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PRIMERA PARTE
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Ya era tarde para permanecer sentada sobre los escalones del Duomo pero Greta jamás se cansaba de sentirse arropada por aquella plaza, libre para poder admirar hasta la saciedad las ventanas geminadas del Palazzo Papale: era un espectáculo como pocos cuando el sol rojo del atardecer afinaba todavía más sus delgados entramados. A primera vista podían parecer como encajes preciosos, elaborados por una experta bordadora, en cambio no eran más que el fruto de la fuerza y de la precisión de brazos potentes y dedos sabios de canteros viterbeses que con su arte conseguían domar la aparente dureza del peperino1 haciendo que adoptase la forma que más deseaban.

En aquellos momentos todo era mágico.

Habían ya pasado más de cinco años desde que Greta trabajaba en Viterbo, como secretaria de un notario. Amaba su patria adoptiva, las callejuelas del centro histórico pavimentadas con adoquines, las fuentes en cada plaza, las escaleras exteriores pegadas a las fachadas que, con su refinada arquitectura, hacían de conexión entre la calle y el primer piso de los edificios del prerrenacimiento; amaba aquel aire de paz que se respiraba en las campiñas poco distantes de la ciudad. A pesar de esto, como auténtica siciliana, no había conseguido mantenerse alejada del agua, el elemento que prefería y que creía casi indispensable para su supervivencia. Después de haber escapado de Aci Castello se había alojado por un breve período en Roma, donde había trabajado en un sitio de comida rápida, pero luego había buscado playas más tranquilas. Había alquilado una casa en Capodimonte, un pequeño pueblo cerca de Viterbo, bañado por las aguas del lago de Bolsena. Aquel fantástico espejo de agua, con sus dos islas siempre presentes como guardianas, la había atraído desde el primer momento, hechizándola enseguida.

Ya era tarde y Greta debía volver a casa pero primero debería pasar a ver al notario De Fusco, su jefe, para retirar algunos expedientes que debía entregar al propietario de una de las dos islas del lago de Bolsena, la isla Bisentina: estaba emocionada por el hecho de que a la mañana siguiente, en una pequeña barca, iría hasta la isla que había suscitado su curiosidad desde el mismo instante en que la había visto y podría observar con sus propios ojos aquello que sólo había escuchado contar.

El notario De Fusco era un hombre graso, de unos sesenta años, con poco pelo y una mirada vacua, serio con su trabajo pero, realmente, no muy enérgico.

Es una buena persona, pensaba Greta, pero tenía miedo de su propia sombra y quizás ese era su peor defecto.

Greta recordaba cuando, unos años antes, escudriñando un periódico local a la búsqueda de un trabajo, en las páginas de los anuncios, le impactó lo telegráfico de su mensaje Seriedad y ganas de trabajar. Es lo que busco.

Él era así.

«Entonces señorita Greta, estamos de acuerdo. Mañana por la mañana usted irá a visitar al Príncipe del Drago en la barca de aquel pescador con el que ya he contactado, le leerá uno por uno los documentos de venta, hará que los apruebe, le dejará una copia y otra la traerá de vuelta. Le ruego que sea amable pero no ceremoniosa, el exceso no es jamás adecuado en este tipo de situaciones.»

Ya le había repetido tres o cuatro veces a Greta la lección de qué y cómo hacer una operación que ella conocía perfectamente, pero él estaba visiblemente nervioso por el éxito de aquel gran negocio: el hecho de que un gran terrateniente como el Príncipe del Drago lo hubiese escogido entre todos los notarios que había en la zona para poner en orden sus negocios inmobiliarios representaba, seguramente, un motivo de orgullo, sobre todo con respecto a sus colegas que, como decía cuando estaba de humor para confidencias, asumían el trabajo sólo como una manera para ganarse el sustento.

Después de salir del palacete donde tenía la sede su oficina, con un considerable paquete de papeles encerrados en el bolso de piel negra que el notario le había prestado para la ocasión, Greta se topó con un aire fresco que parecía quererla acompañar a la parada del autobús, como habría hecho un compañero fiel, preparado para escuchar sus aventuras del día anterior.

* * *

Cuando, finalmente, llegó el momento de bajar del autobús, el sol se estaba poniendo y, en su lugar, en el cielo había un leve enrojecimiento que reflejaba sombras de sangre sobre el lago que parecía haber sido herido por la estela dejada por alguna remota barca de pescadores que volvía de instalar las redes: las dos islas se perfilaban contra el horizonte oscuro como la noche.

La Rocca2 di Capodimonte que miraba al lago desde la pequeña península en la que surgía la parte más antigua del pueblo, se alzaba con su soberbia figura poligonal. El bosque que coronaba la fortaleza, con sus antiguos magnolios frescos y brillantes, con las palmeras y las adelfas rosas, fue seguramente estudiado para disminuir prácticamente la visión de la altura de los grandes contrafuertes que la sostenían, pero su presencia embellecía aún más el cuadro que se dibujaba al observar la fortaleza, incluso desde lejos. Greta se encaminó hacia su casa pensando en la primera vez que había visitado aquel palacete: recordaba el patio, con sus puertas, sus ventanas, con el triple porche proyectado por Sangallo, recordaba los pisos superiores, accesibles a través de una escalinata probablemente utilizada en tiempos antiguos incluso por los caballos, recordaba escaleras largas, derechas y oscuras. Todo estaba desierto en la vieja fortaleza y, si bien desde cada ventana, desde cada agujero, el lago se extendía con sus brillantes colores, no se advertía más que tristeza filtrarse de los muros que un tiempo habían acogido los fastos y el esplendor de nobles linajes, y que ahora sólo vivían años de soledad.

Si bien en la melancolía de aquellos recuerdos los pensamientos de Greta corrían hacia el día siguiente, cuando finalmente podría ir a la isla Bisentina, minúsculo trozo de tierra, y sin embargo tan fascinante como para ocupar, aquella noche, todos sus pensamientos.

Siempre con la mirada vuelta hacia el lago caminó por la empinada cuesta pavimentada con adoquines grises que conducía a la parte más alta del pueblo, donde se encontraba su casa. Greta conocía bien las callejuelas empinadas y tortuosas llenas de escaleras, muros, arcos entre edificios, con las casas que se asomaban a ellos, construidas con la piedra oscura del lugar, hendidas a veces por oscuros pasillos, o animadas por la nota roja de una franja o de un simple remiendo con ladrillos. Conocía el perfume de las macetas y jardineras llenas de hierbas y de flores que asomaban desde las pequeñas ventanas, o puestas para adornar cualquier pequeño tabernáculo en los ángulos de los edificios. De repente, resurgiendo de la contemplación de aquel puesto idílico que se mostraba sin pretensiones en su simplicidad, sintió que se le había acercado alguien cuya sombra se alargaba cerca de la suya.

«Buenas noches, señorita Greta, esta noche habéis vuelto realmente tarde. Usted trabaja demasiado.»

Una ancha sonrisa, enmarcada por miles de minúsculas arrugas esculpidas en un rostro quemado por el sol: era el vecino de Greta, el viejo pescador.

«¡Caramba! Señor Giacomo, ¡me ha dado un buen susto! Quién sabe quién pensaba que fuese a estas horas… Esta noche tengo la cabeza en otro sitio, creo que estoy ya en medio del lago.»

Siguieron caminado durante un tramo del camino, uno al lado del otro, sin decir palabra, inmersos cada uno en sus propios pensamientos, Greta con la maleta llena de documentos en la mano derecha y Giacomo con una cesta llena de productos frescos de su huerta: zanahorias estilizadas, tomates rojos y jugosos, patatas amarillas, melocotones de piel rosada y aterciopelada y huevos todavía recién cogidos. Sobre los productos de la huerta Giacomo había colocado un manojo de flores, unidas a la perfección por una ramita anudada: distintos tipos de cinia, delicados aster y gladiolos apenas floridos. Ahora ya habían llegado a la plazuela: Giacomo habría querido regalar a Greta aquella cesta con los productos de su huerta pero la muchacha nunca había querido aceptar nada de él, respondiendo que el hecho de que ocupase aquella preciosa casita a cambio de un alquiler bajísimo era ya un regalo demasiado grande para una desconocida.

«Me gustaría que usted aceptase esta… esta cesta, señorita Greta. Ya es hora de que también usted conozca las primicias de mi huerto. Os lo ruego, yo vivo solo y siempre tengo fruta y verdura de sobra. No es ningún sacrificio para mí, es más, sería un placer».

«De acuerdo, señor Giacomo, acepto con gran placer vuestro regalo, a condición de que esta noche vengáis a mi casa a cenar conmigo. Estoy convencida de que, con todas estas maravillas, incluso un desastre como yo será capaz de preparar una exquisitez con guinda incluida».

Esos días Greta se sentía un poco melancólica y quizás compartir mesa con aquel simpático anciano de cabellos blancos le vendría bien.

Grieta se puso enseguida a cocinar y en poco más de una hora había ya preparado la comida y puesta la mesa para dos: le parecía raro compartir la mesa con otra persona después de casi seis años de soledad. Se asomó a la puerta para llamar a su vecino.

Se sentía feliz.

Giacomo, que para ella representaba el abuelo que no había tenido posibilidad de conocer, para aquella ocasión se había puesto el traje de los domingos, con el chaleco debajo de la chaqueta y además se había echado brillantina en el pelo.

Se sentaron a la mesa los dos un poco incómodos: Greta había preparado una tortilla de patata, una ensalada de tomates y zanahorias y una macedonia de melocotones, y se había asegurado de poner en el centro de la mesa un jarrón con agua con las flores. Giacomo comió todo con buen apetito: también para él había pasado mucho tiempo desde la última vez que había compartido la mesa con alguien. Contó a Greta, con los ojos velados por las lágrimas, que su mujer había muerto hacía veinte años de tuberculosis. Debía de estar muy unido a su mujer, pensaba Greta, mientras Giacomo le hablaba describiendo su mansedumbre, mirando fijamente un punto al infinito delante de él.

Durante un momento los pensamientos de la muchacha atravesaron el tiempo y el espacio, trasladándola hacia su Sicilia, reavivando dentro de ella el deseo de volver. Aunque sólo fue un relámpago el que atravesó sus negros ojos no pasó por alto a Giacomo.

«Usted no es muy feliz, ¿verdad? Os he visto tan pocas veces sonreír… ¡y pensar que cuando lo hacéis estáis tan hermosa!»

Greta había bajado los ojos y un rubor apareció ahora en sus mejillas. Era verdad, no era para nada feliz.

No conseguía encontrar estabilidad en su alma, no encontraba la paz ni siquiera en las jornadas más tranquilas: seguramente sería más fácil no pensar nunca más en lo que había sucedido, la mejor solución era esperar que el tiempo pasase con la esperanza de olvidar, olvidar y volver a ser la de antes, la muchacha que iba a la Universidad de Catania, la muchacha que no sabía quién era Alberto.

No había otro remedio

Todo pasaría, pero ¿cuánto tiempo necesitaría?

1

Nota del traductor: Toba volcánica de color marrón o gris que contiene fragmentos de basalto y piedra calcárea con cristales diseminados de otros minerales.

2

Nota del traductor: En italiano, en el original. Es un tipo de fortaleza.

La Larga Sombra De Un Sueño

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