Читать книгу La Larga Sombra De Un Sueño - Roberta Mezzabarba - Страница 6
PRIMERA PARTE
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ОглавлениеA la mañana siguiente Greta se levantó muy temprano y dio una vuelta, hasta el momento en que debería embarcar, por el camino que recorría la costa del lago durante casi dos kilómetros. El sol de junio acababa de salir y brillaba ya entre el follaje lleno de los brotes en flor de los olmos antiguos, de los troncos y de las guedejas gigantescas que, en doble fila, parecían desplegados para escoltar a la muchacha en su recorrido.
Mientras sus pies se movían con lentitud, sus ojos no tenían más miradas que para aquella isla que aparecía tan salvaje y que dentro de poco visitaría.
En la tranquilidad de aquella aurora rosada volvía a pensar en la feliz velada que había pasado en compañía de Giacomo. Durante un instante, con aquel simpático anciano, había recordado lo que significaría compartir el techo con otras personas, y junto con esas sensaciones había aflorado a la superficie la nostalgia por volver a casa, tan intensa que todavía la tenía metida hasta los huesos. Pero tenía miedo incluso al solo pensamiento de volverse a enfrentar con lo que de lo que había escapado, siguiendo el impulso del momento.
* * *
A las ocho en punto Greta ya se encontraba en el pequeño puerto de Capodimonte. De pie en el muelle parecía aferrarse al maletín negro, lleno de documentos, casi como si fuese su único salvoconducto para el paraíso. Observaba las pequeñas barcas ancladas en el muelle y pensaba que, después del viaje en el trasbordador, con el cual había dejado a sus espaldas Sicilia, no había tenido otra ocasión de navegar. Mientras estaba inmersa en la marea de sus pensamientos fue llamada a la realidad por un ruido de pasos a su espalda.
Un muchacho de figura esbelta se dirigió hacia ella mientras comía con ganas una manzana.
«Buenos días, señorita. Me llamo Ernesto y debo llevarla a la isla Bisentina. Si a usted le parece bien me gustaría salir enseguida».
También él, como el anciano Giacomo, tenía el rostro tostado por las caricias del sol, sobre el que resaltaban dos ojos de un color indeciso entre el marrón y el verde.
Greta no dijo ni una palabra. El barquero, mientras tanto, sin esperar su respuesta ya se había subido a la pequeña lancha motora blanca y trasteaba con los cabos que hasta hacia poco la habían mantenido firmemente anclada al muelle. Todavía de pie sobre el atracadero, siempre con el maletín en la mano derecha, Greta observaba las manos del desconocido, sus brazos musculosos, sus hombros sólidos. Luego, de repente, Ernesto se volvió hacia ella: el sol que resplandecía a sus espaldas esculpía la esbelta figura. La muchacha encontró de nuevo aquellos ojos: le tendía una mano mientras sonreía para ayudarla a bajar hasta la barca, como diciéndole que no tuviese miedo. Greta la cogió y le gustó el calor seco y el apretón seguro.
De nuevo estaba en una barca.
Mientras observaba la quilla de la pequeña embarcación fue atraída por la vegetación que se balanceaba lentamente debajo del agua. Parecía un bosque sumergido en las profundidades del lago. Ernesto, al verla tan atraída por la extraña vegetación se apresuró a darle explicaciones aunque ella todavía no le hubiese preguntado nada.
«Son muchas las plantas que pululan en las aguas del lago. Está el graminaccio3, la scopuccia y la pugnatella que, de la misma manera que cualquier mujer, es, al mismo tiempo, espinosa y frágil. Por desgracia hoy no es posible ver la loglia y la moracia que sólo crecen en primavera. La loglia saca su cabeza fuera del agua para poner al sol sus pequeñas espigas, como haría sólo una madre con sus pequeños. También la moracia hace lo mismo con sus hojas que tienen un color verde azulado y las flores de color rojo, pero encontrarla es un milagro».
«Nunca había visto nada parecido… ¿estas plantas crecen sólo donde hay poca agua?»
«Realmente, no. He oído contar que la crepitaia crece en los fondos marinos más profundos, tanto es así que, cuando los pescadores encontramos los hilos de las redes rotos, comprendemos que hemos sobrepasado los confines de la zona de pesca».
Los dos muchachos parecían unidos por el agua que los hacía sentirse a gusto: en el agua se entendían, parecía que se conociesen de siempre. Ernesto, de reojo, robaba imágenes de Greta con los cabellos sueltos que el viento desordenaba con sus mil dedos.
Un hálito de viento movía el lago encrespándolo con pequeñas olas, dulces y anchísimas que iban a romperse debajo de la proa con ligeros golpes.
En cuanto estuvieron un poco alejados de la costa Greta pudo, finalmente, descubrir el lago en toda su inmensidad.
«¿Es verdad que el lago de Bolsena es el lago volcánico más grande de Europa?», Greta estaba ávida de explicaciones.
«Cierto, es la pura verdad, pero, de todas formas, no pienses que un solo volcán habría podido tener un cráter tan grande. Algunos estudiosos han imaginado, y parece que es verdad, que todas estas depresiones y las sinuosidades presentes non son otra cosa que el testimonio de que había por lo menos tres cráteres de volcanes unidos. ¿Sabes que el punto más profundo del lago está entre las dos islas y que mide casi ciento cincuenta metros? Más que la cúpula de San Pedro», afirmó Ernesto serio, comprometido con su papel de cicerón.
Greta estaba asombrada por la multitud de cosas que sabía aquel muchacho de rostro broceado.
Las olas que movían el lago iban a romper en una miríada de otras más pequeñas que acababan aplastadas por la proa de la barca, recordando a Greta un ruido como de manos palmeando.
Mientras, la isla se aproximaba, cada vez más cercana.
Y era quizás por aquel movimiento de la barca sobre las aguas, quizás por el de las olas, quizás por el leve ondear de los árboles de la orilla, en los ojos de Greta se había creado la ilusión de que la isla se acercaba a la barca, como respondiendo a su deseo de conocerla.
Mirando cada vez más lejos Greta vio aparecer una imponente y sugestiva cúpula en medio de la espesa vegetación arbórea. Habían llegado.
Ernesto condujo la lancha motora entre una multitud de cañas bajas que afloraban desde el agua, que crujieron al paso de la barca, para entrar en un canal que los condujo hasta la pequeña dársena de la isla: estaba cubierta por una marquesina de estilo modernista que provenía de la exposición universal de Torino del 1911.
Aquí estaba el lugar deseado por Greta: por fin había llegado.
Mientras tanto, Ernesto, que ya había salido de la barca, estaba asegurando las amarras al pequeño muelle. Y mientras ayudaba a Greta a descender de la embarcación se dio cuenta de que el viaje no la había disgustado, a continuación, esbozando una sonrisa, dijo:
«Señorita, cuando quiera volver, yo estaré aquí esperándola»
Hacía unos pocos segundos que Greta había apoyado sus pies en la tierra de la isla Bisentina y ya sentía la sangre hirviendo en sus venas: su espíritu de isleña resurgía del profundo de sus recuerdos haciendo que se sintiese viva y renovada.
Imaginarse de nuevo sobre un trozo de tierra, solo, aislado por el agua, la llenaba de emoción.
Todos los árboles temblaban con la brisa perfumada que provenía del lago, que sabía de agua límpida y de resina, mientras que, por todas partes, sus ojos vislumbraban arbustos floridos, mariposas de distintos colores y alegres pájaros que cantaban.
Inmersa en la confusión de todas las emociones que la atravesaban, Greta no había notado a un hombre distinguido que vestido con librea roja, probablemente, la estaba esperando.
«Usted debe de ser la señorita Greta Capua, la secretaria del doctor De Fusco. Venga, sígame, el señor Príncipe ya la está esperando en la villa».
Greta notó que tenía una forma de ser desapegada pero la justificó enseguida en su mente pensando que su jefe no le permitía socializar con sus huéspedes.
Sin ni siquiera esperar un gesto de asentimiento, el mayordomo se metió por el terreno herboso, con los zapatos brillantes, girando a la izquierda. En cuanto superó el alto arbusto de laurel, se abrió ante su vista el amplio jardín a la italiana: éste estaba compuesto por un rectángulo dividido en tres recuadros, cada uno de los cuales tenía en su interior un estanque central enmarcado por regulares parterres de boj. Más allá de los altos arbustos de laurel se extendía un prado muy verde, delimitado por un bosquecillo de antiguos y altísimos álamos. Continuaron andando y, poco después, apareció ante los ojos de Greta el monasterio convertido en villa sin demasiadas alteraciones, del que había leído en varios textos en la biblioteca municipal de Viterbo, con los muros desnudos, las puertas y ventanas pequeñas. La iglesia contigua a la villa, la dedicada a San Giacomo y Cristoforo, era la más grande de la isla. Tenía formas simples y grandiosas al mismo tiempo, en las cuales algunos apasionados del arte reconocen una sobriedad y una templanza que luego Vignola perdió. La iglesia presenta una planta en cruz latina con tres altares en los brazos superiores en el cruce de los cuales se alza la alta cúpula octogonal recubierta por la parte exterior de tejas de plomo. Enfrente de esta imponente construcción se alzaba hacia el cielo un austero grupo de pinos antiguos, y abajo, entre sus seculares troncos, resplandecía el silencio del lago.
Girando la mirada Greta vislumbró un gran prado ligeramente en declive, donde se decía que pululaban liebres y faisanes; ante aquella visión sintió crecer en ella el deseo de vagar por la isla, sintió la necesidad de soñar sin la pretensión de encontrar algo, ni de saber nada de la historia ni del arte presentes en la isla.
Hubiera querido tan solo soñar estar en su isla, sin tener que pensar en nada más.
Pero la voz del mayordomo, ligeramente nerviosa, por el hecho de tener que llamar la atención de aquella muchacha que parecía que tenía la cabeza siempre entre las nubes, la devolvió bruscamente a la realidad, recordándole los documentos que debía hacer firmar al Príncipe. Inspiró profundamente, llenándose los pulmones de aire y se obligó a pensar sólo en el trabajo sin más distracciones.
No había acabado de tener este pensamiento cuando un hombre de unos cuarenta años, chaqueta azul y corbata bien anudada sobre la camisa blanca, después de haber acariciado la gran cabeza de un gigantesco San Bernardo (que luego Greta descubrió que se llamaba Gino), estaba saliendo a su encuentro, mientras que el mayordomo, después de haberla estudiado todavía durante unos segundos, volvió a entrar en la villa.
«Bienvenida señorita Capua, su belleza hace que empalidezca mi humilde morada».
Tenía una voz persuasiva, cada una de sus palabras parecía que eran pronunciadas entonando las notas de una música suave. El Príncipe Giovanni Fieschi Ravareschieri del Drago era realmente un espíritu noble: Greta enseguida quedó deslumbrada, antes incluso de cuando le levantase la mano derecha esbozando un galante besamanos.
Se había ruborizado.
«Estoy muy contenta de conocerle, Príncipe, y le doy también recuerdos del notario De Fusco. Tengo conmigo los documentos de venta que leeremos juntos y si todo es de su agrado los firmará, le dejaré una copia y otra me la llevaré para registrarla en el Registro de la Propiedad».
Greta había dicho toda la frase casi sin respirar, mirando a los ojos que tenía enfrente. Sentía por él una ligera envidia, por ser el que poseía la isla: hubiera sido su sueño más grande poder tener un refugio todo suyo, ¡imaginemos si hubiese sido una isla…!
«Hoy hace un día precioso y no querría llevarla a los tétricos muros de mi morada. Me gustaría ir a la orilla del lago donde ninguno de mis criados nos podrá molestar».
Greta asintió como embrujada por la voz de aquel hombre encantador.
Sobrepasaron la fronda de los sauces llorones, los perfumados laureles, olmos recios y severos, álamos blancos y del follaje que hacía música con su temblor, hasta llegar a la corona de los alisos que parecían seguir la costa, casi hundiendo sus raíces en el agua. Algunos de aquellos árboles se encorvaban sobre el espejo de agua hasta casi mojar las ramas y el follaje. El silencio sólo era roto por el raro y desigual croar de las ranas entre las cañas.
A la sombra de aquel paraíso había una mesa redonda de piedra y cuatro pequeños taburetes.
Se sentaron
* * *
El Príncipe tapó la pluma estilográfica después de haber terminado de firmas los papeles que Greta pasaba casi sin mirarlos, los conocía muy bien.
«Bien, lo que debíamos lo hemos hecho, ¿no cree que nos merecemos un bonito paseo por la isla?»
A Greta nada le gustaría más, y confesó al Príncipe que siempre se había sentido fascinada por la isla desde el primer instante en que había llegado a Capodimonte.
Las puertas de aquel espléndido templo de naturaleza y arte se abrían ante Greta que, incrédula, flotaba en sus sueños que estaban a punto de cumplirse.
* * *
Ernesto, mientras esperaba, se había acostado sobre el muelle, tenía una ramita de hierba entre los labios que le dejaba en la boca un sabor acre.
Pensaba en Greta. Extraña muchacha.
Tan cerrada a primera vista pero tan locuaz al contacto con el agua. Ávida de información y de curiosidad, como una niña, pero de una belleza magnífica y mal escondida por su ostentosa simplicidad.
¡Qué ojos tan oscuros tenía, negros como la noche, profundos como el lago!
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Nota del traductor: Todas las plantas acuáticas que se nombran en este párrafo no tienen una traducción al español ya que son propias del lago de Bolsena.