Читать книгу Una candidata inesperada - Romina Mª Miranda Naranjo - Страница 8

Capítulo 4

Оглавление

El silencio reinó durante unos incómodos minutos en que Andrew fue radiografiado por las Linton, que desviaban la mirada paulatinamente de él a Harvey, intentando decidir quizá cuál de los dos necesitaba con más urgencia un baño con carácter inmediato. Cuando la situación amenazaba con hacerse insostenible, Joanna se aclaró la garganta y, con una sonrisa, señaló a su hijo, extendiendo una mano, delgada y elegante, en su dirección.

–Sin duda esa debe ser la explicación de la apariencia de Andrew –dijo, como si hiciera falta entrar en detalles–. ¿Ha habido algún problema grave en la cosecha?

–Una fuga. Un canal se estropeó. En el sector norte.

Maldición, ¿por qué no podía hilar una frase con sentido? Estaba allí parado, en el centro de su propio recibidor, manchando el impoluto suelo de mármol con el barro que se le escurría de las botas. Ni aunque lo intentara con todas sus fuerzas, podría sentirse más humillado.

–Confío en que todo esté solucionado. –Continuó Joanna, sin duda pretendiendo que la insólita situación tuviera algo de sentido–. Sería una verdadera lástima perder la cosecha cuando la recogida está tan cerca.

–Solo se ha perdido una planta, madre –masculló Andrew–. Josh me avisó y enseguida nos pusimos manos a la obra.

No fue consciente de cuándo terminó la conversación, pues su mente estaba demasiado confusa y molesta como para prestar atención. Su madre repitió las presentaciones y por fin, Andrew obsequió a las señoras Linton con la debida reverencia. Después se disculpó y subió a su dormitorio. El único sonido que emitió fue un ligero siseo de labios para que Harvey lo siguiera.

–No cabe duda de que será un conde tan centrado en sus obligaciones como su padre –comentó con alabanza Eleanor Linton, empezando nuevamente a abanicarse–. No cualquier noble se interesa en tales labores, tomando parte de ellas.

Le dedicó una mirada significativa a Victoria, que se limitó a asentir. Joanna sonrió, reiterándoles la bienvenida, y las dejó continuar hacia sus aposentos, dispuesta a recibir a la siguiente tanda de invitados. Mientras cruzaban el pasillo y entraban a la habitación que les había sido asignada, Victoria cesó de morderse el interior de la mejilla y dejó escapar la sonora carcajada que llevaba minutos tragándose con esfuerzo.

–¡Vicky! –Eleanor la miró con curiosidad, acercándose a ella–, ¿qué pasa, hija?

–Incluso el perro se veía más limpio que él –exclamó la joven, jugueteando con la punta de su trenza roja entre risitas espasmódicas–. Puede que tengas razón, madre, me equivoqué al pensar en el nuevo conde como un vago… al parecer está muy ocupado, sí… revolcándose en el lodazal.

Eleanor cerró el abanico y golpeó sin fuerza en el brazo de la joven, reprendiéndola. No obstante, cuando ambas estuvieron a salvo de miradas indiscretas, en el interior del aposento, cedió a su impulso y rió también.

Se había creado mucha expectación a lo largo de la tarde sobre cómo sería la primera velada en la mansión Holt, y no era para menos. Conforme pasaban las horas, el número de invitados aumentó considerablemente y los camareros, doncellas y criadas de planta se apresuraron preparando el salón grande para dar cobijo a tan selecto grupo de comensales. Debido a que aún no se encontraban en la propiedad todas las personas que habían sido invitadas, Joanna había decidido posponer el baile y la cena oficial, de modo que en esa ocasión se serviría un ágape en forma de bufet en el que los asistentes podrían probar algunos de los deliciosos platos que eran especialidad de Josephine.

Los laterales de la sala quedaron cubiertos de ingeniosas mesas cuyo mecanismo inferior mantenía candente la parte de acero sobre la que iban colocados los platos. Un pequeño brasero debidamente protegido y oculto a la vista de los invitados proveía de calor, de forma que la comida servida no se quedaba fría. Entre las viandas se encontraba la trucha en escabeche, el pastel de carne, las patatas gratinadas con verduras, la sopa de vieiras y la codorniz al ron.

La selección de postres, llamativa para todo el que entrara al salón, se había dispuesto en la pared sur, y constaba de pastel de pera confitada, de bizcochos rellenos de arándanos y de crema de chocolate servida sobre una masa redondeada de harina y centeno.

Entretanto los invitados iban entrando al salón, maravillados por la impresionante lámpara de araña que iluminaba la estancia y daba al fresco del techo una luminosidad etérea. Andrew, todavía retocándose el corbatín, se sentía muy dispuesto a cometer una grosería en toda regla y fingir cualquier tipo de malestar para evitar bajar.

El espejo de cuerpo entero le devolvió su impecable imagen. El esmoquin negro le sentaba como un guante, estaba hecho a medida y caía con gracia remarcando su espalda ancha y sus piernas esbeltas. La camisa almidonada, de un blanco cegador, se le pegaba al pecho como una segunda piel. Con manos expertas, se estiró el chaleco y abrochó los botones de la chaqueta con pulcritud. Volvió a retocar la pajarita blanca, acomodando el cuello alto de la camisa para hacerla invisible por los laterales.

Este era el momento en el que debía ser presentado a los invitados, se dijo, echándose el pelo hacia atrás con las manos antes de cubrirlas con los guantes. Era ahora, y no antes, cubierto de suciedad y oliendo como un mozo, cuando Victoria Linton tendría que haberle visto. Y no es que le importara demasiado la opinión de esa… singular señorita, porque no tenía sentido dedicarle más tiempo a darle vueltas al asunto del que ya le había otorgado, pero le irritaba sobremanera no haber sido capaz de mostrarse seguro y encantador ante ella, algo que antaño le salía tan natural.

Sin duda se debía a lo abrupto de su encuentro, no cabía duda. Estaba en clara desventaja y por ese motivo no podía sentirse cómodo ante ella, como tampoco lo habría estado ante nadie. No obstante… se puso un guante mientras su ceño se fruncía aún más. ¿Y si la dama con la que hubiera tenido que hablar en tales circunstancias hubiera sido cualquier otra? No siempre el momento y la apariencia eran propicios, y se suponía que toda esa festividad con reuniones y cenas tenía como fin que él encontrara una esposa, ¿cómo esperaba hacerlo si apenas algo se torcía se quedaba estático y era incapaz de pronunciar palabra?

La señorita Linton no era una de las candidatas deseables, por supuesto, pero como invitada destacada de su madre (por expresar de algún modo un hecho que todavía tenía a Andrew lleno de confusión), bien le valdría como ejemplo y práctica a la hora de comportarse de forma que atrajera la atención de alguna de las novias potenciales. Lo único que le faltaba es que se hubiera corrido la voz del incidente. Quedar como un bobo balbuceante delante de todas esas jóvenes no le granjearía puntos a la hora de encontrar a la esposa idónea para él.

Aún más irritado que antes, Andrew se puso el otro guante y luego pasó las manos cubiertas por las mangas de la chaqueta para quitar cualquier resquicio de suciedad que pudiera haber. Se alegraba de haber despachado a su ayuda de cámara, pues con su malhumor probablemente el pobre hombre habría terminado por ahogarle con la pajarita. Con un resoplido, se irguió, mirando su reflejo desafiante. Tenía treinta años y era un hombre instruido, capaz de defenderse en diversos terrenos sin perder el control de la situación.

Si ahí abajo estaba la dama bajo cuya superficie se encontraba algo a lo que él pudiera aferrarse, la encontraría. Y no erraría a la hora de cortejarla.

Bajó la gran escalera mostrando su sonrisa más radiante, dando apretones a los caballeros con que se cruzaba, besando las manos de las damas que le salían al paso y mostrando interés y caballerosidad para con todas las señoritas. Pareció aumentar el bullicio en cuanto Andrew puso un pie en el salón de recepciones, incluso el quinteto musical se vio obligado a subir ligeramente el tono de su interpretación. Atisbando lo que le permitía su saludable altura, calculó que debía haber unas sesenta personas en la sala. Tal vez noventa, si faltaban aún por bajar de las habitaciones.

Era una cifra relativamente cómoda de gente con la que poder relacionarse. No cabía duda de que le era muy provechoso poder contar con esa noche, cuando aún no habían llegado todos los asistentes, para poder hacer una primera valoración de lo que tenía ante sí. Dejando de lado inmediatamente como descartadas a algunas de las doncellas a las que ya conocía (aunque no por ello las desalentaría con brusquedad, por supuesto), quedaban un buen número de señoritas con las que podría hablar, dedicándoles a cada una momentos individuales para tratarlas en una charla más privada.

Solo pensar en unirse a una mujer que no tuviera conversación, que no supiera de qué hablar… una cosa es que el matrimonio fuera deseable y necesario, y otra, que estuviera desesperado. No escogería a la ligera.

Buscaba con la mirada a su madre cuando, de repente, un fogonazo vestido de verde musgo se le paró justo ante el campo de visión. Con una sonrisa supremamente encantadora y una venia exagerada cuyo objetivo principal era mostrar los escandalosos centímetros de más que lucía su escote, Adeline Aldrich captó su atención de inmediato, obligándole, por decoro, a saludarla como correspondía a una joven de su clase.

Su cabello castaño estaba perfectamente peinado en un recogido y adornado con unas vistosas perlas del mismo tono verde que el profuso vestido, abullonado en las mangas y con unas faldas tan amplias, que iba abriendo espacio alrededor de Adeline cada vez que se movía. A Andrew no dejó de pasarle desapercibido el hecho de que ella hubiera escogido ese tono en particular… pues era el que lucía el blasón de los Holt desde hacía generaciones. Estaba claro que la joven Aldrich estaba dispuesta a presentar batalla.

Le agradó su seguridad en sí misma, su confianza y su notable don de mostrarse recatada solo lo justo. Era una joven hermosa, con mirada luminosa y curvas perfectas, sin duda, una elección sobradamente acertada. Y sin embargo… sin embargo…

–Buenas noches, milord –saludó Adeline, con su voz dulce como la misma miel–. Debo decirle lo extremadamente honradas que nos sentimos mi madre y yo por haber sido consideradas para recibir una invitación a su maravilloso hogar.

Andrew le besó la mano enguantada y le dedicó una sonrisa apropiada. Ella no perdió la compostura, cada movimiento exacto, ensayado hasta tal punto que lograba salir natural. Parecía estar iluminada por los cuatro costados y todo en ella reflejaba su constante deseo de atención «mírame, soy perfecta», parecía decir. Y sin duda, era claro que tenía razón.

–No se me ocurre nadie más merecedora de ese honor que usted, señorita Aldrich, ¿no las acompaña su padre en esta ocasión?

La joven negó, haciendo que un mechón castaño le rozara delicadamente el hombro marfileño y se quedara sumisamente posado allí.

–Me temo que padre está muy ocupado, pero lamenta muchísimo no haber podido asistir… sin duda esta puede ser una experiencia inolvidable para todos.

–No me cabe duda de que lo será… –En ese instante vio a su madre, fue un segundo, pero la reconoció inmediatamente–. Si me disculpa, debo…

Y entonces se dio cuenta de que Joanna no estaba sola. En un ligero apartadero situado entre una de las mesas de refrigerios y la zona reservada para los músicos, su madre charlaba alegremente con Eleanor Linton, vestida con metros de muselina violeta que hacían de su regordeta figura algo gracioso de contemplar. Junto a ellos, y también con una anchura a considerar, Andrew reconoció a un joven al que le extrañó mucho ver en su casa.

Bernard Chamber, cuyo nombre en la lista de invitados Andrew había pasado por alto, era el segundo hijo del barón Ilhan Chamber. Se trataba de un joven rollizo, de cabello rubio ensortijado cuya barbilla y papada se confundían en cuanto abría la boca. El joven, apodado desdeñosamente por toda la aristocracia como “el honorable segundo”, una sátira que mezclaba su orden de nacimiento con la forma apropiada en que se debía uno referir a un barón por su rango, no solía ser tenido en cuenta para ciertos actos sociales.

Aunque Andrew sabía que en aras del buen gusto su madre había añadido a los invitados nombres de jóvenes solteros para equilibrar la balanza, no veía caso ni motivo por el que hubiera convidado a Bernard Chamber II, un muchacho cuya fortuna, respetable pero escasa, distaba mucho de ser suficiente atractivo como para que alguna de las casaderas allí presentes le tomara en serio como posible marido. Tenía título, pero era uno de escaso abolengo y como hijo segundo era poco probable que su herencia resultara destacable. Además, era notable y sabido por todos que Bernard apreciaba más el placer de una buena comida que la posibilidad de compartir su tiempo con alguna candidata a esposa. Su padre había perdido la esperanza y él no parecía lamentarse ante el hecho de quedarse soltero.

Imaginaba que su madre había actuado por mera cortesía.

Andrew estaba a punto de dar por finalizado su interés en tan extraño trío, cuando una cuarta persona se les unió. Le bastó una única mirada para que el estatismo volviera a apoderarse de sus miembros. El potente brillo rojo eclipsó todo cuanto había en la sala a medida que se acercaba. Fue como si el resto de personas, con sus vestidos brillantes y joyas recargadas pasaran a convertirse en tristes seres en blanco y negro.

Victoria Linton llevaba un sencillo vestido color amarillo crema con el escote cubierto por una gasa translúcida. Su cabello volvía a estar trenzado, solo que ahora el grueso mechón se había convertido en un rodete sujeto a la parte baja de su cabeza con unas pinzas en forma de mariposas doradas.

El contraste era, por su sencillez, impecable.

Joanna abrió el círculo con una sonrisa y presentó a Victoria con Bernard Chamber, que en ese momento dejó a medio comer el canapé que estaba a punto de devorar para prestar su atención a la muchacha. Desde la distancia, Andrew les vio intercambiar las acostumbradas palabras de cortesía y, en ese instante, de forma delicada pero eficiente, Eleanor y Joanna giraron sus cuerpos la una hacia la otra, de modo que, si bien seguían presentes y los jóvenes no estaban solos, se les había conferido una cierta intimidad.

Entonces Andrew llegó a una alarmante conclusión que le agrió el rictus de la boca. Su magnánima madre… de modo que había algo más oculto tras la amabilidad y amistad que la unía con la matriarca de las Linton. Pretendía echar mano de su posición para buscar un marido a la joven Victoria que estuviera acorde a su situación. ¿Era ese el papel de Bernard Chamber en aquello? Por Dios… ¿tan terrible era la vida de las Linton como para llegar a eso? ¿Cómo de mala era la posición en que se encontraban?

–Señorita Aldrich… –masculló, aclarándose la garganta. Había olvidado que la joven Adeline seguía a su lado, pendiente de él, que no lo estaba en absoluto de ella–. Si me disculpa… le ruego mil perdones, pero debo saludar a unas personas…

–Oh, milord, ¡me encantará acompañarle!

A punto estuvo Andrew de rehusarse, su precaria paciencia le pedía que se deshiciera de la perfecta y absolutamente adorable señorita Aldrich y echara a andar hacia su madre inmediatamente, sin que importaran demasiado los motivos que impulsaran su arranque. Era el anfitrión de esa condenada velada, después de todo, si de repente le apetecía charlar con Bernard Chamber “el honorable segundo”, por sus ancestros que nadie se lo impediría, ni siquiera él mismo. Sin embargo, tuvo que morderse la lengua y ofrecer a Adeline su brazo, como dictaba la respetabilidad.

Mientras andaban cruzando el salón, a un paso extremadamente lento, ella se pavoneó, saludando a personas que quizá ni siquiera conocía, para que quedara bien claro que el conde de Holt y ella estaban compartiendo un momento especial. A Andrew nada de aquello le importaba lo más mínimo, su única meta en la vida, en esos momentos, era alcanzar el lugar apartado donde aquel cuarteto conspirador había hecho planes a sus espaldas.

El cielo estaba despejado, negro y cubierto de brillantes estrellas que dotaban de claridad a aquella noche de mediados de verano. Con el airecillo que removía las hojas de las plantas y enviaba un agradable frescor al interior del establo, Josh se sentía más que agradecido con la vida que tenía.

Acodado en uno de los pilares de madera de la parte alta de las caballerizas, donde se guardaban los aperos, algunas alforjas, las herramientas para el arreglo de herraduras, tridentes y hoces, Joshua McKan miraba a la inmensidad mientras sostenía entre sus dedos de la mano derecha un cigarrillo de liar, al cual daba caladas perezosas, perdido en sus pensamientos. En noches como aquella, donde el barullo de la casa principal era casi audible a pesar de los metros de distancia, se sentía más satisfecho aún con su idea de trasladarse al altillo en lugar de ocupar la habitación que los señores le habían entregado dentro de la propiedad.

Ahí era a donde él pertenecía, se dijo, un lugar donde el aire nocturno le movía el cabello negro como el carbón, agitándole los mechones rebeldes que habían escapado de la pequeña coleta que se hacía para trabajar. Sin demasiadas complicaciones, Josh había trasladado el jergón y poco a poco había creado un confortable escondite donde dormía por las noches y se relajaba en sus escasos ratos libres. Con un candil sobre una caja vuelta del revés, una mesa y una silla para controlar papeleo y documentos relacionados con los caballos, tenía más que suficiente.

Echando la vista atrás, comprendió que su amor por los animales le venía de nacimiento. Cuando era niño, sus padres y él vivían en el Londres poco señorial, un distrito situado tan al sur, que la mayoría de los habitantes de Mayfair ni siquiera sabían de su existencia. Allí habían abierto una humilde posada para equinos, en la cual los cepillaban y alimentaban mientras sus dueños hacían recados y transacciones. Desde muy pequeño Josh aprendió a tratar a los caballos casi mejor de lo que se trataba a sí mismo, aseándolos y atendiendo las grietas de sus cascos con pulcritud.

Pese a que el negocio no daba para mucho, porque pocos comerciantes con dinero para tener un caballo se arriesgaban a dejarlo tan lejos de las elegantes caballerizas de lugares más prósperos, lo poco que ganaban se iba en medicinas para su madre enferma y en el alcohol que consumía su padre para soportarlo. Más de una vez, Josh se vio trabajando solo, con apenas catorce años, intentando en vano mantener a flote un establo que estaba condenado a hundirse.

Cuando la tisis se llevó a la tumba a su madre, McKan padre aseguró que nada quedaba en Londres para ellos, de modo que lo envió a Kent con su abuela, que estaba bien posicionada como ama de llaves de una respetable familia, y se marchó a buscar fortuna, prometiendo volver por él en cuanto la suerte le fuera más propicia.

A estas alturas, siete años después, Josh a menudo pensaba que… o bien su padre aparecía de repente montado en un caballo andaluz, cubierto de oro y con una carreta de alabastro a sus espaldas, o por el contrario, no volvería nunca. Siendo la segunda opción la más plausible, dejó de esperarlo, haciéndose a la idea de que era muy posible que el hombre hubiera muerto víctima de sus propios deseos de grandeza.

Joshua tenía veintidós años, aunque posiblemente aparentara unos cuantos más. Era alto y su cuerpo estaba fibroso y marcado por el duro trabajo, sus brazos eran largos y fuertes, sus manos callosas y hábiles. Tenía la nariz recta, la boca carnosa y la piel morena por su afán de trabajar con la menos ropa posible. Su abuela, Josephine, se había encargado con todo su cariño y mano dura de hacer de él un hombre de bien. Con más de un coscorrón merecido, aprendió a leer y escribir, aunque lo que de verdad se le daban bien eran las cuentas. Era capaz de calcular a ojo y sin muchas vueltas la cantidad de grano que necesitaba un caballo en semanas y meses, las proporciones de las plantas medicinales para hacer cataplasmas, los espacios que debían dejarse entre vallas para crear cercados… y un sinfín de útiles tareas que le habían valido el tan merecido ascenso a lacayo.

Aunque Josephine estaba encantada, no solo por el reconocimiento a su nieto, sino también por el trato afable y cercano que ambos habían recibido siempre de la familia Ferris, Josh era mucho más comedido. Por amigable que fuera Andrew, no olvidaba que se trataba de un conde y, a pesar de que estaba bien visto entre los miembros de la casa, nunca olvidaba cuál era su lugar.

Conforme la madurez iba haciendo mella en él, Josh pasaba las noches echado boca arriba en el jergón, pensando en todo y en nada al mismo tiempo, recordando su llegada a la casa solariega Holt, lo divertido que se volvía vivir en ella cuando el joven Andrew venía de vacaciones… ahora las cosas habían cambiado.

Solía pensar que tal vez era momento de buscar futuro en otro lugar, escoger una bonita chica del pueblo y pretender que era capaz de formar una familia y tener alguien de quien recibir ese cariño tan especial que los muchachos parecían buscar incansablemente. Con un suspiro, Josh siempre acababa desechando la idea, con razones cada vez de menos peso a las que se aferraba con fuerza.

La verdad era que hacía mucho que había entregado su corazón a alguien, aunque hacerlo había constituido la mayor de sus maldiciones. Enterrando la colilla apagada, rememoró la primera vez que conoció a la señorita Claire Ferris, muy niña ella, a pesar de tener solo cuatro años menos que él. Andrew era ya un jovencito cuando llegó su hermana, de modo que le había dejado claro que ambos debían protegerla de todo mal cuando se encontrara cerca de los peligrosos bosques de Kent. Como Andrew tenía mucho que estudiar para preparar su futuro, recayó en Josh la tarea de permanecer junto a Claire, y de algún estúpido modo…

Ahora ella tenía dieciocho años, y cada día que pasaba sin verla resultaba para Josh un alivio y un dolor agónico a partes iguales.

Arrastró los pies cansados por la escalerilla de madera que le conducía al alto del establo y se dejó caer sobre el jergón, restregándose la cara y notando la incipiente y dura barba oscura que ya le raspaba en el mentón y las mejillas. Había aguantado despierto por si le hacían llamar desde la casa, pero al parecer las criadas y doncellas habían podido desenvolverse bien con todos los ruidosos invitados. Echó la cabeza hacia atrás y tocó con dedos distraídos sobre el pilar maestro que sujetaba la techumbre, contando las marcas que él mismo había sellado con uno de los punzones de las herraduras, aunque sabía bien la cantidad exacta que había de ellas, el equivalente a siete meses y veinticuatro días, veinticinco en cuanto dieran las doce.

Ese era el tiempo exacto en que Claire Ferris no viajaba a Kent.

Sintiendo los brazos pesados, Josh decidió que ya estaba bien de flagelarse, al menos por aquella noche. De nada le valía perderse en pensamientos que no le iban a conducir a ninguna parte. Se bajó los tirantes y sacó la camisa por su cabeza sin desabrocharla. Con poca pulcritud, la dejó colgando de uno de los barandales donde también yacía la opresora librea color chocolate. Se tumbó y dobló un brazo sobre sus ojos. Quizá el viernes sería un buen momento para bajar al pueblo, pensó, ya adormilado.

Apenas gastaba nada de sus ganancias, que habían aumentado en varias monedas ahora que su rango era el de lacayo (aunque no por eso se desvinculaba de los animales), restando la parte que entregaba a su abuela para que ella lo administrara en sabía Dios qué, para un futuro que no se podía imaginar, le quedaba suficiente para darse algún capricho banal de vez en cuando… y su edad y cuerpo tenían bastante claras las necesidades que empezaban a roerle las entrañas, como culebras vivas que se le retorcían y le llenaban la mente de sueños que le avergonzaban con el alba.

Con la determinación de no cuestionarse los instintos propios de un joven de su edad, Josh se dispuso a soplar la vela del candil para dar descanso a sus músculos doloridos, pero entonces… se incorporó de un salto, aguzando el oído. Aún con la música que provenía de la casa, el camino de acceso pasaba primero delante del establo y las tierras de cultivo antes de llegar a las verjas de entrada. Si no estaba equivocado, le parecía que algo se acercaba.

Presuroso, se levantó de un salto, agarrando la camisa y metiéndose en ella con torpeza. Sin bajar, se asomó a la baranda que hacía las veces de improvisado mirador y forzó los ojos en la espesa negrura de la noche. La nube de polvo todavía era poco visible, pero eso no quería decir que él no pudiera percibirla, y el eco de los cascos le sería reconocible incluso a más distancia que aquella. Aguardó unos instantes, hasta que la figura difusa del recortado carruaje fue apenas apreciable. No era lo bastante grande como para transportar a una familia, y solo había una persona en el mundo, que él conociera, capaz de viajar a solas y en plena noche a tal velocidad.

Se le encogieron las tripas y su subconsciente se llenó de ideas pesarosas. ¿Sería posible que la hubiera traído con el pensamiento? ¿Por qué tenía que venir ahora, cuando casi había aprendido a sobrevivir sin su rostro y la mirada que ponía en esos momentos que él no debería recordar, pero jamás olvidaba?

Aquella muchacha había nacido para torturar su existencia con una cruel dulzura y disfrutaba mucho haciéndolo. Josh, que se había dejado caer contra la baranda sin poder apartar la vista de la polvorienta figura cada vez más próxima, se preparó, quizá más ansioso de lo que debía, para recibir el tormento al que ella decidiera someterlo.

Una candidata inesperada

Подняться наверх