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PRIMERA PARTE
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Después de aquel rápido encuentro en la playa con Greta Ernesto había vuelto a su trabajo en silencio, había acabado de remallar las redes y luego se había ido.

Algunos de los pescadores que habían asistido a su conversación en la taberna hablaban de él en son de burla.

«¡Mira que tonto el Ernesto! No ha sido capaz de decir una palabra a aquella tipa. Y pensar que ha sido ella la que ha venido a buscarlo allí, a la playa».

Era un tópico que en aquel lugar ninguna mujer, a no ser las mujeres más valientes, se aventuraban a ir.

«Parecía encantado, ¿lo habéis visto? Yo en su lugar la habría invitado a algún sitio».

«¿Pero qué creéis vosotros? Él ya la ha llevado a algún sitio… me han dicho que han estado todo un día en la Bisentina…».

La gente, como era habitual, charlaba, hacían un traje a medida a los desgraciados que tenían la mala suerte de formar parte de sus conversaciones.

Pero Ernesto no les oía. No habría podido, estaba a años luz de todo lo que le rodeaba. Lejos de aquellas chácharas insulsas, lejos de sus compañeros que realmente no habían escuchado a Greta susurrarle aquellas pocas palabras, que en él habían provocado escalofríos. Era feliz pero no conseguía explicarse la sombra que parecía oscurecer la mirada de Greta.

Al día siguiente Ernesto no fue a retirar las redes que había tirado la noche anterior con su padre, como acostumbraba a hacer sino que permaneció en casa limpiando y abrillantando la barca con la cual a primera hora de la tarde conduciría a Greta a la isla Martana. Ese día, él sería el príncipe que le haría visitar la isla.

Pasó la mañana, muy lentamente, gota a gota, como un goteo consciente del que, sin embargo, iba a surgir una gran alegría. Estaba fascinado profundamente con aquella muchacha que, aparentemente, podía parecer muy dura, desapegada del mundo, casi altanera pero que, en el fondo, no era otra cosa que una dulcísima criatura. Sólo algunas veces, antes del día en que la había acompañado con la lancha morota a la Bisentina, la había visto descender del autobús que venía de la ciudad, o para hacer compras, siempre seria, siempre sola, pero él no la comprendía.

No había comprendido su desesperada llamada, un grito en un silencio transparente como el vidrio. No había entendido nada hasta que en el agua, y sólo con el agua, todo se había aclarado. Era distinta de las otras. Distinta de las mujeres que él había conocido, pocas, era verdad, pero siempre bastante tontas…

No habría deseado otra cosa que perderse en la profundidad de aquellos ojos y nadar en aquellos cielos oscuros, iluminados aquí y allá por algunas estrellas, miradas lejanas. Habría querido, pero percibía en ella algo hostil, en el fondo a su ser reservado parecía que acechaba una especie de temor.

¿Pero de qué o mejor dicho, de quién?

* * *

El sol calentaba desde lo alto en el cielo: alto y omnipotente era al mismo tiempo capaz de dar vida a la naturaleza y de matarla con su calor abrasador.

Caliente, casi quemado estaba también el muelle gris donde Greta encontró a Ernesto dentro de su barca, oscura, de fondo plano, la popa cuadrada y un mástil donde estaba arriada una cándida vela.

Estaban de nuevo solos en el agua.

Ernesto, con la ayuda de los remos salió del pequeño puerto artificial de Capodimonte, luego dejó libre la vela al viento. Apenas superada la pequeña península donde surgía el centro del pueblo, Greta encontró de frente, más allá del agua movida ligeramente por la brisa de la tarde, Montefiascone aferrado en una colina, cuya figura era veía coronada por la mole de la gran cúpula de la iglesia de S. Margherita: miró a su alrededor. Sus ojos se posaban sobre las costas del lago, parándose primero en Bolsena, para continuar después hacia Gradoli y Grotte di Castro donde el cielo, a lo lejos, aparecía lleno de nubes blancas y suaves como la nata montada, que se iban desvaneciendo hasta a llegar a Valentano, que parecía cortar el cielo azul con sus dos torres.

Greta se sentía conmocionada.

Emocionada por aquel silencio que habría querido lleno de palabras.

Fue Ernesto el primero en hablar.

«¿Sabes, Greta? Hoy mi padre ha vuelto a casa después de pescar hecho una furia: la corriente debió de llevarse las redes hacia la Fitttura y en el momento de subirlas a la barca se han roto. Ha sido una mañana pésima.»

«¿La Fittura?», preguntó Greta escuchando su voz casi como si proviniese de la garganta de otra persona.

«Nosotros llamamos Fittura a una especie de empalizada que se encuentra debajo del agua. He oído decir que está formada por multitud de grandes estacas y palos cortados con la sierra y clavados en el fondo del lago con una maza. Algunos estudiosos han supuesto que se podía tratar de los restos de una aldea lacustre, pero esta hipótesis cae por su propio peso ya que, observando la Fittura8 más atentamente, se observó que había sido construida sobre una sola línea y sobre la orilla de un barranco. Es plausible por lo tanto pensar que hubiese sido ideada y construida para sostener una ribera.»

«¿Contener una ribera debajo del agua, con qué fin? Y además, ¿cómo era posible utilizar una maza a esa profundidad?»

Aquel pequeño sentimiento de malestar que al principio se había creado entre los dos se había disuelto como la niebla al sol, rápidamente y sin dejar rastro.

«Seguramente cuando fue construida la Fittura el nivel del lago era con diferencia menor del actual, y además creo que la Fittura, como tantas otras cosas que están escondidas y permanecen así en las profundidades del lago, debe permanecer envuelta en un halo de misterio».

La embarcación se estaba acercando lentamente a la Martana y debiendo recalar con el agua bastante quieta, Ernesto se concentró totalmente en los remos y en los movimientos que debería de hacer.

De manera distinta que en la Bisentina, la Isla de Martana no tenía una dársena sino que se accedía a ella directamente por medio de una pequeña playa sobre la cual las aguas lamían la arena oscura y gruesa. Greta ya se estaba llenando los ojos con todo el verde que desbordaba por todas partes mientras que Ernesto aseguraba la barca a uno de los muchos árboles que coronaban la costa.

Enseguida fueron recibidos por un prado verdísimo circundado por una miríada de gruesos álamos y olivos centenarios. En silencio, Ernesto guió a Greta hasta las ruinas. Justo a la derecha, en cuanto comenzaron la subida, sus ojos descubrieron los míseros restos de la iglesia de la Magdalena: bastaron unos pocos restos para mostrar a Greta la belleza que debía de haber poseído la iglesia antes de yacer en ruinas en el suelo de la isla. Prosiguiendo con el ascenso, de repente, pasaron desde el sendero herboso plagado de grandes plantas de nopales y de gigantescos ágaves a una serie de escalones excavados en la roca, desiguales entre sí, corroídos, rotos: aquello se llamaba la Scala della Rocca. Continuaron subiendo, uno detrás del otro, mientras hablaban entre ellos suavemente, hasta que se encontraron delante de un surco, casi una herida en la roca viva donde un día, explicó Ernesto, el puente levadizo se bajaba.

«Aquí, me han dicho, debería estar el primer muro defensivo que encerraba el monte. Hoy quedan pocos tramos, compuestos por piedras descuadradas. Probablemente los trozos de faltan fueron utilizados para realizar nuevas construcciones, entre las que se encuentra, se cree, la de la iglesia de la Madonna del Monte, en Marta».

Prosiguieron todavía, sin pararse, más allá de la brecha del puente levadizo. Los escalones deshechos se alternaban de vez en cuando con el terreno resbaladizo. Greta, quizás por haber apoyado mal un pie, quizás por su continuo volverse para mirar alrededor, perdió el equilibrio Ernesto reaccionó rápidamente al aferrarla antes de que cayese. Se quedaron durante un instante inmóviles, sin respirar, a continuación, sin decir palabra, le estrechó la mano en la suya y continuaron el camino la una al lado del otro, como si caer juntos pudiese ser más hermoso. Greta seguía a Ernesto, mirando fijamente la fuerte mano que estrechaba la suya dulcemente; imaginó que él la estaba salvando pero no conseguía comprender de qué. Continuaron la subida hasta que encontraron, a su derecha, una pequeña concavidad en la roca: la vegetación envolvía completamente el arco excavado en la piedra casi como queriendo esconderlo de sus ojos indiscretos.

«Esto, Greta, es la entrada de una galería que desciende hasta las orillas del lago».

Mientras decía esto Ernesto comenzó a abrir el camino entre las plantas exuberantes que descendían desde el techo como si fuesen brazos que se tendiesen hacia ellos. Encendió una linterna para aclarar un poco la oscuridad permitiendo que Greta viese los escalones gastados donde estaba apoyando los pies. La galería que a la entrada era alta y ancha, a medida que descendía en las vísceras de la isla se iba convirtiendo cada vez más en estrecha y tortuosa. Descendían, descendían cada vez más, unidos por sus dos manos unidas, pero cuando se encontraron en el fondo, casi a punto de salir, ya fuese por los escalones rotos ya por las piedrecillas caídas del techo y por la espesa vegetación crecida en el lugar, se vieron obligados a pararse unos metros antes de llegar al lago. Las aguas brillaban en las aberturas, a través de las grietas de aquel pasaje bloqueado, con su parpadeo iridiscente.

«Hemos hecho todo este esfuerzo para conseguir solamente mirar a través de los escombros que nos impiden llegar hasta el lago».

Greta estaba desilusionada y disgustada.

Ernesto dejó su mano, posó en el suelo la linterna que había tenido en la mano izquierda hasta entonces y se volvió hacia Greta, dando la espalda al brillo del lago.

Era muy hermosa. Los reflejos del agua jugaban con su rostro, entre las mejillas enrojecidas y los ojos oscuros convertidos en casi brillantes por aquellos centelleos. Le pareció todo muy natural. Acercó sus labios a los pequeños y carnosos de Greta y la besó. Sabía a pétalos de rosa.

Ella se quedó conmocionada pero no se retrajo ante aquel contacto inesperado: sentía las manos de Ernesto acariciarle las mejillas, el cuello, descender por los hombros y deslizarse hasta las manos, extendidas a los lados, luego, mientras las estrechaba entre las suyas vio el rostro de Greta regado por dos rastros de lágrimas que ella, rápidamente, trató de enjugar con la palma de una mano.

El encanto se había roto, el encantamiento deshecho. Greta se había dejado llevar otra vez por sus sentimientos.

Ernesto la observaba. Observaba aquellos ojos llenos de lágrimas sin encontrar la fuerza para preguntarle qué era lo que estaba mal…

«No quería atemorizarte, Greta, perdóname, pero ha sido más fuerte que yo… eres tan hermosa»

«No, Ernesto, no es culpa tuya… soy yo…», Greta mantenía la mirada baja «… soy yo la que se equivoca»

«¿Por qué dices eso? Tú eres una mujer muy dulce ¿por qué vuelves hacia ti estas acusaciones inverosímiles?»

«No, nunca lo entenderías… olvidémoslo todo y volvamos a la luz del sol. Hagamos como que no ha ocurrido nada».

Greta estaba suplicando a Ernesto que sofocase aquel sentimiento que ahora ya lo había conquistado en lo más hondo. Aunque él hubiese querido, ahora ya sería inútil y doloroso olvidarlo todo.

«Lo siento, pero no puedo, no lo conseguiré. Preferiría que me pidieses que dejase de respirar. Greta no huyas, deja que yo… que yo te ame… somos tan iguales… no te prives de lo que deseamos los dos».

Ernesto al decir esto había alzado con dulzura el rostro de la muchacha.

«No puedo, no quiero que tú sufras por mí, Ernesto. ¡Intenta comprenderme!»

La voz de Greta se había convertido en un susurro.

El sol, mientras tanto, reflejándose en el lago, continuaba con sus juegos de luces que iluminaban a ráfagas la gruta.

«Sientes lo mismo que siento yo, ¿verdad?»

Greta no respondía, estaba sólo mirando fijamente los ojos de Ernesto que la escrutaban hasta el fondo del alma, en la búsqueda desesperada de una señal afirmativa.

«Greta… ¿tú me amas?»

Al oír aquellas palabras pareció que estallaba algo dentro de la muchacha; los sollozos volvieron, haciendo que se estremeciese su pecho. Libró sus manos de las de Ernesto para cubrirse la cara de nuevo inundada por las lágrimas.

«Greta…»

«Pues claro que te amo… Sí, Ernesto, yo te amo»

Esta vez fue ella la que acercó su rostro al del muchacho; lo miró durante un momento fijamente a los ojos, luego acarició sus labios, empapando también el rostro de él con sus lágrimas saladas.

Se abrazaron.

Se quedaron el uno en los brazos del otro durante un tiempo indefinido: Greta sentía los brazos de Ernesto estrecharla contra su pecho y lo sentía más profundo que el mar. Sentía el ruido lejano provocado por el romperse de las barreras que la habían mantenido durante tanto tiempo en aquel estado de orgullosa y testaruda soledad, sin doctrinas, sin nadie en quien creer o en quien confiar. Sentía dolor y alegría al mismo tiempo, sentía una sensación de ligereza y al mismo tiempo sentía el corazón pesado, como mil libras de plomo.

* * *

Volvieron a subir.

Después de haber atravesado un pequeño claro con cardos por todas partes y algunos olivos, llegaron a la cima del monte que dominaba la isla, donde se encontraba la segunda muralla defensiva. Hallaron encima de una gran piedra, esculpida por brazos y escalpelos quién sabe hacía cuánto tiempo, lo que quedaba de la torre, de la fortaleza, del monasterio y de la iglesia de S. Stefano. Todo era desolación entre aquellas piedras inundadas por hierbas invasoras que intentaban esconder incluso los últimos testimonios de aquellas instalaciones, pero al mismo tiempo todo era esplendor: aquellos escombros contrastaban grises contra el azul oscuro y espléndido del lago. Algunos de aquellos fragmentos se asomaban sobre el precipicio de setenta metros de alto desde la superficie del agua, tanto que parecía que quisieran deslizarse desde aquel precipicio aguzado y pavoroso para desaparecer de una zambullida bajo el agua.

«¿Sabes, Ernesto?», Greta rompió el silencio perturbado hasta ese momento sólo por el ruido de las aguas que había debajo «me gustaría morir, ahora, en este preciso instante, precipitándome en las aguas azules del lago, como podría hacer una de estas piedras; soy tan feliz que tengo miedo de que todo cambie de aspecto demasiado rápidamente. Todo lo que es hermoso siempre es demasiado fugaz. Querría que todo permaneciese de esta manera. Para siempre. Para siempre.»

Ernesto la observaba: tenía una figura muy menuda, casi transparente a la luz del sol.

«No quiero que digas estas cosas ni siquiera en broma. Quizás es la isla la que te las sugiere. Pero tú no la escuches. ¿Conoces la historia de Amalasunta, reina de los Godos?»

No había acabado Ernesto de decir estas palabras cuando una nube de esas que cuando desembarcaron estaban en el horizonte, cubrió el sol y lo oscureció, y junto con la isla oscureció también un largo trecho de agua. En un decir Jesús la isla adoptó la semblanza de aquel lugar trágico por su historia, que Greta todavía no conocía. Una historia de leyendas, de torturas, de luchas, de asesinatos.

«En el lejano año de 526 Teodorico, rey de los godos, que había reinado en Italia durante treinta y tres años, murió sin dejar un heredero directo. De su matrimonio había tenido tres hijas, de las cuales la primogénita, Amalasunta, estaba casada con un visigodo. Ésta tenía un niño, Atalarico, al que le correspondía el reino ya que , debido a las leyes góticas, un reino no podía ser heredado por una mujer. En el año en el que Teodorico murió, Atalarico era todavía un niño y Amalasunta asumió el gobierno en el lugar del chaval durante casi ocho años; luego, un día, Atalarico, todavía inmaduro para el gobierno de un reino, murió. Amalasunta, entonces, para no perder el reino tan amado por ella, se ofreció como esposa al hijo de una hermana de su padre: Teodato.

Éste habría llegado de todas formas al trono pero aceptó a Amalasunta como esposa para calmar los ánimos de todos los que eran partidarios de la mujer. Teodato era un hombre despiadado que no se preocupaba de otra cosa que no fuese asegurarse una vida tranquila circundándose de riquezas y de comodidades, sin interesarse por el bienestar de su propio pueblo. Teodato fingía siempre: probablemente habría querido deshacerse de Amalasunta enseguida en cuanto se casaron pero, para mayor seguridad, pensó que le convenía alejar el delito de los lugares en los que ella era amada y protegida. Así que la condujo mediante engaños a la Toscana, con la excusa de ver sus posesiones, para, a continuación, llegar a Roma donde ella podría exteriorizar la fe que siempre la había animado. Pero Amalasunta no llegó jamás a Roma: en cuanto alcanzaron una etapa del camino que costeaba el lago Bolsena fue sacada del carro que la transportaba y puesta en una barca que la llevó a Martana donde se dice que estuvo exiliada y murió. Fue muy poco el tiempo en que Teodato dejó viva a la pobrecilla: era demasiado peligroso posponer su asesinato, no tanto porque ella podía invocar la ayuda de los romanos sino por los numerosísimos godos que despreciaban a Teodato creyendo que, por compasión, había sido relegada a una isla perdida. El modo en que Amalasunta fue asesinada no está claro pero la tradición dice que fue lanzada desde lo alto del precipicio sobre el que estamos en este momento».

Ernesto había acabado con su relato y Greta se había perdido en no se sabe qué pensamientos: pensaba en Ernesto, en lo que le había dicho, pensaba en Amalasunta reina de los godos, en las historias que se entrelazaban en las piedras esparcidas por aquel terreno.

¿Quién sabe cuántas historias habrían visto aquellas piedras?

Seguramente habían conocido a Amalasunta y hoy habían visto a Greta rendirse por segunda vez en su vida a las dulces y dolorosas delicias de sus sentimientos.

8

Nota del traductor: Una especie de muro de contención.

La Larga Sombra De Un Sueño

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