Читать книгу La Larga Sombra De Un Sueño - Roberta Mezzabarba - Страница 8
PRIMERA PARTE
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ОглавлениеGiacomo estaba en la puerta de la casa cuando Greta volvió de la visita a la Bisentina.
Al anciano pescador le bastó una mirada para comprender que para aquella muchacha esa experiencia había significado algo más que una reunión de trabajo: caminaba olfateando de vez en cuando una rosa que llevaba en la mano, su marcha se había ralentizado, casi como si estuviese gastando todas sus energías en sus pensamientos.
Y, de hecho, estaba pensando: pensaba en Ernesto y en las palabras con las que le había despedido:
«Si quieres, una de estas tardes te puedo llevar a la isla Martana. Es verdad que no podremos tener la lancha motora, que lo necesita mi padre, pero estoy convencido de que no te arrepentirás».
Ella no había dado una respuesta a aquella invitación ni él hubiera pretendido que se la diese.
Era un muchacho inteligente. Greta sentía en su interior sensaciones extrañas, escondidas desde hacía años, encerradas en el ángulo más oscuro de su alma, pero de todo aquello que sentía lo más extraño era que no experimentaba aversión hacia Ernesto, como era habitual que sintiese por todos los otros muchachos que habían demostrado una cierta simpatía por ella, después de Alberto.
Mirando hacia Giacomo Greta hizo un movimiento con la mano a modo de saludo, como diciéndole que aquella noche no tenía ganas de hablar. Traspasó la puerta de su casa, a paso lento. Entre la noche oscura y el alba las horas pasaban lentas marcadas sólo por el continuo preguntarse de Greta. Giraba y volvía a girar nerviosa en la cama perseguida por miles de preguntas “¿era justo permitir a un perfecto desconocido acercarse tanto? ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Sería peligroso dejarse llevar?”
Realmente, sin embargo, sólo advertía el deseo latente, vivo, de volver a ver a aquel pescador.
Ya estaba muy alto el sol en el cielo cuando Greta se levantó de su cama. Las oscuras barcas de los pescadores ya surcaban el lago plateado, quizás Ernesto estaba con ellos.
El autobús con el cual Greta iba todos los días al trabajo esa mañana estaba iluminado por la luz resplandeciente del sol, a ratos, mientras recorría veloz las calles desiertas y todavía soñolientas de la noche anterior. Greta estaba volviendo lentamente a la realidad pero quedaba, de todas formas, un peso en el corazón. Mirando hacia la isla había descubierto, dentro de ella, el deseo de volver a su Sicilia, un deseo incómodo, que casi le daba miedo pero que no conseguía reprimir. Había pasado demasiado tiempo desde que se había ido, y muchas veces había fingido no tener ya ninguna conexión con aquella isla y con su gente. ¿Cómo podía pensar que, después de seis años, su abuela, la única superviviente de su familia, podría aceptarla?
Por otra parte, durante aquel período ninguna de las dos se había preocupado de buscar a la otra, a no ser un par de veces, y para colmo con una frialdad que era más adecuada a dos personas desconocidas que a una abuela y una nieta.
Probablemente aquel deseo pasaría, como había ocurrido otras veces; pero Greta necesitaba sentir todavía aquel escalofrío que le producía pisar la tierra de una isla, lo sentía como una necesidad irresistible.
Visitaría la isla Martana con Ernesto.
Ya lo había decidido.
* * *
El notario De Fusco quedó entusiasmado con el trabajo que Greta había hecho, y aunque consiguió disimular la satisfacción que sentía, por haber terminado aquel negocio de manera tan brillante, tuvo unas palabras de elogio para Greta.
«Usted, señorita Greta, es realmente una digna colaboradora. Sabe hacer su trabajo y sobre todo sabe tratar admirablemente a las personas. Me siento muy contento por tenerla a mi lado. Ahora nos podemos permitir incluso un brindis por el éxito de nuestro trabajo y, mientras tanto, si quiere, querría que me contase cosas de la isla Bisentina. He oído decir que es encantadora».
Así que se fueron al café más prestigioso de la pequeña ciudad, donde se encontraba toda la gente bien de Viterbo, y se sentaron en una mesa con un largo mantel amarillo. A los ojos de la muchacha el notario parecía distinto, casi alegre. Greta contó con mucho placer al hombre que estaba enfrente de ella, con minuciosidad los más pequeños detalles, su breve permanencia en aquella isla que podía parecer tan salvaje desde tierra firme pero que, en realidad, tenía encerradas, casi escondidas de los ojos indiscretos por la espesa vegetación, un atractivo y una belleza extraordinaria. Le contó lo del convento transformado en villa, de la iglesia con las tumbas de los Farnese, de la nobleza franca del Príncipe, de su amabilidad. Le contó la excursión para ver los siete pequeños oratorios, diseminados entre la aspereza de aquella pequeña mancha de tierra, de las pavorosas paredes a pico sobre el agua y de las plantas seculares. Greta hablaba con énfasis de sus impresiones sobre la isla al notario que la escuchaba con vivo interés. Y mientras hablaba pensaba que aquel hombre habría debido ir a la isla, porque no es posible narrar perfectamente ciertas cosas. Greta había aprendido del Príncipe Giovanni que la isla se había convertido en propiedad de su familia en 1912 cuando la mujer del Duque Enzo Fieschi Ravaschieri di Roccapidemonte, la Princesa Beatrice Spada Potenziani, la había comprado. El Duque Enzo, que había inspirado al personaje de Andrea Sperelli de El Placer 4escrito por D’Annuzio, en cuanto compró la isla hizo grabar dos frases sobre los monumentos que ya existían, en recuerdo del gran poeta. La primera sobre el umbral del ex convento, transformado luego en villa dice Forse avverrà che quivi un giorno io rechi il mio spirito fuor della tempesta a mutar l’ale5; mientras que la segunda encontrada sobre la muralla que rodeaba la zona de clausura O desiata verde solitudine lungi al rumor degli uomini 6.
Por su parte la princesa Beatrice cuidó la isla de tal manera que hizo que regresasen los fastos y el esplendor de los años en los que los Farnese la consideraban la gema más preciada de su ducado. Se dice que, para destruir los molestos mosquitos que pululan en la Bisentina, hizo importar la farra7 del norte de Europa, una clase de pez que se ha aclimatado muy bien al lago de Bolsena.
«¿Cómo fue el viaje? ¿Se ha portado bien el pescador que debía acompañarle?», preguntó el notario ya que Greta, extrañamente, no había dicho una palabra sobre él.
«Bien, bien…», respondió Greta visiblemente incómoda.
«Habría que llevarle la paga que le corresponde por haberla llevado hasta la isla… si para usted no representa un problema. La he visto tan afectada cuando lo he nombrado. ¿Se portó de manera inconveniente con usted?»
A veces, con ciertas expresiones, parecía el padre que nunca había tenido.
«¡Que va! ¡De ninguna manera! Le llevaré con gusto lo que le corresponde por su trabajo».
Era imposible esconder lo más mínimo a aquel hombre, tenía una sensibilidad y una agudeza increíbles descubriendo los sentimientos ajenos.
Y sin embargo no se había casado. ¿Quién sabe el motivo?
* * *
Cuando regresó a casa, por la tarde, Greta se fue al paseo fluvial, donde los grupos de pescadores solían remallar las redes y charlar un poco, protegidos por la sombra fresca de los grandes olmos.
Ernesto estaba apartado arreglando una gran red con forma de cono: le daba vueltas a sus pensamientos en su cabeza, con los cabellos revueltos y la mirada baja que, a veces, levantaba como para buscar algo más allá de la sombra que lo protegía, hacia el lago.
El espejo de agua estaba inmóvil bajo el calor y la luz cegadora de julio que lo hacía relucir como una gigantesca piscina azul. Sólo algunas franjas azuladas escondían la superficie, llegando incluso hasta las dos islas, que se extendían sobre la superficie brillante como ligeras nubes multicolores. Las aguas dormían perdidas en uno de sus profundos sueños de primera hora de la tarde, y mientras la campana de Capodimonte había hecho escuchar sus campanadas, lenta y baja, la de Marta, clara y aguda, le había respondido, y de otras lejanas había llegado sólo el eco a través del aire inmóvil.
Ante la presencia de Greta entre los pescadores se creó un poco de alboroto que devolvió bruscamente a la realidad a Ernesto.
En el mismo momento en que él levantó los ojos de su trabajo, para poder ver cuál podía ser el motivo de la agitación de sus compañeros, Greta lo estaba mirando.
Entre las dos miradas saltaron chispas.
Él se quedó quieto mientras que ella avanzaba entre los pescadores inmóviles que seguían su figura sólo con los ojos.
«Te he traído la paga por tu trabajo. El notario De Fusco te está muy agradecido por haberme acompañado a la isla Bisentina y yo lo estoy por la paciencia que has demostrado al esperarme cuando por la tarde he ido a visitar la isla».
Greta hablaba con calma, su voz era baja y profunda. Todos la estaban escuchando.
Ernesto cogió el sobre que Greta le tendía, sin decir nada, casi paralizado por la emoción inesperada de volverla a ver.
La muchacha hizo el gesto de marcharse, ya se había dado la vuelta. Todos los pescadores, desilusionados por lo trivial de su conversación, ya habían vuelto a su trabajo.
Fue en ese momento cuando Greta, montada sobre la ola de su deseo, se dio la vuelta, mirando directamente a los ojos de Ernesto, le susurró:
«Mañana iré a la Martana, contigo».
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Nota del traductor: existen varias versiones en castellano de este libro.
5
Nota del traductor: Quizás ocurrirá algún día que en este lugar yo deje mi espíritu fuera de la tempestad para cambiar de alas.
6
Nota del traductor: ¡Oh, deseada verde soledad lejana de los ruidos de los hombres!
7
Nota del traductor: Un pescado perteneciente a la familia de los salmones.