Читать книгу Una candidata inesperada - Romina Mª Miranda Naranjo - Страница 10
Capítulo 5
ОглавлениеEl incómodo nerviosismo de Victoria aumentaba conforme veía acercase, lenta pero inexorablemente, al conde de Holt. Sintiendo las palmas de las manos húmedas de transpiración aún a través de los guantes que la cubrían hasta los codos, se obligó a mover la cabeza y sonreír en deferencia a su interlocutor. Bernard Chamber hablaba casi tan rápido como alzaba el rollizo brazo a la caza de algún canapé, siempre ojo avizor de cualquier camarero que llevara la bandeja cerca de donde ellos se encontraban.
Mientras trataba en vano de centrarse en la conversación, Victoria no podía evitar preguntarse por qué Andrew Holt se aproximaba a ellas. Cierto era que su madre se encontraba en aquellos momentos junto a la condesa viuda, pero era bien sabido que como anfitriona de la casa estaba moralmente obligada a no hacer distinción alguna entre sus invitados. Él, por el contrario… no parecía tener sentido que perdiera tiempo en ellas, teniendo en cuenta la naturaleza de sus ambiciones.
–Está claro que toda esta… inesperada reunión tiene como objeto encontrar una esposa adecuada para el joven conde –había dicho Eleanor horas antes, en la confianza de su aposento, cuando ambas se arreglaban para la cena.
–También hay hombres entre los huéspedes –señaló Victoria, que se había mostrado tensa durante todo el tiempo que una de las doncellas asignadas para atenderlas había revoloteado a su alrededor con unas tenacillas calientes, amenazando con llenar su pelo con bucles indeseados–, y familias que no cuentan con jóvenes casaderas.
–Bueno… Joanna es una dama de tradición y desde luego sabe que sería de terrible mal gusto hacer venir exclusivamente a jovencitas solteras. Eso daría que hablar y dejaría en evidencia las intenciones de su hijo.
Sentada en el tocador, trenzándose la gruesa mata de pelo después de haber despachado a la doncella con la mayor educación, Victoria seguía sin asumir del todo qué hacían ellas allí, incluso teniendo en cuenta las necesidades de salud de Eleanor, había algo en la invitación de la condesa viuda que no terminaba de encajar, simplemente no tenía ninguna razón de ser.
–De modo que somos una especie de relleno que pasará desapercibido –ironizó, con una mueca de disgusto mientras contemplaba su reflejo en el espejo–, un grupo selecto de personas que no está a la altura de las expectativas del conde, pero que usará para que no se sepa a las claras lo que pretende.
–Míralo de este modo, querida. –Eleanor se asomó tras su hombro, acariciándole la cabeza con mimo. Los dos pares de ojos castaños mirándose a través del espejo–. Vamos a pasarlo muy bien viendo a todas esas pequeñas con las cabezas llenas de serrín corretear alrededor del conde, esperando ser las elegidas.
Aunque Victoria se había reído, una parte de ella seguía sintiéndose terriblemente ofendida. Tenía muy claro que el escalón que ocupaban su madre y ella en la alta sociedad era bajo, pero no veía necesidad de que les enviaran una invitación para un evento donde no cumplían prácticamente ninguna de las normas relativas a la etiqueta que tan importantes eran para los Holt. Andrew Ferris siempre había vivido en una familia acomodada, siendo su sangre, decían los entendidos en aristocracia, más valiosa que algunos de los vinos más selectos, pero aún así ella no consideraba que mereciera el derecho a mirar a nadie por encima del hombro.
No es que Victoria aspirara a ser objeto de cortejo, aunque una punzada de decepción se adueñara de su pecho cada vez que lo pensaba, pero saber que estaba allí solo como decoración, mientras el resto de jóvenes casaderas eran tratadas de forma exquisita solo por tener unas mayores fortunas… la hacía sentirse insegura y mediocre, exactamente igual que en su primera y única temporada en Londres. No pudo tener los vestidos a la moda, ni tampoco fue invitada a los eventos más recomendables. Jamás tuvo oportunidad de ver o conocer a caballeros respetables a los que podría haber considerado como compañeros potenciales. En otras palabras, se le negó toda ocasión de suerte debido a su situación económica y social. Y volvía a vivirlo.
De modo que ahora, rodeada de personas influyentes e importantes, no podía evitar pensar cómo habrían resultado las cosas si su padre no hubiera aspirado tan alto. Quizá, de no haber persistido en ampliar sus negocios hasta más allá del vasto océano, ella podría ser un partido a tener en cuenta, en vez de tener la seguridad, a los veinticinco años, de que se quedaría soltera para siempre.
La idea de poder vivir relajadamente y sin tomar en cuenta las estrictas normas sociales, o bien sola o junto a su madre, olvidando todo compromiso, la atraía. Pero por Dios, habría querido tener al menos la ocasión de plantearse cómo sería ser escogida como esposa de alguien.
Ajeno a tales pensamientos y casi arrastrando el brazo menudo pero férreo de Adeline Aldrich, Andrew se abrió paso entre el gentío y avanzó, captando la atención de su madre, que le miraba de hito en hito, como si no pudiera comprender a qué se debía su repentina necesidad de aproximarse a ellos.
–Buenas noches –dijo por fin, adoptando su voz más formal en cuanto tuvo enfrente al estrafalario cuarteto–. Señora Linton, permítame ofrecerle mi más sincera bienvenida nuevamente, ahora que me encuentro en mejores condiciones que la primera vez que nos vimos.
Eleanor abrió los ojos y parpadeó como un búho soñoliento mientras Andrew le hacía una venia impecable. La redonda mujer, que se abanicaba distraídamente, respondió con el mismo gesto, añadiendo a su rostro de facciones bonachonas una sonrisa casta que ocultaba una malicia muy inocente.
–Milord… es un placer verle. Esta es una velada encantadora.
–Espero que la disfrute. Permítanme presentarles a la señorita Aldrich, que ha tenido la gentileza de no abandonarme cuando me dirigía hacia aquí.
Adeline sacó a flote sus poses más ensayadas y selectivas, ganándose la atención de los allí presentes con su derroche de perfección. Cuando alzó la vista y clavó en Victoria sus ojos malévolos, levantó unos centímetros el mentón, resistiéndose a soltar el brazo de Andrew. Con un parpadeo coqueto, le sonrió antes de dirigirse a ella con mordacidad.
–Disculpe… ¿nos conocemos? Su rostro me es apenas familiar…
Joanna escogió ese preciso momento para efectuar las presentaciones oficiales, recomponiéndose por fin de la súbita aparición de su hijo. La mirada de Victoria, puesta sobre la adorable y esponjosa Adeline no dejaba lugar a la duda. Claro que la conocía, pues incluso viviendo ellas más próximas a Surrey que a Kent, les llegaban los cotilleos de la ciudad. La señorita Aldrich era una de las doncellas más aclamadas y deseadas por los caballeros londinenses. Con su liso cabello castaño y sus ojos color verde resultaba tan perfecta, que solo mirarla le creaba a uno todo tipo de complejos.
Desde luego ella no sabía nada de Victoria, pues sus círculos no podían ser más distantes, tal como se reflejaba en aquella precisa situación. Una, junto al conde de Holt, y la otra… tratando de mantener la atención de Bernard Chamber el tiempo suficiente como para que él respondiera una pregunta antes de seguir comiendo todo cuanto caía en sus hábiles manazas.
–Eleanor y Victoria, esta es Adeline Aldrich, su padre es un importante inversor que posee participaciones en dos ferrocarriles que con frecuencia cruzan nuestro país y nos traen progreso y nuevas oportunidades.
–Tres ferrocarriles. –Sonrió ella, quitándole importancia a su propia explicación con un gesto de la mano–. Acaba de iniciar una nueva participación, motivo por el que no ha podido acompañarnos en esta ocasión.
–Su ausencia se hará notar, sin duda. –Joanna no se dejó amilanar por la interrupción–. Querida, estas son las damas Linton. Eleanor y yo somos cercanas desde hace mucho tiempo. Y este joven caballero, es Bernard Chamber.
El joven hizo una torpe reverencia, haciendo que su pelo ralo se despeinara ligeramente sobre la frente. La voz le salió ronca cuando la saludó, y ella mostró una expresión de desagrado que fue casi imposible de disimular.
–Es hijo del barón Ilhan Chamber, ¿no es así? El segundo hijo. –La sonrisa mezquina de Adeline se reflejó en el semblante del joven–. Un placer.
Victoria respiró hondo, estirando el cuello para comprobar si los músicos seguían tocando, pues todo movimiento y sonido parecía haberse esfumado del pequeño rincón que ocupaban en el salón. No podía reprimir la creciente oleada de disgusto que estaba apoderándose de ella en aquellos momentos al comprender lo que estaba pasando a su alrededor. Andrew se había acercado llevando del brazo a la encantadoramente deseable Adeline Aldrich, la dama idónea, mostrándose ambos como un alarde de perfección. Sin duda serían una pareja hecha a medida, en caso de que él escogiera centrar sus intenciones de cortejo en ella. Claro que, ¿por qué no iba a hacerlo? Parecía claro que esa mujer había sido puesta en el mundo para él.
Entonces, ¿por qué perdía tiempo con ellas? ¿Acaso pretendía dejar claro, acudiendo junto a la reluciente señorita vestida de verde musgo, que únicamente tendría para dedicarles unos segundos de obligada cortesía? Y desde luego, no pensaba mantener una conversación estando solo, seguramente por miedo a que le retuvieran.
Andrew la miraba con atención, preguntándose por qué parecía tan incómoda con todo lo que la rodeaba, cuando debería estar agradecida de que la hubiera rescatado de la penosa compañía en que se encontraba. El brazo de Adeline cada vez le aferraba con más fuerza, como si pretendiera exigirle sin palabras que se apartaran cuanto antes de ahí y volvieran a dedicarse únicamente el uno al otro, algo que a él no le apetecía en absoluto en esos momentos. En un alarde poco común de descortesía, Andrew ignoró sus intentos y giró el rostro hacia Victoria, llamando su atención con un débil carraspeo que hizo que tanto ella, como las madres de ambos, le miraran con inquietud. Se le puso un nudo en la garganta. Maldita sea… ¿es que no podía mantener una conversación con una de sus huéspedes sin tener espías?
–Señorita Linton… –Obligó a su temperamento a sosegarse–. Le ofrezco excusas por mi repentina aparición de esta mañana. Fue todo un infortunio que tuviera que presentarme en tal atuendo.
Victoria no mostró ningún balbuceo, ni tampoco sus ojos se movieron con rapidez, dejando ver desconcierto o inquietud. Simplemente se quedó como estaba, sosegada e imperturbable, mostrando un grado de desdén tan ligero que le pasó casi desapercibido incluso a su madre, que era el ser humano que más y mejor la conocía.
–No se disculpe, milord –le respondió, sin emoción alguna–. No tuvo ninguna importancia. A decir verdad… ni siquiera recordaba lo sucedido.
–Me temo que yo no podría olvidarlo –atajó Andrew, dando un paso más al frente sin darse cuenta–. No suelo pasar por alto a las personas que conozco por primera vez. Sin excepción.
–Eso es una suerte, teniendo en cuenta todas las que le serán presentadas en estos días.
–Bien… aunque así es, señorita Linton. –Curvó una sonrisa, tocándose informalmente la sien con la mano libre–. Detestaría haberle dado una primera impresión negativa.
–No tema, milord. –Victoria inclinó levemente la cabeza, dejándole ver el brillo dorado de una de las mariposas que sujetaban sus rojos mechones con gracia–. Estoy convencida de que las impresiones positivas que obtenga del resto de invitados le harán olvidar cualquier otra cosa.
Andrew no sabía si sentirse fascinado por su osadía y descarada muestra de aversión hacia él u ofendido porque para la joven hubiera resultado tan poco importante conocerle. Él nunca había pretendido resultar llamativo para ella, pero ya que se había dado el caso que habían empezado de forma tan poco adecuada… solventarlo le parecía lo más adecuado, de obligado cumplimiento, incluso. Y ahora aquella muchacha le arrojaba a la cara que debería bañarse en los halagos que pronto empezaría a recibir para poder digerir el hecho de que para ella no era más importante que Bernard Chamber, o (que Dios le diera paciencia para soportarlo) quizá incluso menos importante que él.
–Confío en que estos días en mi propiedad la hagan formarse una opinión un tanto más halagüeña de mí. –Le hizo otra reverencia–. Deseo que disfrute de la velada.
–Lo hacía, milord. –Victoria concedió a Bernard una sonrisa que le hizo enarcar las cejas con curiosidad–. Mantenía una fascinante conversación con el señor Chamber.
No dijo que esperaba retomarla, pero el aguijón fue interceptado por Andrew de todos modos. Vaya con Victoria Linton. Había demostrado que el dicho popular que circulaba sobre las pelirrojas parecía ser cierto en lo que a ella respectaba. No cabía duda de que era todo un demonio, allí plantada con su sencillo vestido color crema y su boca en un mohín de desagrado por tener que prestarle atención a él.
¿Tanto la había ofendido por aparecer sucio tras hacer estado encargándose de sus deberes para con sus arrendatarios? Por lo que tenía entendido, tanto la señorita Linton como su madre vivían de modo simple y mundano en una pequeña casita en el campo, alejadas del barullo y los convencionalismos de Londres, ¿cómo, pues, podía ser tan rígida en cuanto a él, que no solo era un aristócrata de la más alta posición, sino además, poseedor actual de un condado? El creciente mal humor se apoderó de Andrew, que sentía las sienes a punto de estallar mientras intentaba dilucidar el motivo por el que Victoria Linton parecía aborrecerle, y por qué la opinión de esa jovencita larguirucha y malhumorada le afectaba tanto.
Percibiendo la tensión que se adueñaba del ambiente, Joanna abrió la boca para decir algo que desviara la atención y abriera la conversación al resto de los allí presentes, sin éxito. Eleanor, sabedora de la inquietud de la condesa viuda, golpeó rítmicamente el abanico contra su hombro y se dirigió a Andrew con gracia natural.
–Dígame, milord… ¿de qué color es en realidad su perro? –Sonrió satisfecha cuando el aludido, y los demás, la miraron–. Me temo que con todo aquel barro no pude distinguir raza alguna.
–Es un dálmata. –Correspondió Andrew, aceptando el guante que la señora Linton le lanzaba–. Lleva cinco años conmigo. Lo encontré por casualidad pocos días después de la muerte de mi padre, agazapado entre las ruedas de mi carruaje. –Sonrió al rememorarlo–. No era más que un cachorro desnutrido, pero desde entonces me ha sido fiel y leal.
–Pocos animales hay como ese perro –concedió Joanna, con un mohín que pretendía mostrarse exasperado–. Vive y se pasea por la casa libremente, para mi eterno horror.
–Sus modales son mucho más refinados que los de cualquiera, madre. –Andrew sonrió–. Es un compañero muy apreciado, llegó a mi vida en un momento de cambios y tristeza. Su compañía me es muy grata.
–A mí también me gustan los animales. –Tomó partido Adeline, temiendo verse apartada de la conversación repentinamente. Sonrió con elegancia–. He tenido gatos de concurso y las yeguas que cría mi padre, traídas del este, son excepcionales.
–Tal vez le guste ver los ejemplares del establo, señorita Aldrich. –Andrew le hizo un gesto con la cabeza, que ella aceptó llena de rubor–. ¿Qué me dice de usted, señorita Linton? ¿Le gustan los animales?
–Más que algunas personas –contestó la joven, con los hombros erguidos y la mirada clavada en él. Gracias a que era un poco más alta de lo debido, casi podía mirar a Andrew de igual a igual–. Un animal nunca te hace sentir menos que él por convencionalismos o abolengo social.
–Victoria… –suspiró Eleanor, abanicándose tan fuerte que se daba golpecitos en el pecho.
–No… estoy totalmente de acuerdo con usted, señorita Linton. De un animal cabe esperar que siempre se muestre como es, y que actúe como piensa.
Harta de sentirse desplazada en medio de una conversación que consideraba tonta, Adeline carraspeó del modo menos elegante que pudiera existir. Aferró el brazo de Andrew como con una garra y le dedicó una caída de pestañas más que evidente cuando él desvió su mirada hacia ella. La vio allí, como una cervatilla indefensa, con aquel cabello castaño perfectamente peinado en bucles, el vestido verde musgo y las mejillas con el rubor exacto para mostrarse adorable y cohibida al mismo tiempo. Era maravillosa, radiante y absolutamente acorde a todo cuanto él pudiera esperar, no obstante… algo, un poder desconocido, le hacía imposible apartarse de donde estaba, en ese rincón apartado de toda acción en la primera velada, intercambiando frases dolientes con Victoria Linton.
–Milord… me temo que tanta conversación me ha dejado sedienta –murmuró Adeline, como si quisiera hablar solo para él–. ¿Tendría la bondad de acompañarme a tomar un refrigerio?
–Yo la acompañaré –graznó Bernard Chamber, haciendo su primera aportación al diálogo. Presuroso, ofreció el brazo a Adeline, que lo miró con espanto–. No es sano pasar tanto tiempo con el estómago vacío.
Durante unos instantes todos se miraron entre sí. Adeline a Andrew, esperanzada, Bernard a Adeline, exasperado por su tardanza, Joanna a todos a la vez, preguntándose a sí misma como era posible que algo que debía resultar tan sencillo, como presentar a dos jóvenes y permitir que iniciaran una charla podría haber dado aquel vuelco. Prestó atención a Andrew, que no se movía del sitio, ignorando por completo no solo a la huésped que llevaba del brazo, sino a todas las demás. Eleanor clavó su mirada en Victoria, quien tenía la vista posada en algún lugar indeterminado, sin observar a nadie en particular.
–Querida, ¿por qué no vas con ellos a tomar un ponche? –Rompió el silencio la señora Linton, con una mirada que dejaba pocas dudas–. Te hará bien refrescarte, y estoy segura de que el joven Chamber no tendrá inconveniente.
–No lo tengo –ronroneó Bernard, alzando el brazo opuesto con una sonrisilla porcina–. La llevaré a tomar ese ponche con mucho gusto, y a usted también, señorita Aldrich.
Bernard parecía sentirse extrañamente extasiado, pero no más que Adeline, que sonrió ladina cuando Victoria tomó el orondo brazo que se le ofrecía, y con una negativa consternada declinó el ofrecimiento con toda elegancia. Se mostraba tan perdida en su propia satisfacción que no percibió la inquietud de Andrew al ver a la pelirroja muchacha aceptar el gesto caballeroso de aquel muchacho que, a buen seguro, jamás se habría visto en semejante compañía antes.
–No quisiera interrumpir. –Se jactó, sin apartar la mirada de los ojos castaños de Victoria–. Dejemos que estos dos… jóvenes tan afines tomen ese refrigerio a solas.
Eleanor se mostró entusiasmada con la idea, y fue en ese momento cuando reflejó demasiado sus emociones, dejando que su hija sacara por fin las conclusiones necesarias para comprender los motivos exactos por los que se encontraban en la mansión Holt. Con una mirada airada y el semblante cargado de traición, Victoria se despidió con toda la calma que pudo de los presentes y dejó que Bernard Chamber la llevara a la gran mesa de bebidas que estaba al otro lado del salón.
Andrew observó como se le bajaban los hombros a medida que se alejaba, y se preguntó si quizá ella no estaría tan de acuerdo como parecía con los planes de la señora Linton y Joanna.
Entretanto, cubriendo a grandes zancadas el pasillo que comunicaba una de las puertas de la cocina con las habitaciones de servicio, Josh, que no se arrepentía de su repentino cambio de planes, sentía la molesta consciencia de que actuaba con la mayor de las cobardías. Con manos trémulas, se arregló las mangas de la camisa blanca, llevando apoyada en el hombro la librea color chocolate que aún no se había puesto. Bajó los escalones de piedra del final del pasillo y traspuso hacia el lado derecho, donde estaban los aposentos de los empleados varones, contó tres puertas y asió el tirador de la cuarta, entrando a un dormitorio que ya estaba en penumbra. Con un suspiro, tanteó y levantó el candil apoyado sobre una repisa de madera, abriendo la mecha para crear una tenue iluminación.
Había dos lacayos durmiendo en ese cuarto, lo que le extrañó profundamente, pues uno de ellos debía ser él, aunque era sabido por todos los que trabajaban en la casa Holt que Josh se sentía más cómodo en el establo que confinado en las mazmorras, como solía llamar con sorna a las habitaciones subterráneas.
Inclinándose sobre el joven dormido a la izquierda, Josh le apartó las mantas, riendo un poco al verle roncar con la boca abierta. Le caía una ligera baba por la comisura y tenía el pelo rubio de punta por haberse ido a la cama sin secarlo antes. Con su manaza morena, le zarandeó, haciendo que el joven gruñera algo que sonó como una amenaza velada.
–Gilly, ¡vamos Gilly, arriba. No rezongues!
–Maldición… –El aludido bostezó, abriendo un ojo para mirar a Josh–. ¿Qué pasa?
–Tienes que levantarte, ha llegado un huésped y debes atenderlo.
–¿No puedes hacerlo tú? Ya estás levantado.
Gilly tiró de la sábana para cubrirse la cabeza, pero Josh fue más rápido y se la arrebató de las manos, zarandeándolo otra vez. El lacayo que dormía en la otra cama emitió un ronquido y se dio la vuelta mostrándoles la espalda, mientras balbuceaba algunas palabras que enrojecieron las puntas de las orejas de Josh.
–¿Quién demonios es ese tipejo? –le susurró a Gilly, sin quitar la vista del bulto durmiente–. ¿Y por qué está en mi cama?
–Es el… lacayo personal de madame Aldrich y su hija. Se llama Rogers nosequé… y sí, es un cerdo. No estoy nada contento con compartir el cuarto con él, la verdad –respondió el aludido, restregándose un ojo–, pero esa era la única cama libre.
–Le tendré puesto un ojo encima –murmuró Josh. Hizo memoria y no recordó que otros invitados trajeran sus lacayos propios. Doncellas, conductores de carro y damas de compañía sí, pero lacayos, en aquel momento… sacudió la cabeza, volviendo a lo que le apremiaba–. Arriba Gilly, ya. Y vístete apropiadamente, tienes que recibir a la señorita Ferris.
–¿La señorita…? ¡Por los calzones remendados de mi abuelo! ¿Por qué no lo habías dicho?
De un salto, Gilly se puso en pie, echándose el agua fría de la jofaina apresuradamente por la cara mientras el propio Josh le pasaba la librea, que estaba perfectamente planchada dentro del armario de dos hojas. Mientras Gilly se ataba las botas y se peinaba prácticamente a la vez, Josh abrió la puerta, dispuesto a perderse nuevamente por el oscuro corredor.
–Ocúpate de que lady Claire llegue sana y salva a los escalones del porche principal, no la dejes sola antes, casi es medianoche y aún queda gente en el salón, que no te vean.
–Si tan bien sabes hacer el trabajo, McKan, ¿por qué no la recibes tú mismo? –masculló Gilly, poniéndose en pie.
–Tengo menos experiencia como lacayo. –Era verdad, pero le humillaba tener que usarlo como excusa–. Además, esos caballos han recorrido una larga distancia, debo prepararme para abrevarlos.
Su interlocutor asintió, conforme, y salió de la habitación entre bostezos. Los dos hombres se separaron tras cruzar el pasillo y salir por la puerta trasera de la cocina, Gilly rumbo a la entrada enrejada, donde el carruaje negro estaba a punto de detenerse, y Josh hacia las caballerizas, donde llenaría de agua fresca el abrevadero y prepararía dos cubículos con heno para los caballos, a los que habría que cepillar y revisar los herrajes en cuanto llegaran hacia él.
Con un suspiro, se permitió mirar unos segundos en dirección a la entrada. Gilly empezaba a abrir el enrejado y, en unos minutos, la portezuela del carruaje quedaría abierta de par en par, Claire descendería por los escalones de mano y toda su vida, su tranquilidad, se esfumarían como el humo de un cigarrillo contra el aire nocturno. Josh apretó los puños y se dio la vuelta, entrando al establo y poniéndose en marcha antes de siquiera poder atisbar su sombra en la lejanía.
–Ya no somos niños, Claire –masculló para sí mismo, con la voz cansada y el corazón martilleándole dolorosamente en el pecho–. No puedo permitir que sigas jugando conmigo.
Colgó la librea de un travesaño de madera y cogió la horca para reunir el heno, decidido a retrasar el terrible y anhelado momento de volver a verla cuando le fuera posible.