra sube. He leído en algún sitio que, si se visita este tempo el once de julio y el seis de agosto, es posible obtener la remisión de la tercera parte de los pecados. ¡Una pena que hoy no sea ninguna de las dos fechas indicadas! ¿Verdad?»

El Príncipe estaba contento de que Greta valorase todas las explicaciones que él le daba con sumo placer, de vez en cuando demasiado eruditas y aburridas, pero ella parecía no darse cuenta presa por el frenesí de aprender, conocer, ver en la realidad lo que había leído en los libros polvorientos de personas ya muertas y sepultadas.

Después de una breve parada retomaron el camino y apareció ante ellos el quinto oratorio, la capilla de Monte Olivetto, también llamada de la Oración del Huerto o Cristo orante en el huerto.

«¿Ve estos muros destartalados, sobre aquella llanura artificial que permanecen encajados en la roca por tres lados? Aquel es el oratorio dedicado a S. Francesco. Probablemente lo edificaron encima de la cueva rupestre de Grottascura justo para ser un recordatorio del lugar en el que, sobre el Monte Verna, S. Francesco recibió los estigmas. Hace mucho tiempo aquí, en Grottascura, había realmente una gruta, luego desmoronada, en la que se refugiaban los pescadores para protegerse de los insidiosos vientos del sur. Creo que es realmente sugestivo, ¿no le parece?»

Al este de la isla estaba el promontorio de la Zíngara, también llamado del Leone por la cercanía con un espolón de roca en el lago, donde había sido esculpida la cara de un león, que mira al oeste. Aquí, entre poderosos grupos de robles y hayas, encontraron el último oratorio, el dedicado a S. Concordia.

La excursión había terminado.

El Príncipe observaba a Greta que, con sus ojos oscuros robaba imágenes, encantada con cada grano de tierra que pisaba. El camino para volver a la villa todavía era largo y el Príncipe decidió bromear un poco con la imaginación de Greta, contándole una historia bastante singular.

«Un tal Mery, mejor identificado como famoso escritor francés de la primera mitad del siglo XIX, imaginó con su fantasía una historia ambientada, quién sabe el porqué, justo en la isla Bisentina. Ahora se la voy a contar».

Su interlocutor hizo una pausa, sonriendo, antes de continuar. Greta se sentía observada, como si el Príncipe quisiese conocer la reacción que sus palabras tenían sobre ella.

«Había una vez un Conde de Bolsena muy ambicioso que, a menudo, reunía en la isla Bisentina a los adeptos de una secta y haciendo uso de magia y de sortilegios indagaba sobre el secreto de la inmortalidad. En la isla, sin embargo, vivía un cierto señor, llamado el Viterbese, que afirmaba que dentro de unos años sería capaz de desvelar el secreto que el Conde de Bolsena escondía más que otra cosa en el mundo. Se dice que un día el Viterbese cogió a dos niños, un varón de cinco años y una niñita de tres, y los encerró, separados, en dos magníficos jardines de la Bisentina. Estos infantes crecieron sin ver a ninguna persona en el mundo excepto a un hombre y a una mujer que, respectivamente, siempre en un perfecto mutismo, los cuidaban y les servían en todas sus necesidades. Un día, los dos jóvenes se vieron: no sabían hablar pero consiguieron de todas formas entenderse. Se enamoraron e hicieron lo que en la misma situación hicieron Adán y Eva. El Viterbese descubrió el pecado, los mató y después se mató a su vez pero no antes de haber confiado a los adeptos de la secta que cualquiera que bebiese de su sangre, mezclada con el vino, ganaría el don de la inmortalidad. El Conde de Bolsena, ansioso por convertirse en inmortal, bebió de esto y murió intoxicado».

* * *

El cielo comenzaba a cambiar de color y el azul terso de la tarde poco a poco se iba convirtiendo en rosado. Ernesto miraba la silueta de Capodimonte lejos de él reconociendo perfectamente su contorno.

Esperaba.

Esperaba a Greta y ella, como en un sueño, descendió el sendero herboso con el sol que iba enrojeciendo a su espalda, con su bolsa negra de piel cogida en su mano derecha, y el mayordomo que iba a su lado, siempre inflexible, preciso e imperturbable. Ernesto pensó cuán sórdida era la vida de aquel hombre.

«Bien, señorita Capua, que tenga un buen retorno a tierra firme. Hasta luego.»

«Adiós, Gastone», murmuró Greta volviéndose para ver la isla a la caída del sol.

Ernesto, entonces, bajó a la barca y en silencio ayudó a Greta a ponerse en su puesto en la lancha motora. Sentía los ojos de la muchacha escrutarlo en busca de sabe qué cosa. Los sentía rebuscando entre sus rizos rubios como largos y esbeltos dedos, entre los pliegues de su camisa quemada por el sol: la sentía olfatear entre sus pensamientos como si conociese la fragancia de uno de ellos y lo estuviese buscando con desesperación.

Puso en marcha el motor y la tensión cayó visiblemente: sólo entonces consiguió levantar los ojos hacia Greta. No sabría describir la expresión del rostro de la muchacha ni jamás podría volver a encontrar en un rostro una expresión similar. Parecía feliz pero, al mismo tiempo, el dolor surcaba sus ojos con lágrimas invisibles y dolorosas: recuerdos escondidos. Lo observaba pero parecía que mirase más allá de él, a través de su dimensión humana, para encontrarse en una completamente desconocida para él.

De repente Ernesto se acordó de la rosa que había cogido, quizás la última de la isla de la floración de aquella primavera. Era de un rojo oscuro que en ciertas partes tendía al negro.

Se la mostró a Greta.

«Es para ti, Greta. La última rosa escarlata de este año… su color es oscuro como tus ojos y su perfume es embriagador como tu risa».

Ernesto se paró. Hubiera querido conseguir pronunciar una miríada de palabras.

El silencio llenaba el aire cuando Greta, alargando su mano, cogió la flor y la llevó hasta la nariz levantando los ojos hacia Ernesto.

«La guardaré conmigo, como uno de los recuerdos más bellos de esta mágica jornada, en la cual he redescubierto tantas cosas de mí que creía perdidas».

Greta sentía el corazón inflamado.

Estaban ya navegando: la isla poco a poco se iba empequeñeciendo tomando de nuevo las dimensiones a las que Greta estaba acostumbrada pero sabía que, a partir de ese día, ya no la vería con los mismos ojos.

Nunca más.

La Larga Sombra De Un Sueño

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